El Obispo vietnamita F.X. Nguien ban Thran en su cautiverio
(1975-1988) oraba así:
¿Cuantas veces en mi vida se me presentarán ocasiones semejantes?
No, aprovecho las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria. Jesús no espera; vivo el momento presente colmado de
amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí.
También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre
sí. Dispongo perfectamente de mi linea recta. Vivo con perfección cada minuto y la vida será santa. El camino de la esperanza está enlosado de pequeños pasos de esperanza”
(Cinco panes y dos peces; Ed. Ciudad nueva 2000)
Este santo Obispo rezaba así, porque como diría el Papa Benedicto XVI
en su Carta Encíclica <Spe Salvi>: <Cuando ya nadie nos escucha, Dios
todavía nos escucha>. Él es nuestra esperanza, nuestra única y gran
esperanza y por eso los creyentes recordamos siempre sus palabras llenas de
sabiduría y amor en todo momento y muy especialmente en aquellos de grandes dificultades y frustraciones de la
vida.
En este sentido nos viene a la memoria aquellos momentos de la vida del
Señor durante su ministerio en Galilea en el que dio un discurso a las
multitudes que le seguían, subido a un monte, en presencia de sus discípulos y
entre otras cosas les decía (Mt 5, 23):
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con
qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente”
Sí, nosotros necesitamos ser sal, pero sal que no se vuelva sosa,
necesitamos de la esperanza como muy bien aseguraba el Papa Benedicto XVI en su
Carta Encíclica <Spe Salvi>:
“Nosotros necesitamos tener esperanza, más grande o más pequeña, que
día a día nos mantenga en camino. Pero sin la gran esperanza, más grande o más
pequeña, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran
esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer
y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser
agraciado por un don forma parte de la esperanza”
Por su parte, el Papa san Juan Pablo II en su Audiencia general del miércoles 11 de noviembre de 1998 nos hablaba también sobre la esperanza, una virtud teologal fundamental:
“La doctrina de la Iglesia concibe la esperanza como una de las tres
virtudes teologales, que Dios derrama por medio del Espíritu Santo en el
corazón de los creyentes. Es la virtud <por la que aspiramos al reino de los
cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en
las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los
auxilios de la gracia de Espíritu Santo> (C.I.C nº 1817).
Muchos peligros se ciernen sobre el futuro de la humanidad y muchas
incertidumbres gravitan sobre los destinos personales, y a menudo se sienten
incapaces de afrontarlos.
También la crisis del sentido de la existencia y el enigma del dolor y de
la muerte vuelven con insistencia a llamar a la puerta del corazón de nuestros
contemporáneos.
El mensaje de la esperanza que nos viene de Jesucristo ilumina este
horizonte denso de incertidumbre y pesimismo. La esperanza nos sostiene y
protege en el buen combate de la fe (Rm
12, 12). Se alimenta de la oración, de modo muy particular en el Padrenuestro,
<resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear> (CI.C nº 1820)”
Sin embargo ante la situación general presente, ante una sociedad tan paganizada como la actual,
muchos aún se preguntarán: ¿Una existencia gloriosa, es realmente algo tan
deseable?
Para los católicos, al menos, debería serlo, ya que al recibir el
sacramento del bautismo, el sacerdote al dirigirse, en su día, a los padres,
les preguntaba que pedían a la Iglesia para sus hijos, a lo que estos debían
responder: la fe en la <vida eterna>.
La desesperanza y la depresión juegan en estos hombres y mujeres un
papel trascendental y es necesario ayudarles para que consigan salir de estas
situaciones, que llegado el caso, pueden conducirles incluso a decisiones
gravemente peligrosas para sus vidas y la de sus seres querido.
En este sentido, habría que preguntarse: ¿Cuál es la verdadera
fisonomía de la esperanza cristiana? O mejor aún: ¿Qué podemos esperar, y que
es lo que no podemos esperar?
El Papa Benedicto XVI respondió en su día, así , a estas preguntas (Ibid):
“Podemos esperar la salvación de nuestras almas, podemos esperar la
<vida eterna>, cerca de nuestro Creador; en cambio no podemos esperar que estas
cosas sean posibles, si nos apartamos de Dios, si incumplimos, en esta pasajera
vida, las leyes que Él inscribió en el corazón de todo hombre…”
Hace tres años, el Papa Francisco, nos habló muy claro al respecto. Fue concretamente, durante la misa matutina, que él tiene por
costumbre celebrar, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, un 22 de
noviembre de 2016. Durante su catequesis reflexionaba seriamente sobre el tema
del <día del juicio final>. Lo hacía con gran acierto y valentía, ya que
evidentemente es un tema, que como el mismo reconocía, a la gente de hoy no le gusta recordar.
El Papa Francisco aseguraba entonces: “Todos seremos juzgados, cada uno de nosotros será juzgado ¿Pero cómo
será ese día en el que estaré delante de Dios?
Cuando Él me pedirá que le rinda
cuentas de los talentos que me ha dado… ¿Cómo estará nuestro corazón, tras el
contacto con la Palabra del Señor? ¿Cómo he recibido su Palabra? ¿Con el
corazón abierto?... “
Son preguntas interesantes del Papa Francisco que nos incumben a todos,
porque tarde o temprano deberemos llegar a presencia del Señor…No conocemos cuando esto
tendrá lugar; nadie sabe cuándo tendrá lugar la Parusía, por eso el Papa
Francisco sigue diciendo en su homilía:
¿Esperanzado o en medio de tantas alienaciones de la vida, engañado por
las cosas que son superficiales, que no tienen transcendencia?...
Por tanto, estamos frente a una autentica <llamada del Señor para
pensar seriamente en el final: en mi final, el
juicio, en mi juicio>… Hoy nos hará bien pensar en esto: ¿Cómo será
mi final?…
Y para ir al encuentro de los que podrían estar asustados o
entristecidos por esta reflexión, un consejo: <Sé fiel hasta la muerte dice
el Señor, y te daré la corona de la vida>. Ésta es nuestra esperanza”
Ciertamente la esperanza, ésta esperanza, está en el centro de nuestras
vidas, tal como nos han recordado todos los Pontífices de la Iglesia y en
particular el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“Todos advertimos la necesidad de
la esperanza, pero no de una esperanza cualquiera, sino de una esperanza
firme y creíble…La juventud, es tiempo
de esperanza porque mira hacia el futuro con diversas expectativas.
Cuando se es joven se alimentan ideales, sueños, proyectos; la juventud
es tiempo en el que se maduran opciones decisivas para el resto de la vida. Tal
vez por eso es la etapa de la existencia
en la que afloran con fuerza las preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el
mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Qué será de mi vida? Y también ¿Cómo alcanzar
la felicidad? ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más
allá de la muerte? “
Esta esperanza solo puede ser Dios que abraza el universo y que nos
puede propones y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar…” (Mensaje a los jóvenes del mundo con ocasión
de la XXII Jornada Mundial de la Juventud 2007. Vaticano 27 de enero)
Sí, como decía el doctor de la Iglesia san Agustín, todos queremos
<la vida bienaventurada>, queremos ser felices y esta felicidad <sin
igual>, sólo la podremos encontrar al lado del Creador, hacia el cual todo
hombre encamina sus pasos, aunque de hecho no se dé cuenta de ello, es lo que
se ha dado en llamar <esperanza universal>.
Los seres humanos nos sentimos atraídos hacia Dios desde el inicio de
los tiempos, se trata como han advertido los Pontífices de la Iglesia, de
<Una inmersión en el océano del amor infinito> en el que ya no existen el
tiempo, el antes o el después, en
palabras de Papa Benedicto XVI.
En otra ocasión, el Papa Benedicto XVI también razonaba así (Los caminos de la
vida interior. El itinerario espiritual del hombre; Ed. Chronica S.L. 2011):
“Una de las consecuencias principales del olvido de Dios es la
desorientación que caracteriza a nuestra sociedad, que se manifiesta en la
soledad y la violencia, en la insatisfacción y en la pérdida de confianza,
llegando incluso a la desesperanza.
Fuerte y clara es la llamada que nos llega de la Palabra de Dios: <Maldito
quien confíe en el hombre, y en la carne busque su fuerza, apartando su corazón
del Señor / Será como un cardo en la
estepa, no verá llegar el bien, pues habita en terrenos resecos del desierto,
en tierra salobre e inhóspita> (Jeremías 17, 5-6)”
Hay que tener en cuenta que el profeta Jeremías vivió en una época
transcendental para la historia del pueblo de Israel, ya que por entonces tuvo
lugar la caída del imperio asirio, el renacer del babilónico y la desaparición
del reino de Judá, con la deportación a Babilonia de las personas que tenían
más influencia en el país. Jeremías fue testigo presencial de aquellos
acontecimientos y también de los que más tarde vivió la población que
permaneció en Palestina.
Él permaneció fiel a Dios en momentos de profunda crisis religiosa de
su pueblo, exponiendo a través de sus palabras su situación interior, sus
dificultades y en ocasiones su desesperación, pero siempre su amor y fidelidad fueron inquebrantables
hacia el Creador, como demuestran los versículos del Antiguo Testamento, recordados
por el Papa Benedicto XVI.
Es un ejemplo inestimable para los tiempos que corren en los que la
infidelidad y el olvido de Dios están de moda, por eso el Papa Juan Pablo II, dándose cuenta de la situación
tan adversa de la sociedad de nuestro tiempo nos hablaba así (Audiencia
General; miércoles 11 de noviembre de 1998):
En efecto, la esperanza tiene esencialmente, una dimensión comunitaria
y social, hasta el punto de que lo que el pastor san Pablo dice en sentido
propio y directo refiriéndose a la
esperanza, puede aplicarse en sentido amplio a la vocación de la humanidad entera:
<Un solo Cuerpo, un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a
la que habéis sido llamados> (Ef 4, 4)”En la carta a los Efesios san Pablo se dirige a los fieles procedentes de la gentilidad, para ayudarles a profundizar en el conocimiento unitario y coherente del Mensaje de Cristo. Toda la carta del apóstol rezuma deseos de inducir a los creyentes a la unidad dentro de la Iglesia.
En realidad ésta es la misma aspiración del Papa san Juan Pablo II, cuando
nos habla de la esperanza del cristiano en comunidad, y tiene toda la razón
porque el individualismo ha conducido a los hombres en los tiempos que corren a
la desesperanza personal, al aislamiento y por tanto al alejamiento de Dios.
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