Esta es la pregunta que muchas
parejas se realizan en la actualidad a la hora de recibir el
Sacramento del
matrimonio, movidos seguramente por la corriente de pensamiento que impera
dentro y fuera de la Iglesia Católica
A esta pregunta contestó
adecuadamente, en su día, el Papa Benedicto XVI (El amor se aprende. Las etapas
de la familia; Romana Editorial, S.L. 2012):
“El amor humano y la
responsabilidad que se asume con estas palabras tienen un carácter definitivo.
No deberíamos obstinarnos en querer encontrar una explicación racional para
cada pequeño detalle. Aquí viene en nuestra ayuda la sabiduría de la tradición
que, en definitiva coincide con la Palabra de Dios.
La dignidad del ser humano tan
sólo viene plenamente respetada a condición de hacer de sí mismo un don total,
sin reservarse el derecho a poner en
discusión ese don ni revocarlo. No es un
contrato temporal sino un ceder incondicionalmente el propio <yo>, a un
<tú>.
La entrega a la otra persona sólo
puede ser acorde a la naturaleza humana si el amor es total y sin reservas”
Sin duda las palabras del Papa
Benedicto XVI están llenas de sabiduría y cordura, porque como el mismo aseguró
en otra ocasión (Los caminos de la vida
interior; Ed. Chronica S.L. 2011):
“La familia es el rostro humano
de la sociedad y sin el amor incondicional entre hombre y mujer, y para
siempre, ésta no podría desarrollarse plenamente dando ejemplo a todos sus
componentes”
En este sentido, la Iglesia no puede dejar de anunciar que, de acuerdo con los planes de Dios (Mt 19, 3-9), el matrimonio y la familia no admiten otras alternativas, y sin embargo cada vez con más frecuencia se observa la tendencia a considerar como cosas normales situaciones familiares en las que aparecen cuestiones aceptadas por algunos pueblos en la antigüedad, pero que en Occidente y parte de Oriente habían tenido afortunadamente, un gran retraso en sus posterior aceptación, hasta este momento.
Es por eso quizás, que resulta
más extraño el hecho de que se pretenda imponer como normales situaciones que
ya habían dejado de serlas…
Así es, el hombre siempre vuelve
a sus vicios primarios, la carne tira mucho, como se suele decir, y ¿quién paga
los vidrios rotos?... Los hijos son los que sufren más en estas circunstancias…
San Pablo ya advertía a los romanos, del peligro que conllevaba el dejarse llevar por la carne y no por el espíritu (Rom 8, 5-7):
“Los que viven según sus
apetitos, a ellos subordinan su sentir, más los que viven según el Espíritu,
sienten lo que es propio del Espíritu / Ahora bien, sentir según los propios
apetitos lleva a la muerte; sentir según conforme al Espíritu conduce a la vida
y a la paz. / Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios,
puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse / Así pues, los que viven
entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios”
Las preguntas que surgen ante
coyunturas verdaderamente catastróficas dentro del seno familiar son: ¿A qué es
debido el retroceso en las costumbres? ¿Existe explicación lógica para ello?
Los Pontífices de la Iglesia
católica, han venido analizando, a lo largo de los últimos siglos, los motivos
que han sido causantes de la constante
destrucción de la familia. Según parece,
la falta de fe es una de las claves, así
como el alejamiento del hombre de Dios y el querer ocupar el lugar del Creador.
Todas estas tesituras han conducido a los hombres a situaciones gravemente
peligrosas para el matrimonio y por tanto para la familia.
El Papa Francisco en su <Discurso de inauguración del año Judicial del Tribunal de la Rota en Roma> el 21 de enero de 2017, nos quiso llamar la atención al respecto:
“Hoy me gustaría volver al tema
de la relación entre la fe y el
matrimonio, en particular, sobre las perspectivas de le fe inherentes en el
contexto humano y cultural en que se forma la intención matrimonial.
San Juan Pablo II explicó muy
bien, a la luz de la enseñanza de la Sagrada Escritura que < la peculiaridad
que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una
profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y la fe>
(Enc. Fides et ratio, 16).
Por lo tanto, cuanto más se aleja
la razón de la perspectiva de la fe, tanto más, el hombre se expone al riesgo
del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del necio.
Para la Biblia, en esta necedad
hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce
muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las cosas esenciales.
Esto le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1,7), y asumir una actitud
adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea.
Cuando llega a afirmar: <<Dios no existe>>
(cf. Salmo (14)13,1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su
conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su
origen y su destino…
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el último discurso que os dirigió recordaba que <sólo abriéndose a la verdad de Dios se puede entender, y realizar en lo concreto de la vida, también el conyugal y familiar, la verdad del hombre como hijo suyo, regenerado por el bautismo…>
El rechazo de la propuesta
divina, de hecho conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones
humanas, incluyendo la matrimonial. Es más que nunca necesario profundizar en
la relación entre amor y verdad. <El amor tiene necesidad de verdad. Sólo en
cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar
la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino
en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los
sentimientos y no supera la prueba del tiempo.
El amor verdadero, en cambio,
unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia
una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo
sólido, no consigue llevar al <<yo>> más allá de su aislamiento, ni
librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto>
(Enc. Lumen fidei, 27).
No podemos ignorar el hecho de que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada, las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhort. Ap Evangelii gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de criterio interpretativo y operativo para la existencia personal, familiar y social.
Este contexto, carente de valores
religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el consentimiento
matrimonial. Las experiencias de fe de aquellos que buscan el matrimonio
cristiano son muy diferentes. Algunos participan activamente en la vida
parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una vida
de intensa oración; otros están, sin embargo, impulsados por un sentimiento
religioso más genérico; a veces son personas alejadas de la fe o que carecen de
ella.
Ante esta situación, tenemos que
encontrar remedios válidos. Un primer remedio se encuentra en la formación de los jóvenes; a través de un
adecuado proceso de preparación encaminado a redescubrir el matrimonio y la
familia según el plan de Dios.
Se trata de ayudar a los futuros cónyuges a entender y disfrutar de la gracia, la belleza y la alegría del amor verdadero, salvado y redimido por Jesús. La comunidad cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor pueda convertirse en un sacramento, un signo eficaz de la salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en el concreto de su vida de amor.”
Así es, tal como aseguraba San Pablo en su Carta a los hebreos, es necesario, es
imprescindible, que tanto el hombre como la mujer tengan clara la premisa del
amor dentro del consentimiento matrimonial (Heb 13, 4-5): “Que todos honren el
matrimonio y guarden inmaculado el lecho conyugal, porque Dios juzgará a
fornicarios y adúlteros”
San Pablo exhorta con firmeza a valorar y honrar el matrimonio porque <cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara>, en palabras de San Josemaría (Es Cristo que pasa).
De aquí la necesidad de educar a
los jóvenes en general, y en concreto a los hijos en todas estas enseñanzas del
amor matrimonial, porque éste es el primer remedio, como asegura nuestro Papa
Francisco, para conseguir redescubrir el matrimonio y la familia como plan de
Dios.
Recordemos a este respecto lo que los antiguos aseguraban sobre la educación de los hijos (Eclesiástico 30, 2-3):
“Quien educa a su hijo, sacará
provecho de él y podrá gloriarse entre sus parientes / Quien instruya a su
hijo, dará envidia a su enemigo y podrá gloriarse ante sus amigos”
Son cuestiones que sabían por
experiencia los antiguos y que ahora suenan hasta mal en las vidas de algunos
padres despreocupados de su prole. Los
hijos, sobre todo en la pubertad y en la juventud, deben ser bien educados para
poder adquirir todos aquellos beneficios que aporta una familia bien avenida y
temerosa de Dios…
Así es, porque cosas fuertes y
duras se suelen producir con demasiada frecuencia en las llamadas familias
desestructuradas. En una casa donde se juntan los hijos e hijas resultantes de
la unión de un padre con distintas mujeres, o a la inversa, el amor fraterno
entre estos, es alto difícil que se produzca de una forma natural, y esto es
sabido desde antiguo, desde que el mundo es mundo, como se suele decir…
Así, hablaba el personaje, en
este caso femenino, de una obra del premio Nobel de literatura de 1922, D.
Jacinto Benavente (Cuando los hijos de Eva no son hijos de Adán):
“Para ser hermanos hay que serlo
de todo. Entre nosotros no hay nada que pueda unirnos; ni los recuerdos, ni el
haber conocido a la misma madre, ni siquiera el haber rezado las mismas
oraciones.
De distinta patria, de religiones
distintas… Ellas que hablan con desprecio de mi madre, yo que miro con más
desprecio a la suya… Podemos llamarnos hermanos, no podemos serlo…
Para ser hermanos hay que haberlo
sido siempre; hay que ser hijos del mismo padre y de la misma madre, en una
misma familia, con los mismos recuerdos, alegres o tristes, con la misma vida…”
Son palabras muy duras, pero no
por eso dejan de ser una alerta, en la gran mayoría de las ocasiones en que se producen semejantes situaciones.
Sí, situaciones límites llevan a los seres humanos a comportarse de forma límite, y solamente la fidelidad conyugal puede evitar ciertos desatinos…
Sí, situaciones límites llevan a los seres humanos a comportarse de forma límite, y solamente la fidelidad conyugal puede evitar ciertos desatinos…
Como recordaba el Papa Benedicto XVI (El amor se aprende. Etapas de la familia. Romana Editorial S.L. 2012):
“En la obra educativa, y
especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la
persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del
testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar
razón de la esperanza que sostiene su vida, está personalmente comprometido con
la verdad que propone.
El testigo, por otra parte, no
remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a
quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así,
para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran
testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el
Padre lo había enseñado (Jn 8,28).
Por este motivo, en la base de la
formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está
necesariamente la oración, la amistad personal son Cristo y la contemplación en
él del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro
compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar.
Así pues, la Familia de Nazaret
ha de ser para nuestras familias y para nuestra comunidad objeto de oración constante
y confiada, además de, modelo de vida…”