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sábado, 20 de octubre de 2018

¿HASTA QUE LA MUERTE OS SEPARE?


 
 
 
 
Esta es la pregunta que muchas parejas se realizan en la actualidad a la hora de recibir el
 
Sacramento del matrimonio, movidos seguramente por la corriente de pensamiento que impera
 
dentro y fuera de la Iglesia Católica

A esta pregunta contestó adecuadamente, en su día, el Papa Benedicto XVI (El amor se aprende. Las etapas de la familia; Romana Editorial, S.L. 2012):

“El amor humano y la responsabilidad que se asume con estas palabras tienen un carácter definitivo. No deberíamos obstinarnos en querer encontrar una explicación racional para cada pequeño detalle. Aquí viene en nuestra ayuda la sabiduría de la tradición que, en definitiva coincide con la Palabra de Dios.

La dignidad del ser humano tan sólo viene plenamente respetada a condición de hacer de sí mismo un don total, sin reservarse el derecho  a poner en discusión ese don ni  revocarlo. No es un contrato temporal sino un ceder incondicionalmente el propio <yo>, a un <tú>.

La entrega a la otra persona sólo puede ser acorde a la naturaleza humana si el amor es total y sin reservas”

 

Sin duda las palabras del Papa Benedicto XVI están llenas de sabiduría y cordura, porque como el mismo aseguró en otra ocasión  (Los caminos de la vida interior; Ed. Chronica S.L. 2011):

“La familia es el rostro humano de la sociedad y sin el amor incondicional entre hombre y mujer, y para siempre, ésta no podría desarrollarse plenamente dando ejemplo a todos sus componentes”

 


En este sentido, la Iglesia no puede dejar de anunciar que, de acuerdo con los planes de Dios (Mt 19, 3-9), el matrimonio y la familia no admiten otras alternativas, y sin embargo cada vez con más frecuencia se observa la tendencia a considerar como cosas normales situaciones familiares en las que aparecen cuestiones  aceptadas por algunos pueblos en la antigüedad, pero que en Occidente y parte de Oriente habían tenido afortunadamente, un gran retraso en sus posterior aceptación, hasta este momento.

Es por eso quizás, que resulta más extraño el hecho de que se pretenda imponer como normales situaciones que ya habían dejado de serlas…

Así es, el hombre siempre vuelve a sus vicios primarios, la carne tira mucho, como se suele decir, y ¿quién paga los vidrios rotos?... Los hijos son los que sufren más en estas circunstancias…
 


San Pablo ya advertía a los romanos,  del peligro que conllevaba el dejarse llevar por la carne y no por el espíritu (Rom 8, 5-7):

“Los que viven según sus apetitos, a ellos subordinan su sentir, más los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu / Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir según conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. / Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse / Así pues, los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios”

 



Las preguntas que surgen ante coyunturas verdaderamente catastróficas dentro del seno familiar son: ¿A qué es debido el retroceso en las costumbres? ¿Existe explicación lógica para ello?

Los Pontífices de la Iglesia católica, han venido analizando, a lo largo de los últimos siglos, los motivos que han sido  causantes de la constante destrucción de la  familia. Según parece, la falta de fe es una de las  claves, así como el alejamiento del hombre de Dios y el querer ocupar el lugar del Creador. Todas estas tesituras han conducido a los hombres a situaciones gravemente peligrosas para el matrimonio y por tanto para la familia.



El Papa Francisco en su <Discurso de inauguración del año Judicial del Tribunal de la Rota en Roma> el 21 de enero de 2017, nos quiso llamar la atención al respecto:

“Hoy me gustaría volver al tema de la relación  entre la fe y el matrimonio, en particular, sobre las perspectivas de le fe inherentes en el contexto humano y cultural en que se forma la intención matrimonial.

San Juan Pablo II explicó muy bien, a la luz de la enseñanza de la Sagrada Escritura que < la peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y la fe> (Enc. Fides et ratio, 16).

Por lo tanto, cuanto más se aleja la razón de la perspectiva de la fe, tanto más, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del necio.

Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las cosas esenciales. Esto le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1,7), y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea.

Cuando llega  a afirmar: <<Dios no existe>> (cf. Salmo (14)13,1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino…


Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el último discurso que os dirigió recordaba que <sólo abriéndose a la verdad de Dios se puede entender, y realizar en lo concreto de la vida, también el conyugal y familiar, la verdad del hombre como hijo suyo, regenerado por el bautismo…>

El rechazo de la propuesta divina, de hecho conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas, incluyendo la matrimonial. Es más que nunca necesario profundizar en la relación entre amor y verdad. <El amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo.

El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al <<yo>> más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto> (Enc. Lumen fidei, 27).



No podemos ignorar el hecho de que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada, las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhort. Ap Evangelii gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de criterio interpretativo y operativo  para la  existencia personal, familiar y social.

Este contexto, carente de valores religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el consentimiento matrimonial. Las experiencias de fe de aquellos que buscan el matrimonio cristiano son muy diferentes. Algunos participan activamente en la vida parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una vida de intensa oración; otros están, sin embargo, impulsados por un sentimiento religioso más genérico; a veces son personas alejadas de la fe o que carecen de ella.

Ante esta situación, tenemos que encontrar remedios válidos. Un primer remedio se encuentra en  la formación de los jóvenes; a través de un adecuado proceso de preparación encaminado a redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios.
 
 


Se trata de ayudar a los futuros cónyuges a entender y disfrutar de la gracia, la belleza y la alegría del amor verdadero, salvado y redimido por Jesús. La comunidad cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor pueda convertirse en un sacramento, un signo eficaz de la salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en el concreto de su vida de amor.”

Así es, tal como aseguraba San Pablo  en su Carta a los hebreos, es necesario, es imprescindible, que tanto el hombre como la mujer tengan clara la premisa del amor dentro del consentimiento matrimonial (Heb 13, 4-5): “Que todos honren el matrimonio y guarden inmaculado el lecho conyugal, porque Dios juzgará a fornicarios y adúlteros”
 
 


San Pablo exhorta con firmeza a valorar y honrar el matrimonio porque <cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara>, en palabras de San Josemaría (Es Cristo que pasa).

De aquí la necesidad de educar a los jóvenes en general, y en concreto a los hijos en todas estas enseñanzas del amor matrimonial, porque éste es el primer remedio, como asegura nuestro Papa Francisco, para conseguir redescubrir el matrimonio y la familia como plan de Dios.


Recordemos a este respecto lo que los antiguos aseguraban sobre  la educación de los hijos (Eclesiástico 30, 2-3):

“Quien educa a su hijo, sacará provecho de él y podrá gloriarse entre sus parientes / Quien instruya a su hijo, dará envidia a su enemigo y podrá gloriarse ante sus amigos”

Son cuestiones que sabían por experiencia los antiguos y que ahora suenan hasta mal en las vidas de algunos padres  despreocupados de su prole. Los hijos, sobre todo en la pubertad y en la juventud, deben ser bien educados para poder adquirir todos aquellos beneficios que aporta una familia bien avenida y temerosa de Dios…

Así es, porque cosas fuertes y duras se suelen producir con demasiada frecuencia en las llamadas familias desestructuradas. En una casa donde se juntan los hijos e hijas resultantes de la unión de un padre con distintas mujeres, o a la inversa, el amor fraterno entre estos, es alto difícil que se produzca de una forma natural, y esto es sabido desde antiguo, desde que el mundo es mundo, como se suele decir…

Así, hablaba el personaje, en este caso femenino, de una obra del premio Nobel de literatura de 1922, D. Jacinto Benavente (Cuando los hijos de Eva no son hijos de Adán):

“Para ser hermanos hay que serlo de todo. Entre nosotros no hay nada que pueda unirnos; ni los recuerdos, ni el haber conocido a la misma madre, ni siquiera el haber rezado las mismas oraciones.

De distinta patria, de religiones distintas… Ellas que hablan con desprecio de mi madre, yo que miro con más desprecio a la suya… Podemos llamarnos hermanos, no podemos serlo…

Para ser hermanos hay que haberlo sido siempre; hay que ser hijos del mismo padre y de la misma madre, en una misma familia, con los mismos recuerdos, alegres o tristes, con la misma vida…”

Son palabras muy duras, pero no por eso dejan de ser una alerta, en la gran mayoría de las ocasiones en que se producen semejantes situaciones.

Sí, situaciones límites llevan a los seres humanos a comportarse de forma límite, y solamente la fidelidad conyugal puede evitar ciertos desatinos…

 
Como recordaba el Papa Benedicto XVI (El amor se aprende. Etapas de la familia. Romana Editorial S.L. 2012):

“En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida, está personalmente comprometido con la verdad que propone.

El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre lo había enseñado (Jn 8,28).

Por este motivo, en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal son Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar.

Así pues, la Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestra comunidad objeto de oración constante y confiada, además de, modelo de vida…”

 


 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 19 de octubre de 2018

LA IGLESIA DE CRISTO ES UNA


 
 
 
 
 


La Iglesia de Cristo es Una, Santa, Católica y Apostólica tal como nos enseña el Catecismo escrito en orden a la aplicación del Concilio Vaticano II (C.I.C nº 811 y nº 812):

“Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica. Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la Iglesia y su misión.

La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien llama a ejercitar cada una de estas cualidades”

“Sólo la fe puede reconocer que  la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana.

Recuerda el Concilio Vaticano I: <La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad>”

En efecto, sucedió que después de la Pascua, probablemente hacia el año 31, Jesús eligió a doce hombres para que fueran sus Apóstoles (Colegio Sacro).



Cristo se apareció más tarde a uno de ellos, Pedro, tras su Pasión, Muerte y Resurrección y  le encargó el cuidado de su rebaño; San Pedro es el primer Vicario de Cristo, el primer Papa, aquel a quien el Señor dijo: <Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia>. 

El Nuevo Testamento nos recuerda también de forma especial a San Pablo, que aunque inicialmente había perseguido a los cristianos, tras su conversión, predicó la palabra de Cristo, como Apóstol de Éste que era, por derecho propio, y se convirtió en <lumbrera de todo el Orbe>, viajando por todo el mundo entonces conocido, fundando comunidades cristianas, allí por donde pasaba.


Y desde entonces, la Iglesia de Cristo, es un “Misterio”, tal como podemos leer en la Constitución Dogmática, del Concilio Vaticano II, <Lumen Gentium> (GL 3):

“La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en Misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (Jn 19, 34)”

Sí, la Iglesia es <Misterio> y en sentido analógico <Sacramento>, es además, una comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, es la familia de Dios. Cristo desde la cruz atrae a todos los hombres hacia sí, para salvarlos; esto es un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, en cumplimiento pleno y perfecto del Antiguo Testamento.
 


El hecho de haber encomendado, a sus Apóstoles,  la misión de celebrar el memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección, pone en evidencia que Jesús quería transmitir a toda la comunidad, en las personas de sus enviados, el mandato de ser historia, signo, e instrumento de la reunión escatológica iniciada por Él.

En palabras del Papa Benedicto XVI:

<En cierto sentido podemos decir que precisamente la Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia, porque Cristo se da a sí mismo y crea una nueva comunidad. Una comunidad unida  con Él mismo>

La Iglesia fue instituida por Cristo con este fin, el cual, en su día profetizó  (Jn 12,32):

<Y yo, cuando fuera levantado de la tierra, a todos arrastraré hacia mí>.
 
 


Así es, una vez terminada su misión sobre la tierra, el Hijo Unigénito de Dios, Jesús, envió el Espíritu Santo sobre sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, en torno a la Virgen, como él les había pedido; era el día de la celebración de la fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la Alianza del Sinaí, en tiempos del Patriarca Moisés.

La llegada del Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego, debió ser espectacular y sobrecogedora, no sólo para los reunidos en el Cenáculo, sino también para los habitantes de todo Jerusalén, a causa de la gran cantidad de signos divinos que se produjeron en aquellos momentos extraordinarios de la historia de la Iglesia de Cristo. San Lucas narra en su libro de los <Hechos de los Apóstoles> que fueron muchos los hombres, que aquel mismo día, se convirtieron al cristianismo.

Por otra parte, como aseguraba el Papa San Juan Pablo II en su Audiencia General del miércoles 5 de diciembre de 1984:

“Con el acontecimiento de Pentecostés comenzó el tiempo de la Iglesia. Este tiempo de la Iglesia marca también el comienzo de la evangelización apostólica. El discurso de Simón Pedro es el primer acto de esta evangelización. Los Apóstoles había recibido de Cristo la misión de <ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones> (Mt 28, 19; Mc 16, 15)…


El anuncio del Evangelio, según el mandato del Redentor que retornaba al Padre (Jn 15, 28; 16, 10) está unido a la llamada al bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad. Así pues, el día de Pentecostés, a la pregunta de quienes le escuchaban: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?, Pedro responde: <Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo>

Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unas tres mil almas…

El nacimiento de la Iglesia coincide con el comienzo de la evangelización. Puede decirse que éste es simultáneamente el comienzo de la catequesis.

De ahora en adelante, cada uno de los discursos de Pedro es no sólo anuncio de la Buena Nueva sobre Jesucristo, y por tanto un acto de evangelización, sino también cumplimiento de una función instructiva, que prepara a recibir el bautismo; es la catequesis bautismal.

A su vez ese <perseverar en oír las enseñanzas de los Apóstoles> por parte de la primera comunidad de los bautizados constituye la expresión de la catequesis sistemática de la Iglesia en sus mismos comienzos.”

Unos años más tarde, el sucesor de Juan Pablo II en la Silla de Pedro, Benedicto XVI, en su Homilía del domingo 12 de junio de 2011 (Solemnidad de Pentecostés) nos recordaba que:

“Al rezar el <Credo> entramos en el misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces que resuenan una contra otra, y producen una transformación radical: la multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad crece la comprensión.
 
 


En el <Credo>, que nos une desde todos los lugares de la Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aún en la diversidad de las lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor”

Verdaderamente, <la Iglesia es <una> debido a su origen> (C.I.C  nº 813): 
 
 



“<El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas> (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: <Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo> (GS 78,3).

La Iglesia es una debido a su <alma>: <El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna  a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es Principio de la unidad de la Iglesia> (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre  del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed, 1, 6, 42)” 

Sí, desde sus inicios la Iglesia de Cristo, se presentó con una <gran diversidad>,  que no era contraria a su <unidad>, tal como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 814):

“Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben.

En la unidad del pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; <dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones> (LG 13).

La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad.

También el apóstol debe exhortar a <guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz>”

 


Esta última frase corresponde a la epístola que el apóstol San Pablo escribió a la Iglesia de Éfeso con ocasión de la aparición de ciertos hombres contrarios al Mensaje de Cristo que él les había enseñado unos años antes. San Pablo con esta Epístola respondió a los desvaríos de aquellas gentes, exponiendo de forma magistral todo lo referente a Cristo y su misterio, así como, la moral de la vida cristiana. Más concretamente, al referirse a los múltiples lazos de unidad cristiana les llega a decir (Ef 4, 1-6):

“Os ruego, pues, yo, el prisionero del Señor, que procedáis cual conviene a la vocación con que fuisteis llamados / con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sufriéndoos los unos a los otros con caridad / mostrándoos solícitos por mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz / Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados con una misma esperanza de vuestra vocación / Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo / Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, que habita en todos”



Sí, San Pablo era mensajero del misterio de Cristo y ello se puso, una vez más, de manifiesto en la carta que escribió a los Colosenses con ocasión del peligro que amenazaba a aquellos cristianos también evangelizados por él años antes. Fueron seguramente los precursores del gnosticismo, los mismos que atacaron a la comunidad cristina de Éfeso, los que motivaron al Apóstol a escribir esta magnífica carta  en la que se da respuesta a la sugerente pregunta:   ¿Cuáles son los vínculos de la unidad?

La respuesta es (Col 3, 12-17):

“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviere alguna querella contra otro. Como de su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobrellevaos todas estas cosas revestidos de la caridad, que es el vínculo de la perfección”  

 


Finalmente, recordemos que al principio de ésta  segunda parte de la Carta a los Colosenses, San Pablo habla de la <moral cristiana> y de la <vida nueva en Cristo> y llega a decir  (Col 3, 1-2):

“Así pues, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios / Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra”

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 18 de octubre de 2018

LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA


 
 
 
 



Dice san Juan Damasceno, teólogo y escritor sirio, doctor de la Iglesia (676-749 d.C), refiriéndose a la Madre de Dios:

“María se somete gustosa a la muerte corporal, siguiendo el ejemplo de su divino Hijo; pero a su Hijo le plugo resucitar el virginal cuerpo de sus Madre antes de la común  y universal resurrección, y, uniéndolo con su alma gloriosa, lo trasladó al cielo”

La vida de san Juan Damasceno, no es bien conocida, pero por las obras que de él se han conservado hasta nuestros días, se puede deducir, sin lugar a dudas, que era un cristiano auténtico, en medio de una sociedad, en gran parte no creyente, lo cual le da más mérito si cabe.

Era un hombre erudito, que dedicó todos sus esfuerzos a la Iglesia de Cristo, defendiéndola de los ataques de sus enemigos en el tiempo que le tocó vivir. Concretamente,  hacia el año 730 el emperador León el Isáurico público un primer edicto prohibiendo la veneración de las imágenes y su exhibición en lugares públicos, al cual dio replica san Juan Damasceno mediante un escrito apologético; y continuó haciendo lo mismo en posteriores ocasiones, que se fueron produciendo a partir de aquella primera acción del emperador. Este hombre cruel pensó en vengarse del teólogo levantando un falso testimonio contra él; falsificó una carta en la que se daba a entender que el santo varón entregaría la ciudad de Damasco a  los enemigos y se la envió al califa, el cual la aceptó como autentica, y entonces enfurecido, ordenó que se le cortara la mano con la que supuestamente la había escrito.

La sentencia, cuentan sus hagiógrafos, que se llevó a la práctica, pero la Virgen María se la restauró milagrosamente, pues era mucha la devoción de este santo por la Madre de Dios.

La prueba fehaciente de la devoción del santo por María ha quedado reflejada en una de sus  Homilías que  especialmente, dedicó a la Asunción de la Virgen. En este hermoso sermón san Juan Damasceno explica cómo fue la traslación del cuerpo de la santísima Madre de Dios al cielo, un relato, que según él mismo advierte, merece total credibilidad ya que se basa en la tradición más antigua (anterior al siglo VI d.C) de la Iglesia de Cristo.



La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen María el 15 de agosto, declarada dogma de fe por el Papa Pio XII en 1950:

“Con esta solemnidad celebramos en primer lugar la muerte de María, lo que los antiguos llamaban Dormición. Es el verdadero nacimiento, el <natale>, que la Iglesia celebra de todos los santos. Pero esta muerte tiene características especiales: es una asunción al cielo en cuerpo y alma. María después de su muerte, es arrebatada por una virtud milagrosa y llevada al Empíreo. Es un triunfo maravillo; la corte celestial se alegra, los ángeles cantan la gloria de la que es Reina del cielo y de la tierra, y María entra en posesión de una felicidad superior a la de todas las criaturas…” (Rmo. P. Fr. Pérez de Urbel)

Sobre la muerte de María no tenemos ningún testimonio histórico definitivo, puesto que existe una tradición que la coloca en Éfeso y otra que pone la escena en Jerusalén, pero ciertamente para la Madre de Dios estaba escrito las palabras de la liturgia que se suelen utilizar en esta festividad:

<Mi morada está en la comunidad de los santos. Me he elevado como un cedro del Líbano, como un ciprés en el monte Sion>          
 


Por eso, cuando los hombres bajo la acción de su mortal enemigo intentan descartar el Santo Misterio de la Encarnación de Jesús, que tuvo lugar en el vientre de una joven, la  Virgen María, Madre de Dios, es necesario recordar de nuevo, y alabar este gran evento que ocurrió hace ya más de 2000 años.

En realidad esta perversa pretensión ha persistido, desde el comienzo, y ya en tiempos próximos al nacimiento de Jesús, ocurrió que el rey Herodes informado por unos magos de Oriente de la llegada del rey de los judíos, es decir, aquel Salvador del mundo denominado Mesías, por el pueblo de Israel, se alarmó enormemente y con él toda su corte (Mt 1, 1-3).

Herodes entonces convocó a todos los sumos sacerdotes y a los maestros de la Ley y les interrogó sobre la ciudad en que tendría lugar hecho tan trascendente, pues estaba asustado pensando que la llegada del Mesías provocaría el final de su poder y en definitiva de su reinado (Mt 2, 1-12); por eso, él pretendía acabar con este posible nacimiento, de la forma que fuera, por lo que les rogó a los magos que regresaran, después de ver al Santo Niño, y le informaran del sitio exacto donde se encontraba; sin embargo los magos fueron avisados por medio de un ángel del Señor para que no accedieran al deseo de Herodes y regresaron a sus lugares de origen por otros caminos, dejando al sanguinario rey con la terrible duda respecto al posible nacimiento del Hijo de Dios, esto es, al cumplimiento del Ministerio de la Encarnación.
 
 



Desde entonces, muchos hombres llevados por el espíritu del <padre de la mentira>, han querido demostrar que: aún no ha venido el Mesías a este mundo, que Cristo no es el Mesías, que Jesús es sólo un hombre o una especie de profeta, o algo parecido...

Recordemos a este respecto las grandes herejías del gnosticismo, nestorianismo, monofisismo, monotelismo, arrianismo, y muchas más que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos después de la primera venida de Jesucristo al mundo.

Recordemos por otra parte, que la designación de Pedro como Cabeza de la Iglesia por Jesús, tuvo lugar en Cesarea de Filipo, acto seguido de la profesión de fe de éste. Sucedió que al llegar Jesús con sus discípulos a esta región de Galilea, se interesó por los comentarios que hacían las gentes sobre él; les dijo (Mt 16,13): ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? La respuesta de Pedro fue tajante (Mt 16,16): Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

El Papa San Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado en la Homilía del domingo 22 de Octubre de 1978 se refería a los acontecimientos que hemos recordado, remarcando el hecho de que esta profesión de Pedro daba lugar al comienzo de la misión de los Pontífices en la historia de la salvación, en la historia del pueblo de Dios. Años más tarde, en una entrevista con un periodista se expresaba en los siguientes términos ante la pregunta: Jesús-Dios ¿No es una pretensión excesiva? (Cruzando el umbral de la esperanza. Editado por Vittorio Messori. Círculo de lectores 1997):




“Desde que Pedro confesó: Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo, Cristo está en el centro de la fe y de la vida de los cristianos, en el centro de su testimonio, que no pocas veces ha llegado hasta la efusión de sangre…

Se podría hablar de una concentración cristológica del cristianismo, que se produjo ya desde el inicio. Esto se refiere en primer lugar a la fe y se refiere a la tradición viva de la Iglesia. Una expresión peculiar suya tanto en el culto Mariano cómo en la mariología es que: Fue concebido del Espíritu Santo (Encarnación), nació de María Virgen”

 
Así se expresa el Misterio de la <Encarnación del Verbo> que forma parte del <Credo Apostólico>:

“Yo creo en Dios, Padre Omnipotente, creador del cielo y la tierra; y en Jesucristo, Su único Hijo, nuestro Señor, el cual fue concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos…”

Este llamado <Símbolo o Credo Apostólico> sigue diciendo el Papa (Ibid):

“Es la expresión de la fe de Pedro y de toda la Iglesia… Desde el siglo IV entrará en el uso catequético y litúrgico el Símbolo o Credo <Niceno-Constantinopolitano>, que amplía su enseñanza… En Nicea y Constantinopla se definió que Jesucristo es <Hijo único del eterno Padre, engendrado y no creado, de su misma substancia, por medio del cual todas las cosas han sido creadas>”

 


Por todo esto cabe preguntarse con respecto a la Asunción de la Virgen María:

“¿Podría obrar de otra manera (el Señor) con aquella de quién había tomado la naturaleza humana? ¿Podría permitir Él, Dios y Señor, que se corrompiese el cuerpo de aquella cuya virginidad había protegido Él tan celosa y admirablemente, conservándola siempre ilesa e Inmaculada?”

Son palabras del Padre Fr. Justo Pérez de Urgel, que deseamos  asumir como propias y por eso recordaremos también, la oración que el Papa san Juan Pablo II decía un 15 de agosto de 1986 para saludar a la Virgen de la Asunción durante el Ángelus,  en su festividad:

 

 
“<Bendita tú entre las mujeres…Dichosa la que ha creído>"  (Lc 1, 42. 45).

Verdaderamente eres llena de gracia, oh María; y por esta plenitud se ha desarrollado en Ti un mundo nuevo.

El del Emmanuel, el mundo del Dios-con-los-hombres.

El mundo de la fe, que abraza la realidad sobrenatural de Dios.

Esta realidad está en Ti. Dios está en Ti, Virgen Madre: <Bendito el fruto de tu vientre> (Lc 1, 42).

Venimos para encontrarte en el umbral de la casa de Isabel, que fuiste a visitar después de la Anunciación.



Y, a la vez, venimos para encontrarte en el umbral de este tiempo, abierto en el cielo, el tiempo que es Dios mismo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Venimos para encontrarte, oh María, en el día de tu Asunción.

Nosotros, la Iglesia de tu Hijo, que escuchamos recogidos tus palabras.

Y pensamos (nos lo sugiere la liturgia de la solemnidad de hoy) que las palabras por Ti pronunciadas durante la Visitación de Isabel, han vuelto a tus labios en el momento de la Asunción.

¡Han vuelto las mismas palabras pero, realmente, mucho más intensas por el <fruto> de toda tu vida!

Tú dices: <Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, porque ha mirado la humildad de su sierva…Ha hecho en mí maravillas el Poderoso cuyo nombre es santo> (Lc 1, 46,48).

Sí, oh María, santo es el nombre de Dios y el nombre tuyo alcanza en Él su santidad.

Y por eso todas las generaciones te llamarán bienaventurada”

 


    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIRGEN MARÍA: VIRGEN FIEL


 
 
 


San Juan Pablo II era un gran devoto de la Virgen María y por eso, de Ella, nos habló en muchos de sus mensajes orales o escritos. Recordaremos ahora aquello que dijo  durante su viaje a la Republica Dominicana, México y Bahamas,  más concretamente, en la Catedral de la Ciudad de México el 26 de enero del año 1979, casi al inicio de su Pontificado:

“De entre tantos títulos atribuidos a la Virgen, a lo largo de los siglos, por el amor filial de los cristianos, hay uno de profundísimo significado: <Virgo fidelis> (Virgen fiel).

Pero, podríamos preguntarnos: ¿Qué significa esta fidelidad de María? ¿Cuáles son las dimensiones de esa fidelidad?

La primera dimensión se llama búsqueda. María fue fiel, ante todo, cuando con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo.

“¿Quomodo fiet?” (¿Cómo sucederá esto?), preguntaba Ella al Ángel de la Anunciación.

Ya en el Antiguo Testamento el sentido de esta búsqueda se traduce en una expresión de rara belleza y extraordinario contenido espiritual: <Buscar el rostro del Señor>. No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta”

 


Hermosas y significativas palabras de un Papa santo que  dio un ejemplo de fidelidad  sin igual a toda su grey, y que consiguió que el mundo entero sintiera siempre un gran respeto y simpatía por su persona, sobre todo a causa de su inmensa labor evangelizadora, por amor a Cristo y su Mensaje, bajo el amparo y ejemplo de la Virgen,  su Santa Madre.

Sí, la Virgen María fue fiel en  la <búsqueda del rostro de Dios>, por eso es un gran modelo a seguir por sus hijos, los hombres, en la búsqueda de lo que debería ser más importante para ellos, <el rostro del Señor>. Así se lo hacía ver el Papa Benedicto XVI a todos aquellos que se habían congregado para escuchar sus palabras durante el viaje apostólico que realizó a Portugal, en la Iglesia de la Santísima Trinidad de Fátima el 12 de mayo de 2010:

“En el camino de la fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María.

Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para todo, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos  en la Santísima Eucaristía”

 



En este sentido, recordemos así mismo, que para el Papa san Juan Pablo II una segunda dimensión a considerar del don de la fidelidad es la <acogida>, la <aceptación>, por eso como él decía (Ibid):
“El <Quomodo fiet> se transforma, en los labios de María, en un <fiat>. Que se haga, estoy pronta, acepto: éste es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente  el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará captarlo todo, Entonces cuando el hombre acepta el misterio, le da un lugar en su corazón, así como <María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón>.

Es el momento en el que el hombre se abandona al misterio, no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo -¡por Alguien!- más grande que el propio corazón. Esa aceptación se cumple en definitiva por la fe que es la adhesión de todo el ser al misterio que se revela”
 


Sí, las palabras pronunciadas por la Virgen tras el anuncio del arcángel san Miguel son muy claras, y reveladoras, según el evangelio de san Lucas (Lc 1, 26-38):

-En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, la llamada Nazaret,

-a una doncella desposada con un varón llamado José, de la familia de David, y el nombre de la doncella era María.

-Y habiendo entrado a ella, dijo: <Dios te salve, llena de gracia, el Señor  es contigo, bendita  tú entre las mujeres>.

-Ella, al oír estas palabras se turbó, y discurría  qué podría ser esta salutación.

-Y le dijo el ángel: <No temas, María, pues hallaste gracia a los ojos de Dios>.

-<He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quién darás por nombre Jesús>.

-<Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David su padre,

-y reinará sobre la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin>.

-Dijo María al ángel: < ¿Cómo será eso, pues, no conozco varón?>

-Y respondiendo el ángel, le dijo: <El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cobijará con su sombra; por lo cual también  lo que nacerá será llamado, Hijo de Dios>.

-<Y he aquí que Isabel, tu parienta, también ella ha concebido un hijo en su vejez, y éste es el sexto mes para ella, la que llamaban estéril,

-porque no habrá para Dios cosa imposible>.

-Dijo María: <He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra>

 
 

No hay duda posible, la fidelidad de la Virgen es ejemplarizante para toda la humanidad, su historia debería siempre asociarse a esta fidelidad total, porque el consentimiento virginal de María al ángel de Dios, tenía por objeto no solo la <Encarnación  del Hijo de Dios>, sino el cumplimiento de las profecías mesiánicas y la realización de los <Divinos Consejos> sobre la salud humana.

Se puede asegurar que la acción de María dio como resultado que los designios del Creador  se convirtiesen en una realidad venturosa para los seres humanos, porque a penas la Virgen dio su consentimiento, su <fiat>, el <Verbo se hizo carne> y habitó entre nosotros, para salvarnos del mortal enemigo.

Ahora bien, la coherencia, es también una dimensión de la fidelidad, estamos totalmente de acuerdo con este profundo sentimiento que se refleja de forma magistral  en las palabras del Papa san Juan Pablo II (Ibid):

“Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones, antes que permitir ruptura entre lo que se vive y lo que se cree: esta es la coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más íntimo de la fidelidad.

Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días.

Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil en la hora de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida.

El <fiat> de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el <fiat> silencioso que repite al pie de la cruz.

 Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público”

 


Interesantísimas y bellas reflexiones las de este gran Pontífice que promovía la fidelidad de los hombres, a Cristo y su Iglesia, a través del amor y devoción a su Madre, la Virgen María. Por eso, aquel inolvidable día, en la Catedral de Ciudad de México, Juan Pablo II, pronunció también estas palabras que nunca olvidarán los hijos de aquella nación y que deberíamos también tener en cuenta los creyentes de todo el orbe:

“En esta hora solemne querría invitaros a consolidar esa fidelidad, a robustecerla. Querría invitaros a traducirla en inteligente y fuerte fidelidad a la Iglesia hoy. ¿Y cuáles serán las dimensiones de esta fidelidad sino las mismas de la fidelidad de María?

El Papa que os visita espera de vosotros un generoso y noble esfuerzo por conocer siempre mejor a la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha querido ser por encima  de todo un Concilio sobre la Iglesia. Tomad en vuestras manos los documentos conciliares, especialmente la <Lumen Gentium>, estudiadlos con amorosa atención, en espíritu de oración, para ver lo que el Espíritu ha querido decir sobre la Iglesia. Así podréis daros cuenta de que no hay –como algunos pretenden-  una <nueva Iglesia> diversa u opuesta a la <vieja Iglesia>, sino que el Concilio ha querido revelar con más claridad la Única Iglesia de Jesucristo, con aspectos nuevos, pero siempre la misma en su esencia”

Todos los Papas en sus viajes apostólicos a distintos países del mundo han querido enviar mensajes importantes, por su contenido teológico y dogmático a los cristianos de todo el mundo y muy especialmente en aquellos lugares donde el amor a la Madre de Dios está probadamente comprobado, como lo fue en el caso de México, donde la Virgen de Guadalupe es amada con la más arraigada devoción.



De igual forma, el Papa Benedicto XVI en su viaje a Portugal, en el décimo aniversario de la Beatificación de Jacinta y Francisco, pastorcillos de Fátima,  donde la Virgen  es también amada con la más arraigada devoción, durante la celebración  de las vísperas con sacerdotes, religiosos seminaristas y diáconos, pronunció un importante discurso, en el que volvió a recordar a sus hijos la clara necesidad de cultivar la fidelidad a Cristo y su Iglesia (Miércoles 12 de mayo de 2010), del cual recogemos también, algunas ideas:

“Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de las personas consagradas y del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote.

<<Si el Bautismo es una  verdadera entrada  en la santidad de Dios por medio de la <Inserción en Cristo> y la <Inhabitación de su Espíritu>, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial>> (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 31)…

Amados hermanos, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdocio.

Fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos  solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente”

 


Ciertamente la propia vocación exige arrojo y confianza en el Creador, como la tuvo la Virgen María en el momento de la aceptación de la <Encarnación del Verbo>, por obra del Espíritu Santo, convirtiéndose así en la Madre de Dios:

“<Madre de Dios>. Al repetir hoy esta expresión cargada de misterio, volvemos con el recuerdo al momento inefable de la Encarnación y afirmamos con toda la Iglesia que la Virgen se convirtió en Madre de Dios por haber engendrado según la carne a un Hijo, que era personalmente el Verbo de Dios. ¡Que abismo de condescendencia se abre ante nosotros!

Se plantea espontáneamente una pregunta al espíritu: ¿Por qué el Verbo ha preferido nacer de una mujer, antes que descender del cielo con un cuerpo ya adulto, plasmado por la mano de Dios? ¿No habría sido éste un camino más digno de Él?, ¿más adecuado a su misión de Maestro y Salvador de la humanidad? Sabemos que, en los primeros siglos, no pocos hombres (los docetas, los gnósticos, etc.) habrían preferido que las cosas hubieran sido de esa manera. En cambio, el Verbo eligió el otro camino ¿Por qué?

La respuesta nos llega con la límpida y convincente sencillez de las obras de Dios. Cristo quería ser un vástago auténtico de la estirpe que venía a salvar. Quería que la redención brotase como del interior de la humanidad, como algo suyo.

Cristo quería socorrer al hombre no como un extraño, sino como un hermano, haciéndose en todo semejante a él, menos en el pecado. Por eso quiso una madre y la encontró en la persona de María. La misión fundamental de la doncella de Nazaret fue, pues, la de ser el medio de unión del Salvador con el género humano.

En la historia de la salvación, sin embargo, la acción de Dios no se desarrolla sin acudir a la colaboración de los hombres: Dios no impone la salvación. Ni siquiera se la impuso a María. En el acontecimiento de la Anunciación no se dirige a Ella de manera personal, interpeló su voluntad y esperó una respuesta que brotase de la fe.



Los Padres de la Iglesia han captado perfectamente este aspecto, poniendo de relieve que <la Santísima  Virgen María, que dio a luz creyendo, había concebido creyendo> (San Agustín, Sermo 215, 4; cf. San León Magno., Sermo I in Nativitate, 1, etc.), y esto ha subrayado también el Concilio Vaticano II, afirmando que la Virgen <al anuncio del ángel recibió en el corazón y en el cuerpo al Verbo de Dios> (Lumen Gentium, 53).

El <fiat> de la Anunciación inaugura así la Nueva Alianza entre Dios y la criatura: mientras este <fiat> incorpora a Jesús a nuestra estirpe según la naturaleza, incorpora a María a Él  según la gracia.

El vínculo entre Dios y la humanidad, roto por el pecado, ahora felizmente está restablecido”

(Santa Misa en la casa de la Virgen. Homilía  de San Juan Pablo II; Efeso, 30 de noviembre de 1979)

 


Hermosa reflexión y excelente enseñanza de un Papa que ha sido declarado santo por la Iglesia, y con razón, porque fue inmensa la obra por él  realizada en su favor, siempre, y en todo lugar, sin importarle exponerse a situaciones gravemente peligrosas para él, como queda demostrado por su azarosa vida.

La Virgen a la cual él tanto amaba le ayudó en aquellos momentos más terribles y él le correspondió con esa devoción incondicional y duradera, propia de una fidelidad basada en el ejemplo de la propia Virgen.  

Como prosigue diciendo el santo Pontífice en la Homilía, durante su viaje a Turquía (Ibid):

“Al pronunciar su <fiat>, María no se convierte solo en Madre del Cristo histórico; su gesto la convierte en la Madre del Cristo total, <Madre de la Iglesia>. <Desde el momento del <fiat> (observa san Anselmo) María comenzó a llevarnos a todos en su seno>; por esto <el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del cuerpo>, proclama San León Magno. San Efrén, por su parte, tiene una expresión muy bella a este respecto: María, dice él, es <la tierra en la que ha sido sembrada la Iglesia>”

 



San Juan Pablo II destacó es su Homilía el hecho de que muchos Padres de la Iglesia, como San Agustín y San Efrén, o el mismo Papa San León Magno, proclamaran las maravillas de la Virgen María y la tomaran como modelo en en su caminar hacia Dios. Esto ha sido así desde el principio y hasta nuestros días como demuestran también, las alabanzas de un Pontífice tan carismático como el mismo  Benedicto XVI. 

Sí, el Papa Benedicto XVI, como hemos recordado anteriormente, cantó las grandezas de Virgen María y así por ejemplo en su Homilía durante misa celebrada en Castel- Gandolfo el sábado 15 de agosto de 2009 aseguraba que;

“El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría  debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante  la Encarnación del Hijo de Dios, anunciado y realizado en María, fue recompuesto y restituido a la libre aceptación del hombre por la fe”

 


María como dice Benedicto XVI  recuerda la primera página de la historia humana,  gracias a su fidelidad a Dios, evocando así mismo la última etapa del peregrinar del hombre sobre la tierra, en su forma de recorrer su propio camino hacia el reino de Dios.

Por eso María es el ejemplo a seguir en nuestro caminar por la vida hacia la santidad, ella nos muestra el camino, ella siguió ese camino siempre ascendente, en obediencia, confianza, esperanza y especialmente en fidelidad; toda su vida estuvo marcada por una <sagrada prisa>, porque sabía, y así deben saberlo todos los hombres, que es necesario que Dios sea siempre la prioridad en sus vidas, porque no hay ni habrá nunca algo mayor…

La gloria de María,  ennoblece a todo el género humano, como  expreso maravillosamente el poeta Dante:

 <Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su Hacedor no desdeñó  convertirse en hechura tuya>