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viernes, 1 de noviembre de 2019

LOS SANTOS, INTIMAMENTE UNIDOS A CRISTO, NO DEJAN DE INTERCEDER POR LOS HOMBRES ANTE EL PADRE



 
El ejemplo de los santos, es para nosotros, un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quién se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él. La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (Is 6, 3).

 
 
 
El apóstol san Juan observa: <Mirad que amor nos ha tenido el Padre  para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos.

 En nuestra vida, todo es don de su amor ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente  a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con Él. Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a Él, más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por Él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un auto de renuncia a sí mismo, <perderse a sí mismo>, y precisamente así nos hace felices”


Una  frase muy  hermosa de santa Teresita del Niño Jesús nos muestra que esto es así: <Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra>. Ella había nacido en  Alençon (Francia) a finales del siglo XIX, pero vivió casi toda su niñez y juventud en Lisieux, una aldea cercana.


Su trabajo fue constante en favor de los más necesitados, sin importarle los peligros que pudiera correr su salud  y así cuando sólo tenía veintidós años, enfermo de tuberculosis, pero no por ello dejó de sacrificarse por sus semejantes, ni dejo de rezar con gran fervor por el éxito de las misiones.

Ella misma nos legó el descubrimiento de su vocación, al leer las Sagradas Escrituras, con el deseo de encontrar cual sería la forma más idónea para servir a Dios. La descubrió en la lectura de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios cuando les habla sobre la caridad con  palabras como éstas  (I Co 13, 4-13):

 
 
 
“La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta / no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal / no se alegra por la injusticia, se complace con la verdad / todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta / La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada / Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto e imperfecta nuestra profecía /

Pero cuando venga lo perfecto desaparecerá lo imperfecto / Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño / Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido / Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad”

 
Estos hermosos versículos pertenecen al llamado <Himno a la caridad> de San Pablo que  sin duda es un derroche de amor hacia el prójimo, un amor que quería inculcar en los corazones del pueblo por él evangelizado en los primeros años de su misión apostólica. La Iglesia de Corinto fue fundada por el apóstol entre los años 50 al 51, durante su segundo viaje evangelizador. Hay que tener en cuente a este respecto que aunque en principio fue muy numeroso el grupo de  personas que creyeron en el Mensaje de Cristo a través de las enseñanza de San Pablo, también se opusieron a éstas, otras gentes que le causaron grandes dificultades a la hora de desarrollar su divina misión. Tanta fue la oposición de sus enemigos que finalmente desembocó en una acusación ante el procónsul romano Galión, de forma que el apóstol tuvo que marchar de allí lleno de tristeza por abandonar aquella pujante Iglesia que había fundado frente a enemigos tan crueles.

No obstante San Pablo siguió evangelizando a la Iglesia de Corinto desde la lejanía de su persona, que no de su espíritu, como prueban sus cartas; específicamente ésta primera fue a causa de noticias preocupantes, sobre el comportamiento de algunos de sus miembros. Por eso les habla del amor, de la caridad, que para él era la virtud más grande, que conducía a la santidad.

 
 
 
Por otra parte, recordemos que la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre inmaculado de María, es el fundamento de la moral y la caridad del cristiano, por eso  la santidad es fruto de la gracia y disposición de nuestro Creador,  tal como podemos leer también en la carta de San Pablo a su querido discípulo Tito (Tt 2, 11-15):

 “Se manifestó la gracia salvadora de Dios a todos los hombres / enseñándoles que, renunciando a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, vivamos moderada, justa y piadosamente, en el presente siglo /aguardando la bienaventurada esperanza y manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo / quien se entregó a si mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, celador de obras buenas”


Sí, los hombres santos y las mujeres santas que en este mundo han sido, entendieron pronto la gran labor que ellos podrían realizar, por la gracia recibida de Jesucristo, por eso, son intercesores entre Dios y los hombres en cuanto están asociados al único Mediador que es Jesús, el Hijo unigénito de Dios.
 
 
 
 



Así lo enseñaba el Beato Tomás de Kempis en su obra magistral (Imitación de Cristo), que desde la edad media hasta nuestros días ha servido de guía espiritual a tantas generaciones, aunque en la actualidad muchos ni siquiera han escuchado hablar de este libro y de este hombre santo; no obstante, todavía hay creyentes que por suerte siguen leyéndolo y recibiendo sus sabios consejos:
“Ponte siempre en lo más bajo: que ya te darán lo más alto: porque no está lo muy alto sin lo hondo. Los grandes santos cerca de Dios, son pequeños cerca de sí, y cuanto más gloriosos, tanto en sí más humildes, llenos de verdad y de gloria celestial; no son codiciosos de gloria vana; fundados y confirmados en Dios, en ninguna manera pueden ser soberbios. Y  los que atribuyen a Dios todo cuanto reciben, no buscan ser loados unos de otros, sino que buscan la gloria que de sólo Dios viene, y codician que sea Dios glorificado sobre todos en sí mismos y en todos los santos, y siempre tienen esto por fin”

 
Si reflexionáramos mínimamente sobre las palabras de este santo hombre, comprenderíamos cuánta razón encierran. El hombre de este siglo, recogiendo todas las ideologías y falsas doctrinas de sus más cercanos antepasado (siglos XVII a XX), en muchas ocasiones, se encuentra hundido en un pozo sin fondo, en manos del mortal enemigo, sin que de ello tengan la menor idea, pudiendo incluso caer en lo que se ha dado en llamar <conciencia errónea>.




Los Pontífices de todos los tiempos se han preocupado por este problema que en realidad siempre ha estado presente en la Iglesia de Cristo. En este sentido, se expresaba el Papa Pío XII en su Carta <Mediator Dei> del año 1947:
“El Mediador entre Dios y los hombres, el gran Pontífice que penetró hasta lo más alto del cielo, Jesús Hijo de Dios, al encargarse de la obra de misericordia con que enriqueció al género humano, con beneficios sobrenaturales, quiso, sin duda alguna, restablecer entre el hombre y su Criador aquel orden que el pecado había perturbado y volver a conducir al Padre celestial, primer principio y último fin, la mísera descendencia de Adán, manchada por el pecado original”

 
Por eso, son muy interesantes las Cartas Pastorales que San Pablo dirigió a su discípulo; frecuentemente por este nombre se designa desde mediados del siglo XVIII a las dos cartas dirigidas a Timoteo y la dirigida a Tito. Concretamente las cartas dirigidas al primero, tienen por objeto  dar una serie de instrucciones al  discípulo para que las ponga en práctica en su comunidad religiosa (Probablemente Éfeso), como  ayuda a su ministerio pastoral.

 
 
 
Precisamente en su segunda Carta le anima a la perseverancia  en la predicación (2 Tm 4, 1-8):
 
“Te conjuro en la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, y por su advenimiento y por su reino / predica la palabra, insta a tiempo y a destiempo, reprende, exhorta, increpa con toda longanimidad y no cejando en la enseñanza / Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído/ y por un lado desviarán sus oídos de la verdad y por otro se volverán hacia las fabulas / Más tú anda sobre ti en todo, arrostra los trabajos, haz obra de evangelista, desempeña cumplidamente tu ministerio /

Pues yo voy a ser derramado como libación y el momento de mi partida es inminente / He luchado la noble lucha, he finalizado la carrera, he mantenido la fe / por lo demás, reservada me está la corona de la justicia, con la cual me galardonará en aquel día  el Señor, el <Justo Juez>; y no solo a mí, sino también a todos los que habrán aguardado con amor su advenimiento”

 
Hermosa exhortación aplicable sin duda a los tiempos que corren, más próximos a la Parusía que aquellos en los que vivió san Pablo y ¡tan parecidos a los nuestros! El paganismo ha tomado carta de naturaleza como se suele decir, y por tanto, todos los temas que trata san Pablo, no quedan muy lejos de lo que es la realidad cotidiana de este siglo…
Triste, pero cierto, no podemos cerrar los ojos a esta situación que corroe a las sociedades y que conduce en general, a tantas desgracias en el seno familiar, en todos los países… Por eso, la devoción a los santos  puede ser  herramienta útil para los creyentes si la utilizamos con amor y con el deseo de seguir el ejemplo que ellos dieron con sus vidas…

A tal efecto, deberíamos recordar aquello que los Padres de la Iglesia, durante el Concilio Vaticano II, dejaron escrito para todo el pueblo de Dios en las <Constituciones Dogmáticas>, refiriéndose a la intercesión de los santos (LG, 50):
“Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, pero más aún, con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna (Ef 4, 1-6).

 
 
 
 
Porque así como la comunión cristiana entre los viadores (criaturas racionales que están en esta vida y aspiran y caminan a la eternidad), nos acercan  más a Cristo, así el conjunto de los santos y  las santas, nos une a Cristo, de quien, como de Fuente y Cabeza, dimana toda la gracia y la vida del mismo pueblo de Dios.

Es, por tanto, sumamente conveniente que amemos a los <amigos de Cristo>, hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos por ello; que los invoquemos humildemente y que, por impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro.
Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos  a los bienaventurados, se dirige, por la propia naturaleza, a Cristo y termina en Él, que es la <Corona de todos los santos> y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado”


Finalmente pongamos en valor, una vez más, las advertencias del Papa Benedicto XVI:

 
 
 
“El amor significa  dejarse a sí mismo, entregarse, no quererse poseer a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo (¡qué será de mí!), sino mirar hacia adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define el camino del hombre, es una vez más, idéntico al misterio de la Cruz, al misterio de la Muerte y Resurrección que encontramos en Cristo”