Nuestro Creador escuchó las suplicas de los hombres santos y envió desde el cielo a su Unigénito Hijo <como Señor y como Medico>, en palabras de San Cirilo (Catequesis 11).
Sucedió que en
Belén de la Judea en tiempos del rey Herodes vino al mundo Nuestro Señor
Jesucristo, el Hijo de Dios. Así narraba
en su día san Mateo las zozobras sosegadas de san José, con motivo de esta
llegada (Mt 1, 18-25):
“La generación
de Cristo fue así. Desposada su madre María con José, antes que cohabitasen se
halló que había concebido (lo cual fue) por obra del Espíritu Santo / José, su
marido, como fuese justo y no quisiese infamarla, resolvió repudiarla en
secreto / Estando él en estos pensamientos, de pronto un ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: <José, hijo de David, no temas recibir en tu
casa a María, tu mujer, pues lo que se engendró en ella es del Espíritu Santo /
Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque el salvará a su
pueblo de sus pecados / Todo esto ha acaecido a fin de que se cumpliese lo que
dijo el Señor por el profeta que dice (Is 7, 14) / <He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y
llamarán su nombre Emmanuel>, que traducido quiere decir <Dios con
nosotros> / Despertado José del sueño, hizo como le ordenó el ángel del
Señor, y recibió consigo a su mujer / la cual, sin que él antes la conociese,
dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús”
San José, en
principio, ante algo que él no comprendía y no queriendo destruir la honra de
su esposa María, decidió prudentemente ponerlo todo en manos de la divina
Providencia.
Por su parte María calla humildemente sabedora de la obra del Señor en ella, esperando con fe que Dios revelaría aquel misterio. Y Dios no falló.
Por su parte María calla humildemente sabedora de la obra del Señor en ella, esperando con fe que Dios revelaría aquel misterio. Y Dios no falló.
Y así, como
narra el apóstol, con la generación virginal de María se cumplió la profecía de
Isaías, y ello se considera desde siempre una divina garantía sobre el carácter
mesiánico del vaticinio (Is 7, 13-14):
-Entonces dijo
(Isaías): <Escuchad, pues, casa de David; ¿os parece a vosotros demasiado
poco cansar a los hombres para que tratéis
también de cansar a mi Dios?>
-Pues bien, el
Señor mismo os dará una señal: <He aquí que una virgen concebirá y parirá un
hijo, a quién ella denominará con el nombre de Emmanuel>
Isaías (S. VIII a. C) es considerado como el más ilustre de los profetas, no solo por sus meritos literarios, sino sobre todo por ser el profeta mesiánico por excelencia. Por sus numerosas profecías mesiánicas ha merecido también el calificativo de evangélico. Especial interés tienen sus profecías sobre el Emmanuel (Dios con nosotros), y las referencias a los padecimientos y ultrajes a Jesús, cuando se contempla su Pasión y su Gloria.
Jesús, el Hijo del hombre, era el Hijo de Dios revestido de la naturaleza humana, y durante su vida publica este hecho era
desconocido de muchos. Él, sabiendo que esto era así, quería darlo a conocer; por
eso, reuniendo a sus discípulos les preguntaba: ¿Quién dicen los hombres que es
el Hijo del hombre? (Mat 16, 13).
Solamente Pedro, el cual, más tarde, sería elegido por Jesús como <Cabeza de su Iglesia> contestó con rotundidad (Mc 16, 16):
-Tú eres
Cristo. El Hijo de Dios vivo
Y la respuesta
del apóstol hizo clamar al Señor (Mat 16, 17):
-Bienaventurado
eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre,
sino mi Padre que está en los cielos.
Este
conocimiento profundo e íntimo de su Padre, lo tuvo Jesús desde sus más tiernos
años y así lo demuestra el pasaje del Evangelio de San Lucas, cuando con doce
años se queda en el Templo de Jerusalén, ignorándolo San José y la Virgen
María, los cuales le buscaron incesantemente durante tres días entre sus
parientes y conocidos, regresando finalmente a Jerusalén, donde le encontraron
en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles.
Pero ¿de quién habría aprendido Jesús el amor a las <cosas> de su Padre? se preguntaba el Papa Benedicto XVI en su mensaje del <Ángelus>, durante la fiesta de la Santa Familia de Nazaret, celebrada en la plaza de Roma, el domingo 27 de diciembre de 2009.
La respuesta a
esta pregunta la razonaba así el Santo Padre:
“Ciertamente,
como Hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios, una profunda
relación personal y permanente con Él, pero, en su cultura concreta, seguro que
aprendió de sus padres (de la tierra),
las oraciones, el amor al Templo y a las instituciones de Israel.
Así pues,
podríamos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el Templo era fruto
sobre todo de la educación recibida de María y de José. Aquí podemos vislumbrar
el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración
que siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios.
La familia
cristiana debe ser consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por
tanto, no pueden considerarse como una posesión propia, sino que, sirviendo en
ellos al plan de Dios, está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es
precisamente la de decir <sí> a Dios para hacer su voluntad”.
Seguro que san Joaquín y santa Ana, los padres de la Virgen María lo hicieron así; de una familia santa, de una familia modélica, surgió una virgen elegida por Dios para, en su día, recibir su Verbo, por obra del Espíritu Santo. Y María respondió al ángel enviado por Dios: <He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra>
La Virgen María y san José junto con el Niño Jesús constituyen la familia ideal, aquella que debe ser el modelo a seguir por todas las familias, porque como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“Hay que formar
la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es
recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero
querido por la sabiduría del Creador.
La educación de la conciencia es indispensable a los seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas”
La educación de la conciencia es indispensable a los seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas”
Más aún, según
estas teorías, esta <conciencia> dispensaría de tener que conocer la
verdad, transformándose en la justificación de la subjetividad, que no admite
el cuestionamiento, y por otra parte, conduciría a la justificación del
conformismo social.
Ante tan tremendos
dislates el cardenal Ratzinger, se
manifestaba en los términos siguientes:
“Una sola
mirada a las Sagradas Escrituras habría podido preservar de una teoría como la
de la <justificación mediante la conciencia
errónea>.
En el Salmo
(19, 13), se contiene este aserto, siempre merecedor de ponderación: ¿Quién
reconoce sus propios errores? ¿Perdóname, Señor, mis pecados ocultos?...
No en vano, en
el encuentro con Jesús, el que auto-justifica aparece como quien se encuentra
realmente perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, se halla más justificado que el fariseo con todas sus obras realmente buenas (Lc 18, 9-14), eso no se debe, a que en cierto sentido, los pecados del publicano no sean verdaderamente pecados, ni a que las buenas obras del fariseo no sean verdaderamente buenas obras. Esto tampoco significa de ningún modo que el bien que el hombre realiza no sea bueno ante Dios ni que el mal no sea malo ante Él, o carezca en el fondo de importancia.
La verdadera
razón de este paradójico juicio de Dios se descubre exactamente desde nuestro
problema: el fariseo ya no sabe que también él tiene culpa. Se halla
completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de la conciencia lo
hace impenetrable para Dios y para los hombres.
En cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, lo hace capaz de verdad y de amor. Por eso puede Jesús obrar con éxito en los pecadores, porque como no se han ocultado tras el parapeto de la conciencia errónea, tampoco se han vuelto impenetrables a los cambios que Dios espera de ellos, al igual que de cada uno de nosotros.
Por el contrario,
Él no puede obtener éxito con los <justos>, precisamente porque a ellos
les parece que no tienen necesidad de perdón ni de conversión; su conciencia ya
no les acusa, sino más bien les justifica…” En cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, lo hace capaz de verdad y de amor. Por eso puede Jesús obrar con éxito en los pecadores, porque como no se han ocultado tras el parapeto de la conciencia errónea, tampoco se han vuelto impenetrables a los cambios que Dios espera de ellos, al igual que de cada uno de nosotros.
Esta educación de la conciencia la deben adquirir los niños y los adolescentes en primer lugar en la familia a la que pertenecen, en la que debería buscarse siempre la santidad de todos sus miembros, siguiendo el ejemplo dado por la Sagrada Familia de Nazaret, como ocurría en el seno de las primeras comunidades cristianas.
A este respecto
el Papa san Juan Pablo II en el <Te Deum> de acción de gracias en la
Iglesia <Del Gesu> que tuvo lugar el domingo 31 de diciembre de 1978,
destacaba las bondades de la familia de Jesús con estas palabras:
“Las páginas
del Evangelio describen muy concisamente la historia de esta Familia. A penas
logramos conocer algunos acontecimientos de su vida. Sin embargo, aquello que
sabemos es suficiente para comprender los momentos fundamentales de la vida de
cada familia, y para que aparezca aquella dimensión a la que están llamados
todos los hombres que viven la vida familiar: padres, madres, esposos, hijos.
El Evangelio
(Lc 2, 40-52) nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la
familia. <Bajó con ellos, y vino a
Nazaret, y les estaba sujeto…>. Es necesario, en los niños y en edad
juvenil, esta sumisión, obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos
de la conducta humana familiar. De esta manera también <se sometió Jesús> y con esta <sumisión>, con esta prontitud del niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta.
Este es el punto particularmente delicado de su responsabilidad paterna, de su responsabilidad en relación con el hombre, de este pequeño hombre que irá creciendo progresivamente, confiado a ellos por el mismo Dios.
Algunos años
después el Papa san Juan Pablo II volvería a retomar el relato del evangelista
san Lucas, como tema a analizar en una de sus Audiencias generales, en concreta
en aquella celebrada el miércoles 13 de enero de 1997:
“Al dejar
partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su intención de
permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el misterio del sufrimiento que
lleva a la alegría, anticipando lo que realizaría más tarde con los discípulos,
mediante el anuncio de su Pasión. Según el relato de Lucas, en el viaje de
regreso de María y José a Nazaret, después de una jornada de viaje, preocupados
y angustiados por el Niño Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y
conocidos.
Vuelven a
Jerusalén y, al encontrarlo en el Templo, quedan asombrados porque le ven
<sentado en medio de los doctores escuchándoles y preguntándoles>. Su
conducta es muy diferente de la acostumbrada. Y seguramente el hecho de
encontrarlo el tercer día revela a sus
padres otro aspecto relativo a su persona y a su misión.
Jesús asume el
papel de maestro, como hará más tarde en la vida pública, pronunciando palabras
que despiertan admiración: <Todos los que le oían estaban estupefactos por
su inteligencia y sus respuestas>.
Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar el arte del diálogo, que será una característica de su Misión salvífica”
Verdaderamente
los maestros de la ley de Israel escucharon admirados al Niño Jesús, cosa
natural y coherente si tenemos en cuenta que aunque ellos lo ignoraban, escuchaban a Dios, y las palabras
de Dios siempre son justas y admirables (Imitación de Cristo. Tomas de Kempis.
Libro II. Capítulo 3):
“Oye, hijo mío
mis palabras, palabras suavísimas que exceden a toda ciencia de los filósofos y
de los letrados. Mis palabras son espíritu y vida, y no se pueden pensar por
humano seso. No se deben traer al sabor del paladar; más se deben oír en
silencio, recibirse con humildad y con gran deseo de decir: Bienaventurado es,
Señor, el que tú enseñares y mostrares tu ley, porque lo guardes los días malos y no sea desamparado en la
tierra (Sal 94, 12-13)”.
Sí, porque como también aseguraba Benedicto XVI, cuando aún era Cardenal, refiriéndose al encuentro de San Pablo con el Señor, las palabras de Dios cambiaron totalmente su vida, al alejarse del mal, para seguir el trabajo apostólico que le había encomendado (Dios está cerca. Joseph Ratzinger. Crónica Editorial S.L. 2011):
“El encuentro
de San Pablo con Cristo en el camino de Damasco, revolucionó literalmente su
vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su
trabajo apostólico. En sus Cartas, después del nombre de Dios, que aparece más
de 500 veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380
veces). Por consiguiente, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo
puede influir en la vida de una persona, y por tanto, también en nuestra propia
vida, En realidad, Jesucristo es el culmen de la historia de la salvación…”
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