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jueves, 1 de noviembre de 2018

HOY Y SIEMPRE: LA SANTIDAD ES PARA TODOS



En este panorama histórico, Jesús proclama el Sermón, que unos llaman de la “Montaña”, porque San Mateo nos dice en su Evangelio, que tuvo lugar en un monte y otros llaman del “Llano”, porque San Lucas lo sitúa en una explanada.

 
 
 
 
Independientemente del lugar ó de si fueron dos los sermones, de contenido similar, dados por Cristo a las multitudes, que siempre le seguían, lo que importa es la doctrina que Jesús manifiesta,  que no tiene otro objetivo que enseñar a los hombres la aptitud que tienen que tener y el comportamiento que deben seguir si desean salvar su alma, si desean alcanzar la santidad, porque como se nos dice en el Antiguo Testamento (Gs 13,1):

"El hombre persuadido por el maligno abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia"

Y como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C. 1ª Sección Cap.1º):

"Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error"

 
 
 
Por tanto todos deberíamos sentirnos enormemente agradecidos a Jesucristo, el cual por la “gracia” restaura en nosotros lo que el pecado hubiera deteriorado. Sin embargo, para conseguir la gracia debemos aceptar y cumplir su mensaje, teniendo en cuenta que como el mismo dijo, no había venido a cambiar la ley, sino para ayudarnos a seguirla, instaurando un puente entre la Antigua y la Nueva Alianza.

No obstante, desoyendo sus consejos, a lo largo de más de 2000 años  los hombres han llegado a postular las ideas más extrañas y sobre todo más heréticas que se puedan imaginar, sobre el Sermón de la Montaña; seguramente debido a la gran incapacidad del ser humano de afrontar con valentía  la exigente doctrina que contiene.

Sin embargo Jesús, al final del Sermón, explica perfectamente el significado del mismo, mediante la utilización de una parábola; dicha parábola se refiere a un varón prudente que edifica su casa sobre una peña,  y no sobre un promontorio de arena como haría un hombre necio.
La imagen lograda con esta parábola es especialmente clara: el hombre prudente, es el que escucha la palabra del Señor con seriedad, tomándola como norma de conducta, con el firme propósito de cumplirla. Esto es lo que  hicieron tantos hombres y mujeres santos, a lo largo de la historia de la humanidad, hasta nuestros días.
 
 
 
 
 
Por el contrario un hombre necio, es aquel, que oyendo las palabras de Dios y aún admitiendo muchas veces la bonanza de sus enseñanzas, las altera  o las cumple parcialmente, o definitivamente, las niega,  como algo que solo en un futuro muy lejano, serían necesarias cumplir, llegando incluso a negar la existencia de Dios. San Mateo, después de narrar en su Evangelio, la parábola del Sermón de la Montaña, nos cuenta la impresión, que el mismo causó, en las gentes que  estaban escuchando en directo, las palabras del Señor (Mt 7,28-29):

"Y aconteció que, cuando Jesús dio fin a estos razonamientos, se pasmaban las turbas de su enseñanza / porque les enseñaba como quién tiene autoridad, y no como sus escribas"

 
 
 
 
Los que escucharon el Sermón, en directo, eran las gentes venidas de Decápolis, Galilea, Judea y de otros países,  así como los propios discípulos de Cristo, entre los cuales, estaban por supuesto, los Apóstoles, que fueron los primeros que recogieron su mensaje y después lo proclamaron, para  evangelizar, no solo al pueblo judío, sino también al resto del mundo, por entonces conocido, tal como su Maestro les había especialmente encargado, poco antes de su ascensión a los Cielos.

Los San Mateo y San Lucas, son los únicos evangelistas, que recogieron, las palabras del Señor, durante este Sermón fundamental y maravilloso, el cual nos recuerda a los hombres de todos los tiempos la doctrina de Dios, de una forma que podríamos llamar literal, ya que sabido es el método nemotécnico, especial de los judíos, para recordar la palabra orar y por tanto, su capacidad para llevarla textualmente a un documento escrito, como son los Evangelios, los cuales por otra parte, no podemos olvidar están inspirados por el Espíritu Santo.
 
 
 
 



El Evangelio de las ocho Bienaventuranzas es una afirmación constante de aquello que en el hombre es más profundamente humano, más heroico. El Evangelio de las ocho Bienaventuranzas está sólidamente unido a la Cruz y a la Resurrección de Cristo. Y sólo a la  luz de la Cruz y de la Resurrección puede encontrar toda su fuerza y su poder cuanto es más humano, más heroico en el hombre. Ninguna forma del materialismo histórico le da una base ni  garantías. El materialismo sólo puede poner en duda, disminuir, pisotear, destruir, partir en dos cuanto existe de más profundamente humano en el hombre”

El tema fundamental del Sermón, es la búsqueda del reino de Dios, la búsqueda de la santidad: Tras un precioso “Prólogo” con las Bienaventuranzas, (Mt 5, 1-12), Jesús anuncia a sus discípulos la misión evangelizadora que tendrán sobre la tierra, (Mt 5, 13-16), terminando con estos buenos deseos:

<Que alumbre así vuestra luz delante de los hombres, de suerte que sean vuestras obras buenas, y den gloria a vuestro Padre, que está en los cielos>.

 
 
 
A continuación se desarrollan los principios fundamentales de la justicia mesiánica, que Jesús deseaba poner de relieve frente a la masa de gente que le escuchaba, para su provecho  y el de todos los hombres a lo largo de los siglos (Mt 5, 17-20). En concreto, los versículos (5, 21-26) del Evangelio de San Mateo, pueden considerarse, según algunos autores, el verdadero comienzo del Sermón de la Montaña y en ellos Jesús compara la  antigua y la nueva justicia, aplicándolas al tema del homicidio y la ira.


Seguidamente, en los versículos (5, 27-30), se abordan los temas del  adulterio y de los malos pensamientos, pues para Jesús ambas cuestiones están íntimamente relacionadas. Así mismo, en los siguientes versículos de este mismo Evangelio (5, 31-32), el Señor condena el divorcio y llama adúlteros a aquellos que lo practican.

 
 
 
Sigue después Jesús, hablándonos del perjurio y el juramento, (5, 33-37), criticándolos y condenándolos abiertamente y llegando a decir: <“Sí” por sí, “No” por no; y lo que de esto pasa proviene del malvado>. Un tema muy importante atacado también en esta primera parte del Sermón de la Montaña, es la <ley del talión>; terrible <ley de los hombres> en la era antigua, que Jesús sustituye por la <ley de Dios> del amor hacia los hombres, aunque estos sean nuestros propios enemigos, de acuerdo con el ideal de la mansedumbre cristiana ( Mt 5, 38-42).

Precisamente en los siguientes versículos (5, 43-48), habla de forma contundente sobre la aptitud que debe tomar el hombre nuevo, el hombre que cumple realmente los mandatos de Dios. Por eso, nos dice que  <debemos ser perfectos como nuestro Padre es perfecto>, practicando la caridad fraterna, que a  su vez conduce al cumplimiento de toda la <ley de Dios>.

 
 
Terminada esta primera parte del Sermón, dedicada en su totalidad desde el punto de vista teológico a la justicia mesiánica, en los siguientes versículos se trata de la rectitud de intenciones con que se debe practicar dicha justicia, (6,1-18) y sobre la preponderancia de la misma, (6,19-34). También nos habla  sobre la buena voluntad al practicar la limosna, de la necesidad de la oración, enseñándonos la oración dominical (El Padrenuestro) y de la necesidad del ayuno y confianza en la providencia, utilizando dos ejemplos excelentes, como son el “tesoro celeste” y el “ojo, lámpara del cuerpo”.

Pero sobre todo nos reclama total confianza en Dios, al que debemos servir únicamente, ya que el maligno,  siempre acecha al hombre para hacerle su vasallo. Por ello deberemos tener presentes estas palabras del Señor (Mt 6, 33-34):

"Buscad primero el reino de Dios y su justicia; Y esas cosas todas se os darán por añadidura / No os preocupéis, pues, por el día de mañana; Que el día de mañana se preocupará de sí mismo; Bástele a cada día su propia malicia"
 
 


 
Algunos hombres que conocen poco o nada los Evangelios, han llegado a confundir el Sermón de la “Montaña” o del “Llano”, con las “Bienaventuranzas”. Esto es un error, porque las Bienaventuranzas son tan solo una parte mínima del Sermón, aunque quizás la más bella, pero únicamente comprende unos pocos versículos del la totalidad del mismo.

 
 
Jesucristo, en su Sermón de la Montaña, en algún sentido, solamente perfecciona la comprensión de los diez Mandamientos de la ley de Dios y así, por ejemplo, el Papa san Juan Pablo II, en su homilía a los jóvenes, en la Santa Misa, celebrada el 24 de marzo del año 2000, en el monte de las Bienaventuranzas, les decía al respecto:

“Los diez mandamientos del Sinaí pueden parecer negativos: No habrá para ti otros dioses delante de mi… No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso…

Pero de hecho, son sumamente positivos. Yendo más allá del mal que mencionan, señalando el camino hacia la ley del amor, que es el primero y mayor de los mandamientos: <Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente…Amarás a tu prójimo como a ti mismo…>

Jesús mismo dice que no vino a abolir la ley, sino a cumplirla. Su mensaje es nuevo, pero no cancela lo que había antes, sino que desarrolla al máximo sus potencialidades”


Ante este planteamiento del Papa san Juan Pablo II, podríamos preguntarnos quienes son realmente estos hombres bienaventurados.

 

 
 Para el Papa san Pio X, tienen hambre y sed de la justicia, los que ardientemente desean crecer de continuo en la divina gracia y en el ejercicio de las buenas obras. Por otra parte, para este mismo Papa, los pacíficos son los que conservan la paz con el prójimo y consigo mismo y procuran poner paz entre los enemistados.
 

Después  de estas reflexiones de  los Papas, es difícil  decir algo más  sobre lo que significan las Bienaventuranzas para los hombres de todos los tiempos. Si acaso, recordaremos siguiendo sus enseñanzas, que los diversos premios que promete el Señor en las mismas, significan todas, con diversos nombres, la gloria eterna del cielo y que si las cumplimos al pie de la letra, no solo conseguiremos esto tan difícil, sino que de alguna manera llevaremos aquí, en la tierra una vida tranquila, gozando de una paz y contentamiento interior, que nos puede conducir a la santidad y por tanto a la eterna felicidad en la presencia de Dios, al final de los siglos.

 
 
 
Las Bienaventuranzas, finalmente podríamos decir que de forma simplificada nos hablan de la senda que nos marcó Jesucristo para conseguir la santidad, y por tanto de la gloria al final de los tiempos; pero  nos pueden dar también  muchas pistas sobre el comportamiento que debemos seguir los hombres, sobre la tierra, para conseguir una vida tranquila y en paz con nuestros semejante, que es casi como alcanzar una especie de felicidad previa, a la que podremos alcanzar, muy superior, tras de nuestra partida de este mundo…

Sucedió que al ver la multitud que le esperaba ansiosa por escuchar su sermón, Jesús se subió a un monte, según el evangelio de san Mateo, y comenzó a enseñar a las gentes con estas palabras (Mt 5, 3-11):

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos / Bienaventurados los que están afligidos, porque ellos serán consolados / Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados / Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia / Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios / Bienaventurados los que hacen obra de paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios / Bienaventurados los perseguidos por razón de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos / Bienaventurados sois cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros por mi causa; gozaos y alborozaos, pues vuestra recompensa es grande en los cielos.Que así persiguieron a los profetas que os precedieron"

 
 
Sí, las Bienaventuranzas nos muestran el camino de la santidad, el camino que siguieron los santos que han hecho de su vida un <Fiat>,  aceptando el ejemplo de la Virgen María, Madre de Dios. Debemos recurrir a Ella porque también es nuestra madre tal como Cristo comunicó a su apóstol, san Juan, cuando estaba agonizando en la Cruz.   

 



 

 

 

 

 

lunes, 29 de octubre de 2018

LA IGLESIA DE CRISTO ES APÓSTOLICA: (2ª PARTE)


 
 
 



La Iglesia primitiva de Cristo, aquella que surgió tras la venida del Espíritu Santo en el Cenáculo de Jerusalén, era apostólica y así ha continuado siéndolo a lo largo de todos los siglos transcurridos desde su fundación por Nuestro Señor Jesucristo. Para Dios nada hay imposible…
Ciertamente, para Dios nada hay imposible y gracias a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad (Paráclito), la experiencia del Resucitado autor de la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, ha permitido a las generaciones sucesivas vivir de forma siempre actualizada, en la fe, la esperanza y la caridad, por Él proclamadas.

Recordemos en este sentido las palabras del Papa Benedicto XVI (La alegría de la fe; Librería Editrice Vaticana. Distribución San Pablo, 2012):

“La tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria.

La Tradición la llama así porque surgió del testimonio de los apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes; fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella  -a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús- la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a sus apóstoles (Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a  todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (Mt 28, 19 s)”

 



Así narró san Lucas aquellos momentos de la vida del Señor (Lc  6, 12-16):

“Y aconteció por aquellos días salir Él al monte para orar, y pasaba la noche en oración con Dios / Y cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y escogió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles: / Simón, a quién dio el nombre de Pedro, y Andrés, su hermano, y Santiago y Juan, y Felipe y Bartolomé / y Mateo y Tomás, y Santiago de Alfeo y Simón el apellidado Zelotes, / y Judas de Santiago y Judas Iscariote que fue traidor”

En el relato de San Lucas se empieza a apreciar lo que en un futuro seria la llamada <Jerarquía de la Iglesia>, y es un detalle interesante el hecho de que de entre todos sus discípulos, que ya eran muchos, el Señor eligió a Doce, poniendo en primer lugar a Simón-Pedro, a través  del cual,  Él gobernará a su Iglesia.  

Con respecto a la constitución jerárquica, en el Catecismo de la Iglesia católica (Vaticano II) podemos leer (nº 874-875):

*El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad: Cristo el Señor, para dirigir al pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios y está ordenado al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministerios que posean la segunda potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios…lleguen a la salvación (Lumen gentium; LG 18)
 
 



*¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? (Rm 10, 14-15)

Nadie ningún individuo, ni ninguna comunidad, puede anunciase así mismo  el Evangelio. <La fe viene de la predicación> (Rm 10, 17). Nadie se puede dar así mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo.

Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el poder sagrado) de actuar <in persona Christi Capitis>. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no puede hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama <Sacramento>. El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un Sacramento específico.

Recordemos también como el apóstol San Mateo al final de su Evangelio nos relata la <Transmisión de poderes a los apóstoles> por parte de Nuestro Señor Jesucristo (Mt 28, 16-20):

“Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado / Y en viéndole, le adoraron: ellos que antes habían dudado / y acercándose Jesús, les habló diciendo: <Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra> / <Id, pues, y amaestrad a todas las gentes, bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, / enseñándoles a guardar todas cuantas cosas os ordené. Y sabed que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”

 


Con tan solo tres versículos del Evangelio de Mateo quedan perfectamente aclarados los mandatos y los dones de Cristo respecto de sus apóstoles en lo referente a la Iglesia por Él fundada.

En primer lugar el Señor asegura que: <le fue dada toda potestad>, y con ello reivindica la potestad soberana y universal, como base jurídica, de la misión que va a confiar a sus apóstoles, sustrayéndolos de esta forma, en el ejercicio de sus misión evangelizadora a la autoridad procedente de los hombres.

Por otra parte, Cristo utiliza el tiempo verbal del imperativo, cuando les manda cumplir con su deseo a los apóstoles, y este deseo no es otros que: <Amaestrar a todas las gentes>.

Está el Señor requiriendo a los apóstoles a realizar una labor de enseñanza oral, personal, recorriendo todo el mundo con el objeto de enseñar de palabra la Verdad revelada.

Ordenó también el Señor, que fueran bautizadas todas las gentes, por ellos evangelizadas, en agua y en Espíritu Santo, como aceptación de las enseñanzas apostólicas, quedando así adheridos a la Iglesia.

 




Así mismo, les ordenó que enseñasen a las gentes evangelizadas, la forma de guardar todas aquellas cosas que a ellos mismos les había ordenado que cumpliesen.

Quedaron, pues, los apóstoles constituidos maestros no sólo de la fe, sino también de la moral, por boca de Jesucristo, el cual les dijo  además, que siempre estaría presente, junto a ellos, hasta la consumación de los siglos, para ayudarlos en todo momento en la difícil y dura tarea que les había encomendado.

                                                                                                                               
En este sentido, podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica que (C.I.C. nº860):

“En el encargo dado a los apóstoles, hay un aspecto intransmisible: Ser testigos elegidos de la Resurrección y los fundamentos de la Iglesia.

Pero hay también un aspecto permanente. Cristo les ha prometido permanecer <con ellos> hasta el fin de los tiempos.

<Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia.

Por eso, los apóstoles se preocuparon de instituir…sucesores> (LG 20)”

 


Los Obispos son los sucesores de los apóstoles y toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de Pedro y de los apóstoles <en comunión de fe y de vida con su origen (C.I.C. nº863):

“Toda la Iglesia es apostólica en cuanto ella es <enviada> al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío: <La vocación cristiana por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado>.

Se llama <apostolado> a <toda la actividad del Cuerpo Místico> que tiende a propagar el Reino de Cristo por la tierra”

Es evidente, que para comprender mejor  la misión de la Iglesia de Cristo, es necesario regresar a sus orígenes, al Cenáculo, donde estaban los apóstoles con la Virgen en espera de la llegada del Espíritu Santo:



“Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente.

La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y eficientes, sino el fruto de la oración comunitaria incesante (Evangelii nuntiandi; C.Encíclica; Papa Pablo VI).

La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan <un solo corazón y una sola alma>, y que estén dispuestas a dar el testimonio de amor y de alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes.



El siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (C. Encíclica; Redemptoris missio).

Así sucedió en al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos:

<Ved dicen – cómo se aman entre ellos> (Apologético 39,7).

(La alegría de la fe; Papa Benedicto XVI; Ed. San Pablo 2012)

 


 

      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA IGLESIA DE CRISTO ES APÓSTOLICA: (1ª PARTE)



 
 
 
 
San Pablo en su Carta dirigida a los habitantes de Éfeso, ciudad situada en la costa occidental de Asia Menor, al hablarles de la unión e igualdad de los judíos y paganos gracias a  Cristo, se refiere al origen apostólico de  la Iglesia   en los términos siguientes  (Ef 2, 16-20):

-El hizo de los dos pueblos un solo cuerpo y los ha reconciliado con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad;

-con su venida anunció la paz a los que estabais lejos y a los que estaban cerca;

-porque por él los unos y los otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.

-De tal suerte que ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois ciudadanos de los consagrados y miembros de la familia de Dios,

-edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas. La Piedra angular de este edificio es Cristo Jesús.

Sí, la Iglesia de Cristo está edificada sobre el fundamento de los apóstoles, es apostólica tal como recoge el Catecismo, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico, Vaticano II (nº 857):

*Fue y permanece edificada sobre <el fundamento de los apóstoles>, testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo.

*Guarda y transmite, con ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen deposito, las sanas palabras oídas a los apóstoles.

*Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos <a los que asisten los presbíteros> juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia (AG <Ad Gentes> 5)

 
 
 
Sucedió que en la última Cena de Jesús, Éste, fundó su Iglesia, e instituyó el Sacramento de la Eucaristía, con el que se donó a sí mismo, dando lugar a una nueva congregación, esto es: <una comunidad unida en  la comunión con Él mismo>, en palabras del Papa Benedicto XVI (La alegría de la fe. librería Editrice Vaticana. Distribución, San Pablo; 2012):

“Los doce apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición, son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia.

Por tanto, es del todo incompatible con la Iglesia de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: <Jesús sí, Iglesia no>.

Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que Él ha creado y en la cual se comunica. Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo.

Cristo es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo de la Iglesia construida sobre el fundamento de los apóstoles, está vivo en la sucesión de los apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que Él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría”

 
 
 
Inevitablemente, si Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene a nosotros. Por eso, es absurdo tratar de entender los argumentos que algunos proponen para desvanecer el carácter apostólico de la Iglesia de Cristo. Y esto es así porque el Señor después de su muerte en la cruz Resucitó y se apareció a sus apóstoles para decirles (Mc 16, 15-17):

“Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura / El que crea y se bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará / A los que crean les acompañaran estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas”

Sí, los apóstoles, siguiendo el mandato de Cristo evangelizaron por todo el mundo  entonces conocido, pues como dijo san Pablo, el apóstol de los paganos (I Co 9, 16-19):

“Anunciar el evangelio no es para  un motivo de gloria: es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí si no anunciara el evangelio! / Merecería recompensa si hiciera esto por propia iniciativa, pero si cumplo con un encargo que otro me ha confiado / ¿dónde está mi recompensa? / Está en que, anunciando el evangelio, lo hago gratuitamente, no haciendo valer mis derechos por la evangelización / Siendo como soy plenamente libre, me he hecho esclavo de todos, para ganar a todos los que pueda”

Como diría en su día el Papa san Juan Pablo II: la evangelización llevada a cabo por los apóstoles, puso los fundamentos para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia de Cristo, convirtiéndose en germen y modelo valido en cualquier época de la historia del hombre…

 
 
 
 
Jesucristo, fundó su Iglesia para perpetuar, hasta el fin de los tiempos (parusía) su obra salvadora, mediante una Nueva Alianza con los hombres, la cual, después de su Resurrección acabó  de instaurar, poniendo a la cabeza de la misma a su apóstol san Pedro.

La promulgación de la Iglesia de Cristo aconteció durante la celebración de la fiesta de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego, sobre sus apóstoles y la Virgen María, retirados en el Cenáculo de Jerusalén, desde la Ascensión del Señor a los cielos.

Los apóstoles son aquellos hombres elegidos por Jesucristo con la misión de  continuar la labor evangelizadora de la humanidad, iniciada por Él, durante su estancia en la tierra; pero sabiendo de las grandes dificultades y peligros que correrían estos hombres, en varias ocasiones les animó diciéndoles: ¡No tengáis miedo!

Son muchos los testimonios escritos que nos hablan verazmente del camino recorrido primero, por los apóstoles, y luego, por sus discípulos, los padres apostólicos, los santos y mártires de la Iglesia de Cristo, hasta nuestros días.

 
 
Y sí, esta Iglesia es apostólica porque como nos recuerda el papa Benedicto XVI (Ibid): “Hay una unicidad que caracteriza a los primeros hombres llamados por el Señor, y además existe una continuidad en su misión apostólica. San Pedro en su primera Carta, se refiere a él mismo como <co-presbítero> con los presbíteros a los que escribe (1 Pe 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica: <el misterio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el misterio apostólico, sigue siendo palabra viva…>.

Con la unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio Petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas parte y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su independencia”

 
 
 
En estos tiempos que corren en los cuales se pone en evidencia una cierta incredulidad para las cosas de la Iglesia de Cristo, es necesario recordar una vez más que Jesús puso a la cabeza de la misma, al apóstol san Pedro, y que éste desde el mismo momento de recibir el Espíritu Santo, junto a los Once y la Virgen María, estaba ya dispuesto para llevar a cabo la enorme, la colosal tarea que el Señor le había encomendado, cuando pronunció estas palabras:   “apacienta mis ovejas”.

No fue necesario que nadie le recordara estas palabras de Jesús a él dirigidas, por tres veces; Pedro estaba ya lleno del Espíritu Santo y fue Éste el que le impulsó de forma inmediata a asomarse a la puerta de la casa donde se encontraba reunido con la Virgen María y los discípulos del Señor, y se dirigió a la gran multitud, allí presente, a causa del tremendo estruendo producido durante la venida del Espíritu, en forma de lenguas de fuego, sobre los reunidos en el Cenáculo. Aquellas personas lógicamente estarían asustadas y al mismo tiempo, asombradas, al escuchar a aquellos hombres dirigirse a ellos en sus propias lenguas, siendo así que procedían de muy diversos y lejanos  países.

Las primeras palabras dirigidas por Pedro a aquella multitud, entre la que había judíos piadosos venidos de todas las naciones de la tierra, partos, medos, elamitas de Mesopotamia, Judea y Capadocia, e incluso forasteros romanos, cretenses y árabes, entre otros, fueron (Hch 2, 16-21):

“Se ha cumplido lo que dijo el profeta Joel: <En los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre todo hombre, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes tendrán visiones, y vuestros ancianos sueños; / sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días, y profetizarán. / Y haré prodigios arriba, en los cielos, y señales abajo, en la tierra, sangre y fuego y torbellinos de humo / El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que llegue el día del Señor grande y glorioso / Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”

 
 
 
Pedro convencido como estaba de haber recibido, momentos antes  el Espíritu Santo, recuerda las enseñanzas recibidas de manos de su propio pueblo, concretamente se refiere en su discurso, dirigido aquella multitud diversa y sobrecogida, a la profecía de Joel, hijo de Petrel, sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y sus consecuencias, pronunciada muchos siglos antes de la llegada del Mesías, por su antepasado (Jl 3, 27-32):

“Y después de esto infundiré mi espíritu en toda carne y profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros jóvenes verán visiones / E incluso sobre mis siervos y siervas por aquellos días infundiré mi espíritu / Y haré prodigios en el cielo y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo, antes de que venga el grande y terrible día de Yahveh / Más acaecerá que todo el que invoque el nombre de Yahveh será salvo; pues en el monte Sión y en Jerusalén se guarecerá el residuo salvado, conforme dijo Yahveh, y entre los evadidos, aquellos a quienes Yahveh llamare”

 
 
 
La interpretación de esta profecía es bien clara, fue evidente para el apóstol del Señor, Cabeza de su Iglesia; Joel, este antiguo profeta del pueblo elegido, proclama el misterio que Yahveh (EL Sumo Hacedor), le ha comunicado para el futuro de la humanidad, tras la llegada del Mesías.

Y la llegada del Mesías ya había sido  y en ella estamos todavía en la actualidad. ¿Cuándo sucederán los acontecimientos profetizados y recordados por San Pedro? Esto nadie lo sabe pero lo que no debemos dudar es que llegarán porque Dios nunca ha engañado a los hombres…

San Pedro conminó, por eso, a aquellas gentes que escuchaban sus primeras palabras como primer Pontífice de la Iglesia de Cristo con estas sentidas palabras (Hch 2, 38-39):

“Arrepentíos y bautizaos cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo, para que queden perdonados vuestros pecados. Entonces recibiréis el Espíritu Santo / Pues la promesa es para vosotros, para vuestros hijos, e incluso para todos los de lejos a quienes llame el Señor nuestro Dios"
 
 
San Lucas sigue comentando los hechos que tuvieron lugar tras este discurso de Pedro y lo hace con veracidad y amor hacia los hombres (Hch 2, 40-41): “Y con otras muchas palabras animaba y exhortaba (Pedro), diciendo: <Poneos a salvo de esta generación perversa> / Los que acogieron su palabra se bautizaron, y se les agregaron aquel día unas tres mil personas” 

    

 

     

   

 

  

domingo, 28 de octubre de 2018

EL ESCANDALO DE UNA FE QUE PONE TODA LA EXISTENCIA EN DIOS



 
 


Para ciertos  hombres suele ser un escándalo, una perturbación, la fe que pone toda la existencia en Dios, especialmente en un mundo donde el empirismo es imprescindible para creer en algo…

La religión católica, por la fe, pone toda su existencia en Dios, así lo han manifestado desde el principio todos los santos Padres de su Iglesia, porque la fe no está reñida con la razón y la razón nos dice que:
<La sed de infinito está presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar. El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de Él> (Papa Benedicto XVI; La alegría de la fe; Ed. San Pablo, 2012).

Así lo entendió en su día, por ejemplo, San Gregorio Nacianceno, Padre y doctor de la Iglesia que vivió en el siglo IV, el cual fue un gran maestro del Mensaje de Cristo y que con gran valor se esforzó, a pesar de su timidez, en proclamar la verdadera fe. Él sentía un deseo irrefrenable por estar cerca de Dios, de unirse a Él, esto se reflejaba en sus escritos poéticos, e  hizo resplandecer la luz  procedente del Misterio de la Santísima Trinidad, siguiendo en todo las enseñanzas de San Pablo (1 Co 8, 6).  En general, los santos doctores de La Iglesia católica sintieron  la urgente llamada a la conversión con el fin de corresponder mediante toda su vida a aquel de quien el Sacramento los constituyo ministros. Así, san Gregorio Nacianceno siendo un joven sacerdote, exclamo:

“Es preciso comenzar por purificarse; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano, y aconsejar con inteligencia.

Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza. Por tanto ¿Quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, se glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece (en ella), la imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto y para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza”.

 


Por eso: “El celibato sacerdotal es un signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo”

Con estas palabras terminaba su catequesis el Papa Benedicto XVI, en respuesta, a una pregunta sobre el sagrado celibato, propuesta por un sacerdote que asistió al encuentro internacional de presbíteros celebrado en Roma, en el año 2010. En la pregunta del sacerdote  se apreciaba, ya entonces, la preocupación por este tema tan importante y controvertido de la Iglesia de Cristo desde antiguo, pero quizás más analizado en los últimos tiempos.

El Papa Benedicto XVI reconocía en su respuesta las controversias inherentes al tema, sobre todo para una sociedad, que ya no quiere pensar en Dios como el Sumo Hacedor de todas las cosas, como proclamaba San Pablo en su primera carta a los Corintios (1 Co 8, 6):  <Para nosotros hay un solo Dios (se refería a los cristianos), el Padre, del que proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados, y un solo Señor, Jesucristo, por quien existen todas las cosas, y por el que también nosotros existimos>

En este sentido el Papa Benedicto aseguraba que:

“Un gran problema de la cristiandad del mundo, en la actualidad, es que ya no piensa en el futuro de Dios: parece que basta el presente de este mundo. Así cerramos las puertas a la verdadera grandeza de nuestra existencia. El sentido del celibato como anticipación del futuro significa precisamente abrir estas puertas, hacer más grande el mundo, mostrar la realidad del futuro que debemos vivir ya como presente.



Por tanto, vivir testimoniando la fe: si creemos que Dios existe, si creemos que Dios tiene que ver con nuestra vida, que podemos fundar nuestra vida en Cristo, en la vida futura afrontaremos mejor las  criticas mundanas sobre este tema.

Es verdad que para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no cuenta, el celibato es un escándalo, porque muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad. Con la vida escatológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo. Y eso, según algunos, no debería ser así.

En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo en el que está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo fundamentalmente muy distinto del celibato, porque no casarse se basa en la voluntad de vivir solo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en una plena autonomía en todo momento, decidir en cada momento que hacer, qué tomar de la vida; y por lo tanto, un <no> al vínculo, un <no> a lo definitivo, un guardarse la vida sólo  para sí mismos.

Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un <sí> definitivo, es un dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos de Dios, en su <yo>, y, por tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio.

Es precisamente lo contrario del <no>, de la autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo; es precisamente el <sí> definitivo que supone, confirma el <sí> definitivo del matrimonio. Y este matrimonio es la forma bíblica, la forma natural de ser hombre y mujer, fundamento de la gran cultura cristiana, de grandes culturas del mundo. Y, si desapareciera, quedaría destruida la raíz de nuestra cultura…

Precisamente por esto las criticas muestran que el celibato es un gran signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo”

 


 Por otra parte: “La Iglesia custodia desde hace siglos como perlas preciosas el sagrado celibato sacerdotal”.

Son palabras del Papa san Pablo VI en  su Carta Encíclica <Sacerdotalis Caelibatus>, dada en Roma el 24 del mes de junio del año 1967 (Quinto de su Pontificado). En este interesante trabajo el Papa plantea el tema del celibato sacerdotal de forma realista y amplia, teniendo en cuenta toda la gravedad de la cuestión considerada.
Según el Pontífice, éste era un tema crucial para los cristianos católicos en aquellos momentos y desde entonces hasta nuestros días sigue siéndolo, y todavía son muchas las voces que claman por un cambio sobre este tema en la doctrina de la Iglesia, sin sopesar las dificultades, ni las posibles graves consecuencias.

Son muchas las preguntas que aún se hacen y para las cuales no existe una respuesta sencilla si no se llega a comprender primero cual es la grandeza del Sacramento del Orden.

El Papa Pio XI si comprendió, al igual que otros muchos Padres de la Iglesia la necesidad de la ley del celibato eclesiástico, la cual no es dogma de fe pero que se viene aplicando desde los inicios de la Iglesia e imprime carácter al Sacramento del < Orden sacerdotal>.



Según el Papa Pio XI <aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud, y el ministerio sacerdotal>. Ya en tiempos del imperio romano, donde imperaban religiones paganas, se consideraba aquello de que <a los dioses era necesario dirigirse con castidad>.
Por otra parte, para el pueblo judío esto era así desde tiempos remotos, como demuestra la lectura de Antiguo Testamento.

Pero como muy bien sigue diciendo,  este Pontífice, en su Carta Encíclica <Ad Catholici  Sacerdotii>, dada en Roma el 20 de diciembre de 1935:
“Al sacerdocio cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha más pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya  más antigua, se encuentra en un Canon del concilio de Elvira a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica.

El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias (Mt 19, 11-12); el reconocerle a Él como <flor de Madre virgen>  y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; al ver su predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista; el oír, finalmente, como el gran Apóstol de la Gentes, tan fiel intérprete de la ley evangélica y  del pensamiento de Cristo, ensalza en su predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de continuo entregarse al servicio de Dios (1 Cor 7, 32);



todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza la celestial gracia de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra (Mt 19, 11) y hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue obligatoria, por severa ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues a fines del siglo IV, el Concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos nosotros también aquello que enseñaron los Apóstoles, y que guardaron ya nuestros antecesores (Con. Cartago 11 c.2 <Mansi 3, 191)”

 


El Papa Pio XI, en varios momentos, apoya su razonamiento sobre la necesidad de cumplir con el  celibato sacerdotal, en  versículos del Nuevo Testamento; concretamente en aquellos que aparecen en el Evangelio de san Mateo en boca de Jesús, durante su Ministerio en Jerusalén, al hablar del <verdadero amor>, como respuesta a una pregunta de los fariseos sobre el tema de la separación en el matrimonio. Jesús defiende la indisolubilidad del Sacramento del matrimonio de tal forma que hasta sus discípulos al oírle le dijeron (Mt 19, 10):

<Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta casarse>

Pero entonces Él les dijo (Mt 19, 11-12):

“No todos comprenden esta doctrina, sino aquellos a quienes les es concedido/Algunos no se casan porque nacieron incapacitos para hacerlo; otros porque los hombres los incapacitaron y otros eligen no casarse por causa del reino de Dios. Quien pueda poner esto en práctica, que lo haga”

 


En otro momento el Papa Pio XI, recuerda aquellos versículos que aparecen en la primera Carta de San Pablo a los Corintios, cuando ante una sociedad hedonista que confunde la libertad  con el libertinaje, el Apóstol les enseña que el cristiano es una nueva criatura, porque es templo de Dios; por eso, al hablarles  a los futuros sacerdotes sobre el matrimonio y la virginidad llega a decir (1 Cor 7, 32-33):

“Os quiero libres de preocupaciones. El soltero se preocupa de las cosas del Señor y de cómo agradarle/ El casado se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer; está, pues, dividido”

Basándonos en estas últimas  palabras del Apóstol San Pablo recordadas por Pio XI y sobre todo recordando el ejemplo dado por Cristo, a la pregunta de algunos proclives a la desaparición del celibato: ¿Debe todavía subsistir la severa y sublime obligación del sagrado celibato para los que pretenden acercarse a las sagradas órdenes mayores? la respuesta tajante debería ser sí.




Así lo consideró en su día el Papa san Pablo VI en su Carta Encíclica (Ibid):
“Venerables y carísimos hermanos en el sacerdocio, a quienes amamos <en el corazón de Jesucristo>; precisamente el mundo en que hoy vivimos, atormentado por una crisis de crecimiento y transformación, justamente orgulloso de los valores humanos y de las humanas  conquista, tiene urgente necesidad del testimonio de vidas consagradas a los altos y sagrados valores del alma, a fin  de que a este tiempo nuestro no falte la rara  incomparable luz de las más sublimes conquistas del espíritu”

 
Sí, porque como también aseguraba el Papa Pio XI, a principio del pasado siglo, a la vista de una sociedad completamente paganizada que ha ido a más de <día en día>, debemos saber que (Ibid):

“El sacerdote es por vocación y mandato divino, el principal apóstol e infatigable promovedor de la educación cristiana de la juventud; el sacerdote bendice en nombre de Dios el matrimonio cristiano y defiende su santidad e indisolubilidad contra los atentados y extravíos que sugieren la codicia y la sensualidad; el sacerdote contribuye del modo más eficaz a la solución, o por lo menos, a la mitigación de los conflictos sociales, predicando la fraternidad cristiana, recordando a todos los mutuos deberes de justicia y caridad evangélica, pacificando los ánimos exasperados por el malestar moral y económico, señalando a los ricos y a los pobres los únicos bienes verdaderos a que todos pueden y deben aspirar; el sacerdote es, finalmente, el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de penitencia a la cual invitamos a todos  para evitar las blasfemias, deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente, tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia.



Aun los enemigos de la Iglesia conocen bien  la importancia vital del sacerdocio; y por esto contra él precisamente…asestan ante todo sus golpes para quitarle de el medio y llegar así, desembarazado  el camino, a la destrucción siempre anhelada y nunca conseguida de la Iglesia misma”

Son palabras proféticas de este Pontífice (1922-1939) que habiendo conocido los problemas de la sociedad que le tocó vivir nos ha dejado pistas de cómo evolucionaria ésta si el Sacramento del sacerdocio no se cuida, como Cristo exigió a su Iglesia. Por eso los creyentes debemos esforzarnos para que se multipliquen <los  vigorosos y diligentes obreros de la viña del Señor>, sobre todo cuando una sociedad alegada de Dios lo está necesitando con urgencia.

Entre los medios que los laicos tenemos para conseguir tan importante misión está desde luego y en primer lugar la oración, pero junto a ésta no deben faltar los medios humanos, como señalaba también el Papa Pio XI en su Encíclica:

 


“No se han de descuidar los medios humanos de cultivar la preciosa semilla de la vocación que Dios Nuestro Señor siembra abundantemente en los corazones generosos de tantos jóvenes; por eso alabamos y bendecimos y recomendamos con toda nuestra alma aquellas provechosas instituciones que de mil maneras y con mil santas industrias, sugeridas por el Espíritu Santo, atienden  a conservar, fomentar y favorecer las vocaciones sacerdotales”

Sí, para la Iglesia el Sacramento del Orden tiene un valor inestimable, porque entre otras muchas cosas, el ministerio sacerdotal es el dispensador de la misericordia divina para la salvación de las almas. El Papa Benedicto XVI lo reconocía con estas palabras dirigidas a los sacerdotes presentes y ausentes (Discurso Penitencial apostólico del 7 de marzo de 2008):
 
 



“Seguid e imitar el ejemplo de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a caer en la cuenta de que la celebración regular de la Penitencia y de la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inestimables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado.

Y no olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplo de auténtica vida cristiana.

La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia”