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lunes, 21 de diciembre de 2015

JESÚS DIJO: CONSUMADO ESTÁ


 
 
 

 
 Como aseguraba el Papa Benedicto XVI, en su Carta Encíclica <Spe Salvis>: La verdadera la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Y el Dios que nos ha amado hasta el extremo, es Cristo, es Jesús, el Hijo Unigénito del Padre.

La muerte de Jesús, del Redentor de los hombres, es el hecho más transcendental de la historia de la humanidad. Él consumó la obra que el Padre le había encomendado, y con la mayor sencillez, de su boca salieron sólo éstas palabras: <Consumado está>. Así narró San Juan los últimos momentos de la vida del Señor (Jn 19, 28-30):
"Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: <Tengo sed> / había allí un vaso lleno de vinagre; tomando, pues, una esponja empapada en vinagre, y clavándola en una caña de hisopo, se la acercaban a la boca / Cuando, pues, hubo tomado el vinagre, Jesús dijo: < Consumado está>.  E inclinando la cabeza entregó el espíritu"

 
 
 
Desde siempre la Iglesia ha identificado esta sed  real, abrasadora, uno de los tormentos más terribles de la muerte por crucifixión, debido a la gran pérdida de sangre y la fiebre que le acompaña, con aquella sed mayor, que asocia el evangelista con las palabras: <Para que se cumpliesen las Escrituras>,  que el Redentor moribundo experimentó, por llevar hasta el último término, hasta las últimas consecuencias, la obra salvadora de los hombres, que el Padre le había confiado.

Por eso hay que repetirlo una y mil veces: <La verdadera, la gran esperanza del hombre no puede ser otra que Jesús, el Cristo, el Hijo único del Padre>. Con razón el Papa Benedicto XVI aseguraba en su Carta Encíclica, anteriormente mencionada, que <quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza>. Porque sólo Jesús es la gran esperanza que sostiene la vida de los seres humanos. Sólo, como sigue diciendo el Papa en su Carta, <quien ha sido tocado por el amor, empieza a intuir, que quiere decir la palabra esperanza, que hemos encontrado en el rito del Bautismo>.
Jesús vino a este mundo para que el hombre tuviera <vida y la tuviera en plenitud, en abundancia>, esa vida, es la vida eterna, la gran esperanza que ha de superar todas las demás.  Pero, ¿ cómo lograremos alcanzar ésta esperanza salvadora? La respuesta a esta comprometedora pregunta la podemos encontrar en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium Cap. 5º. Universal Vocación a la Santidad en la Iglesia nº 42):

“Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él (I Jn 4,16). Por consiguiente, el primero y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él.  Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.

 
 
 
Participar frecuentemente de los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf Col. 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo”

 
 
 
 
Se menciona en este artículo de la Constitución <Lumen Gentium>, a propósito del don de la caridad, y de todas las virtudes que el hombre debe practicar, con objeto de alcanzar el Reino de Dios, la Carta que San Pablo envió al pueblo de Colosas (antigua ciudad de Frigia).

La Iglesia de Colosas no parece, según todos los indicios, que fuera fundada por el apóstol San Pablo, sino que pudiera deberse a  un discípulo de éste, llamado Epafrás. El detonante que llevó al apóstol a escribir esta carta, tan significativa, fue la propagación malsana de ideas defendidas por ciertos habitantes de dicha ciudad que habían sido captados por los herejes, con objeto de engrosar las filas de los primeros representantes o precursores del gnosticismo.

El peligro mayor de estos grupos que practicaban una doctrina herética era que se camuflaban entre los cristianos, asegurando que ellos habían recibido la auténtica doctrina de Cristo, pues eran seres privilegiados, los únicos conocedores de los secretos divinos, y de esta forma arrastraban tras de sí a muchas personas con sus engaños.

San Pablo percibió enseguida el gran peligro de estas farsantes doctrinas, y se apresuró a reprimirlas con energía, para que quedara completamente claro cuál era la verdadera doctrina de Cristo, especialmente en los temas referentes a la caridad con Dios, y por Él hacia todos los hombres (Col 3, 12-14):
"Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos,  y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad, / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviera alguna querella contra el otro. Como por su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobre todas estas cosas revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección"

 
 
 
 
También el apóstol San Juan participaba de estas mismas ideas y así en su primera Carta aseguraba (I Jn 4, 7-10): "Carísimos, amémonos  los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama, de Dios ha nacido, y conoce a Dios / Quién no ama no conoció a Dios, porque Dios es amor / En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros, en que a su Hijo  Unigénito, le envió  Dios al mundo, para que vivamos por Él / en esto está el amor: no que nosotros hubiéramos amado a Dios sino que Él nos amó a nosotros y envió al Hijo suyo, propiciación por nuestros pecados"


Esta Carta la escribió el apóstol San Juan a los fieles de Asia Menor, algunos años después de que San Pablo escribiera a los feligreses de la Iglesia de Colosas, por idénticos motivos: los seguidores del gnosticismo, a la cabeza de los cuales se encontraba Cerinto. Estos, habiendo blasfemado contra Cristo y su Iglesia, propagaban doctrinas completamente infectas y contrarias a la palabra divina, que por desgracia, de una u otra forma, han persistido en el tiempo hasta nuestros días, tal como han denunciado algunos de los últimos Pontífices de la Iglesia.

 
 
 
 
Pues bien, durante su ministerio en Jerusalén, próxima a su Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús nos habló una vez más del primer mandamiento de la ley de Dios. Fue con motivo de la pregunta que un escriba bien intencionado le había hecho: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús de inmediato respondió (Mc 12, 29-34):


"El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor / y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas / el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos / Y le dijo el escriba: ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno sólo  y no hay otro fuera de Él / Y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como así mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios / Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas"

 
 
 
Como recordaba el Papa San Juan Pablo II (30 de octubre de 1988): “Al escriba, tras contestar a sus preguntas, recordando la primacía a Dios…, Jesús le dirá: <No estás lejos del Reino de Dios>. Efectivamente: el Reino de Dios es la realización del entero <orden del amor>. Se podría decir, empleando las palabras pronunciadas en nuestros tiempos por Pablo VI, de toda la <civilización del amor>.
<Si alguno me ama… mi Padre le amará y vendremos a Él> (Jn 14, 23). El orden entero del amor, basado en el mandamiento, el asentamiento del amor, <la civilización del amor>, tienen su raíz en el corazón del hombre. Mediante el amor, Dios habita en el corazón humano. Dios tiene su morada en él y modela al hombre desde su interior.

Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se convierten desde ahí dentro, en la potencia, la fuerza del hombre, la roca y la fortaleza de su humanidad. Sólo siguiendo este camino, el hombre, transformado interiormente por el amor, puede hacer del mundo en el que vive un lugar más humano, más digno de la humanidad. Puede contribuir a <la civilización del amor>, que es su gran <proyecto evangélico>  para organizar y regir el mundo según la plena dignidad del hombre. Y, a través de dicha civilización, acercarse también al Reino de Dios”.

 
 
 
 
Cabría preguntarse tras estas sentidas palabras del Papa San Juan Pablo II ¿Cuáles son los <lugares> de aprendizaje y ejercicio de esta esperanza? Es la pregunta que también se han planteado tantos Padres y doctores de la Iglesia, y la respuesta a la que ellos han llegado, siempre ha sido la misma, a lo largo de todos estos siglos: Sin la esperanza que ha de superar todas las demás, esto es, sin el Dios Trino, que <abraza el universo y nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar> nada podríamos hacer (Spe Salvi. Benedicto XVI).

Para el Papa Benedicto XVI, son tres éstos <lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza> que él describe y analiza en profundidad en su Carta Encíclica anteriormente mencionada, y lo hace bajo los epígrafes siguientes: 1) La oración como escuela de esperanza 2) El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza y 3) El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.
Son muchos los estudios y análisis realizados, desde la presentación en Roma el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés del año 2007, de esta excepcional Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI, que todos los creyentes y aún los no creyentes deberían leer en algún momento de su vida, porque contiene las bases sobre las que se afinca la esperanza del género humano.
Recordaremos algunos de los párrafos que nos han parecido más importantes dentro de cada uno de los tres epígrafes anteriormente recordados, contenidos en dicha Carta.

 
 
 
 
 
Refiriéndose al primero: <La oración como escuela de esperanza>, el Papa Benedicto XVI nos advierte de que: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, cuando se trata de una necesidad o expectativa que supera la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme (C.I.C. nº 2657). Si me veo relegado a la extrema soledad… el que reza nunca está totalmente solo”.


Como ejemplo extraordinario de estas palabras, nos presenta el Santo Padre la figura del Obispo vietnamita Françoise-Xavier Nguien ban Thran, el cual dio testimonio de fe desde las cárceles de su País (1975-1988) y que consiguió hacer de los hombres que le tenían constantemente vigilado e incomunicado, sus amigos, sólo con la ayuda de la oración y el testimonio de amor a Dios y por Él, a los que le odiaban por sus creencias. Él nos dejaba el testimonio siguiente de camino a la cautividad (“Cinco panes y dos peces” Car. F.X. Nguien ban Thran. Ed. Ciudad Nueva. 2000):
 
 
 
“De camino a la cautividad he orado: <Tú eres mi Dios y mi todo Jesús>, y ahora puedo decir como San Pablo: <Yo, Francisco, prisionero de Cristo> en la oscuridad de la noche, en medio de este océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me despierto: debo afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. Si espero el momento oportuno de hacerme verdaderamente grande ¿Cuántas veces en mi vida se me presentarían ocasiones semejantes? Jesús no espera; vivo el momento presente colmándolo de amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí. También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre sí…


El camino de la esperanza está enlosado de pequeños pasos llenos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de la esperanza. Como tú, Jesús, que has hecho siempre lo que agrada al Padre. Cada minuto quiero decirte, Jesús te amo; mi vida es siempre una nueva y eterna alianza contigo.
Cada minuto quiero cantar con la Iglesia: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”

 
 
 
El Papa Benedicto XVI, dentro de su análisis sobre los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, concretamente refiriendose a <El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza> dice: “Toda actuación recta y seria del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas…
Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos, nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande, que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones  en lo pequeño y por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica…
Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar…”


Por otra parte, respecto al sufrimiento como lugar de aprendizaje de la esperanza, el Papa manifiesta sus sentimientos y enseñanzas ampliamente y con muy bellos ejemplos, como el dado por el mártir, Pablo Le-Bao-Thin (Sacerdote vietnamita de la primera mitad del siglo XIX, que murió decapitado por sus creencias), del que resalta algunos de sus pensamientos correspondientes a una carta que escribió desde la cárcel:
“Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son, grillos, cadenas de hierro, y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y finalmente angustias y tristezas.

 
 
Pero Dios, que en otros tiempos libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzuras, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizan a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy sólo, sino que Cristo está conmigo…”


Éste es un ejemplo estremecedor de como mediante la fuerza de la esperanza de esa esperanza-certeza, que proviene de la fe, el sufrimiento se transforma en gozo y alegría por la constatación cierta de la cercanía de Cristo, que comparte nuestras angustias y nos da valor para seguir adelante. Ciertamente como asegura el Papa Benedicto, la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad…
No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevemos dentro y sobre la cual nos basemos. Los santos pudieron recorrer el gran camino de la esperanza,  porque estaban repletos de esa gran esperanza…

Indudablemente, no todos estamos capacitados para seguir hasta tales extremos el caminar de los santos mártires, pero como el Papa sigue diciendo, podemos intentarlo y sobre todo podemos volver a la antigua y sabia costumbre de ofrecer las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan siempre, cada día, para contribuir de algún modo a fomentar el bien y el amor entre los hombres;  quizás de esta forma podamos preguntarnos si ello no podría volver a ser una práctica inigualable para cada uno de nosotros.

 
 
 
 
Por último, el tercer epígrafe, dentro del mismo apartado, dedicado a los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, lo reserva el Papa Benedicto al tema del <El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza>. Este tema tan importante, pero a la vez tan delicado, es tratado en profundidad y con realismo en su Carta Encíclica (Ibid), a pesar de que como asegura el Pontífice:

“En la época moderna, la idea del <Juicio final> se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la esperanza del < Juicio> no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente”


No podemos resumir todas las cuestiones tan importantes que el Papa desarrolla en este apartado de su Carta, por eso el mejor consejo que podríamos dar, sería la necesidad de leer detenidamente toda la catequesis que sobre el tema del <Juicio final> se realiza en la misma.
Destacaremos sin embargo algunos de los párrafos que nos han parecido más concluyentes y reveladores:

 
 
“Dios mismo se ha dado una imagen: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado,  lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.

Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la reparación del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el <Juicio final> es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las convulsiones de los últimos siglos.
Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre, está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede tener, en absoluto, la última palabra, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”
 
 
También el Papa San Juan Pablo II, ante la pregunta de un periodista sobre la vida eterna, expresaba su opinión sobre la injusticia de la historia y se preguntaba: ¿El Dios que es Amor no es también justicia definitiva? ¿Puede Él admitir que terribles crímenes, puedan quedar impunes?... Se hacía así mismo la pregunta: ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? Y también esta otra: ¿La existencia del infierno, no es en cierto sentido la última tabla de salvación para la conciencia moral del hombre?...
 
 
 
 
Jesús es sus enseñanzas mencionó varias veces esta tabla de salvación (infierno) para la conciencia moral del hombre, tal como recogen las preguntas del Papa San Juan Pablo II. Uno de los ejemplos más significativos al respecto es aquel en el que Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, ante unos hombres entre los que se encontraban precisamente bastantes ricos y poderosos.
 
En concreto, algunos fariseos habían sido reprendidos con anterioridad por Jesús, por su extremada avaricia y también su gran incredulidad, porque aunque eran ciertamente muy rigurosos en la interpretación de la ley, su autosuficiencia, consecuencia de una desmedida soberbia, les impedía reconocer en Jesús, al Hijo del hombre, al Mesías.

Jesús narró la parábola del hombre rico y del hombre pobre, para ponerles en guardia de lo que les esperaba a ellos, y por extensión a todos aquellos que siguieran su ejemplo, después de la muerte y el <Juicio final> (Lc 16, 19-31)

En este punto conviene recordar la catequesis de Benedicto XVI, para aclarar la situación que Jesús nos presenta en su parábola (Spe Salvi. Carta Encíclica de Benedicto XVI):

“En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha causado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el pozo de la cerrazón en los placeres materiales, el pozo del olvido del otro y la incapacidad de amar, que se transforma así ahora en una sed ardiente y ya irremediable"

 
 
Sigue diciendo el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica (Ibid): “La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte, esta vida suya  está ante el juez. Su opción que se ha fraguado durante el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismos el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentiras; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellos mismos el amor.

Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría nada remediable y su destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que  se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora su ser y cuyo caminar hacia Dios las lleva sólo a culminar lo que ya son”

 
 
 
 
Entre estos dos extremos nos movemos en realidad la mayoría de los seres mortales, pero la pregunta que surge es ¿Qué sucede con esta clase de personas cuando comparecen ante el juez supremo? San Pablo en su primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del <Juicio de Dios> sobre el hombre, según su condición. El apóstol dice sobre la existencia cristiana:  <Que ante todo está construida sobre un fundamento en común, Jesucristo y que este fundamento resiste si hemos permanecido firmes sobre él y hemos construido sobre el mismo nuestra vida. Sabemos que este fundamento es imposible perderlo ni siquiera con la muerte>.

En efecto, San Pablo sobre la naturaleza del Ministerio Apostólico llega a expresarse en los términos siguientes (I Co 3, 10-17):

"Según la gracia de Dios que me ha sido dada, yo puse los cimientos como sólido arquitecto, y otro edifica sobre ellos. Cada uno mire como edifica / pues nadie puede tener otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo / Sobre este fundamento uno puede construir con oro, plata, piedras preciosas, maderas, caña y paja / El trabajo de cada uno aparecerá claro el día del juicio, porque ese día se manifestará con fuego, y el fuego probará la obra de cada uno / Si la obra resiste la prueba de fuego, recibirá el premio; / Si se consume, lo perderá todo, aunque él se salvará, pero como el que escapa del fuego / ¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el  Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él / porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo"

 
 
 
 
 
Según el Papa Benedicto XVI  el < Juicio de Dios> es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia y por eso, todos debemos esperar con temor y temblor, pero llenos de confianza el encuentro con el <Juez supremo>, al que conocemos como nuestro Paracleto (Abogado, Defensor) (I Jn 2,1-2):
“Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos junto al Padre un Defensor, Jesucristo, el  Justo / Él se ofrece en expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo”

 Sí, Jesús es la verdadera, la gran esperanza del hombre; es necesario que en la conciencia de cada uno de los seres humanos,  resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos; Alguien que es el alfa y el omega de la historia del hombre, sea la individual, como la colectiva. Y este Alguien es Amor  (cf.I Jn 4,8-16). Esto es:
“Amor hecho hombre, amor Crucificado y Resucitado, amor continuamente presente entre los hombres. Es amor Eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de estas palabras < ¡No tengáis miedo!>” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Círculo de lectores S.A. 1994).