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jueves, 17 de febrero de 2011

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLOS V Y VI


 
 
 


Desde comienzos del siglo V, después de tantos años de persecuciones, martirios  de sus Papas, y de una multitud de hombres, mujeres y niños, la Iglesia de Cristo resurgió de entre sus cenizas, con toda la fuerza evangelizadora que Jesucristo anunció a sus discípulos, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén (Lc 24 45-49):
"Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras / Y les dijo que < Así está escrito: que el Mesías había de padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día> / y que se había de predicar en su nombre penitencia y remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén / Y vosotros sois testigos de estas cosas / Y he aquí que yo envío la Promesa de mi Padre sobre vosotros; y vosotros permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos de fortaleza desde lo alto"

Se refería Jesús con sus últimas palabras a la venida del Espíritu Santo, por el cual habían de ser revestidos de gracia sus Apóstoles y todos sus discípulos en general, para llevar a cabo la tarea evangelizadora encomendada por Él a todos los hombres de buena voluntad.
Sí, porque los hombres de todos los tiempos estamos llamados a esa tarea evangelizadora, ya que como en su día escribía San Pablo a los efesios, cada hombre ha recibido el don que le corresponde según Cristo y debemos sentirnos muy agradecidos por ello, al Altísimo, que se ha dignado concedérnoslo a través precisamente del Espíritu Santo (Epístola a los efesios 4, 7-9):
 
 


"A cada uno de nosotros le fue dada la gracia según la mediada con que la da Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó consigo cautiva la cautividad; repartió dádivas a los hombres / Y El dio a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros evangelistas; a otros pastores y doctores / en orden a la perfección consumada de los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo"
Por eso, al preguntarle un periodista al Papa Benedicto XVI sobre su anuncio de un <nuevo tiempo de evangelización>, éste le respondió en estos términos (Luz del Mundo. II Parte. El Pontificado. (Capítulos 12 y13 ):
"Para ver que es lo que podemos y logramos, habrá que esperar. Pero que debemos acometer con fuerza renovada la cuestión acerca de cuál es el modo en que puede anunciarse de nuevo a este mundo el Evangelio de manera que llegue a él, y que tenemos que emplear para ello todas las energías, forma parte de los puntos programáticos que se me han encomendado...
Nos encontramos realmente en una era en la que se hace necesaria una <nueva evangelización>, en la que el único Evangelio debe ser anunciado en su inmensa, permanente racionalidad y, al mismo tiempo, en su poder, que sobrepasa la racionalidad, para llegar nuevamente a nuestro pensamiento y nuestra comprensión"
En este sentido, no debemos olvidar que los enemigos del Evangelio de Cristo durante muchos siglos y más concretamente durante los siglos V y VI, han instigando a los creyentes con  herejías, como el nestorianismo, el monofisismo y el monotelismo entre otras. Pero de todas estas herejías hay que destacar quizás la primera, debida al obispo de Constantinopla,  el cual, negaba la maternidad divina de María, poniendo dos personas en Cristo, una Divina y otra humana, afirmando que la Virgen era Madre de Cristo, pero no, Madre de Dios.
Nestorio fue condenado en el Concilio Ecuménico de Éfeso (431), noticia que recibieron los creyentes con gran emoción, celebrando el acontecimiento con fuegos artificiales y grandes signos de alegría.
Este Concilio fue convocado por el Papa Celestino I (422-432) durante el reinado del  emperador romano Teodosio II (408/450), nieto de Teodosio I el Grande y estuvieron presentes unos 200 Obispos, entre los que cabe destacar a San Cirilo de Alejandría, que lo presidió, Juvenal, Obispo de Jerusalén, y Juan, Obispo de Antioquía.
Fue un Concilio muy accidentado, por la rivalidad existente entre los Obispos de Alejandría y Antioquía, pero sin embargo, finalmente se llegó a un acuerdo y se propuso una profesión de fe en la que se formulaba la doctrina de la “unión hipostática” de las dos naturalezas de Cristo y se le daba a  María  el título de <Madre de Dios>.

El Concilio declaró además, que el texto del Credo decretado en el primer Concilio Ecuménico de Nicea y el segundo Concilio Ecuménico celebrado en Constantinopla, era completo y prohibió cualquier cambio, enmienda o añadido. Por otra parte, San Cirilo jugó un papel importantísimo en el Concilio, ya que desarrolló una tarea evangelizadora trascendental, influyendo con su autoridad para que por fin quedara bien establecido el papel de la Virgen María, como hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo y esposa de Dios Espíritu Santo.
A pesar de todo, los enemigos de la Iglesia de Cristo siguieron interpretando mal los Evangelios, y esto  dio lugar a un nuevo Concilio Ecuménico, celebrado esta vez en Calcedonia ciudad situada en Asia Menor en el año 451, convocado por el Papa San León I el Grande (440-461), durante el mandato del emperador romano de Oriente, Marciano, para condenar el monofisismo de Eutiques y sus seguidores. Asistieron a este Concilio unos 600 Obispos, principalmente de Oriente, debido a los graves problemas que padecía en ese momento el imperio de Occidente a causa de los enfrentamientos con los pueblos bárbaros.
En este mismo año (451), los hunos habían llegado a las cercanías de Hungría, pero el general Aecio, apoyado por los visigodos, les derrotó en las Galías, en la célebre batalla de los Campos Cataláunicos. A pesar de todo, Atila, el rey de los hunos no se dio por vencido y al año siguiente, en contra de las previsiones de Aecio, <magister militum>, de los ejércitos romanos, exigía al emperador Valentiniano III, lo que consideraba le pertenecía. Para conseguir sus propósitos invadió el norte de Italia, destruyendo todo lo que encontraba a su paso, llegando hasta las mismas puertas de Roma.

 


Es en este crucial momento, cuando el Pontífice, León I juega un papel primordial para la historia de la iglesia, atreviéndose a hablar con el rey bárbaro. De la conversación mantenida por el Papa y Atila, nada se supo, pero lo cierto es que este hombre santo logró detener la acción del  rey huno, evitando así la destrucción segura de Roma y la posible caída del imperio de Occidente.   

El monofisismo hizo mucho daño al pueblo de Dios, pues se afianzó en algunas regiones del imperio de Oriente, particularmente en Egipto, donde se tomó como motivo para el separatismo.
Por esta causa, los emperadores romanos sucesores de Teodosio II, tuvieron que trabajar mucho hasta conseguir una fórmula de compromiso que sin contradecir lo establecido en el Concilio de Calcedonia, pudiera ser aceptada por los partidarios del monofisismo y así asegurarse ellos la fidelidad política del pueblo.
De cualquier forma el Patriarca de Alejandría no aceptó los acuerdos alcanzados en el Concilio de Calcedonia y finalmente se separó del resto de iglesia católica. Otros muchos Obispos, siguieron su ejemplo y por tanto se puede asegurar que este Concilio no sirvió en definitiva para poner fin  a todas las controversias, surgidas desde antiguo, en torno de la figura de nuestro Señor Jesucristo.
 


La cuestión cristológica llegó casi a su término a finales del siglo VII, aunque para ello fue necesario un nuevo Concilio Ecuménico. Por desgracia toda esta mala interpretación  del Evangelio, forma parte de la historia de la Iglesia de Cristo, pero sin embargo el papel que jugaron  los verdaderos evangelizadores fue fundamental, dirigiendo la conciencia de los hombres por el camino recto de la fe y del amor a Dios y dejando de lado la soberbia que es el camino por el que el maligno quiere conducirlos hacia interpretaciones siempre fuera del mensaje divino.
Precisamente, de acuerdo con el Papa Juan Pablo II, los llamados Padres de la Iglesia, deben reconocerse como los grandes evangelizadores del mundo  durante el primer milenio de la Iglesia. Estos son, aquellos hombres insignes en ciencias y santidad que combatieron los errores y herejías que iban surgiendo, e ilustraron a la Iglesia con su ejemplo virtuoso y con sus conocimientos profundos de la doctrina del Señor.
Los Padres de la Iglesia antigua se suelen clasificar en orientales y occidentales, respectivamente. Entre los orientales ó griegos cabe destacar a:
San Atanasio (296/373), San Basilio el Grande (329/379), San Gregorio Nacianceno (328/389) y San Juan Crisóstomo (347/407) y entre los  occidentales o latinos a:
San Ambrosio (340/397), San Jerónimo (346/420), San Agustín (354/430) y San Gregorio Magno (540/604).
Los tres últimos son figuras sobresalientes de la iglesia de Cristo en los siglos que estamos considerando. Concretamente San Jerónimo era natural de Dalmacia, aunque tuvo la suerte de estudiar en Roma y viajar por el imperio de Occidente, sin embargo durante un largo periodo de su vida prefirió la soledad del desierto donde se dedicó a completar sus estudios y reflexionar sobre  el mensaje de Jesús.



También quiso conocer el lugar donde había nacido el Salvador y por ello hizo penitencia durante algún tiempo en la cueva de Belén. Fue secretario del Papa San Dámaso (366-384), el cual le encargó la traducción al latín de la Sagrada Biblia, que posteriormente ha sido conocida como la Vulgata. Este doctor de la iglesia conocía a la perfección los idiomas antiguos, esto es, el latín, el griego, el hebreo y el caldeo, por lo que la Iglesia le ha llamado el <Doctor Máximo> en la interpretación de las Sagradas Escrituras.
San Agustín (354-430), por su parte, ha sido llamado por la iglesia el <Doctor sublime>, por su ingenio y sabiduría. Había nacido en Tagaste, situada en una provincia del imperio romano, África y era hijo de un importante Patricio que no era cristiano, sin embargo su madre era creyente y la Iglesia la ha reconocido santa por su vida ejemplar y el papel fundamental que tuvo en la conversión de su esposo y sobre todo de su hijo.




Santa Mónica se pasó la vida en oración y al final el Señor la recompensó con creces haciendo de su querido hijo un santo de la categoría de San Agustín. Este hombre que al principio llevó una vida disoluta se convirtió al cristianismo a raíz de escuchar las predicaciones de San Ambrosio, bautizándose y adjurando del maniqueísmo  que había profesado. De regreso a África, después de vender todas las propiedades heredadas y haber repartido  el dinero conseguido entre los pobres, se retiró en vida monástica.
Es necesario recordar al respecto  que desde el primer momento se practicó la vida  ascética en la Iglesia de Cristo, siguiendo los consejos del Señor  (Lc 18, 22-23):
-Una cosa te falta: vende cuanto tienes y distribúyelo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; y vuelto acá, sígueme….

Esto dijo Jesús, al  joven rico, que le había preguntado que tenía que hacer para salvarse y que  no supo responder con generosidad a la propuesta del Maestro. Sin embargo muchos otros hombres y mujeres aceptaron  este consejo casi desde el primer momento y hasta nuestros días. Por ello es necesario que reflexionemos, una vez más, sobre el concepto de Evangelio y sobre la acción evangelizadora.


Benedicto XVI, nuestro Papa actual ha hecho un análisis muy bello y certero, en este sentido, en su libro “Jesús de Nazaret”, del cual vamos a recoger algunas de las ideas por él expuesta. Así, por ejemplo, a la pregunta ¿Qué significado tiene la palabra evangelización?, responde de la siguiente forma:

"Recientemente se ha traducido como “Buena Noticia”; sin embargo, aunque suena bien, queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra…
El Evangelio no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo…
San Agustín entendió este sentido de la evangelización y por ello aunque en principio deseó recluirse en vida monástica, aceptó el cargo de Obispo de Hipona, convirtiéndose en el alma de la Iglesia africana, más aún, en el alma de todo el mundo cristiano de su época.
Su indudable erudición y su capacidad de oratoria, le permitió servir a la Iglesia, refutando con maestría todas las herejías que en aquel momento la acosaban. Acabó con el pelagianismo y dio el golpe de gracia al maniqueísmo, entre otras herejías de la época y sus obras han llegado hasta nuestros días como testimonio evangelizador válido y maravilloso para todos los hombres de buena voluntad. Destacaremos entre otras: las Confesiones, autobiografía y los Comentarios a la Sagrada Escrituras"   


Por otra parte, el ejemplo de estos santos Padres de la Iglesia nos reafirma en la idea de que  el contenido central de la acción evangelizadora debe ser el anuncio de la llegada del <Reino de Dios>.

Se han dado varias interpretaciones, más o menos acertadas para definir el <Reino de Dios> y todas ellas han sido analizadas detenidamente por el actual Papa en su libro <Jesús de Nazaret>. Hemos elegido de todas las propuestas, aquella que siendo más clásica, nos parece  muy acertada, para entender el proceso evangelizador desde los inicios del cristianismo (Benedicto XVI; Ibid):
"Una línea interpretativa del significado del Reino de Dios, que podríamos definir como idealista o también mística, considera que el Reino de Dios se encuentra esencialmente en el interior del hombre…Así si queremos que Dios reine en nosotros (que su reino esté en nosotros), en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal (Rm 6,12)…Entonces se paseará en nosotros como un paraíso espiritual (Gn 3,8) y junto con Cristo, será el único que reinará en nosotros…”

Esta idea de la evangelización y por tanto del Reino de Dios estaba perfectamente clara, desde un principio, para tantos hombres y mujeres que cuidaron su vida espiritual con tal celo que les llevó a los mayores sacrificios, tal como sucedió en el caso de los mártires y confesores, pero que también se extiende al caso de los ascetas y vírgenes.
Ascetas y Vírgenes vivían, habitualmente, en el entorno familiar, ejerciendo sus respectivas profesiones como los demás cristianos, durante los primeros siglos; las comunidades estaban familiarizadas con este tipo de vida y los que practicaban esta forma de evangelización eran tratados con cariño y admiración por parte de sus conciudadanos, constituyendo su presencia un motivo de orgullo para las mismas.

Los fundadores de la vida ascética en Oriente fueron San Pablo (primer ermitaño) y San Antonio Abad, seguidos de otros muchos menos conocidos, hasta llegar a la época de San Basilio y San Hilarión que continuaron mejorando la obra realizada por todos los hombres que habían abrazado esta forma de vida antes que ellos. En Occidente fue San Atanasio quien propagó la vida monástica, que se extendió rápidamente en todo el  imperio durante los siglos IV y V respectivamente.

También los Doctores de la Iglesia, como los anteriormente citados, San Jerónimo y San Agustín favorecieron y aconsejaron esta forma de vida, pero fue San Benito de Nursia  el  verdadero fundador y creador de las reglas que deberían regir en la vida monástica.
San Benito de Nursia (480-543) estudió en Roma pero desolado por el grado de corrupción existente en ese momento en la capital del imperio de Occidente, se retiró a los Apeninos, donde vivió una vida totalmente ascética encerrado en una gruta, con escasos alimentos y medios de vida. Esta forma de vida tan austera encandiló, por así decirlo a una serie de jóvenes de la época que descubrieron su refugio y que deseosos de vivir como él, le pidieron que creara un monasterio donde poder practicar libremente la misma. Hasta doce monasterios fundó este santo varón, pero fue en Monte Casino donde se creó realmente el centro de aquella comunidad que como es natural recibió el nombre de benedictina. También erigió un monasterio para mujeres, cuya dirección encomendó a su no menos santa hermana, Escolástica.
 
 


La Regla de San Benito consiste en una serie de preceptos que permiten llevar a los religiosos hacia la perfección cristiana, sobre la práctica de la vida de Jesús y que implica <pobreza, castidad y obediencia>  
Resumiendo, se podría asegurar, que durante los siglos  V, VI y siguientes, en los monasterios y en especial, en los benedictinos, se formaron aquellos hombres fieles al  “lema” de la “orden”, a que pertenecían, salvaron la cultura de la época,  reformaron y mejoraron las costumbres de los cristianos y evangelizaron en todo momento a los pueblos, incluso a los bárbaros, que ya estaban cerniéndose sobre el Imperio romano.
Concretamente, el reinado de Valentiniano III marcó el inicio del desmembramiento del Imperio de Occidente; se produjo la conquista de la provincia de África por los vándalos en año 439, la pérdida de una gran parte de las provincias, como Hispania, Galia y Britania que cayeron en manos de los pueblos bárbaros y así mismo se produjo el saqueo de Sicilia y de las costas del Mediterráneo por las flotas de Genserico.
Los primeros siglos de la Edad Media se caracterizaron, desde el punto de vista de la evangelización, por el predominio de la vida monástica, que como hemos comentado anteriormente se había iniciado ya  en los siglos III y IV. Tanto en Oriente como en Occidente, este tipo de vida fue seguido por numerosos hombres y mujeres deseosos de cumplir,  los consejos de Cristo y con ello dar ejemplo al resto de la humanidad, siendo  la regla benedictina, el elemento aglutinante y característico de la época.
Por otra parte, desde el punto de vista histórico, esta época se caracterizó,  por la caída del Imperio romano, bajo la invasión de los pueblos bárbaros. Por espacio de cuatro siglos, estos pueblos llamados de forma despectiva, bárbaros, por los romanos, intentaron pacíficamente,  en un principio, penetrar en el Imperio, buscando mejorar sus condiciones de vida, pero siempre fueron rechazados por el poderío del pueblo romano. Sin embargo, a finales del siglo V, ya sea porque la densidad de su población había alcanzado un límite exagerado o bien por la pobreza de los territorios en los que se veían obligados a permanecer, irrumpieron violentamente en el Imperio. El Imperio de Oriente mostró una fuerte resistencia a estos ataques y esto hizo que los bárbaros, lucharan, con mayor ahínco contra el Imperio de Occidente.

Los bárbaros que invadieron el Imperio de Occidente fueron aquellos que se encontraban, más allá del Rhin y del Danubio y más concretamente: teutones (sajones, borgoñones, francos, etc.) y godos (visigodos y ostrogodos).
La agonía del  Imperio romano de Occidente se inició, como se ha comentado anteriormente, con el reinado de Valentiniano III. A su muerte, los vándalos consiguen por fin pasar a Italia, saqueando Roma durante un cierto tiempo y retirándose después sin ocuparla. El rey visigodo Teodorico impuso como emperador a Eparqui Avito (455), que se encontraba a la sazón,  en misión diplomática con el visigodo. El emperador de Oriente, Marciano, dio su aprobación. Sin embargo el suevo Ricimer le depuso y como representante del emperador impuso o destronó a una serie sucesiva de emperadores: Mayoriano (457-461), Libio Severo (461-465), Antemio (467-472)… mientras rechazaba los ataques de los vándalos.
Al morir Ricimer, el emperador del Imperio de Oriente, que seguía teniendo cierto poder  sobre los pueblos bárbaros, impuso en el trono a Julio Nepote (474-475) y en este momento el rey de los visigodos, Eurico, se hizo independiente y consiguió apoderarse del bajo Rodano y de Aquitania. Por su parte Oristes, jefe del ejército, expulsó de Roma a Nepote y entronizó a su propio hijo, Rómulo Augústulo (475-476), que sería el último emperador de Occidente. En el año 476, este emperador fue destronado por Odoacro, jefe de los hérulos, el cual envió las insignias imperiales a Zenón (474-491), emperador de Oriente en aquel momento.
Durante todo este largo periodo de la historia del Imperio de Occidente, el problema de la Iglesia de Cristo fue enorme, sufriendo tanto desde el punto de vista material, como espiritual grandes estragos, pero cuando las invasiones se asentaron  de forma definitiva, el poder de la evangelización, se hizo sentir de nuevo y de forma casi milagrosa, este pueblo que inicialmente había sido ganado, en gran parte por el arrianismo, fue aceptando la fe de Cristo, en una de las labores seculares de Iglesia católica, más gloriosa de su historia.


Así por ejemplo, los francos (primer pueblo bárbaro convertido), fueron atraídos al cristianismo gracias a una mujer, la reina Clotilde, esposa de Clodoveo, la cual aconsejó a su esposo cuando acometía una gran batalla para que se encomendara al Señor y éste habiendo ganado dicha batalla (496), decidió hacerse católico. Clotilde se había casado con Clodoveo en el año 492 y desde el primer momento ella demostró su santidad, haciendo instalar un oratorio en el palacio real, donde se retiraba a orar para pedir por la conversión de su esposo y de todo su pueblo. El Señor escuchó sus plegarias y en la navidad del año 496 se llevó a cabo la solemne ceremonia del bautizo del rey, así como la de algunos familiares suyos y el bautismo de todos sus soldados, lo cual constituyó un gran triunfo para la iglesia católica. Por otra parte, la reina Clotilde ejerció su influencia sobre el rey para que se construyera la Iglesia de San Pedro y San Pablo, situada en la ciudad de Paris, la cual en la actualidad recibe el nombre de Iglesia de santa Genoveva.
El reino de Clodoveo se puede considerar el primer estado católico de Occidente, con el merito adicional de encontrarse rodeado por otros reinos paganos o arrianos y por ello Francia recibió el título de “Hija predilecta de la Iglesia”.
Los hijos de estos reyes católicos, Clodomiro, Chideberto y Clotario, no hicieron honor a sus progenitores, porque se vieron envueltos en una serie de contiendas por el poder y finalmente dos de ellos fueron asesinados por sus propios parientes; estos terribles acontecimientos, minaron la salud de la reina Clotilde que había sobrevivido al rey Clotario, lo cual la hizo retirarse a Tours, donde pasó el resto de su vida en oración y total ascetismo, muriendo hacia el año 545 y sus restos descansan en la iglesia de Santa Genoveva.

Otros pueblos bárbaros también se convirtieron al catolicismo, evangelizados por  San Martín de Dumio (510-580), Obispo, teólogo y escritor católico, nacido en Panonia, la actual Hungría, el cual es denominado <el apóstol de los vándalos>; seguidor de los hermanos sevillanos, San Leandro y San Isidoro, fundó el monasterio de Dumio que enseguida se convirtió en centro cultural y espiritual del mundo cristiano y consiguió que el rey Teodomiro adjurara del arrianismo que profesaba y con él casi todo su pueblo, en el año 560. Evangelizó y luchó contra las herejías del momento, en particular condenó el priscilianismo, participando en el I Concilio de Braga, de donde era Arzobispo.


Dejó una obra escrita importante y tuvo una gran influencia sobre otros pueblos bárbaros, como los visigodos. 

Por su parte, los visigodos eran así mismo inicialmente arrianos, pero gracias a otra mujer, fueron llevados a la fe católica. Se llamaba Igunda y era la esposa de uno de los hijos del rey Leovigildo. Concretamente, Hermenegildo era su nombre y fue llamado sin duda, a la santidad por Dios, bajo el influjo de su esposa y de la ayuda incondicional del Arzobispo de Sevilla, San Leandro, el cual protegió al matrimonio  durante su estancia en esta ciudad, lejos de los enredos de la corte de Toledo. Sin embargo, Leovigildo al enterarse de la conversión de su hijo, montó en cólera, lo hizo apresar y viendo finalmente que era imposible que volviera al arrianismo, lo condenó a morir degollado, siendo por esta causa el primer mártir del pueblo visigodo.
Recadero era el otro hijo del rey Leovigildo, el cual arrepentido de su parricidio, al final de su reinado encargó a éste que se ocupara del futuro de sus súbditos aconsejándole, probablemente, que se hiciera católico.

En el año 589, Recadero fue nombrado Rey y bajo la tutela de San Leandro, fue bautizado junto con su esposa, la reina Baddo y la mayoría de su corte y desde este momento la España visigoda se declaró católica.
En la España visigoda se celebraron una serie de Concilios en Toledo, o mejor dicho, Asambleas mixtas a las que asistían los Obispos y los nobles con el rey, las cuales tuvieron una gran importancia para la correcta evangelización de los pueblos de aquella época de la historia de la Iglesia y más concretamente en el año 589 se celebró el tercer concilio de Toledo bajo la presidencia de San Leandro de Sevilla, para  constatar el abandono del arrianismo y conversión al cristianismo de todo el pueblo.


En Italia, tras la caída del imperio romano de Occidente, entraba el rey de los hérulos, Odoacro (435-493), como hemos recordado anteriormente, imponiendo a su hijo Rómulo Aagústulo, como emperador, hasta que el ostrogodo Teodorico es enviado por el emperador bizantino, Zenón (476-491), para atacarle y habiéndolo hecho con éxito, éste se adueñó de todo el país.
Estos acontecimientos impidieron, en gran medida, la evangelización de Italia, aunque según algunos historiadores, la convivencia de los católicos, con los paganos y arrianos, fue bastante correcta, dentro de unos límites, por supuesto, siempre desfavorables para los seguidores de la verdadera fe de Cristo.
Así por ejemplo, se cuenta que Boecio y  Casiodoro, ambos católicos, fueron nombrados <magister officiorum>, durante el reinado de Teodorico el Grande (493-526), aunque posteriormente el primero fue prontamente ejecutado (523)  y el segundo fue apartado de su cargo sin motivo alguno, en el año 538.
Teodorico era arriano y aunque deseaba crear un imperio germánico de Occidente, heredero del romano, buscando la unión de los pueblos bárbaros (francos, vándalos, visigodos y ostrogodos), no lo consiguió, en parte por su total enfrentamiento a la realidad de unos pueblos que pensaban sobre todo, desde el punto de vista religioso, de forma diferente a él.
 
 

El Papa San Juan I (523-526), a pesar de ser un hombre de avanzada edad y encontrarse gravemente enfermo, fue enviado aún en contra de su voluntad, por Teodorico a Constantinopla, para interceder en su favor, pero no consiguió la aprobación del emperador del imperio de Oriente. Teodorico molesto con el Papa, por no haber conseguido sus deseos, mandó encarcelarlo en Rávena, y allí permaneció hasta su muerte, tras un largo martirio.

Atalarico (516-534)fue el sucesor de su abuelo Teodorico el Grande, bajo el control riguroso de su madre, la cual a la muerte prematura del hijo, queriendo conservar el poder, se casó con Teodato (duque de Tuscia), el cual reinó sobre el pueblo ostrogodo, durante dos años (534-536). De cualquier forma, Teodato hizo exiliar a su esposa rápidamente y posteriormente ordenó su muerte (535), hecho que inquietó enormemente al emperador de Oriente Justiniano, el cual ordenó a su vez, la reconquista de Italia.
La reconquista de Italia ordenada por Justiniano I, estuvo a cargo de su general favorito, Belisario, el cual conquistó Nápoles en 536, mientras que Teodato era asesinado por su propio pueblo, subiendo al poder Vitiges (536-540). Sicilia había sido también reconquistada por Belisario y en el 536, llegó hasta casi las puertas de Roma, sitiándola, pero en el año 538, debido a la guerra en el norte de Italia, tuvo que abandonar el asedio a la ciudad, para atender este problema. En año 540 atacó de nuevo la capital del reino ostrogodo, haciendo prisionero al rey Vitiges el cual fue posteriormente desterrado del país.
A pesar de todos estos acontecimientos históricos, Italia no pudo ser realmente conquistada en su totalidad por el imperio de Oriente hasta que Narses derrotó a los ostrogodos en  Tagina (552), donde su último rey, Totila, murió. A partir de este momento Justiniano I, poseyó la casi totalidad de las costas mediterráneas. Este emperador bizantino era católico y defendió a la iglesia, desde ese momento, también en Italia. No obstante debido a su carácter, totalitario, quiso imponer sus ideas tanto políticas como religiosas a su pueblo y esto le valió la enemistad con algunos de los Obispos y Papas de la época.

El  terrible “Cisma de Oriente”, cuyo origen se podría remontar, según algunos historiadores, al año 330, cuando el emperador Constantino El Grande, convirtió, a la antigua ciudad de Bizancio en la nueva capital del Imperio romano y que prácticamente ha llegado hasta nuestros días, sumó, como comentaremos más adelante un nuevo incidente a los ocurridos hasta este momento, durante el reinado de Justiniano I.

Los Patriarcas que a lo largo de los años representaron a la Iglesia de Cristo, quisieron igualar en el aspecto eclesiástico, las prerrogativas adquiridas por la primera autoridad civil de su ciudad en el imperio de Oriente. En el año 381, durante el Concilio primero de Constantinopla (2º Concilio Ecuménico), los Padres Orientales de la Iglesia, lograron introducir un canon, con el que se les concedía la máxima autoridad en la Iglesia Universal, después, por supuesto, del Papa u Obispo de Roma. De cualquier forma y casi desde el principio, existieron diferencias notables entre las Iglesias de Oriente y Occidente, tanto desde el punto de vista litúrgico como pastoral.  
Como preámbulo de lo que más tarde había de suceder y que provocaría este terrible Cisma aún no resuelto, recordaremos lo que sucedió casi al final del siglo V y que se dio en llamar el “Cisma de Acacio”. Este Patriarca de Constantinopla, en la primavera del año 484, borró del Canon, el nombre del Papa y rompió las relaciones con Roma. Los Patriarcas de Antioquía y Alejandría siguieron su ejemplo ajustándose a los deseos de Acacio. Este “Cisma previo”, duró 34 años y acabó con la ascensión al trono del emperador Justino I, en el año 518, pero fue una herida abierta en el seno de la iglesia de Cristo y más tarde tendría graves consecuencias.
 

Como hemos recordado anteriormente Justiniano I era católico y trató de ayudar a su iglesia,  que en ese momento se encontraba sumida en graves contradicciones religiosas debido al problema cristológico, surgido casi desde los primeros siglos del cristianismo, como consecuencia de la soberbia de los hombres al querer explicar el misterio de Cristo y de la Santísima Trinidad con argumentos humanos y no divinos. El error de este soberano fue, sin embargo,  tratar de regular las cuestiones divinas según las leyes de los hombres.
En la época de Justiniano estaban de actualidad las discusiones, entre los llamados eruditos, sobre temas como la preexistencia, la transmigración de las almas, la apocatástasis…y otros tantos temas teológicos.
Los trabajos sobre estos temas de algunos autores, ya muertos, como Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro  e Ibas de Éfeso, eran analizados, comentados, e interpretados al gusto de aquellos hombres, tan preocupados por conocer la verdadera naturaleza de Cristo… y que se olvidaban de que dijo <Yo Soy>, es decir se reconoció <Dios mismo>
Por otra parte, la herejía del monofisismo hacía verdaderos estragos entre los mismos Obispos del Imperio de Oriente e incluso se dice que la emperatriz, Teodora, esposa de Justiniano aceptaba la misma y de forma encubierta protegía a aquellos que la propagaban.
Justiniano en principio, como buen católico que era, luchó contra esta herejía, pero se puede decir que ello no era <políticamente correcto> y el emperador se vio como quien dice entre la <espada y la pared>.
Los monofisitas eran enemigos de los seguidores de Nestorio, un personaje que  había sido ya condenado por la iglesia en el  Concilio Ecuménico de Éfeso, y creían que los tres escritores anteriormente citados eran seguidores de sus ideas.
 Justiniano, así mismo, pensaba que estos escritores  eran heréticos, pero se había olvidado de que sus ideas  también habían sido condenadas en los Concilios Ecuménicos hasta ese momento llevados a cabo por la Iglesia y más recientemente en el Concilio de Calcedonia. 
Estas y otras razones de tipo político le llevaron al emperador, a emitir el llamado edicto de “Los tres Capítulos” (543), el cual fue causa de gran escándalo entre los Obispos de Occidente que vieron, en el mismo, una maniobra encubierta para desprestigiar el Concilio de Calcedonia (451).
Todas estas cuestiones, en lugar de favorecer la unión entre las iglesias de Oriente y Occidente sirvieron, sin duda, para agudizar un poco más el  problema preexistente, ya que los Obispos de Oriente firmaron el edicto del emperador, casi por unanimidad y pidieron al Papa Vigilio (537-555), que lo ratificara a su vez. El Papa pensando salvar la autoridad de los Padres de la Iglesia que habían intervenido en el Concilio de Calcedonia se negó en rotundo a hacerlo, lo que causó gran disgusto a Justiniano y a los Obispos de Oriente.
Tras una serie de acontecimientos, nada relevantes para la historia de  la iglesia, el emperador aceptó convocar un nuevo Concilio Ecuménico con objeto de esclarecer la situación creada entre las iglesias de Oriente y Occidente, sin embargo fijó como sede del mismo la ciudad de Constantinopla y esto no agradó en modo alguno al Papa ni a los Obispos de Occidente, los cuales se negaron asistir, casi en su totalidad al mismo. El Concilio de Constantinopla II, fue presidido por el Patriarca de Constantinopla, Eutiquio en el año 553, con la asistencia de 168 Obispos, de los cuales sólo once pertenecían  a diócesis occidentales y el emperador Justiniano también estuvo presente, pero el Papa no asistió.
En este Concilio se procedió a ratificar el edicto de “Los tres Capítulos”, que en definitiva venia a condenar una vez más la herejía del nestorianismo. El Papa por su parte que como hemos indicado anteriormente no había asistido al Concilio, envió al emperador un documento que ha sido conocido con el nombre de <Primer Constitutum>, en el que él mismo y otros Obispos de Occidente, condenaban sesenta proposiciones de Teodoro de Mopsuesta, pero no condenaban a Teodoro de Ciro  ni a Ibas de Edesa, los cuales se habían retractado de sus ideas. Según diversas fuentes históricas, el Papa y algunos creyentes cercanos a él, fueron de inmediato desterrados por el Emperador a alguna región situada en el Alto Egipto o a una isla en el Propontis. Para poder regresar a Roma el Papa Vigilio tuvo que emitir un segundo documento llamado <Segundo Constitutum> (554), para condenar “Los tres Capítulos”, pero sin mencionar el Concilio, pero cuando viajaba hacia allí, la muerte  salió  a su encuentro (555).
Al morir Vigilio fue elegido Pelagio I para ocupar la silla de Pedro (556-561), era miembro de una familia noble romana y aunque nunca ratificó el edicto del emperador de “Los tres Capítulos”, llegó  a una reconciliación con Justiniano. Este Papa, del que se tienen pocos datos de su vida, debido a los acontecimientos históricos de su época, murió en el año 561, siendo elegido Papa, Juan III (561-574), hijo también de un noble romano. En el año 568 se produjeron las invasiones de los lombardos, por el norte de Italia, con el consiguiente desorden y destrucción de todo lo encontrado a su paso. Este pueblo se apoderó de la península italiana, aprovechando la ausencia del general Narsés, que habría viajado a Constantinopla, para entrevistarse con el nuevo emperador, Justino II (565-578) sobrino de Justiniano I. Al quedar Longinos al mando de la península, los lombardos no tuvieron dificultades para llevar a cabo su invasión.
A la muerte del Papa Juan III, la silla de Pedro fue ocupada por Benedicto I (575-579), pero por los motivos anteriormente mencionados, se sabe poco de su mandato. Era romano, como los dos Papas anteriores y tuvo que convivir no solo con la devastación provocada por los lombardos, sino también, con grandes inundaciones de la península italiana, así como con el hambre del pueblo y la epidemia de peste. Precisamente se piensa que fue, esta última, la causante de la muerte del Papa, que  ayudó al pueblo a combatirla. De cualquier forma este hombre admirable, no dejó su labor evangelizadora sin otros exponentes de su obra que su propia vida, pues se sabe que ordenó a muchos sacerdotes y diáconos y consagró a algunos Obispos, cosas verdaderamente extraordinarias si tenemos en cuenta la situación de la Iglesia en aquellos trágicos momentos.
El emperador Justino II, se dice, que perdió la cabeza en sus últimos años de reinado, con accesos de cólera y momentos de calma en uno de los cuales, nombró césar a Tiberio Constantino, más tarde, Tiberio II, y realizó un discurso memorable en el que le aconsejó un buen comportamiento con sus súbditos, sabedor  de sus propios pecados ante la justicia de Cristo (578). Sofía, esposa de Justino, actuó de regente en compañía de Tiberio, el cual había sido amigo personal del emperador, durante algún tiempo, pero pronto éste se hizo de todo el poder adoptando un comportamiento totalmente diferente a su predecesor. A pesar de los buenos consejos recibidos por Justino II, se dedicó a despilfarrar el tesoro público, financiando grandes construcciones, como el Gran Palacio de Constantinopla, para atraerse la voluntad de los poderosos  del momento, en el imperio.
Tampoco fue buen estratega en lo concerniente a la utilización de los recursos militares del imperio y ante el fracaso de las armas siguió despilfarrando el tesoro público, en sobornos y regalos para mantener las luchas internas en el pueblo lombardo, lo cual no le sirvió de nada, como era natural, ya que los lombardos volvieron a reunificarse en el año 584.
 Por otra parte la emperatriz, Sofía, secretamente alimentaba la idea de hacerse ella con el poder al casarse con Tiberio, ignorando que este estaba ya casado y había ocultado su matrimonio, esto provocó una serie de intrigas por parte de la soberana que acabaron en el propio exilio de ésta, poco tiempo después de la subida al trono de Tiberio.
Todas estas circunstancias históricas, unidas a las guerras constantes en todos los frentes abiertos contra el imperio bizantino contribuyeron sin duda a que el emperador enfermara  (582) y por carecer de descendencia, nombró césares a Mauricio y  a Germánico, el primero de los cuales por su matrimonio con la hija de Tiberio, Constantina, consiguió el poder absoluto.
Durante el reinado del emperador Tiberio II, el Papa era  Pelagio II (579-590), el cual había sucedido en la silla Papal  a Benedicto I, en el momento en que las comunicaciones con la capital del imperio estaban cortadas por el ataque de los lombardos. La bondad y la capacidad diplomática de este Papa fue tal, que logró un acuerdo con los lombardos que habían  sitiado Roma y de esta forma pudo atender los problemas de la iglesia, algunos de los cuales , como el de “Los tres Capítulos”, venían de lejos. De origen godo, tras el asedio a Roma, envió una embajada a Constantinopla, encabezada por el que sería  futuro Papa, San Gregorio Magno, para pedir ayuda al emperador Tiberio II, pero que no tuvo éxito alguno, debido a la situación del imperio bizantino en otros frentes militares.
Aunque no consiguió resultados aparentes en el problema del cisma abierto entre las iglesias de Oriente y Occidente no se puede decir que no intentara  resolverlo, escribiendo cartas al Obispo Elías de Grado y los Obispos de Istria, recordándoles la fe de  Cristo y su Iglesia, cuya cabeza era el sucesor de Pedro, para que se aceptara lo dispuesto en el Concilio de Calcedonia. Además dictó normas para regular otros problemas presentes en la iglesia de Cristo en aquellos momentos, como la cuestión del celibato del clero y entre sus obras de caridad hay que recordar que convirtió su propia casa en hospital para los pobres. También mando reconstruir  la Basílica de San Lorenzo y contribuyó a adornar la Basílica de San Pedro. En el año 590 se declaró una terrible plaga, según parece procedente de Egipto, que causó tales bajas en la población de Roma que casi terminó con ella, incluido el propio Papa el cual fue enterrado en San Pedro.
Los últimos años del siglo VI, estuvieron marcados por el desarrollo de nuevas guerras, la hambruna de los pueblos y las epidemias que hacían desaparecer a poblaciones enteras.  Sin embargo, pese al acumulo de tantas desgracias, siempre brilló la luz de la evangelización en la iglesia de Cristo, que tuvo como máximo exponente al Papa San Gregorio Magno (590-604).


Se ha escrito mucho sobre esta figura fundamental de la iglesia católica, pero vamos a recordar ahora tan solo algunas de las cosas que ha dicho de él nuestro actual Papa Benedicto XVI  (Audiencia general del 28 de mayo de 2008) :
"Reconociendo en cuanto había sucedido, la voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio reveló una visión singularmente lúcida de la realidad con la que debía medirse, una extraordinaria capacidad de trabajo al afrontar los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, también valientes, que su misión le imponían.
Se conserva de su gobierno una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja el afrontamiento diario de los complejos interrogantes que llegaban a su mesa. Eran cuestiones que procedían, de los Obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado. Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y Roma había uno de particular relevancia en el ámbito civil como eclesial: la cuestión lombarda. A ella dedicó el Papa toda energía posible con vistas a una solución verdaderamente pacificadora.
A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los lombardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con los ojos del buen pastor, preocupado de anunciarles la palabra de salvación, estableciendo con ellos relaciones de fraternidad orientadas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y lombardos.
Se preocupó de la conversión de los jóvenes pueblos y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los Francos, los Sajones, los inmigrantes  en Bretaña y los lombardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora"

En griego <Gregorio> significa vigilante, y en verdad que hizo honor a su nombre, tal como nos ha explicado en su magnífica catequesis el Papa Benedicto XVI. Había nacido en Roma en el año 540  en el seno de  una familia particularmente cristiana (sus padres son santos  y algunas de sus tías también) y estudió Derecho, siendo nombrado Prefecto de la urbe en el año 573, pero su espíritu volaba hacia otros derroteros y pronto sufrió una transformación espiritual tan intensa que le llevó a retirarse de la política para abrazar la vida monástica, fundando un monasterio en su propia casa bajo la advocación de san Andrés. Posteriormente, en años sucesivos creó otra serie de monasterios en algunas de sus posesiones en la isla de Sicilia, tomando como carisma, en todas ellas, la regla de San Benito.
A la muerte del Papa Pelagio II, San Gregorio fue proclamado su sucesor, pasando a ocuparse con ardor, como nos ha dicho nuestro actual Papa de todos los asuntos que por su cargo, Cristo le había encomendado. Se puede decir que durante todo su pontificado, este Papa, realizó una labor apostólica extraordinaria, y así por ejemplo, envió al monje benedictino Agustín de Canterbury junto con otros cuarenta monjes, en el año 597 a evangelizar Inglaterra, que aunque ya había sido evangelizada con anterioridad, desde el siglo V se encontraba en graves dificultades debido a las invasiones de anglos y sajones, paganos. San Agustín tras una dura lucha contra el paganismo reinante consiguió la conversión del rey Ethelberto de Kent  y a partir de este momento sus súbditos siguieron, en gran mayoría, su ejemplo. Cantérbury fue el lugar elegido finalmente por el santo para fijar su residencia, donde con ayuda real comenzó la construcción de la Iglesia que sería después la Catedral de Cantérbury. San Agustín siempre tuvo el apoyo incondicional del Papa San Gregorio, el cual le envió a dos sacerdotes para que le ayudaran en su intensa labor evangelizadora, estos fueron Melitón que llegó a ser el primer Obispo de Londres y Justo que fue el primer Obispo de Rochester.
 
 

Por otra parte, la  obra evangelizadora del Papa San Gregorio,  quedó reflejada también en sus escritos entre los que cabe destacar además de su extensa obra epistolar, anteriormente mencionada en la primera catequesis, del Papa Benedicto XVI, dedicada a este santo, otras muchas obras tal como nos comentó en su segunda catequesis dedicada a este mismo santo (4 de junio de 2008):
-Además de su conspicuo epistolario, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral  a Job, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por Gregorio para edificación de la reina lombarda Teodolinda. La obra principal y más conocida es sin duda la Regla pastoral que el Papa redactó al comienzo de su pontificado con finalidad claramente programática.
En cuanto a sus enseñanzas teológicas, el Papa Benedicto nos dice lo siguiente en la catequesis anteriormente citada:
-Haciendo un rápido repaso a sus obras observamos, ante todo, que en sus escritos Gregorio jamás se muestra preocupado por trazar una doctrina “suya”, una originalidad  propia. Más bien intenta hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia, quiere sencillamente ser la boca de Cristo y de su Iglesia, en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios.

Para que la labor evangelizadora realizada por San Gregorio Magno siga siendo un ejemplo vivificador en la iglesia del siglo XXI, recordaremos ahora la siguiente oración:
-Señor Dios, que cuidas a tu pueblo y lo gobiernas con amor, te pedimos que, por intercesión del Papa San Gregorio Magno, concedas el Espíritu de sabiduría a quienes has establecido como maestros y pastores de la Iglesia.