En efecto, así lo expresó Nuestro Señor Jesucristo en su <Sermón de la montaña>, (Mt 5, 31-32): “Se ha dicho: Cualquiera que repudie a su mujer, que le dé el libelo de repudio / Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer, excepto en caso de fornicación, la expone a cometer adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio”
Sí, <la ley de Moisés> (Dt
24, 1-4) toleraba el divorcio por la dureza del corazón de los hebreos. Jesús
hablo de la originaria indisolubilidad del matrimonio tal como relató san Mateo
en su evangelio, al menos en dos ocasiones. La primera en el Sermón de la
montaña como acabamos de recordar y posteriormente cuando Jesús terminó su
recorrido por Galilea para dirigirse a la región de Judea, a la otra orilla del
Jordán.
Sucedió que se acercaron a él unos fariseos, cuando se encontraba curando y evangelizando a la multitud que siempre le seguía, y aquellos hombres para probarle y al mismo tiempo ponerle en evidencia ante aquella gente le hicieron esta pregunta: ¿Puede uno separarse de su mujer por cualquier motivo? (Mt 19, 4-8): “Jesús respondió: ¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y hembra / y que dijo: <Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos uno solo? / De manera que ya no son dos, sino uno solo. Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre> / Replicaron: Entonces, ¿Por qué mandó Moisés que el marido diera acta de divorcio a su mujer para separarse de ella? / Jesús dijo: Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por vuestra incapacidad para entender, pero al principio no era así / Ahora yo os digo: El que se separa de su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio”
La respuesta es clara, pero
incluso los apóstoles se sorprendieron ante la misma, aunque ya la habían
escuchado en otra ocasión y por eso le dijeron (Mt 19, 7): <Si tal es la
situación del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta casarse>.
Un comentario que incluso en
nuestro tiempo suele estar <a la
orden del día> como se suele decir, pero Jesús sin inmutarse ante este
ligero reproche de sus apóstoles siguió diciéndoles (Mt 19, 11-12): “<No
todos comprenden esta doctrina, sino aquellos a quienes les es concedido /
Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, los hay que fueron
hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí mismos se hicieron tales por
el reino de Dios ¡El que sea capaz de hacer esto que lo haga!>”
Otro testimonio importante al
respecto de la indisolubilidad del matrimonio lo encontramos en la Carta del
apóstol san Pablo a los efesios cuando
les habla de los deberes recíprocos de los casados (Ef 5, 25-32): “Maridos,
amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por
ella / a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra /
para prepararse una Iglesia gloriosa sin mancha ni arruga ni cosa parecida,
sino santa y perfecta / Así los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio
cuerpo. El que ama a su mujer se ama así mismo / Porque nadie odia jamás a su
propio cuerpo, sino que, por el contrario, lo alimenta y lo cuida, como hace
Cristo con la Iglesia / pues somos miembros de un cuerpo / -Por eso el hombre
dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una misma
carne- / Este es un gran misterio que yo aplico a Cristo y a la Iglesia”
También aquí, salvando la absoluta transcendencia del Creador respecto a la criatura, emerge la referencia ejemplar al <nosotros> divino. Solo las personas son capaces de existir <en comunión>. La familia arranca de la comunión conyugal que el Concilio Vaticano II califica como <Alianza> por la cual el hombre y la mujer <se entregan y aceptan mutuamente>” (Carta a las familias dada en Roma el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor 1994).
No obstante, como el día a día
nos demuestra, esta comunión puede verse afectada por diversos factores, entre
los que caben destacar la infidelidad,
los <malos tratos>, e incluso la violencia doméstica, por parte
casi siempre del hombre hacia la mujer, con algunas raras excepciones.
Situaciones así, si no se corrigen a tiempo, pueden llevar a desenlaces
desastrosos, como el divorcio, o luctuosos como el suicidio, o el asesinato,
tema este último, por desgracia, ya
presente en el siglo pasado y que cada vez se sigue produciendo con mayor frecuencia en lo que llevamos de éste. Todo esto, da
lugar al sufrimiento no solo de los conyugues y de los hijos, sino también del
resto de la familia, aunque siempre hay que tener presente la acción del
Espíritu Santo, como aseguraba el Papa
san Juan Pablo II (Ibid):
“La experiencia humana enseña que
el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad y la
maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda, y por tanto se
encuentra amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los
servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y familiares, mediante
los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de psicólogos y
psicoterapeutas específicamente preparados.
“El individualismo supone un uso
de la libertad, por el cual, el sujeto hace lo quiere, <estableciendo> él
mismo <la verdad> de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que
otro <quiera> o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No
quiere <dar> a otro basándose en la <verdad>; no quiere
convertirse en una <entrega
sincera>. El individualismo es, por tanto, egocéntrico y egoísta. La
antítesis con el personalismo nace no solamente en el terreno de la teoría,
sino aún más en el del <ethos>. El <ethos> del personalismo es
altruista: mueve a la persona a entregarse a los demás y a encontrar gozo en
ello. El gozo del que habla Cristo (Jn 15, 11; 16, 20-22)” (Carta a la familia.
Juan Pablo II. Dada en Roma el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del
Señor, del año 1994. Decimosexto de su Pontificado).
“La Iglesia, consciente de que el matrimonio y
la familia constituyen unos de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere
hacer sentir su voz y ofrecer ayuda a todo aquel que, convencido ya del valor
del matrimonio y de la familia, trata de vivirlos fielmente…”