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viernes, 26 de octubre de 2018

EN LA VIDA DEL SACERDOTE SU TIERRA ES DIOS


 
 
 


En el  Antiguo Testamento, el salmista  viene a significar  que el Señor es su único bien, <su tierra es Dios>, con esta hermosa oración (Sal 15, 5-6):

“Tú, Señor, eres mi copa y el lote de mi heredad, mi destino está en tus manos/ Me ha tocado un lote delicioso, ¡que hermosa es mi heredad!

Según el Papa Benedicto XVI (La sal de la tierra; Una conversación con Peter Seewald; Ed. Palabra, S.A. 1997):

“Esta figura del Antiguo Testamento que deja a la tribu de los sacerdotes sin territorio y que, podría decirse, solo vive de Dios, y , por tanto, da verdadero testimonio de Él, se traduce más adelante como unas palabras de Jesús que venían a decir que , en la vida del sacerdote, <su tierra es Dios>”

Recordemos que los apóstoles fueron elegidos, en su día, por Cristo, con una misión  perfectamente definida (Catecismo de la Iglesia Católica nº 858, 859 y 860):



*Jesús  es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, <llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar> (Mc 3, 13-14).

Desde entonces, serán sus <enviados>. En ellos continua su propia misión: <Como el Padre me envió, también yo os envío> (Jn 20, 21; cf 13, 20; 17, 18).

Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: <Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe>, dice a los Doce (Mt 10, 40; cf Lc 10, 16).

*Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como <el Hijo no puede hacer nada por su cuenta> (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla.

Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como <ministros de una Nueva Alianza> (2 Co 3, 6), <ministros de Dios> (2 Co 6, 4), <embajadores de Cristo> (2 Co 5, 20), <servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios> (1 Co 4, 1).



*En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia.

Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer <con ellos> hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20). <Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir…sucesores> (Lumen Gentium, 20).

Los Obispos son sucesores de los apóstoles (C.I.C. nº 861):



*<Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron…

Nombraron, por tanto, de esta manera algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio (Lumen Gentium, 20)

Como podemos leer también en el Documento de la Iglesia <Lumen Gentium>, correspondiente al Concilio Ecuménico Vaticano II (LG 28):

“El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos ordenes y ya desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos”

Por otra parte, la Iglesia católica nos enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son todos ellos conferidos mediante un acto sacramental que recibe el nombre de <ordenación>, se producen por tanto a través del Sacramento del Orden.



En efecto, en  el Catecismo de la Iglesia católica podemos finalmente leer a este respecto que (nº 1554):

“La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio y la practica constante de la Iglesia, reconocen que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diacono está destinado a ayudarles y a servirles.

Por eso el termino <sacerdos> designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos.

Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado <ordenación>, es decir, por el Sacramento del Orden”  

De todas estas enseñanzas, lógicamente, parece deducirse que en los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado), <en la vida de los sacerdotes, su tierra es Dios>. Su dedicación a Dios debería ser total, como indica el enorme honor y  la tremenda responsabilidad que Cristo les ha concedido, al ser sus representas sobre la tierra.

 



Sin embargo en la actualidad, algunas personas se suelen preguntar: ¿Es hoy posible, es hoy conveniente la observancia del sagrado celibato sacerdotal? Desde luego ésta es, una pregunta clásica presente en nuestra sociedad y que proviene de las  corrientes de pensamiento modernistas que desde hace tiempo han conducido a un enfrentamiento enorme del laicismo frente al cristianismo.
Porque cuando se quiere, en nombre de una falsa mejora de la misión del sacerdote, eliminar el sagrado celibato, o se quiere modificar otras cuestiones que son inherentes a la moralidad cristiana, dentro de la Iglesia, en nombre de la liberación del hombre moderno, ello conduce como diría en su día  el Papa Benedicto XVI:
 
 


“A la reivindicación intolerante de una <nueva religión> que aduce tener una vigencia universal porque es racional, más aún, porque es la razón en sí misma, que lo sabe todo y que,  por eso mismo, señala también el ámbito que a partir  de ahora debe hacerse normativa para todos.

El hecho de que en nombre de la tolerancia se elimine la tolerancia es una verdadera amenaza ante la cual nos encontramos.

El peligro consiste en que la razón –la llamada razón occidental- afirma que ella ha reconocido realmente lo correcto y, con ello, reivindica una totalidad que es enemiga de la libertad.

Creo que hemos de presentar con mucho énfasis ese peligro. A nadie se le obliga a ser cristiano.

Pero nadie debe ser obligado a vivir la <nueva religión> como la única determinante y obligatoria para toda la humanidad” 
(Benedicto XVI, < Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos>. Una conversación con Peter Seewald; Herder Editorial, S.L. 2010).

Por eso la pregunta: ¿No será ya llegado el momento para abolir el vínculo que en la Iglesia une el sacerdocio con el celibato? Se <cae por su peso> como se suele decir…
Hasta ahora ningún Pontífice se ha atrevido a modificar el don del sagrado celibato sacerdotal, tampoco el Papa Francisco, que ha manifestado, recientemente, que no es el momento para tratar tan espinoso tema…



Todos los Papas de los últimos siglos han defendido la necesidad de ésta renuncia por amor a Cristo y el deseo de predicar el  reino de Dios, es decir el <reino de los cielos>, tal como enseñaba el Papa san Juan Pablo II en su Audiencia general del miércoles 21 de abril de 1982):

“El <reino de los cielos>, significa el reino  de Dios, que Cristo predicaba en su realización final, es decir, escatológica. Cristo predicaba este reino en su realización o instauración temporal y, al mismo tiempo, lo pronosticaba en su cumplimiento escatológico.

La instauración temporal del reino de Dios es, a la vez, una inauguración y una preparación para el cumplimiento definitivo. Cristo llama a este reino y, en cierto sentido, invita a todos a él (cf. La parábola del banquete de bodas: Mt 22, 1-14).

Si llama a algunos a continencia <por el reino de los cielos>, se deduce del contenido de esa expresión, que los llama a participar de modo singular en la instauración del reino de Dios sobre la tierra, gracias a la cual se comienza y se prepara la fase definitiva del <reino de los cielos>. En este sentido esa llamada está marcada con el signo particular de dinamismo propio del misterio de la redención del cuerpo.



Así, pues,  en la continencia por el reino de los cielos se pone de relieve, la negación de sí mismo, tomar la cruz de cada día y seguir a Cristo (cf. Lc 9,23), que puede llegar hasta implicar la renuncia del matrimonio y una familia propia. Todo esto se deriva del convencimiento de que, así, es posible contribuir mucho más a la legalización del reino de Dios en su dimensión terrena con la perspectiva del cumplimiento escatológico.

Cristo en su enunciado según Mateo (19, 11-12) dice, de manera general, que la renuncia voluntaria al matrimonio tiene esta finalidad, pero no especifica esta afirmación. En su primer enunciado sobre este tema no precisa aún para qué tarea concreta es necesaria, o bien, indispensable, esta continencia voluntaria, en orden a realizar el reino de Dios en la tierra y preparar su futuro cumplimiento. A este propósito podemos ver algo más en Pablo de Tarso (1 Cor) y lo demás será completado por la vida de la Iglesia en su desarrollo histórico, llevado adelante según la corriente de la autentica Tradición”

Algunos, sin embargo, ante el excelente razonamiento de Juan Pablo II, se atreverá aún a alegar: Todo eso está muy bien pero ¿no podría ser facultativa esta difícil observancia?

Como también recordaba el Papa san Juan Pablo II a este respecto (Ibid):



“Es propio del corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y sobre todo en nombre del amor hacia la persona (efectivamente, el amor está orientado por esencia hacia la persona). Y por esto, en la llamada a la continencia <por el reino de los cielos>, primero, los primeros discípulos y, luego, toda la Tradición viva de la Iglesia descubrirán enseguida que el amor se refiere a Cristo mismo como Esposo de la Iglesia. Esposo de las almas, a las que Él se ha entregado hasta el fin en el misterio de su Pascua y de su Eucaristía.

De este modo la continencia <por el reino de los cielos>, la opción de la virginidad o del celibato para toda la vida, ha venido a ser en la experiencia de los discípulos y de los seguidores de Cristo el acto de una respuesta particular del amor del Esposo Divino, y, por esto, ha adquirido el significado de un acto de amor esponsalicio: esto es, de una donación esponsalicia de sí, para corresponder de modo especial al amor esponsalicio del Redentor; una donación de sí entendida como renuncia, pero hecha sobre todo, por amor”

 


Tras un razonamiento tan bello y coherente ya solo  quedaría la posibilidad de acudir a terrenos más prácticos con estas preguntas: ¿No saldría favorecido el ministerio sacerdotal con la anulación del celibato? ¿No facilitaría esta eliminación  las vocaciones?

Es evidente, y no se puede negar, que en los últimos siglos ha ido disminuyendo el número de hombres que se han sentido llamados a una vocación tan exigente como la necesaria para recibir el Sacramento sacerdotal.  Sin embargo, no se puede asumir, sin más, la idea de que sea precisamente el don del celibato el que impida el crecimiento en el número de vocaciones. Ya, en el pasado siglo, el Papa san Pablo VI, hacía notar  que la raíz del problema podría ser otra; concretamente el aseguraba que:

“No se puede asentir fácilmente a la idea de que con la abolición del celibato eclesiástico, crecerían por el mero hecho, y de modo considerable, las vocaciones sagradas: la experiencia contemporánea de la Iglesia y de las comunidades eclesiales que permiten el matrimonio a sus ministros, parece testificar lo contrario.
La causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte, principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado  en los individuos y en las familias, de la estima de la Iglesia como institución salvadora mediante, la fe y los sacramentos; por lo cual el problema hay que estudiarlo en su verdadera raíz” (Papa san Pablo VI; Carta Encíclica. <Sacerdotalis Caelibatus>; 1967>”

 
Ciertamente san Pablo VI (1963-1978) hablaba teniendo en cuenta los datos de la sociedad en  tiempos  que le toco ejercer su Pontificado,  pero el problema venía de lejos.

 Otros Pontífices, como por ejemplo, el Papa san Pio X, hacia observar, a principios del siglo pasado, que la problemática era otra, en su Carta Encíclica <Supremi Apostolatus> (dada en Roma  el 4 de octubre de 1903):

“¿Quien ignora que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte?

Comprendéis venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el profeta en el Salmo 73 (72), (26-27): <Mi cuerpo y mi corazón ya languidecen; el sostén de mi corazón, mi patrimonio, es Dios por siempre/Los que se alejan de ti perecerán; tu exterminas a los que te dejan y te son infieles>.

Detrás de la misión pontificia que se me ofrecía, Nos, veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos parecía que recaía en nosotros el mandato del Señor (Jer 1, 10): <Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos para arrancar y destruir, para derribar y deshacer, para edificar y plantar>…



Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante, sentimos una gran alegría por el hecho de tener la certeza de que todos vosotros, venerables Hermanos, seréis  unos esforzados aliados para llevarla a cabo…

Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos (Sal 2, 1); parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios (Job 21, 12-14): <Cantan con tímpanos y citaras y al son de las flautas se divierten/Sus días transcurren felizmente, y en paz descienden al abismo/ Y eso que a Dios decían: ¡lejos de nosotros, no queremos conocer tus caminos!



Por eso en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres, ni en lo público, ni en lo privado; aún más se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios”

Las palabras de este Papa santo (1903-1914), nos parecen muy actuales, y  no cabe duda, lucho con todas sus fuerzas para conseguir el <NO> alejamiento del hombre de su Creador. Mucho consiguió sin duda, pero no fue suficiente, tal como desgraciadamente se demuestra día a día.

Entre sus logros, en una sociedad tan perniciosa, como la que le tocó vivir, hay que destacar la elaboración de un nuevo Catecismo, la rebaja  de la edad de los niños para recibir la Primera Comunión, en contra del jansenismo, que propagaba la idea de que se debía retrasar lo más posible, la emisión de una serie de decretos para la reforma del Derecho Canónico y la introducción en la Liturgia de la Iglesia, de la música sacra, a favor del fervor y esplendor en sus manifestaciones.



No, el celibato sacerdotal no parece ser el causante de la falta de vocaciones, eso está claro, hay otras causas más profundas, y de todas ellas la primera y principal es que el hombre ha perdido el <santo temor de Dios>, el hombre se ha apartado incluso de Dios y esto ha dado lugar, a su vez, a que en el seno familiar las prácticas religiosas, como rezar el rosario o cumplir con el deber de escuchar misa los domingos y fiestas religiosas, sean muchas veces, obviadas a favor de otros quehaceres más lúdicos y lejanos al Mensaje de Cristo.

El Papa Benedicto XVI en cierta ocasión  respondiendo a la cuestión que nos ocupa sobre si el celibato impide el crecimiento de las vocaciones, respondía en los términos siguientes:
“No creo que ese argumento sea muy acertado. La cuestión del número de vocaciones al sacerdocio abarca muchos aspectos. Tiene mucho que ver, por ejemplo, con el número de hijos que hay actualmente. Si el promedio de natalidad ahora es de 1,5 hijos por matrimonio, lógicamente, la posibilidad de vocaciones sacerdotales que pueda haber es muy diferente a la que había en otros tiempos, cuando las familias acostumbraban a ser numerosas.



Y, por otra parte, en las familias, ahora predominan otras expectativas. Tenemos la experiencia, por ejemplo, de que una de las dificultades más frecuentes e importante que hay en la vocación sacerdotal son los propios padres. Ellos tienen otros planes distintos para sus hijos. Ese es el primer punto. Y un segundo punto es que el número de cristianos practicantes es mucho menor y, consecuentemente, el número de candidatos también se ha reducido notablemente.

No obstante, en proporción al número de hijos y de cristianos que participan en la Iglesia, el número de vocaciones no se ha reducido tanto. Para ser exactos hay que tener en cuenta esa proporción. Por eso primero de todo sería preguntarse < ¿hay creyentes?>. Y, a continuación, < ¿surgen de ahí vocaciones sacerdotales?”

(Joseph Ratzinger. <LA SAL DE LA TIERRA> Quién es y cómo piensa Benedicto XVI; Una conversación con Peter Seewald; Ed. Palabra S.A. 1997)

Triste, pero cierto, una sociedad paganizada, y olvidada de Dios, difícilmente puede colaborar a la llamada del Señor al sacramento del sacerdocio ¿Qué es lo que ha sucedido, para llegar a esta crítica situación? Sencillamente lo que venían denunciando los Pontífices de los últimos siglos, como por ejemplo, el ya mencionado Papa san Pio X (Ibid):
“Es indudable que quien considere todo esto tendrá  que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prologo de los males que debemos esperar, en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol (Jn. 10, 36).

En verdad, con esta semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directamente y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre.



Por el contrario (esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol), el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que (aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene), tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo, este mundo visible, como si fuera su templo, mostrándose como si fuera Dios”

Se refiere, san Pio X, a la Carta que san Pablo escribió a los habitantes de Tesalónica, entre los cuales,  la tensión escatológica se había disparado en demasía, y ello había llevado incluso al abandono, en muchas ocasiones, y al deterioro en otras, de la actividad cotidiana de los mismos.



El Apóstol al hablarles del momento de llegada del fin del mundo, o Parusía, les decía (2 Tes 2, 1-8)

“Sobre la venida de nuestro Señor Jesucristo y el momento de nuestra reunión con Él…/ no os alarméis por revelaciones, rumores o una supuesta carta nuestra donde se diga que el día del Señor es inminente/Que nadie os engañe, sea de la forma que sea. Porque primero tiene que producirse la apostasía y manifestación del hombre impío, el hijo de la perdición/el enemigo que se eleva por encima de todo lo que es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario de Dios, haciéndose pasar a sí mismo por Dios/ ¿No recordáis que cuando estaba entre vosotros os decía esto mismo?/Ya sabéis que es lo que ahora lo retiene, hasta que llegue el tiempo de manifestarse en el momento prefijado/Porque ese misterioso y maligno poder está ya en acción, solo falta que se quite de en medio el que hasta el presente lo retiene/ Entonces se manifestará el impío, al que Jesús, el Señor, hará desaparecer con el aliento de su boca y destruirá con el resplandor de su venida”

 


Por eso no hay que tener miedo, lo dice el Apóstol bien claro, el Señor Jesús, vendrá y destruirá todo lo malo que el <impío> desea hacer y a él mismo, pero hasta entonces, los cristianos, debemos estar alertas y no caer en las mentiras, que el <enemigo del hombre> esparce por doquier, como por ejemplo que el celibato sacerdotal debía desaparecer para conseguir mayor número de vocaciones. Todo lo contrario, el hombre necesita de sacerdotes plenamente dedicados a Cristo y su Mensaje; los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) necesitan todo su tiempo para conseguir que la fe en Dios vuelva a resurgir, especialmente en el llamado <Viejo Continente>, sólo de esta forma el ser humano estará preparado para esperar con garantías su entrada en el Reino de Dios.

Pero no olvidemos tampoco, tal como siempre nos recuerdan los Padres y Pontífices de la Iglesia de Cristo, que debemos pedir a Nuestra Señora la Virgen María ayuda para alcanzar tan suprema gracia. Así lo hacía el Papa Pablo VI al término de su Carta Encíclica <Sacerdotalis Caelibatus>:
“Estando para concluir esta carta que os dirigimos con el ánimo abierto a toda la caridad de Cristo, os invitamos a volver con renovada confianza y con filial esperanza la mirada  a la dulcísima  Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, para invocar sobre el sacerdocio católico su maternal y poderosa intercesión. El pueblo de Dios admira y venera en ella la figura y el modelo de la Iglesia de Cristo en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Él.

 
 


María Virgen y Madre obtenga a la Iglesia, a la que también saludamos como virgen y madre, el que se gloríe humildemente y siempre, de la fidelidad de sus sacerdotes al don sublime de la <sagrada virginidad>, y el que vea cómo florece y se aprecia en una medida siempre mayor en todos los ambientes, a fin de que se multiplique sobre la tierra el ejercito de los que siguen al <Divino Cordero> a donde quiera que Él vaya (Ap 14, 4)”

 

 

 

 

 

  

      

 

                  

 

 

 

 

 

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