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viernes, 2 de noviembre de 2012

JESÚS NOS MOSTRÓ QUE EL DON DE LA FE ES UNIVERSAL (II)


 
 



Cuenta San Juan en su Evangelio que Jesús después de celebrar con sus Apóstoles la <Última Cena>, les dio un largo Sermón en el que entre otras muchas cosas les habló de los frutos de la fe (Jn 14, 12-14):
-En verdad en verdad os digo: Quién cree en mí, las obras que yo hago, también él las hará, y mayores que éstas, porque yo voy al Padre.
-Y cualquier cosa que pidáis en mi nombre, eso haré, para que sea glorificado el Padre en el Hijo.
-Si algo me pidiereis en mi nombre, yo lo haré

Jesús con estas palabras quiere mostrar a los Apóstoles que los frutos inmediatos de la fe, son la participación en sus obras y la eficacia inagotable de la oración. De esta forma prepara a aquellos hombres, en los que ha depositado toda su confianza, para la tarea evangelizadora que les tiene reservada, que no es otra que mostrar al mundo la fe salvadora de su Mensaje.


Por eso, también rogó el Señor a su Padre, en aquellos últimos momentos de estancia en La Tierra, por su Iglesia, para que todos sus componentes creyeran siempre en Él a lo largo de los siglos (Jn 17, 20-26):
-No os ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra,

-que todos sean uno; como tu Padre, en mí y Yo en ti, para que sean uno como nosotros somos uno, para que el mundo crea que Tú me enviaste.

-Y yo les he comunicado la gloria que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno.

-Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad; para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a mí.
-Padre lo que has dado, quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que contemplen mi gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo.

-Padre justo, y el mundo no te conoció, pero yo te conocí; y estos también conocieron que tú me enviaste.
-Y yo les manifesté tú nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste sea en ellos, y yo también esté en ellos.



Ante esta oración de Cristo, el Papa Benedicto XVI exclama: “Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacia el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, más profundo, de nuestra unidad.

Seremos, pues, una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer por esta dinámica, tanto más se realiza la unidad”

Magnifica reflexión del Santo Padre deseoso de que nos concienciemos enormemente en este  <año de la fe>, en la unidad de todos los hombres, en la universalidad de la fe, pero (Ibid):
“La oración de Jesús por nosotros ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con nosotros, los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aún así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario.



Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega de Dios y se repliega en sí mismo, pero también la victoria de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los uno a los otros. (Benedicto XVI. La alegría de la fe. Ed. San Pablo. Madrid. 2012)”


Esta es la oración de Jesús por la unidad universal de los hombres, sin distinción de razas, de nación o de clase, en una unidad tan fuerte que <todos sean uno>, cosa bien difícil de conseguir, pero no imposible, por la cual los hombres de buena voluntad siguen luchando con fe. Sin embargo, algunos se pueden preguntar ¿Cuál es la motivación o la causa de esta fe?

La respuesta, no es fácil, pero al menos si es evidente, que dos cosas son imprescindibles, <la confianza en recibirla> y la <constancia en pedirla>, así lo hizo una mujer cananea cuando se entero de la llegada de  Jesús a su región. Esta mujer llena de confianza y esperanza le pidió al Señor que salvara a su hija  del demonio, los hechos ocurrieron tal como relató San Mateo en su Evangelio (Mt 15, 22-28):


"Y he aquí que una mujer cananea, salida de aquellos confines, daba voces, diciendo:-Apiádate de mí Señor, Hijo de David; mi hija está malamente endemoniada / Más Él no le respondió palabra. Y llegándose sus discípulos, le rogaban, diciendo: -Despáchala, que viene gritando detrás de nosotros / El respondió, dijo: -No fui enviado sino a las ovejas descarriadas de Israel / Mas ella, llegando, se postraba delante de él, diciendo: Señor socórreme / El respondió, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos / Ella dijo: Si, Señor; que también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos / Entonces, respondiendo, dijo Jesús: -¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como quieres. Y quedo sana su hija desde aquella hora"

Sigue contando San Mateo en su Evangelio que después de la expulsión de los demonios de la hija de esta mujer cananea, Jesús siguió su camino llegando a la ribera del mar de Galilea y subiendo a una montaña, se sentó allí, siendo enseguida rodeado por la multitud, que enterada de sus milagros, llevaban consigo a sus familiares lisiados, esto es, a los cojos, ciegos, sordos, mancos, etc., y  los sanaba, con gran admiración por parte de todos los que allí se encontraban.

Sí, porque el Señor cura los males del cuerpo y también del alma, y le es indiferente la nacionalidad, la raza o la clase de los que a Él se dirigen, con fervor, humildad y constancia y por tanto esperanza que es lo mismo que fe.



Sí, como nos dice nuestro Papa Benedicto XVI, la fe es esperanza (Carta Encíclica “Spe Salvi” 30 de noviembre de 2007). En esta Carta el Papa analiza la <verdadera fisonomía de la esperanza cristiana> llegando a la conclusión siguiente:

“Nosotros necesitamos tener esperanzas, más grandes o más pequeñas, que día a día nos mantenga en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el Universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.

De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza.

Sólo su amor nos da posibilidad de perseverar día a día, con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que sin embargo, esperamos en lo más intimo de nuestro ser: la vida que es vida, que es <realmente> vida”.

                                     

El Papa con estas palabras nos abre su corazón para que podamos compartir  la esperanza en el Señor que él experimenta tan profundamente y nos invita a tener Fe en el mensaje Divino, porque sólo de esta forma seremos capaces de sobrellevar las imperfecciones de este mundo que en ocasiones tanto daño nos hacen, porque <<Dios no es una lejana “causa primera” del mundo, porque su Hijo Unigénito  se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él:

“Vivo en la Fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí”

(Gal 2,20)>> (Spe Salvi Papa Benedicto XVI).

Por eso la evangelización, más aún, la <Nueva evangelización>, es tan necesaria, porque también hoy como ayer, deberíamos exclamar como el Apóstol San Pablo: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!

Esta conocida expresión de San Pablo corresponde al momento en que el Apóstol se pone como ejemplo al pueblo de Corintio que en aquellos días era, sin duda, uno de los lugares más importantes, desde el punto de vista estratégico, para la propagación de la fe. En efecto, después de un elocuente alegato en el que San Pablo defiende sus derechos como Apóstol del Señor, recuerda a los corintios que para no ser gravoso a nadie durante su predicación del mensaje de Cristo, trabajaba para su sustento por propia iniciativa, porque su verdadero salario era el poder evangelizar a los pueblos (I Cor 9, 16-19):


"Porque si predico el Evangelio, no es para mí gloria ninguna; no tengo más remedio; pues ¡Ay de mí sino predicare el Evangelio! / Pues si por mí propia iniciativa hiciera esto, recibiría un salario; más si por imposición ajena, eso es puro desempeño de un cargo que me ha sido confiado. / ¿Cuál es, pues, mi salario? Que el predicar el Evangelio ponga de balde, para no hacer valer mi estricto derecho en la predicación del Evangelio. / Porque, siendo yo libre de todos, a todos me esclavizaré, para ganar a los más"

Gran generosidad del Apóstol San Pablo que nos muestra con sus palabras su estricta sujeción al Señor y su irrevocable entrega a la propagación de la fe. Y es que San Pablo había comprendido, al igual que los restantes Apóstoles, que tenían la misión primordial de evangelizar a los hombres por todos los confines de la tierra.

Por eso, la Iglesia fundada por Cristo es esencialmente misionera, y así deberá seguir siendo, hasta el final de los siglos, sobre todo teniendo en cuenta, ya no sólo, aquellos países a los que aún no ha llegado la palabra del Señor, sino aquellos otros, a los que habiendo llegado, en los últimos siglos, han sufrido una creciente pérdida de fe.
El espíritu con el que debemos, todos los católicos, seguir en la brecha, luchando para dar a conocer mejor el mensaje salvador de Jesús, es aquel que invadía al Apóstol San Pablo cuando se despidió de los Presbíteros, antes de iniciar su viaje de regreso a Jerusalén, próximo ya su <testimonio de Cristo>, siendo prisionero en Cesárea (Hch 20, 29-32):



"Yo se que después de mí partida se introducirán entre vosotros lobos bravos, que no perdonaran la grey; / y de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí. / Por lo cual vigilad, recordando que durante un trienio, noche y día, no cesé de amonestar con lágrimas a cada uno en particular. / Y ahora yo os dejo en manos de Dios y de la palabra de su gracia, que es poderosa para edificar y para dar herencia entre todos los que han sido santificados. / Plata, oro o vestido, de nadie lo codicie. / Vosotros mismos bien sabéis que a mis necesidades y a los que conmigo andan han proveído estas manos. / En todas cosas os mostré, que así, trabajando hay que socorrer a los débiles, y acordarse de las palabras del Señor Jesús, por cuanto Él dijo: <Mayor felicidad es dar que recibir>"

Los Presbíteros a los que se refiere Sam Pablo, en este pasaje del libro de los <Hechos de los Apóstoles> de San Lucas, eran probablemente los Obispos de Éfeso y de las ciudades vecinas, a los que el Apóstol exhorta a su partida sin retorno, a la vigilancia, para no dar nunca crédito a enseñanzas desviadas de la fe por él predicada, y al despego de los bienes materiales, juntamente con la práctica de la generosidad con los más débiles.

Este espíritu misionero acompañó siempre al Apóstol San Pablo, el cual se vio en la obligación de refutar muchas herejías sobre la persona y el Mensaje de Jesús, y  como él vaticinó, muchos hombres perversos, enseñaron cosas perversas, allí donde él había sembrado la semilla del Evangelio.
Recordemos que en la <Carta a los Hebreos> amonesta a este pueblo, que en ese momento de la historia se encontraba sumido en un gran vacío moral y religioso, unido a un gran terror a la persecución y condena, por parte de aquellos otros judíos que habían preferido apartarse de la fe de Cristo o que nunca la habían aceptado; expone San Pablo en su Epístola, los motivos por los que la perseverancia en la fe era imprescindible, siendo estos  según él: <la meditación de Cristo>, <los castigos de la apostasía>, <los recuerdos y esperanzas>, y <el ejemplo de los antiguos Profetas y Patriarcas>.

Respecto al primer motivo <La meditación de Cristo>, destacaremos aquí, aquellos versículos en los que el Apóstol habla, de la fe y de la esperanza, indistintamente, y de cómo se puede estimular la caridad (Hebreos 10, 22-24), y respecto del  tercer motivo, los <recuerdos y esperanzas>, destacaremos aquella parte que habla de un pasado no muy lejano para aquellos fieles atribulados (10, 32-35) :


"Lleguemos con sincero corazón con plena convicción de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura / Mantengamos inconmovibles la confesión de la esperanza, pues fiel es quien hizo la promesa / y considerémonos los uno a los otros para estimulo de las buenas obras ... / Acordaos de los días pasados, en que, habiendo sido iluminados, soportasteis recio combate de padecimientos / hechos, por una parte, blanco de ludibrios y tribulaciones como en público espectáculo, y por otra hechos solidarios de los que se hallaban en semejante situación / Porque compartisteis los padecimientos de los encarcelados, y recibisteis con gozo el robo de vuestros bienes, sabiendo que poseíais una hacienda mejor y permanente / No perdáis pues vuestra confianza, a la cual está vinculada una gran recompensa"

El Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica <Spe Salvi> plantea la pregunta acuciante ¿de qué genero ha de ser la esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ello? y la respuesta del Pontífice a su propia pregunta nos lleva a la certeza de que la fe es la esperanza deseada tal como trasluce la Carta a los Hebreos (Spe Salvi):

“En efecto, <esperanza> es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes de los textos sagrados, las palabras <fe> y <esperanza> parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la <plenitud de la fe> (10, 22) con la <firme confesión de la esperanza> (10, 23)…
La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad de la esperanza, y esta realidad presente constituye para nosotros una prueba de lo que aún no se ve. Esta trae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es  el puro <todavía no>. El hecho de que este futuro exista, cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras…


“Hyparchonta (Bienes) son las propiedades, lo que en la vida terrenal constituye el sustento, la base, la <sustancia> con la que se cuenta para la vida. Esta <sustancia>, la seguridad normal para la vida, se la han quitado a los cristianos durante la persecución. Lo han soportado porque después de todo consideraban irrelevante esta <sustancia> material. Podían dejarla porque habían encontrado una <base> mejor para su existencia, una base que perdura y que nadie puede quitar…

La fe otorga a la vida <una sustancia nueva>, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la <renta material>, queda relativizada”

Tradicionalmente la <Carta a los Hebreos> se ha considerado un escrito debido al Apóstol San Pablo, sin embargo desde antiguo algunos exegetas han discutido su autoría. Últimamente se ha especulado con la idea de que pudiera haber sido uno de sus discípulos, llamado Apolo, el autor de la misma, pero nosotros preferimos continuar en la línea tradicional porque pensamos que San Pablo aún vivía en el tiempo que fue escrita, aunque quizás se encontrara ya en Roma en retención involuntaria y eso sí, pudo pedir la ayuda de alguno de sus discípulos para retocarla y así ayudar a una mejor comprensión de su contenido de un profundo valor teológico.
El pueblo hebreo se encontraba por entonces sometido a tensiones políticas y religiosas extremas, muchas veces perseguido por causa de sus ideales y hasta sufriendo martirios tan terribles como el soportado por el Primer Obispo de Jerusalén, el Apóstol Santiago el Menor y por el propio autor de la Carta, el Apóstol San Pablo el cual ya había  padecido prisión en varias ocasiones.
San Pablo, al igual que los otros Apóstoles del Señor, había entendido desde el inicio de su llamada, que el Mensaje de Jesucristo era universal, esto es, que era necesario evangelizar tanto a los judíos (fieles o infieles a la ley de la Tora), como a los gentiles ó paganos. Esta cuestión queda totalmente clara y expuesta en el libro del evangelista San Lucas <Los Hechos de los Apóstoles>, donde se narran los viajes de San Pablo, el Apóstol de los gentiles por excelencia, como él mismo se consideraba, pero también por el reconocimiento del Apóstol San Pedro, primer Papa de la Iglesia, sobre este tema. Precisamente el incidente narrado, en este libro, de San Pedro con el centurión romano Cornelio, así lo deja bien establecido (Hechos 11, 1-18):



"Oyeron los Apóstoles y los judíos que estaban por la Judea que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios / Y cuando subió Pedro a Jerusalén, discutían con él los de la circuncisión / diciendo que había entrado en casa de hombres incircuncisos y comido con ellos / Más Pedro comenzó a exponer la cosa por su orden, diciendo: / <<Yo estaba en la ciudad de Jope orando, y vi en éxtasis una visión: que bajaba una especie de recipiente, a manera de lienzo grande, que, cogido por los cuatro cabos, se descolgaba desde el cielo, y llegó hasta mí / Fijos en él los ojos, estaba observando, y vi los cuadrúpedos de la tierra, y las fieras, y los reptiles y los volátiles del cielo / Y oí, además, una voz que me decía: Levántate, Pedro; sacrifica y come / Y dije: De ninguna manera, Señor, porque cosa profana o impura jamás entró en mi boca / Más respondió la voz por segunda vez desde el cielo: Lo que Dios purificó, tú no lo hagas profano / Y esto se repitió por tres veces; y fue arrebatado de nuevo todo hacia el cielo / Y he aquí en el mismo instante tres hombres se presentaron en la casa que yo estaba, enviados a mí desde Cesárea / Y dijo el Espíritu que fuese con ellos, dejada toda vacilación. Vinieron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en la casa del hombre / Y nos refirió como había visto en su casa al ángel, que, estando de pie, le decía: manda recado a Jope y haz venir a Simón que se apellida Pedro / el cual te hablará palabras con las cuales serás salvo tú y toda tu casa / Y al comenzar yo a hablar cayó sobre ellos el Espíritu Santo, lo mismo que sobre nosotros en el principio / Y recordé el dicho del Señor, de cuando decía: Juan bautizó en agua, más vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo / Sí pues, el mismo don  otorgó Dios a ellos que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿yo quién era para poner vetos a Dios?>> / En oyendo esto, se quietaron, y glorificaron a Dios diciendo: << ¡Con que  también a los gentiles otorgó Dios la penitencia para alcanzar la vida! >>"


San Pedro lleno de prudencia y sabiduría se enfrentó a aquellos creyentes que criticaban su aptitud frente a los gentiles, explicándoles con detenimiento el milagro que se había producido con la llegada del Espíritu Santo sobre los mismos, y como él, había recordado las palabras del Señor, al respecto, y esto fue suficiente para que todos proclamaran llenos de asombro ¡Con que también a los gentiles otorgó Dios la penitencia para alcanzar la vida! A este respecto podemos leer en la Carta Encíclica del Beato Papa Juan Pablo II <Dominum et vivificantem>, dada en Roma en el año 1986:
 
 


“La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo, que es <Señor y dador de vida>. Así lo profesa el símbolo de la fe llamado <niceno-constantinopolitano> por el nombre de dos Concilios: Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381), en los que fue formulado y promulgado.

En ellos se añade también que el Espíritu Santo <hablo por los profetas>. Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma, de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de los Tabernáculos: <Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí>, y como dice la Escritura: <De su seno correrán ríos de agua viva>. Y el evangelista explica: <Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él>.
Es el mismo símil del agua usada por Jesús en su coloquio con la samaritana, cuando habla de una fuente <fuente de agua que brota para la vida eterna>, y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento <de agua y de Espíritu> para <entrar en el Reino de Dios>”

Por su parte el Papa Benedicto XVI en la Solemnidad  de Pentecostés (Domingo 11 de mayo de 2008. Basílica de San Pedro) dijo en su Homilía refiriéndose a los Apóstoles que junto a la Virgen María y algunos discípulos se encontraban esperando la llegada del Espíritu Santo que Jesús les había anunciado:

“Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel, que se convirtiera en su propiedad, entre todos los pueblos, para ser digno de su santidad (Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor. <<Todo el monte Sinaí humeaba>>,  se lee en el pasaje, porque el Señor había descendido sobre él en fuego. Subía el fuego como de un horno y todo el monte retemblaba, con violencia>>  (Ex 19, 18).



En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias del miedo. En particular el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los presentes, todos los cuales se llenan del Espíritu Santo y, por efecto de dicha efusión, empezaron a hablar en leguas extranjeras (Hch 2, 4). Se trata de un verdadero <Bautismo> de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación.
En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por una fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve como este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación reciproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo”

Es muy significativo el hecho de que aquellos que en el Cenáculo habían recibido el Espíritu Santo hablaran en lenguas extranjeras, de forma que los que les oían entendían sus palabras, ello demuestra, una vez más, que la Iglesia desde su mismo nacimiento tenía el don de la universalidad, era <católica>, porque el Mensaje de Cristo estaba destinado a todos los hombres y el Señor encomendó a sus discípulos la misión de darlo a conocer  (Mt 28, 16-20):

"Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado / Y en viéndole, le adoraron: ellos que antes habían dudado / Y acercándose Jesús, les habló diciendo: Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra / Id, pues, amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el final de la consumación de los siglos.

Así termina el Evangelio de San Mateo, con estas palabras del Señor que constituyen a los Apóstoles maestros, no sólo de la fe, sino también de la moral, asegurándoles además, su presencia incesante sobre la Iglesia hasta la Parusía.

Sí, porque como también nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su Homilía:



“La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular –la Iglesia de Jerusalén- sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo. Iglesias particulares que son todas, y siempre, actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto la Iglesia de Católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia”

El Papa se muestra en este último punto exigente, y así debe ser, porque corren tiempos difíciles para la Iglesia de Cristo, después de un largo camino recorrido a lo largo de más de veinte siglos, que la ha llevado incluso a la necesidad de realizar en el momento actual una <Nueva evangelización>, de aquellos pueblos que habiendo conocido el Mensaje del Señor, se han olvidado total o parcialmente de él.
El Papa ha proclamado el periodo de tiempo que va desde octubre de 2012 a octubre de 2014, aproximadamente, como el <Año, de la Fe>, para que todos los creyentes nos concienciemos realmente de esta problemática y tratemos de aportar, <nuestro granito de arena> al restablecimiento de fe entre los pueblos, entre nuestros familiares, en nosotros mismos, y seguir de este modo cumpliendo con los deseos de nuestro Salvador. Porque merece la pena tal y como también recordaba el Papa en la Homilía anterior, al hablar del camino recorrido por la Iglesia desde Jerusalén hasta Roma: 

“A este respecto, es preciso añadir la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles, sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén en el día de Pentecostés, San Lucas cita a los <forasteros de Roma> (Hch 2, 10). En ese momento Roma era aún lejana, era <forastera> para la Iglesia naciente: era el símbolo del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos <hasta los confines de la tierra>, hasta Roma.



El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando San Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del Imperio y allí anuncia el Evangelio (Hch 28, 30-31).

Así el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero, y por eso encarna la idea de <catolicidad> de San Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia Católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión”