"Difícilmente habrá otro relato bíblico que haya estimulado tanto la fantasía, pero también la investigación y la reflexión, como la historia de los <Magos> venidos de <Oriente>, una narración que el evangelista Mateo pone inmediatamente después de haber hablado del nacimiento de Jesús"
(La infancia de Jesús; Benedicto XVI ;Joseph Ratzinger; Ed. Planeta, S.A., 2012)
Narra, en efecto, el evangelista
san Mateo, en su Evangelio, que siendo rey de los judíos, Herodes, unos Magos
llegados de lejos, más concretamente de Oriente, se presentaron en Jerusalén
para adorar precisamente al que ellos llamaban <rey de los judíos>, y que
no era ciertamente Herodes. Es indudable
que Herodes al saber esto debió de sentir extrañeza y quizás miedo; Mateo dice
simplemente que se inquietó y por supuesto con él toda su corte, lo que le
llevó a convocar a los sacerdotes y maestros de la ley para aclarar el tema que
tanto le había desasosegado, preguntándoles por el lugar de nacimiento de aquel rey que no era otro,
como él ya, seguramente sospechaba, que el llamado Mesías. Ellos que si sabían
de qué iba el tema le contestaron de inmediato (Mt 2, 5): <En Belén de Judea,
pues así está escrito en el profeta>.
El profeta al que se referían los sacerdotes y maestros de la ley era Miqueas, natural de Moréset, una pequeña aldea situada al suroeste de Jerusalén, el cual vivió durante los reinados de Jotán, Acaz y Ezequías, en un periodo de tiempo probablemente comprendido entre el año 700 a.C y el año 745 a.C; este profeta criticó las injusticias sociales de su tiempo y también la aptitud religiosa de sus conciudadanos, que era un tanto de apariencias y tenía poco de verdad. Él defiende un ideal de religiosidad muy cercano al cristianismo y además tuvo una visión divina que le llevó a profetizar sobre el lugar en que nacería Cristo (Miq 5, 1):
“Mas tú Belén Efratá/ la más pequeña entre las regiones de
Judá/ de ti saldrá/quien ha de ser dominador en Israel/ cuyos orígenes vienen
de antiguo/ desde el día de la eternidad”
El Papa Benedicto XVI nos recuerda que precisamente Belén es el pueblo natal del rey David (La Infancia de Jesús; Ibid):
“El significado teológico de
aquel lugar se esclarecerá todavía con mayor nitidez en el curso de la
narración (Evangelio de san Mateo), mediante la respuesta que dan los escribas
a Herodes acerca del lugar en el debía de nacer el Mesías…
¿Qué clase de hombres eran
aquellos que Mateo describe como <Magos> venidos de <Oriente>? El
término <magos> (mágoi) tiene una considerable gama de significados en
las diversas fuentes, que se extiende desde una acepción muy positiva hasta un
significado muy negativo…
Los diversos significados del
término <mago> hacen ver la ambivalencia de la dimensión religiosa en
cuanto tal. La religiosidad puede ser una vía hacia el verdadero camino, un
camino hacia Jesucristo. Pero cuando ante la presencia de Cristo no se abre a
Él, y se pone contra el único Dios y Salvador, se vuelve demoniaca y
destructiva…
En el Nuevo Testamento vemos
estos dos significados de <magos>: en el relato de san Mateo sobre los
Magos, la sabiduría religiosa y filosófica es claramente una fuerza que pone a
los hombres en camino, es la sabiduría que conduce en definitiva a Cristo…”
“Así, en la humilde y oculta
familia de Nazaret, Cristo se muestra como la <Verdadera Luz> de las
gentes que, mientras envuelve a toda la humanidad, proyecta un especial fulgor
espiritual hacia la realidad de la familia…
El tema de la luz se halla en el
centro de la liturgia de la Epifanía…El Concilio Vaticano II, con una imagen de
extraordinaria elocuencia, afirma que <sobre la faz de la Iglesia> resplandece
<la luz de Cristo> (Lumen gentium, 1). Ahora bien, en el mismo documento
se afirma asimismo que la familia es <Iglesia domestica> (Ibid, 11). Por
consiguiente está a su vez, llamada a reflejar, en el calor de las relaciones
interpersonales de sus miembros, un rayo de la gloria de Dios, que brilla sobre
la Iglesia (Is 60, 2).
Un rayo, ciertamente, no es toda la luz, pero es también luz: toda familia, con sus límites, es, con título pleno, signo del amor de Dios. El amor conyugal, el amor paterno y materno, el amor filial, inmersos en la gracia del matrimonio, forman un autentico reflejo de la gloria de Dios, del amor de la santísima Trinidad” (Audiencia General; Papa san Juan Pablo II; miércoles 5 de enero de 1994).
Un rayo, ciertamente, no es toda la luz, pero es también luz: toda familia, con sus límites, es, con título pleno, signo del amor de Dios. El amor conyugal, el amor paterno y materno, el amor filial, inmersos en la gracia del matrimonio, forman un autentico reflejo de la gloria de Dios, del amor de la santísima Trinidad” (Audiencia General; Papa san Juan Pablo II; miércoles 5 de enero de 1994).
Unos años antes este mismo
Pontífice, en la Homilía de la misa celebrada por él, durante la cual tuvo
lugar la <ordenación episcopal>,
de varios sacerdotes, coincidiendo con la solemnidad de la Epifanía del Señor
(Domingo, 6 de enero de 1980), se
expresaba, recordado ésta fiesta de la Iglesia católica, en los siguientes
términos:
“El camino de la historia de
Israel había sido marcado por Dios y por esto era necesario buscarle en los
libros de los profetas: esto es, de aquellos que habían hablado, en nombre de
Dios al pueblo, sobre su vocación especial. Y la vocación del pueblo de la
Alianza fue precisamente aquella que conducía al camino de los Reyes Magos de
Oriente…
Así, pues, el camino de los Reyes
Magos lleva al Mesías, a Aquel a quien el Padre <santificó y envió al
mundo> (Jn 10, 56). Su camino es también el camino del espíritu. Es sobre
todo el camino en el Espíritu Santo. Al recorrer este camino, no tanto en las
vías de Oriente Medio, cuanto más bien a través de los misteriosos caminos del
alma, el hombre es conducido por la luz
espiritual que proviene de Dios, representada en esa estrella, a la que
seguían los tres Reyes Magos.
Los caminos del alma humana, que conducen a Dios, hacen ciertamente, que el hombre vuelva a encontrar en sí un tesoro interior. Así leemos también de los tres Reyes Magos, que al llegar a Belén <abrieron sus cofres> (Mt 2, 11).
El hombre toma conciencia de los
dones enormes de naturaleza y de gracia
con que Dios lo ha colmado, y entonces nace en él la necesidad de ofrecerse, de
devolver a Dios lo que ha recibido, de hacer ofrenda de ello como signo de la
dadiva divina. Este don asume una triple forma, como en las manos de los tres
Reyes Magos: <abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y
mirra> (Mt 2, 11)
El Episcopado que hoy, venerados
y amadísimos hermanos, recibiréis de mis manos, es un sacramento en el que debe
manifestarse de modo especial el don.
Efectivamente, el Episcopado es
la plenitud del sacramento del orden, mediante el cual la Iglesia abre siempre
a Dios su tesoro mas grande, y le ofrece de este tesoro los dones de todo el Pueblo de Dios. El tesoro mayor de la
Iglesia es su Esposo: Cristo. Tanto el Cristo colocado en el heno del pesebre,
como también el Cristo que muere en la
cruz. Es un tesoro inigualable.
La Iglesia tiende continuamente la mano a este tesoro para tomar de Él. Y tomando, no lo disminuye, sino que lo aumenta. Estos son los principios de la economía divina. La Iglesia, pues, tiende la mano al tesoro de la Navidad y de la Crucifixión, al tesoro de la Encarnación y de la Redención. Y tomando de él, no empobrece ese tesoro, sino que lo multiplica.
El Obispo es el administrador, al
mismo tiempo, de ese tomar y de ese multiplicar…
De este tesoro se saca siempre,
oro, incienso y mirra. Vuestra vida debe revestirse de este triple don, ya que
estáis llamados para ofrecer a Dios en Cristo y en la Iglesia vuestro amor,
vuestra oración y vuestro sufrimiento…”
Algunos años antes, concretamente
en 1969, el por entonces Papa, Pablo VI, también celebro durante la fiesta de
la Epifanía, la ordenación Episcopal de doce Obispos de diferentes
nacionalidades y en la Homilía correspondiente a la misa del 6 de enero del año
anteriormente mencionado, este Pontífice, ya beatificado, y en curso de
canonización, se expresaba con estas bellas palabras:
“La Iglesia celebra hoy el misterio de Epifanía, el designio divino según el cual <Dios ha querido en su sabiduría y en su bondad revelarse en persona y dar a conocer el misterio de su voluntad, gracias a lo cual los hombres, por Cristo, el Verbo hecho hombre, acceden en el Espíritu Santo, junto al Padre.
En esta revelación, el Dios
invisible (Col 1,15; 1 Tm 1, 17) da señales a los hombres de su inmenso amor y
amistad (Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), se introduce entre ellos, para invitarles y
admitirles a compartir su propia vida.
Es la fiesta de la revelación, de
la misericordia de Dios en un nuevo orden, diferente y superior, que es opuesto
a los conocimientos tradicionales dentro del marco de la naturaleza; es una
manifestación que nos lleva de alguna forma, pero ya inmensamente rica e
inagotable, a una visión superior en sí misma, a la divina Verdad; plan divino
sobre nosotros y por tanto sobre la verdad de nuestra existencia y de nuestra
salud; inaugura una conexión maravillosa, sobrenatural con Dios, establece una
relación vital, una relación verdadera, una comunicación entre la realidad
viviente y transcendente de la divinidad y cada uno de nosotros.
Este designio se cumple en Jesucristo y se comunica a través de nuestra aceptación, que al mismo tiempo, se mezcla con los influjos que nos llegan a través del Espíritu Santo; venerables y muy queridos hermanos, que Nos, hemos elevado hoy al orden Episcopal, y adicionado al colegio Episcopal, como es lógico deseamos conduciros apaciblemente a reflexionar sobre el misterio de la Epifanía, sobre el designio de la Revelación.
Este designio se cumple en Jesucristo y se comunica a través de nuestra aceptación, que al mismo tiempo, se mezcla con los influjos que nos llegan a través del Espíritu Santo; venerables y muy queridos hermanos, que Nos, hemos elevado hoy al orden Episcopal, y adicionado al colegio Episcopal, como es lógico deseamos conduciros apaciblemente a reflexionar sobre el misterio de la Epifanía, sobre el designio de la Revelación.
Vosotros sois los herederos de
este tesoro de la <Verdad revelada>, vosotros sois los guardianes de la
<Tradición recibida> (1 Tm 6, 20), vosotros sois los representantes
cualificados de Cristo, vosotros sois ministros de sus magistrales poderes, sacerdotales
y pastorales…
Con respecto a la Iglesia
poseéis la representación más auténtica
y más completa del Señor; <donde está el Obispo, se reagrupa la
comunidad> (san Ignacio de Antioquia, Smyrne 8, 2), de tal forma que donde
está Cristo, se encuentra la Iglesia católica”
Así es en efecto, tal como en este nuevo siglo nos aseguró también el Papa Benedicto XVI:
“Para la Iglesia creyente y
orante, los Magos de Oriente que, bajo guía de la estrella, encontraron el
camino hacia el pesebre de Belén, son el comienzo de una gran procesión que
recorre la historia…
Al igual que los pastores que,
como primeros huéspedes del Niño recién nacido, que yace en el pesebre, son la
personificación de los pobres de Israel y, en general, de las almas humildes que viven interiormente muy
cerca de Jesús, así también los hombres que vienen de Oriente personifican al
mundo de los pueblos, la Iglesia de los gentiles, los hombres que a través de
los siglos se dirigen al Niño de Belén, honran en él al Hijo de Dios y se
postran ante él.
La Iglesia llama a esta fiesta
<Epifanía>, la aparición del Divino. Si nos fijamos en que, desde aquel
comienzo, los hombres de toda proveniencia, de todos los continentes, de todas
las culturas y modos de pensar y de vivir, se han puesto y se ponen en camino
hacia Cristo, podemos decir verdaderamente que esta peregrinación y este
encuentro con Dios en la figura del Niño es una Epifanía de la bondad de Dios y
de su amor a los hombres (Tit 3,4)”
(Homilía del Papa Benedicto XVI;
domingo 6 de enero de 2013).Magnifica Homilía la del Papa Benedicto XVI que nos recuerda la bondad y el amor de Dios hacia los hombres, apoyándose en las palabras del apóstol san Pablo en su carta a Tito, un discípulo de éste por el que sentía un gran afecto, y que le acompañó a lo largo de su misión evangelizadora prácticamente desde el principio, ya que se cree que acompaño también al apóstol en su viaje a Jerusalén donde tuvo lugar el primer Concilio apostólico de la Iglesia de Cristo.
Tito como hombre de confianza de
san Pablo, tuvo oportunidad de visitar la Iglesia de Creta, junto con él, logrando un gran éxito evangelizador de
aquellas gentes. Para que resistieran a
la propaganda de doctrinas malsanas y se organizara perfectamente aquella
comunidad de creyentes, que había quedado a cargo de su discípulo, san Pablo le
escribió esta interesante epístola, en la cual podemos leer el párrafo al que
se refería Benedicto XVI en su Homilía (Tit 3, 4-7):
“Más cuando se manifestó la
bondad y amor a los hombres de Dios, nuestro Salvador /no por obras hechas en
justicia que nosotros hubiéramos practicado, sino según su misericordia, nos
salvó por el baño de regeneración y de la renovación del Espíritu Santo /que
derramó sobre nosotros opulentamente por Jesucristo, nuestro Salvador /para que,
justificados por su gracia seamos constituidos, conforme a la esperanza,
herederos de la vida eterna”
“La misión de los Obispos no es
solo la de caminar en la peregrinación de los pueblos hacia Jesucristo, junto a
los demás, sino la de preceder e indicar el camino…
Basándonos en la historia narrada
por Mateo podemos hacernos una cierta idea sobre qué clase de hombres eran
aquellos que a consecuencia del signo de la estrella, se pusieron en camino
para encontrar aquel rey que iba a
fundar, no sólo para Israel, sino para toda la humanidad, una nueva especie de
realeza.
Así pues, ¿qué clase de hombres
eran? Y nos preguntamos también si, a partir de ellos, a pesar de la diferencia
de los tiempos y los encargos, se puede entrever algo de lo que significa ser
Obispo y de cómo ha de cumplir su misión.
Los hombres que entonces
partieron hacia lo desconocido eran, en cualquier caso, hombres de corazón
inquieto. Hombres movidos por la búsqueda inquieta de Dios y de la salvación
del mundo. Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus rentas seguras
y quizás una alta posición social. Buscaban la realidad más grande. Tal vez
eran hombres doctos que tenían un gran conocimiento de los astros y
probablemente disponían también de una formación filosófica.
Pero no solo querían saber muchas cosas. Querían saber sobre todo lo que es esencial. Querían saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por esto querían saber si Dios existía, dónde está y cómo es. Si Él se preocupa por nosotros y cómo podemos encontrarlo.
No querían solamente saber. Querían
reconocer la verdad sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Su peregrinación
exterior era expresión de su estar interiormente en camino, la peregrinación
interior de sus corazones. Eran hombres que buscaban a Dios y, en definitiva
estaban en camino hacia Él. Eran buscadores de Dios”
A partir de este hermoso y
certero razonamiento, el Papa Benedicto XVI hacia ver a los futuros Obispos
como deberían ser los hombres que alcanzaban la ordenación Episcopal en la
Iglesia de Jesucristo, y esto es muy importante, pero al mismo tiempo, todos los
creyentes deberíamos sacar alguna conclusión de las palabras de este gran
Pontífice, como por ejemplo, que también ésta debería ser nuestra propia
actitud si deseamos alcanzar un día el reino de los cielos, si deseamos la
salvación de nuestras almas…
¿Pero como conseguir que este
propósito nos conduzca a meta tan
deseada?
Benedicto XVI nos da una receta,
que por sabida de los creyentes, no es sin embargo, innecesaria recordar:
“La peregrinación interior de la fe hacia Dios se realiza sobre todo en la oración. San Agustín dijo una vez que la oración, en último término, no sería más que la actualización y la radicalización de nuestro deseo de Dios. En lugar de la palabra <deseo>, podríamos poner también la palabra <inquietud> y decir que la oración quiere arrancarnos de nuestra falsa comodidad, de estar encerrados en las realidades materiales visibles, y transmitirnos la inquietud de Dios, haciéndonos precisamente así, abiertos e inquietos unos hacia otros”
Recordemos finalmente que:
“Los orientales celebraban el
nacimiento del Señor el 6 de enero y los occidentales el 25 de diciembre, pero
la fiesta de la Epifanía es más antigua que la Navidad, pues se remonta a los
primeros días del siglo III. Hoy la una es como un complemento de la otra.
El Señor, que apareció en la tierra
en medio del silencio de la noche, vuelve a manifestarse hoy de nuevo, pero de
una manera distinta, pues si entonces le adoramos envuelto en pañales, ahora se
presenta a nosotros rodeado de gloria y en el brillo de la realeza divina.
Hace su entrada solemne como
Dominador, realiza sus bodas con la humanidad y con la Sta. Iglesia y convida
al banquete nupcial a todos los pueblos, personificados en los Magos de
Oriente” (Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel)