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viernes, 10 de noviembre de 2017

LA FIDELIDAD EN EL MATRIMONIO ALGO DIFICIL DE CONSEGUIR PERO NO IMPOSIBLE


 
 
 
 
 


EL Papa san  Juan Pablo II en su discurso al Tribunal de la Rota aseguraba en el año 2002:
“No hay que rendirse a una mentalidad proclive al divorcio; lo  impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales dados por Dios al hombre. La actividad pastoral, debe sostener y promover la indisolubilidad del Sacramento del matrimonio. Los aspectos doctrinales son transmitidos, aclarados y defendidos, pero son aún más importantes las acciones coherentes. Cuando una pareja atraviesa una dificultad, la comprensión de los Pastores y de los  fieles debe estar unida a la claridad y fortaleza para recordar que el amor conyugal es la vía para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un ligamento indisoluble; marido y mujer, empleando con buena voluntad  todos los medios humanos, pero sobre todo, fiándose de la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de desconcierto”.


Deberíamos tener presente que la Iglesia al mismo tiempo que enseña  las leyes de Dios, de la misma manera, nos habla de la salvación si cumplimos con ellas, y nos advierte que los Sacramentos, también el del matrimonio, son un camino que nos conduce a la santidad tal como el Papa Pablo VI aseguraba (Carta Encíclica <Humanae vitae>; 25 de julio de 1968):
 
 


“Los esposos cristianos,  deben recordar que su vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el Sacramento del matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges quedan corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y para dar un testimonio, propio de ellos, delante del mundo. A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la Ley, que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana”   

El bien de la fidelidad es indispensable para que la unión entre hombre y mujer se perpetúe <hasta que la muerte los separe>, y ello implica <<la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal modo que en lo que este contrato, sancionado por la ley divina, compete a una de las partes, ni a ella le sea negado ni a ningún otro permitido; ni el cónyuge mismo se conceda lo que jamás puede concederse por ser contrario a las divinas leyes y del todo disconforme con la fidelidad del matrimonio>>, en palabras del Papa Pio XI (Carta Encíclica Casti Comnubii dada en Roma el 31 de diciembre de 1930).

Porque nuestro Señor Jesucristo al decir aquello de  <que el que mira a una mujer para desearla, ya comete adulterio en el corazón>, está recordando a los hombres que el Sagrado Sacramento del matrimonio, no sólo, no puede ser violado por cualquier acto deshonesto, de alguno de los cónyuges, refiriéndose en particular al varón, sino que además los mismos pensamientos y deseos voluntarios, son adúlteros y atentan contra la unidad familiar.


El Señor durante el llamado <Sermón de la montaña> se muestra así de exigente con el adulterio y los malos pensamientos, tal como nos relató San Mateo en su Evangelio (Mt 5, 27-30):
-Oísteis que se dijo: <<No cometerás adulterio>>.

-Más yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla, ya en su corazón cometió adulterio, con ella.

-Que si tu ojo derecho te es ocasión de tropiezo, arráncale y échalo lejos de ti, pues más te conviene que perezca uno solo de tus miembros, y que no sea echado todo tu cuerpo a la gehena.

-Y si tu mano derecha te sirve de tropiezo, córtala y échala lejos de ti, porque más te conviene que perezca uno sólo de tus miembros y que no se vaya todo tu cuerpo a la gehena.

Jesús con tan duras palabras nos previene, pues a partir de los malos pensamientos se puede pasar al escándalo de las miradas perniciosas, a continuación al contacto carnal adúltero y de aquí a la gehena, es decir al infierno, hay solo, un  paso. Ya en el Antiguo Testamento, más concretamente en el libro del Eclesiástico se habla de aquellas personas que merecen ó no merecen la alabanza de Dios, desde el punto de vista de la sabiduría y del santo temor de Dios (Ecle 25 1-8):

-Con tres cosas me adornó y me presentó bella ante Dios y ante los hombres,

-concordia de hermanos, amistad de prójimo y mujer y marido bien avenidos.

-Tres castas (de hombres) detesta mi alma, indignándome mucho en la vida de ellos: pobre soberbio, rico mentiroso y anciano adúltero, falto de inteligencia.

-En la juventud no has recogido, ¿y cómo hallarás en la vejez?

-¡Qué bien sienta el juicio en la canicie y a los ancianos conocer el consejo!

-¡Qué bien parece la sabiduría en los ancianos y en los glorificados el criterio y el consejo!

-La corona de los viejos es la mucha experiencia y su gloria el temor del Señor.

Talmente parece que estas palabras, tan lógicas y propias de las leyes de la naturaleza, nunca hubieran resonado en los oídos de los hombres y mujeres de una sociedad como la nuestra, donde son tan frecuentes los públicos adulterios incluso entre los que se llaman cristianos, muchas veces personas mayores que se dejan llevar por la carne y no tanto por la sabiduría.
 


La juventud tiene también mucho que ver en estos avatares del corazón y en particular las mujeres jóvenes. En el libro del Eclesiástico leemos en este sentido (Ecle 26 8-13):

-Enfermedad de corazón es la mujer celosa de otra,

-y azote de lengua que a todos da parte.

-Yugo de bueyes sacudido es una mujer mala: quién la posee es como quien coge un escorpión.

-Enojo grande es mujer borracha, y no podrá ocultar su ignominia.

-La lujuria de la mujer en las procacidades de los ojos y en sus parpados se conoce.

-En torno de la hija desenvuelta redobla la vigilancia, no sea que, que al no hallar cuidado, la ocasión aproveche.

Los padres de hoy en día deberían tener muy presentes estos proverbios, porque los jóvenes se emborrachan, se drogan y caen en relaciones sexuales peligrosas, y muchas veces los progenitores tienen que reconocer que no saben cómo todo ello ha podido suceder, sin reflexionar  que la falta de vigilancia, la relajación de las costumbres, y en especial la infidelidad en el matrimonio, conducente la mayor parte de las veces a la separación de los cónyuges  y  al divorcio, son los causantes de las desgracias de sus hijos.
Por eso nuestro Señor Jesucristo destacó la necesidad absoluta de la unidad matrimonial:

“La ley evangélica sin que quede lugar a duda alguna, restituyó íntegramente aquella primitiva y perfecta unidad y derogó toda excepción, como lo demuestra sin sombra de duda las palabras de Cristo, y la doctrina práctica de la Iglesia. Con razón, pues, el santo Concilio de Trento declaró lo siguiente: Que por razón de este vínculo tan solo dos pueden unirse, lo enseñó claramente nuestro Señor cuando dijo: por lo tanto, ya no son dos, sino una sola carne”  (Papa Pio XI. Carta Encíclica <Casti Comnubii> 1930).

 


En efecto, en el libro del Génesis del Antiguo Testamento, podemos leer la creación del hombre y de la mujer (Gen 2, 26-28), y el Papa san Juan Pablo II refiriéndose a este pasaje de la Sagrada Biblia, en la Homilía de la <Misa para las familias> celebrada en su visita a África, en concreto durante su estancia en Kinshasa el 3 de mayo de 1980 aseguraba:
“Todo el mundo conoce la célebre narración de la creación con que comienza la Biblia. En ella se dice que Dios hizo el hombre a su imagen creándolo hombre y mujer. He aquí lo que sorprende enseguida, antes que nada. Para asemejarse a Dios, la humanidad debe ser una pareja de dos personas, que se mueven una hacia otra, dos personas a quienes un amor perfecto va a reunir en la unidad. Este movimiento y este amor hacen asemejarse a Dios que es el amor mismo, la unidad absoluta de Tres Personas. Jamás se ha cantado el esplendor del amor humano con mayor belleza que en las primeras páginas de la Biblia. “El hombre exclamó: esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne (Gen 2, 23-24). Y parafraseando al Papa San León, no puedo menos de deciros “Esposos cristianos reconoced vuestra eminente dignidad”    

Se refiere el santo Pontífice a un antecesor suyo en la silla Pedro allá por el siglo V, el Papa León I, al que se le denomina con el apelativo de Magno porque fue <grande en obras y en santidad>. Entre sus hazañas más impresionantes hay que citar su actuación frente al famoso guerrero bárbaro Atila, cuando llegando, a la misma puerta de Roma, el Papa San León logró convencerle para que cejara en su propósito, y de esta forma se evitó la destrucción de la misma y la muerte de miles de inocentes. Este santo varón tuvo que enfrentarse más tarde a otro jefe bárbaro, el feroz Genserico y aunque en esta ocasión no logró convencerle para que no atacara a Roma, al menos consiguió que no incendiara la ciudad,  ni matara a sus habitantes. No es de extrañar por tanto que los romanos sintieran una especial veneración por él, y desde entonces entre los mismos Obispos empezó a considerarse como uno de los Papas más importantes de la Iglesia de todos los siglos. Su frase más famosa, correspondiente a uno de sus sermones es aquella en la dice: <<Reconoce oh cristiano tu dignidad, el hijo de Dios bajo del cielo para salvar tu alma>>, la cual con tanto acierto utilizó Juan Pablo II, aplicándola a la dignidad de los esposos cristianos. 
 


Muchos siglos después, el Papa León XIII (1878-1903), con su esforzada y constante actitud, frente a las filosofías perversas de su época, en contra de las verdades del Evangelio, y  frente a la hostilidad a la Iglesia consiguió que se respetaran sus derechos, demostrando con sus palabras y acciones <que la dignidad del ser humano proviene de ser hijo de Dios, por quién Cristo en la Cruz pagó un precio de sangre>.

A este Papa se le conoce sobre todo por sus Cartas Encíclicas en favor de los más desfavorecidos, era un Papa sumamente preocupado por la sociedad de su época en general y  por la familia en particular. Concretamente la Carta Encíclica <Arcanum Divinae Sapientiae> (dada en Roma el 10 de febrero de 1880) está dedicada a las familias y en ella el Papa indica, entre otras muchas cosas, cuales son los frutos del matrimonio cristiano:

“Si se considera a que tiende la divina institución del matrimonio, se verá con toda claridad que Dios quiso poner en él los frutos ubérrimos de la utilidad y de la salud pública. Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación del género humano, tiende también a hacer mejor y más feliz la vida de los cónyuges, y esto por muchas razones, a saber por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes, y por la gracia celestial que brota del Sacramento”
 


Así pues, también el Papa León XIII, considera que la fidelidad en el matrimonio es esencial y constituye uno de los bienes más deseables del Sacramento. Sin embargo tanto en el entorno familiar, en el entorno social, o incluso, dentro del propio corazón del hombre, siempre han existido y existirán inclinaciones y tentaciones, que pueden llevar a alguno de los cónyuges ó ambos, a la infidelidad. Por eso, como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C 1607-1608):
 


“Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedaron distorsionadas por agravios recíprocos (Gn 3,12); su atracción mutua, don propio del Creador (Gn 2, 22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (Gn 3, 16); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (Gn 1, 28) quedó sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (Gn 3, 16-19).

Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar la herida del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Gn 3,21), sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó <al comienzo>”.

Por su parte, la Iglesia desde el primer momento tuteló y dirigió el santo vínculo matrimonial, denunciando y condenando los pecados contra la fidelidad matrimonial y en particular el adulterio, la fornicación y el incesto.

Esto se puede apreciar con claridad en el libro de los Hechos de los Apóstoles, de San Lucas, en el que se narran los principales acontecimientos que tuvieron lugar en la comunidad cristiana, después de la Muerte y Resurrección de Jesucristo y más concretamente, en la promulgación del Decreto Conciliar de la primera Asamblea de la Iglesia, celebrada en Jerusalén, hacia el año 40 después de Cristo.


Este Concilio Apostólico se llevó a cabo después del primer viaje que San Pablo realizó como misión evangelizadora y el  objetivo  de esta Asamblea, fue poner paz entre los miembros de la Iglesia primitiva, respecto a las diferencias que habían surgido entre los que aceptaban la entrada de los gentiles en la Iglesia, sin necesidad de someterse al rito de la circuncisión, y los judíos pertenecientes, en su mayoría, a la secta de los fariseos, cristianizados pero que defendían dicho rito mosaico, como imprescindible para optar a la salvación eterna.

Se cree que estuvieron presentes en esta primera reunión apostólica, los doce Apóstoles, así como todos los presbíteros, que ya eran numerosos, con San Pedro como cabeza de la Iglesia, y el Apóstol Santiago (el Menor) como presidente de la Asamblea, ya que por entonces era él, el Obispo de la Iglesia de Jerusalén. Tras grandes discusiones entre los asistentes al concilio, éstos llegaron a un acuerdo razonable para todas las partes que quedó reflejado en el Decreto Conciliar, dirigido a los gentiles de las Iglesias de Antioquía, Siria y Cilicia (Hechos de los Apóstoles 15, 27-29):

-Os hemos, pues, enviado a Judas y a Silas los cuales por sí mismos de palabra os enterarán de lo mismo.

-Porque pareció al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros otra carga alguna, a excepción de estas cosas indispensables:

-que os abstengáis de los sacrificios a los ídolos, de la sangre de los animales estrangulados, y de la fornicación. De lo cual si os guardareis, obraréis bien


Por tanto, las relaciones carnales, fuera del matrimonio (fornicación), son rechazadas de plano en el Decreto Conciliar, pues Jesucristo elevó al rango de Sacramento ( asistiendo a las Bodas de Caná) la unión entre hombre y mujer bautizados para que de esta forma se evitaran los males derivados de las costumbres licenciosas e inmorales en este sentido.


Otro ejemplo importante que pone al descubierto el celo de la Iglesia primitiva de Cristo, por el Sacramento matrimonial, lo podemos encontrar en la primera carta a los Corintios, pueblo evangelizado por San Pablo durante su primer viaje, y en la que condena el comportamiento de uno de sus feligreses, que mantenía relaciones extramatrimoniales, con la esposa de su padre (incesto), pecado muy grave que desde siempre ha merecido la condena de Dios y de los hombres (I Cor. 5, 1-8):
-Resueltamente se oye decir que hay en vosotros fornicación, y tal fornicación, cual ni siquiera entre gentiles, hasta el punto de tener uno la mujer de su padre.

-¿Y vosotros andáis inflados, y no más bien os pusisteis de luto, para que sea quitado de en  medio de vosotros quién tal acción cometió?

-Pues yo, por mi parte, ausente con el cuerpo, más presente con el espíritu, ya he resuelto, como si presente me hallare, al que así tal obró,

-en nombre del Señor nuestro Jesucristo –congregados vosotros y mi espíritu- , con el poder del Señor nuestro Jesús

-entregar a ese tal a Satanás para perdición de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús 


Estos dos ejemplos en los que se observa la gran preocupación de la Iglesia primitiva por el mantenimiento del don de la fidelidad en el matrimonio, fueron utilizados por el Sumo Pontífice León XIII para recordarnos que fue así desde el principio de su fundación (Arcanum divinae sapientiae):
“Cristo habiendo renovado el matrimonio…confió y recomendó toda la disciplina del mismo a la Iglesia…Es de sobra conocido por todos, cuantos y que vigilantes cuidados haya puesto (ésta), para conservar la santidad del matrimonio a fin de que éste se mantuviera incólume.  Sabemos, en efecto con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron condenados por sentencia del Concilio de Jerusalén; que un ciudadano incestuoso de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo; que siempre fueron rechazados y combatidos por igual vigor los intentos de muchos que atacaban el matrimonio cristiano”


Así ocurrió en el caso de los gnósticos, maniqueos, montanistas y algunas otras sectas, que se apartaron del Evangelio de Cristo, en la antigüedad, y de igual forma, en la actualidad otros grupos como los protestantes y los mormones, han operado en este mismo sentido, engendrando en la sociedad cierta ansiedad y desorden, con menoscabo del bien familiar, cada vez más acentuado en los  siglos pasados y en lo que llevamos de éste.


Recordaremos a este propósito la Carta Encíclica del Papa Pablo VI, <Humanae vitae> (Roma (julio de 1968), en la cual el Pontífice al hablar sobre las características del amor conyugal se expresaba en los términos siguientes:
“Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas  o cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte, no ama sólo por lo que de él recibe sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.

Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo.

El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera”.
 


Como muy bien nos explica, el escritor, teólogo y apologista católico converso estadounidense Scott Hahn (Comprometidos con Dios. La promesa y la fuerza de los Sacramentos. 2004):

“Cristo hizo del matrimonio el Sacramento de su comunión total con la Iglesia, sin fisuras, con plenitud de frutos. Y esta es la razón de la oposición de la Iglesia al divorcio, la poligamia, el control de la natalidad, el aborto, la sodomía y otras prácticas que destruyen el don matrimonial, que no tiene otro significado que el del amor de Dios”

Por esto la fidelidad dentro del matrimonio es esencial, pues es el <bien> que puede evitar todos estos males de los que habla Scott Hahn, el cual en sus inicios rechazaba a la Iglesia Católica, pero que después se convirtió junto con su esposa, cuando comprendieron que la contracepción era contraria a la ley de Dios.

Sí, porque <<ningún motivo, aún cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente en contra de la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando el acto conyugal destinado, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destruyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta. Por lo cual no es de admirar que las Sagradas Escrituras atestigüen con cuanto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito, castigándolo a veces a la pena de muerte>>, en palabras de del Papa Pio XI (Casti Connubii 1930).


Un ejemplo de fidelidad  extraordinario fue el dado por el Papa Pablo VI, el cual en su Carta Encíclica <Humanae vitae> analizó, una vez más, las bases morales del Sacramento del matrimonio, en un momento en el que los no católicos, y por desgracia, también algunos católicos, esperaban como <agua de mayo>, las palabras favorables del Pontífice respecto a los anticonceptivos para el <control de la natalidad>, cosa que no sucedió, sino todo lo contrario. <Nunca como en esta ocasión- decía el Papa- hemos sentido el peso de nuestra carga>.

 
 


Esta Carta había sido precedida por el estudio realizado sobre el tema por una Comisión de trabajo, a instancias del Papa anterior Juan XXIII. La Comisión había discutido largamente sobre toda la problemática del llamado <control de la natalidad>, pero no había llegado  a un acuerdo y su Santidad Pablo VI se reservó el último juicio, puesto que en justicia  correspondía al magisterio de la Iglesia y él era su Cabeza en aquel momento. Por eso, al hablar en dicha Carta sobre la fidelidad al plan de Dios  manifestaba que:
“Quien reflexione rectamente deberá también reconocer que un acto de amor reciproco, que prejuzgue la disponibilidad a trasmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida.

Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aún sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más intimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad.

Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador.

En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. <<La vida humana es sagrada- recordaba Juan XXIII-; desde su comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios>> (Carta Encíclica <Mater et Magistra> 1961)”

La carta Encíclica <Humanae vitae>, no fue bien recibida por la sociedad paganizada de la época, sin embargo, el Papa hizo frente a la situación, defendiendo hasta el último instante de su vida, la decisión que había tomado como muestra de fidelidad al mansaje de Cristo, en contra de los métodos antinaturales para segar la vida de los no natos, incluso en el mismo vientre de sus madres.

Ante la situación actual de este tema, cabría preguntarse cuales habrían  podido ser las causas que a lo largo de los siglos, han inducido a los hombres a hacer un uso inadecuado de la unión matrimonial. Y es que las causas son innumerables, aunque por debajo de todas ellas, sin duda ha existido y aún subsiste la ausencia del <bien de la fidelidad>, porque siempre que se cometen pecados en contra de la procreación en el seno matrimonial se peca también <<en cierto modo como consecuencia, contra la fidelidad conyugal>>, tal como asegura el Papa Pio XI.


La infidelidad conyugal es un problema enormemente grave en nuestro días, tal como podemos comprobar sin más que poner un poco de atención a las noticias, muchas veces trágicas, sobre los llamados <malos tratos> en el seno familiar, habiéndose llegado a un estado de cosas que rebasa ya lo que tantos Papas han denunciado desde hace mucho tiempo.

 


Por eso no es malo ni inadecuado que recordemos  las cosas que algunos de ellos dijeron sobre este tema. El Papa Pio XI, que tanto luchó por la pureza de las costumbres en la sociedad que le tocó vivir, bastante parecida a la nuestra, por cierto, denunciaba con palabras fuertes, que han resultado claramente proféticas, este estado de cosas en el seno conyugal (Carta Encíclica Casti Connubii):

“Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro…pues se debe llegar a conseguir una cierta emancipación (dentro del Sacramento)…”

Refiriéndose en concreto al caso de la mujer en el seno familiar, sigue el Papa denunciando algunos de los tipos de emancipaciones que defienden aquellos que quieren, en realidad, destruir la unión matrimonial:

“Distinguen tres clases de emancipación, según tengan por objeto el <gobierno de la sociedad domestica>, la <administración del patrimonio familiar>, o la <vida de la prole> (que hay que evitar o extinguir), llamándolas con el nombre de <emancipación social>, <emancipación económica> y <emancipación fisiológica>, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres, o se las libre de las cargas conyugales y maternales propias de una esposa… 

Tal libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tornase en daño de la mujer misma, pues si esta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha elevado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá –si no en apariencia-,  -si en realidad-, en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de placer o capricho del hombre”

Cuánta razón tenía el Papa Pio XI, aquel que los jefes de gobierno de muchos países llegaron a odiar, por su aptitud denunciadora de las inmoralidades de la época, porque todo lo que sostuvo que iba a suceder, por desgracia ya ha ocurrido, e incluso lo ha superado en muchas ocasiones. No tenemos más que echar una mirada en torno, para comprobar la situación paganizada de nuestra sociedad consumista, tanto en lo referente a los derechos de la mujer, como en tantas otras cuestiones de la vida ordinaria.

 


Porque mientras que en apariencia, pero en apariencia solo, parecería que las mujeres hubieran conseguido la liberación de sus ataduras naturales, en realidad, la mayor parte de las veces se han dejado engañar por las falsas promesas de emancipación, de igualdad con el varón…pasando a ser en realidad instrumentos de placer o capricho, de una sociedad perniciosa, que a nada conduce sino a su propia destrucción.


El Papa Benedicto XVI, advertía que (Exhortación Apostólica Postsinodal <Verbum Domini>, dada en Roma el 30 de septiembre de 2010:

“La fidelidad a la Palabra de Dios lleva a percibir cómo la institución matrimonial está amenazada también  hoy en muchos aspectos por la mentalidad común. Frente al difundido desorden de los afectos y al surgir de modos de pensar que banalizan el cuerpo humano y la diferencia sexual, la Palabra de Dios reafirma la bondad originaria del hombre, creado como varón y mujer, y llamado al amor fiel, recíproco y fecundo…

En este contexto, deseo subrayar lo que el Sínodo ha recomendado sobre el <cometido de las mujeres respecto a la Palabra de Dios>…El Sínodo se ha detenido especialmente en el papel indispensable de las mujeres en la familia, la educación, la catequesis y la transmisión de los valores. En efecto, <ellas saben suscitar la escucha de la Palabra, la relación personal con Dios y comunicar el sentido del perdón y del comportamiento evangélico>, así como ser portadoras de amor, muestras de misericordia, y constructoras de la paz, comunicadoras de calor y humanidad en un mundo que valora las personas con demasiada frecuencia según los criterios fríos de explotación y ganancia”

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 5 de noviembre de 2017

EN LA IGLESIA CATOLICA LA MUJER SIEMPRE HA OCUPADO UN LUGAR MUY IMPORTANTE


 
 
 
 
 
 
 
<Al llegar a la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de mujer> (Ga 4, 4). Para el Papa San Juan Pablo II, la devoción mariana, la devoción hacia la figura de María, si se vive en total plenitud puede ser una forma muy adecuada para ir hacia un redescubrimiento de la belleza espiritual de la mujer, sentando las bases para el renacimiento de una auténtica <teología> sobre ella, tanto desde el punto de vista familiar, cómo también del social y cultural.


El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol San Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret (Papa San Juan Pablo II. Catequesis del 15 de octubre de 1997)

Algunos años después durante el Congreso Cristológico organizado por la Universidad Católica San Antonio de Murcia (España) en el año 2002, interrogado el por entonces  Cardenal Joseph Ratzinger sobre el papel de la mujer en la Iglesia y en el campo de la teología, la respuesta de éste fue clara y muy ajustada a la realidad de la Iglesia (Nadar contra corriente. Ed. A cargo de José Pedro Manglano. Planeta Testimonio S.A. 2011):
 
 
 
 
“El tema exigiría una discusión larga. Es importante ver que, en todos los períodos de la Iglesia, la mujer ha ocupado siempre un lugar muy grande e importante. Con Jesús estaban las mujeres, con San Pablo y con los Apóstoles estaban las mujeres...

Son muy poco conocidas las hermanas de los grandes padres de la Iglesia, que eran muy importantes para estas personas y que nos ofrecieron sus testimonios.

Pensamos como la vida de San Jerónimo no se podría entender, sin esa gran contribución de mujeres que han aprendido hebreo y naturalmente griego con él, eran mujeres doctas… “

Se refiere aquí el futuro Santo Padre a aquellas mujeres pertenecientes a la aristocracia romana como Paula, Marcela, Asela y Lea, las cuales deseando seguir el camino de la santidad, escogieron a San Jerónimo como guía espiritual y maestro.

En particular, Paula, mujer generosa, colaboró para la construcción en Belén, de dos monasterios, uno de hombres y otro de mujeres, así como una hospedería para los peregrinos que viajaban a Tierra Santa.
 
 
En efecto, como seguía diciendo el futuro Papa en el Congreso anteriormente mencionado: “Cada período de la historia tiene un modo específico de  contribución de la mujer. El ministerio jerárquico dentro de la Iglesia está determinado por Cristo. La contribución de la mujer pertenece al sector de la realización carismática de la Iglesia que no es menos importante que la jerárquica, es mucho más pluriforme y exige mucha más creatividad, y estoy convencido de que las mujeres de hoy tienen la creatividad necesaria para ofrecer la contribución absolutamente necesaria de la mujer”


Por otra parte, refiriéndose concretamente a la Virgen María como Madre de la Iglesia en una entrevista realizada por el periodista Peter Seewald, al ya Papa Benedicto XVI,  aseguraba que (Luz del mundo Ed. Herder S.L. 2010):
 
 
“La Virgen ha sido utilizada por Dios a través de la historia como la luz a través de la cual Cristo nos conduce hacia sí mismo…Hay que decir, pues, que existe la historia de la fe. El Cardenal Newman lo ha expuesto. La fe se desarrolla y eso influye también justamente en la entrada cada vez más fuerte de la Santísima Virgen en el mundo como orientación para el camino, como luz de Dios, como Madre por la que después podemos conocer también al Hijo y al Padre.

De este modo, Dios nos ha dado signos, justamente en el siglo XX (Mensaje de Fátima), en nuestro racionalismo y frente al poder de las dictaduras emergentes, Él nos muestra  la humildad de la Madre, que se aparece a niños pequeños y les dice lo esencial: Fe, Esperanza, Amor, Penitencia”
 
 
 
 
Los Padres de la Iglesia han visto siempre a María como el arquetipo de los profetas cristianos y como punto inicial de la línea profética en la historia de la Iglesia. A esta línea pertenecen por derecho propio las hermanas y las madres de  grandes santos, como por ejemplo santa Mónica, madre de san Agustín.


Santa Mónica nació en Tagaste (África) hacia el año 331, en el seno de una familia cristiana, pero siendo ella aún muy joven fue dada en matrimonio a un hombre  pagano, llamado  Patricio, con el que tuvo varios hijos. Uno de estos hijos llego, en su día, a ser santo y doctor de la Iglesia, san Agustín, aunque al principio no creía en Cristo y su Mensaje.

Todo fue obra del Espíritu Santo al que rezaba constantemente santa Mónica por él, para que se convirtiera al cristianismo. Fue una mujer de gran dulzura y enorme paciencia que tras años de sufrimientos sin fin, logró que su marido, también se convirtiera al cristianismo, y mantuvo a su familia unida.

 
 
Feliz porque Dios le había concedido lo que tanto había anhelado , las conversiones de su hijo y su marido, murió en Ostia en el año 387, poco tiempo después del bautismo de san Agustín. Fue un modelo de madre orante y estuvo llena de virtudes.     


San Agustín gracias al milagro otorgado a su madre por Altísimo se convirtió al cristianismo dejando atrás su vida alocada e increyente. Fue durante la estancia en Roma, a la que san Agustín había llegado para mejorar sus estudios, cuando  conoció a san Ambrosio, arzobispo de Milán, un hombre santo y sabio, bajo cuya influencia,  con su madre y sus amigos, se retiró a Casiciaro, cerca de Milán, recibiendo poco después el bautismo.

Llegó a ser Obispo de Hipona y su obra literaria ha sido trascendental para la Iglesia. Cuanto dijo sobre la libertad, la gracia, el alma, el amor o el bien y el mal, es doctrina fundamental para todos los creyente. 


Por su parte, san Ambrosio (nacido en Tréveris, ciudad alemana) debe a su santa hermana el camino espiritual que recorrió en la vida. Huérfano de padre cuando era un niño, su madre se trasladó con toda su familia a Roma y ya siendo muy joven fue elegido gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, impartiendo la justicia sin importarle las cualidades de las personas o su posición social.

Supo defender los derechos de la Iglesia y su actuación como pastor y padre  (sacerdocio, y episcopado) fue inigualable, y también en este caso tuvo gran influencia la acción de una mujer santa de su familia.  Y lo mismo vale para San Basilio y San Gregorio de Niza, así como para San Benito.

 
 
Posteriormente en el Medievo tardío, encontramos grandes figuras místicas entre las cuales es necesario mencionar a Santa Francisca Romana (1384-1444), la cual con solo quince años se casó con un joven noble a quien su padre había elegido para desposarla. Tuvo seis hijos, pero los perdió a todos cuando Roma sufrió el azote de una grave enfermedad, muriendo también, en una pelea callejera, al poco tiempo, su esposo.

Sola y desolada por sus terribles perdidas oraba constantemente y recibió por ello pronto la ayuda del Señor. Escuchó una voz que le animaba a socorrer a los pobres y a los enfermos, que por entonces eran muchos, debido a la reciente catastro acaecida.

Vendió todos sus bienes y entregó el dinero a los más humildes, llevando a su propio hogar a los enfermos, donde los cuidaba sin descanso. Fue pronto conocida por sus obras de caridad y junto a otras mujeres formó una nueva congregación, las Oblatas de san Benito, que fue aprobada por el Papa Eugenio IV. 

Después de ella vinieron otras muchas mujeres que dieron ejemplo de misericordia y santidad a toda la Iglesia de Cristo.

 
 
 
 
Cabe destacar a este propósito, ya en el siglo XVI, a Santa Teresa de Ávila, Doctora de la Iglesia y fundadora de las carmelitas descalzas. Nació en el año 1515 en una familia noble y fue recluida en un monasterio al casarse su hermana que había cuidado de ella y sus otros hermanos, ya que la madre había muerto muy joven. Allí se aficionó a la vida religiosa, se hizo carmelita y deseó  introducir en el monasterio mayor religiosidad y austeridad.

Con el consejo de san Francisco de Borja y san Pedro de Alcántara, tras gran oposición, pudo por fin fundar su primer convento. Siguió adelante y el Señor la ayudó mucho en su largo caminar por la senda de la verdad y del amor, fundando conventos allí por donde pasaba. Además era una gran teóloga por la gracia de Dios y escribió siempre pensando en el provecho de las almas de sus monjas libros muy importantes, como <Camino de perfección>, <Meditación sobre los Cantare> y el <El libro de las fundaciones>    
Murió en Alba de Tormes en el año 1582 en olor de santidad.


Por otra parte, en la línea profética vinculada a las mujeres, han tenido gran importancia en la historia de la Iglesia, Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia.

 
 
 
 
Concretamente santa Catalina se entregó desde muy joven al servicio de la Iglesia. Toda su existencia se caracteriza por el encendido fuego divino de su alma. Cuando sus fuerzas estaban ya agotadas por la lucha en favor de la cristiandad, retirada en un claustro, a través de una multitud de cartas la santa exponía sus ideales.

Ella evocando a María Magdalena, la amiga devota del Señor, desarrolló su  gran labor intelectual  en favor de la Iglesia; fue nombrada al igual que  santa Teresa de Ávila, Doctora de la misma.   
 
Sí, la Iglesia de Cristo crece en la mujer, y le ha dado dentro y fuera de la misma el lugar que sin duda se merece; pueden estar seguras de esto aquellas que reivindican los derechos de la mujer y que se han alineado con los llamados <movimientos feministas> los cuales tuvieron un valor interesante en el momento de su aparición, pues consiguieron sensibilizar a la sociedad, que no a la Iglesia de Cristo, que ya lo estaba, sobre el papel de la mujer en el mundo de la cultura, en el ámbito social y  político.

 
 
 
La mujer no es inferior al hombre, Dios no los creó uno superior al otro, a ambos les dio un alma, pero eso sí, sus cuerpos son distintos, en función de ellos es lógico comprender la diferencia fisiológica entre ambos y sus respectivos papeles dentro de la pareja.


 
 

 
 
 Recordemos que el verdadero fin de todo hombre y de toda mujer, siempre es el  mismo, la salvación de sus almas y esto es lo que los iguala a los ojos de Dios. Todos los seres humanos debemos cumplir las mismas reglas para conseguirlo: Los mandamientos de nuestro Creador, inscritos en nuestros corazones, cualquiera que sea el sexo, la raza o la nacionalidad.


El premio, o el castigo por el incumplimiento de estas leyes naturales, es el mismos, y los cristianos lo conocemos con el nombre de infierno o gloria.  Ante el juicio final en la Parusía, los hombres y las mujeres seremos iguales, porque la justicia del Creador no entiende de diferencias entre los seres humanos, sino del alejamiento del bien o del mal, y de la búsqueda o rechazo de la vida eterna.

En este sentido, hay que tener en cuenta las enseñanzas del Papa Benedicto XVI: 

“Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre, sin fin, parece más una condena que un don.
Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas, aburrido y al final insoportable (La alegría de la fe. Ed. San Pablo 2012)”.

Este pensamiento ha influenciado enormemente en las sociedades de los últimos siglos, donde se ha promocionado la llamada <cultura de la muerte>, y en particular en las mujeres que se han lanzado a vivir la vida sin querer pensar más que en el presente, olvidando los principios y obligaciones; en realidad algunas mujeres no saben lo que les conviene porque en el fondo todo ser humano lo que busca es la vida <bienaventurada>, la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad. Como decía San Agustín <a fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto>.

Los santos son los únicos que a lo largo de la historia han sabido lo que realmente convenía a sus vidas, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza, y amor, y como asegura el Papa Benedicto XVI:
 
 
 
“Entre todos los santos sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El evangelio de Lucas la muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció unos  meses (Lc 1, 56) para atenderla durante el embarazo: <Magnificat ánima nea dominum>, dice con la oración de esta visita, <proclama mi alma la grandeza del Señor>, (Lc 1, 46), y ello expresa todo el programa de su vida al no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.


María es grande precisamente  porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí  misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (Lc 1, 38-48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios.

Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas.  Es una mujer de fe: < ¡Dichosa tú, que has creído!>, le dice Isabel (Lc 1, 45). El Magnificat – un retrato de su alma, por decirlo así – está completamente tejido por los hilos tomados por la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios.
 
 
 
Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en Palabra suya, y su Palabra nace de la Palabra de Dios… María es en fin,  una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo?


Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama, lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narra los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre  llegará  en el momento de la Cruz, que será la verdadera hora de Jesús.

 
 
 
Entonces,  cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo. 

 
 
 
 
María, la Virgen, la Madre, nos enseña que es el amor y donde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (Papa Benedicto XVI. Los caminos de la vida interior. Ed. Chrónica 2011)