En el Catecismo
de la Iglesia Católica, se nos habla del Espíritu Santo, el <Don de Dios>,
en los siguientes términos (nº 733 a 736): "Dios es
Amor" (I Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el
primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios
lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado" (Rm 5, 5)
Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados.
La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la
semejanza divina perdida por el pecado. El nos da entonces las <arras> o las <primicias> de nuestra
herencia (Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): La Vida
misma de la Santísima Trinidad que es amar <como él nos ha amado> (I Jn
4, 11-12).
Este amor es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos <recibido una fuerza, la del Espíritu Santo (Hch 1, 8)
- Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos <el fruto del Espíritu Santo que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza> (Gal 5, 22-23).
<El Espíritu es nuestra Vida>: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más <obramos también según el Espíritu Santo> (Gal 5, 25)
Este amor es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos <recibido una fuerza, la del Espíritu Santo (Hch 1, 8)
- Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos <el fruto del Espíritu Santo que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza> (Gal 5, 22-23).
<El Espíritu es nuestra Vida>: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más <obramos también según el Espíritu Santo> (Gal 5, 25)
Así es, Dios ha
derramado en nuestros corazones el primer don, don del Amor, por el Espíritu
Santo, y siendo así, deberíamos estar eternamente agradecidos a nuestro
Creador. Este hecho es tan importante para el Señor que nos advirtió del gravísimo pecado (pecado eterno), qué
supondría, negar la autoridad del Espíritu Santo (Paráclito).
Concretamente
en el Evangelio de San Mateo podemos
leer (Mt 12, 31-32): "Por eso os
digo: todo otro pecado se perdonará a los hombres; más la blasfemia contra el
Paráclito no será perdonada / Y quién dijere
palabras contra el Hijo del hombre, se le perdonará; más quién la dijere contra
el Paráclito no se le perdonará, ni en este mundo ni en el venidero"
De igual forma, en el Evangelio de San Marcos leemos (Mc 3, 28-30): "En verdad os digo que se les perdonará a los hijos de los hombres todos los pecados y las blasfemias, cuando quiera que blasfemaren / pero quién blasfemaré contra el Espíritu Santo, no tiene perdón eternamente, sino que será reo de pecado eterno"
Estas palabras de
Cristo se producen en un momento de enfrentamiento a Satanás, cuando habiendo
curado a un poseso, los fariseos decían que había expulsado los demonios con el
poder de Belcebú. Pero el Señor les hacer ver que esto es imposible, y les
advierte, con razón, del terrible pecado que significa, atribuir al maligno las
obras realizadas por Dios, a través del Espíritu Santo.
Todo aquel, por tanto, que rechaza conscientemente la autoridad del Paráclito, de forma implícita, se niega al arrepentimiento, y al no existir éste, el pecado no puede ser perdonado. Éstas fueron las palabras de Cristo, y por tanto, aquellos que creemos en su Mensaje, deberíamos reflexionar más sobre ellas.
El evangelista
san Juan nos recuerda también las siguientes palabras de Jesús al hablar sobre la
acción del Espíritu Santo (Jn 16, 8-11):
“Y Él, cuando
viniere, convencerá al mundo cuanto al pecado, cuanto a la justicia y cuanto al
juicio/ Cuanto al pecado, por razón de que no creen en mí/
Cuanto a la justicia, porque me voy al Padre y ya no me veis más/
y cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”
Las palabras del Señor vienen a
aclarar la acción del Espíritu Santo sobre los hombres, siendo <cuanto al juicio> la
que nos indica la condena fulminante de Satanás y de todos aquellos que le
sigan, despreciando a Cristo y su Mensaje.
Sí, porque siendo así, que el Espíritu Santo al llegar al mundo tiene el poder de convencer a los hombres de los pecados que han cometido, aquellos descreídos que se nieguen a reconocerlos, se encuentran ya bajo poder del maligno, juzgados y condenados por Dios, desde el principio, y por tanto cometen blasfemia contra el Creador.
Renegando de la acción del Espíritu Santo, blasfemando contra la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el hombre comete un pecado que no tiene perdón (pecado eterno).
Para algunas
personas, quizás, esta sencilla explicación del pecado eterno les resulte
inaceptable, no porque sea difícil de entender, sino porque cuesta llevar a la
práctica las leyes de Dios.
Nuestro compromiso con Cristo es exigente, no es fácil cumplir con las Leyes de nuestro Creador, a pesar de que se encuentran inscritas en el corazón de todo hombre, aunque a veces no se dé cuenta de ello, o simplemente prefiera ignorarlas para conseguir una vida más acomodada a las circunstancias de cada momento de la historia.
Pero ahí es donde está la fuerza del <Don de Dios>, del Espíritu Santo, Él y sólo Él, es el que hará que el hombre reconozca su pecado y se arrepienta de haberlo cometido, y aquel que se oponga a éste <Don de Dios>, ya se encuentra en manos del demonio, el cual fue condenado junto con sus seguidores por nuestro Creador…
Nuestro compromiso con Cristo es exigente, no es fácil cumplir con las Leyes de nuestro Creador, a pesar de que se encuentran inscritas en el corazón de todo hombre, aunque a veces no se dé cuenta de ello, o simplemente prefiera ignorarlas para conseguir una vida más acomodada a las circunstancias de cada momento de la historia.
Pero ahí es donde está la fuerza del <Don de Dios>, del Espíritu Santo, Él y sólo Él, es el que hará que el hombre reconozca su pecado y se arrepienta de haberlo cometido, y aquel que se oponga a éste <Don de Dios>, ya se encuentra en manos del demonio, el cual fue condenado junto con sus seguidores por nuestro Creador…
Por desgracia
se puede decir, sin exagerar por ello, que el mundo en cierta medida se
encuentra ya en manos del maligno, el Espíritu Santo no ha convencido a una
parte de la humanidad de la maldad del pecado, que se siente a gusto instalada
en él.
El reconocimiento del pecado cometido y el firme arrepentimiento de no volver a caer en él, brillan por su ausencia la más de las veces. El enemigo del hombre se apodera de su alma y así suceden luego tantos hechos atroces: confrontaciones bélicas entre las naciones, entre los pueblos, entre los componentes de la familia, comportamientos inmorales, como la pederastia, crímenes horrendos, terribles atentados y una larguísima lista de calamidades que azotan a una gran parte del género humano.
El pecado
eterno, no es cosa del pasado, está de moda, se podría decir, también, sin
exagerar demasiado. Claro que esto, no se reconoce porque una gran mayoría de
hombres se encuentran muy a gusto instalados en la <conciencia errónea>,
otro problema más, que ha hecho mella en los últimos siglos entre los seres
humanos, especialmente en el viejo Continente.
Pero el Espíritu Santo, el Don de Dios, fue dado a los hombres y por lo tanto no tenemos excusas para reconocer nuestros pecados y arrepentirnos de ellos…
Ya en la
antigüedad, los profetas del pueblo de Israel, anunciaron la futura llegada del
Espíritu Santo y así por ejemplo, en el siglo VI antes de Cristo, en las
profecías de la Restauración del profeta Ezequiel, leemos la siguiente
proclamación del Señor (Ez 36, 25-27):
-Y rociaré
sobre vosotros agua pura, y os purificaréis de todas vuestras inmundicias, y de
todos vuestros ídolos os limpiaré;
-y os daré un
corazón nuevo, y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior, y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne
-E infundiré mi
espíritu en vuestro interior y haré que caminéis en mis preceptos y practiquéis
mis dictámenes.
Precisamente el Papa san Juan Pablo II, dedicó una de
sus catequesis de los miércoles, a analizar la Tercera Persona del misterio
Trinitario, en el Antiguo Testamento (Roma, mayo, 1998): “Durante el
destierro en Babilonia, y también después, toda la historia de Israel se
presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo elegido, <por su Espíritu,
por ministerio de los antiguos profetas>.
El profeta
Ezequiel explicita el vinculo entre el Espíritu y la profecía, por ejemplo
cuando dice: El Espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo: <Di, así dice
Yahveh> (Ez 11,5)…
Pero la
perspectiva profética indica sobre todo el futuro, el tiempo privilegiado en el
que se cumplirá las promesas por obra del <ruah> divino (Jn 36, 25-27)”
Ciertamente este Pontífice nos habló en varias ocasiones del Espíritu Santo, concretamente, en el año 1990 ya había comentado los textos de los profetas, que
meditaron sobre el Paráclito y la necesidad de su presencia en los
proclamadores de la Palabra, para que no erraran en su propósito y por ejemplo decía:
<Hombre de la Palabra, el profeta debe ser también <hombre del Espíritu>; como lo llama Oseas: debe tener en sí el Espíritu de Dios, y no solo su propio espíritu, debe hablar en nombre de Dios>
El profeta Ezequiel, sin duda cumplía esta condición, era consciente de que estaba
animado personalmente por el Espíritu: <Me invadió el Espíritu mientras me
hablaba y me puso en pie>.
El Espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo obliga a ponerse en pie: lo convierte en un testigo de la palabra divina. Lo alza y le obliga a ponerse a actuar: < Entonces el espíritu me levantó y me arrebató…>.
Ezequiel, por
otra parte, no deja de precisar que está
hablando del <Espíritu del Señor> (Ezequiel 2,2; 3,12-14; 11,5).El Espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo obliga a ponerse en pie: lo convierte en un testigo de la palabra divina. Lo alza y le obliga a ponerse a actuar: < Entonces el espíritu me levantó y me arrebató…>.
Así mismo y con anterioridad, el profeta Isaías, hacia el año VIII antes de Cristo, después
de una visión, en la que Yahveh le confiaba la delicada misión de llevar al
pueblo de Judá por el camino correcto de la salvación, hizo una serie de
vaticinios, entre los que destacan aquellos que tienen que ver con la llegada
del Mesías.
Por eso, el Papa san Juan Pablo II, en la catequesis anteriormente
mencionada recuerda que: “Isaías anuncia
el nacimiento de un descendiente sobre el que <reposará el Espíritu de
sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia
y de temor de Yahveh (Is 11, 2-3)”
No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe.
El Espíritu de verdad que nos <desvela> a Cristo <no habla de sí mismo> (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué <el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce>, mientras que los que creen en Cristo lo conocen porque Él mora en ellos (Jn 14, 17)
Sin duda el
Espíritu Santo es Huésped divino del alma del hombre justo, por eso como nos
enseñaba el Papa san Juan Pablo II (Audiencia General del miércoles 20 de marzo
de 1991): “Podemos decir
que, en la base de una vida cristiana caracterizada por la interioridad, la
oración y la unión con Dios, se encuentra una verdad que, como toda la teología
y la catequesis pneumatológica, deriva de los textos de la Sagrada Escritura y,
de manera especial, de las palabras de Cristo y de los Apóstoles: la verdad
sobre la <inhabitación del Espíritu Santo>, como Huésped divino, en el
alma del justo.
El apóstol san
Pablo, en su primera carta a los Corintios, pregunta: ¿No sabéis que sois
templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en vosotros? (I Cor 3,16).
El Espíritu
Santo está presente y actúa en toda la Iglesia, pero la realización concreta de
su presencia y acción tiene lugar en la relación con la persona humana, con el
alma del justo en la que Él establece su morada e infunde el don obtenido por Cristo con la Redención.
La acción del
Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el corazón de los fieles
y allí derrama luz y la gracia que da vida. Es lo que pedimos en la Secuencia
de la misa de Pentecostés:
<Luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo>.
<Luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo>.
El apóstol san
Pedro, a su vez, en el discurso de Pentecostés, tras haber exhortado a los
oyentes a la conversión y al bautismo, añade la promesa: <Recibiréis el don
del Espíritu Santo (Hch 2, 38). Por el contexto
se ve que la promesa atañe personalmente a <cada uno> de los hombres (Hch
2, 39): <Pues para vosotros es la promesa, y también para vuestros hijos y
para todos los que están lejos, cuantos quiera que llamare a sí el Señor Dios
nuestro>.
El don del Espíritu Santo se entiende como un don concedido a cada una de las personas. La misma constatación tiene lugar en el episodio de la conversión de Cornelio y de su casa (Hch 10, 44): <Estando aún Pedro hablando estas palabras, cayó el Espíritu Santo sobre todos los que oían la palabra>.
El apóstol
reconocerá más tarde que (Hch 11, 17): <Sí, pues, el mismo don otorgó Dios a
ellos que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿yo quien era
para poner vetos a Dios?>.
Según san Pedro, la
venida del Espíritu Santo significa su presencia en aquellos a quienes se
comunica y esto es extraordinario y emocionante ¿Por qué
no habríamos de creerlo?, si el mismo Señor, próxima ya su Pasión y
Muerte, lo anunció a sus apóstoles tal como narra san Juan en su Evangelio (Jn
14, 15-17):
<Si me amareis, guardaréis mis mandamientos/ y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con vosotros perpetuamente/ el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni conoce; vosotros le conocéis, pues con vosotros mora y en vosotros estará>.
Ahora bien, esa presencia del <Don de Dios>, del Espíritu Santo, sólo viene al hombre en función del amor al Padre y al Hijo, y por eso Jesús habla así a sus discípulos (Jn 14, 23-26):
<Si alguno
me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y a él vendremos y en él
haremos mansión/ Quien no me ama, no guarda mis palabras. Y la palabra que oís
no es mía sino del Padre, que me ha enviado/ Estas cosas os he hablado,
mientras permanecía con vosotros/ más el Paráclito, el Espíritu Santo, que
enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará
todas las cosas que os dije yo>
En efecto, en
el discurso de Jesús a sus discípulos, y por extensión a todos los hombres, a
lo largo de los siglos, al referirse al Padre y al Hijo, nos habla del <Don
de Dios>, al que san Pablo y la Tradición de la Iglesia atribuye la
inhabitación de la Santísima Trinidad, y
como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II (Ibid):
“La presencia
del Padre y del Hijo se realiza mediante Amor y, por tanto, en el Espíritu
Santo. Precisamente el Espíritu Santo en su unidad Trinitaria, se comunica al
espíritu del hombre”
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