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sábado, 1 de febrero de 2014

JESÚS Y SU IGLESIA, PRESENTE ACTUALMENTE EN MISTERIO



 
 
 
 
La Iglesia es en Cristo como un “Misterio”, tal como podemos leer en la Constitución Dogmática, del Concilio Vaticano II, <Lumen Gentium> (GL 3): “La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en Misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Éste comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado
(Jn 19, 34)”


Así es, en la narración de la Pasión y Muerte de Jesús según el Evangelio de San Juan  se informa de aquel hecho histórico crucial y transcendental por el que un soldado perforó con su lanza el costado del Señor, saliendo al punto, de éste, sangre y agua.
Desde siempre, los santos Padres de la Iglesia Católica, han reconocido: 1) que al salir la sangre de Cristo de su costado herido, con ello se sellaba, la Redención de los hombres, simbolizada de forma especial, en el Santísimo Sacramento  de la Eucaristía; 2) que el agua salida del costado de Cristo simbolizaba, así mismo, otro Sacramento, el del Bautismo, por el cual el creyente participa en la muerte de Cristo.

 
 
Por otra parte, la sangre y el agua que manaron del costado de Jesucristo, son la viva imagen de su Iglesia, que como nueva Eva, sale del costado del segundo Adán (Cristo). Esta idea ha quedado reflejada,  en  un documento esencial de la Iglesia: <Lumen Gentium>
 Aquellos que olvidaron o quizás ignoran, que la Iglesia Católica es “Misterio”, y en sentido analógico “Sacramento”, deberían tener presentes, esta enseñanza del Papa León XIII (Carta Encíclica <Santis Cognitum>. Dada en Roma en el año 1896):


 
 
“Si para volver a esta madre amantísima deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla comprar ese retorno, desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese precio la pagó Jesucristo), pero sí, al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves por otra parte, verán claramente, al menos, que esas condiciones no han sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de Dios, y, por tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por sí mismos la verdad de estas divinas palabras: <Mi yugo es dulce y mi carga ligera> (Mt 11, 30)”


Cuenta, San Lucas en su Evangelio, que estando ya próxima la Pasión y Muerte del Señor, éste deseó volver una vez más a Jerusalén;  por entones, según el evangelista, Jesús mandó a 72 discípulos a evangelizar a las gentes diciéndoles: <la mies es mucha, pero los obreros pocos>. Fue al regreso de estos discípulos, por cierto, rebosantes de alegría por los éxitos alcanzados, aseguraban: <Señor hasta los demonios se nos someten en tu nombre>, cuando pronunció Jesús, las siguientes palabras, reveladoras del alborozo que embargaba su corazón (Lc 10, 21-22):
 
 
 
 
"Te Bendigo, Padre, Señor del cielo y de la Tierra, porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes y las descubriste a los pequeñuelos. Bien, Padre, que así ha parecido bien en tu acatamiento / Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre, y ninguno conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien quisiere el Hijo revelarlo"


También San Mateo en su Evangelio narró este júbilo del Señor, pero con pequeñas diferencias, aunque coincidiendo con la narración de San Lucas en la doxología al Padre (glorificación) y en la revelación de la  identidad del Hijo, en cambio omite el epílogo de este Evangelista, en el que se cuenta  la alabanza de Jesús, a aquellos que le veían y le escuchaban (Lc 10, 23-24):
"Y vuelto a los discípulos en particular, les dijo: Dichosos los ojos que ven lo que veis / Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron"

 
 
 
Sin embargo, es  San Mateo, precisamente, refiriéndose también a este pasaje de la vida del Señor, el que añade unos cuantos versículos a los ya referidos en el Evangelio de San Lucas, por los que Jesús invita a todos los hombres a tomar su yugo  en la vida  y a aprender de Él,  a ser mansos de corazón (Mt 11, 28-30):

"Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré / Tomad mi yugo sobre vuestros hombros, y aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas / Porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera"


Así pues, tal como aseguraba el Papa León XIII, en la Carta Encíclica anteriormente mencionada, Jesús desea que todo aquel que por una u otra causa esté alejado de su Iglesia, vuelva a ella, para experimentar por si mismo que la verdad solo se encuentra en la Divina Palabra que ella conserva y proclama, porque no es tan grande el precio que se le pide, y a cambio hallará el verdadero reposo de su corazón: <mi yugo es suave y mi carga ligera>.
Sí, porque aunque Dios Todopoderoso, podría haber obrado sólo, para ayudar a los hombres, ha preferido, por un consejo misericordioso de su Providencia, servirse de los mismos hombres (León XIII. Carta Encíclica <Satis Cognitum>. Junio de 1896):


 
 
“Es evidente que ninguna comunicación entre los hombres puede realizarse sino por  medio de las causas exteriores y sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana (Flp 2, 6-7): <El cual, siendo de condicion divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios / Al contrario, se despojó  de su grandeza, tomó la condición de esclavo, y se hizo semejante a los hombres> .Pero como su misión divina debía ser perdurable y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de su poder y haciendo descender sobre ellos de lo alto de los cielos al Espíritu Santo, les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente en todas las naciones lo que Él mismo había enseñado y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y obedeciendo sus leyes, el género humano pudiera adquirir la santidad  y en el cielo la bienaventuranza eterna”.

 
 
 
La Iglesia fue instituida por Cristo con este fin, y en su día así lo profetizó con estas palabras (Jn 12, 32): “Y Yo, cuando fuera levantado de la tierra, a todos arrastraré hacia mí”

La atracción universal, de toda la humanidad hacia Cristo crucificado, queda indicada en esta significativa frase del Señor, que él pronunció con motivo de la llegada a Jerusalén de unos gentiles para dar culto a Dios, porque también por entonces había ya  entre otros pueblos no israelitas el deseo imperioso de conocer al verdadero Dios, y por eso estaban impacientes por encontrarse con Jesús para que les revelara su Verdad, sin embargo respetuosos, y acaso temerosos de su poder, prefirieron pedir ayuda a uno de sus Apóstoles, concretamente a Felipe, para que actuara como su embajador ante él, rogándole con estas palabras: <Señor queremos ver a Jesús>.

 
 
 
Felipe prudentemente, en vez de dirigir este deseo directamente a Jesús, le dijo a Andrés lo que pasaba, y así luego ambos expusieron a su Maestro este ruego. El Señor ante esta situación da la impresión de que  ve más próxima que nunca su Pasión, Muerte y Resurrección, al pronunciar estas, en principio, misteriosas palabras (Jn 12, 23-26):

"Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre / En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no es enterrado y muere, queda él solo; más si muere, lleva mucho fruto / Quien ama su vida, la pierde; y quien aborrece su vida en este mundo, la ganará para la vida eterna / Quien me sirve, sígame; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor"

Luego, se abatió sobre Él, por su naturaleza humana, la angustia ante la proximidad de los terribles acontecimientos que se avecinaban, y dijo (Jn 12, 27): <Ahora mi alma se ha turbado; ¿Y qué diré? Padre sálvame de esta hora>. Pero enseguida, con humildad y tremendo amor hacia la humanidad, ante la llegada de su Pasión y Muerte exclamó (Jn 12, 27-28) :< Más para esto vine a esta hora. Padre, glorifica tu nombre>.
 
Tras la dócil aceptación de Jesús, de la voluntad del Padre, se produce una manifestación  de Dios ante los hombres (Teofanía), que ha quedado así reflejada en la narración de San Juan (Jn 12, 28-32):

"Vino, pues, una voz del cielo: <Le glorifiqué y de nuevo lo glorificaré> / La turba, que allí estaba y lo oyó, decía que había sido un trueno. Otros decían: <Un ángel le ha hablado> / Respondió Jesús y dijo: <No por mí ha venido al voz, sino por vosotros> / Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera / Y Yo, cuando fuere levantado de la tierra, a todos arrastraré a mí"

 
 
Son dos las revelaciones que Jesús hace en este decisivo momento de la historia de la humanidad. Por una parte, que su muerte dará como fruto la victoria definitiva sobre el maligno, sobre Satanás, el príncipe del mundo, y por otra que se establecerá una atracción universal de toda la humanidad, desde la Cruz, hacia Cristo y su Iglesia.


Y esto será así a lo largo de toda las generaciones desde la venida del Hijo del hombre, del Mesías, porque como muy bien nos dijo el Papa Juan Pablo II (Carta Encíclica <Veritatis Splendor>. Dada en Roma el 6 a agosto de 1993):

“La relación entre Cristo Palabra del Padre, y la Iglesia, no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente…

La contemporaneidad de Cristo responde al hombre de cada época, se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Y por eso Dios prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les <recordaría> y les haría comprender sus mandamientos (Jn 14, 26) y al mismo tiempo, sería el principio frontal de una vida nueva para el mundo (Jn 3, 5-8); Rm 8, 1-13)”


La Constitución dogmática <Dei Verbum> ha expresado este gran misterio en los términos bíblicos de un diálogo nupcial, como ha recordado el Papa Benedicto XVI (Los caminos de la vida interior. Benedicto XVI Ed. Chronica; 2011):

“Dios que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado, y el Espíritu Santo por quién la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3.16) (Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución dogmática <Dei Verbum>)”

 
 
 
En efecto, una vez terminada la obra sobre la tierra, que el Padre había encomendado a su Hijo Unigénito,  Éste envió al Espíritu Santo sobre sus discípulos reunidos en el Cenáculo, en torno a la Virgen María, el día de la celebración de la fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la Alianza del Sinaí, en tiempos del Patriarca Moisés.


Tras la llegada del Espíritu Santo (en forma como de lenguas de fuego que se dividían y se posaban sobre los allí presentes), la Iglesia de Cristo se manifestó públicamente por primera vez, ante las gentes, que habían acudido hasta el lugar, asombradas y quizás sobrecogidas, por el fenómeno extraordinario que tuviera lugar (estruendo parecido al viento que sopla fuertemente), y desde ese mismo momento se inició la labor evangelizadora de la Iglesia instituida por Jesucristo porque los que estaban en aquel lugar <se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse> (Hech 2, 4)

Con razón la Iglesia así instituida es <Sacramento universal de Salvación>, tal como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C nº774):

“La palabra griega <mysterion>, ha sido traducido al latín por dos términos: <mysterium> y <sacramentum>. En la interpretación posterior el término <sacramentum> expresa mejor el signo visible de la realidad oculta en la salvación, indicada por el término <mysterium>. En este sentido, Cristo es el mismo <Misterio de la Salvación>…
 
 
La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el <Sacramento de la Salvación>, que se manifiesta y actúa en los Sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias Orientales llaman también <los santos misterios>). Los siete Sacramentos (Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio) son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es el su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada <Sacramento>”


En la actualidad, la existencia del Dios Trino, del Dios Creador de todas las cosas, se pone constantemente en <tela de juicio>, por decirlo con palabras corrientes, tanto en los distintos medios de comunicación, como en el día a día de las personas, en aras de la ciencia y las tecnologías creadas por la humanidad. Ello ha llevado a muchos hombres y mujeres a ver en la Iglesia una institución que debería dedicarse solamente a las obras de caridad, olvidándose por completo de que también tiene una tarea evangelizadora que realizar, la cual algunos consideran adoctrinamiento, como si de un partido político se tratara.
Sin embargo por importante que sea la labor social de la Iglesia, para paliar las necesidades materiales de la humanidad, y más en tiempos de crisis económica como la actual, el verdadero <núcleo>, la <verdadera razón de ser> de la Iglesia de Cristo,  es ser <Misterio>, ser <Sacramento universal de salvación>. Por esta razón aquellos que se llaman creyentes y dicen <creo en Dios>, pero <paso de los sacerdotes>, ó bien,  <Jesús sí, Iglesia no>, se encuentran en el camino de la obcecación y de la antítesis, porque Dios y por tanto su Hijo Unigénito, nunca pueden estar en contraposición con su Iglesia ó con sus Apóstoles, de los cuales los sacerdotes son representantes.
 
 
 
En este sentido, resulta interesante recordar  la denuncia del Cardenal Joseph Ratzinger (“Un canto para el Señor. Cardenal Joseph Ratzinger. Papa Benedicto XVI. Ed. Sígueme. Salamanca 2011):

“La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis <Jesús sí, Iglesia no> parece típica del pensamiento de una generación…Detrás de esta difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia, late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la fórmula <Jesús sí, Iglesia no>, habría que decir  <Jesús sí, Cristo no>, ó <Jesús sí, el Hijo de Dios no>…La separación entre Jesús y Cristo, es a la vez, separación entre Jesús e Iglesia; se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra suya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él una nueva clase de libertad, de redención…”

Pero ¿cuáles son las raíces de esta separación entre Jesús y Cristo? Ésta es una cuestión que viene de lejos, de los inicios de la Iglesia, tal como podemos leer en la  primera Carta del Apóstol San Juan, con ocasión de las desviaciones del Mensaje de Cristo, por parte de algunos que llamándose creyentes, se comportaban como verdaderos Anticristos. A la cabeza de todos ellos se encontraba Cerinto, líder herético de una secta próxima al gnosticismo,  que para desprestigiar la figura de Cristo mantenía, entre otras herejías, que había venido en agua, pero no en sangre…

 
 
 
San Juan, se las rebatía, y en su Carta (I Jn 2, 22), preguntaba< ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo>, y más tarde en esta misma Carta dice (Jn 4, 2-3): <En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo>.

Entre las causas, que han podido contribuir al empeño de algunos de separar a Jesús, de Cristo, Benedicto XVI menciona en primer lugar, la construcción del llamado <Jesús histórico> (Ibid):

“El principio constructivo sobre el que emerge este Jesús excluye lo divino de él, siguiendo el espíritu de la Ilustración. Este <Jesús histórico> no puede ser Cristo ni Hijo…La Iglesia queda así descartada; solo puede ser una organización humana que se intenta utilizar con más o menos habilidad la filantropía de Jesús. Desaparecen también los Sacramentos…

Detrás de este despojo de Jesús que es el <Jesús histórico>, hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión: imagen moderna del mundo”

Como segunda causa de la separación en la sociedad moderna, de Jesús, de Cristo, el Santo Padre menciona la tendencia de los hombres, en la actualidad, de tratar de explicar todo bajo el ámbito del empirismo, esto es, de la experimentación realizada por ellos sobre todos los ámbitos de la vida material e incluso espiritual (Ibid):
 
 
“El hombre de hoy no entiende ya la doctrina cristiana de la Redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de los términos como expiación, transcendencia y reparación…La confesión de Jesús como Cristo cae por tierra. A partir de ahí, se explica también el enorme éxito de las interpretaciones psicológicas del Evangelio, que ahora pasa a ser el anticipo simbólico de la curación psíquica…La teología de la liberación –hoy fracasada prácticamente-descansa en las mismas razones. La Redención es sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra”

Por último, como tercera causa que resume,  y encaja las dos anteriores, nos señala el Papa Benedicto la <perdida de la imagen real de Dios> (Ibid):

“Ya no resulta posible concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido original del Universo, si es que lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece ridículo imaginar que nuestra acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del Universo. Parece mitológico atribuirle una acción en el mundo”
 
 
 
 
Como consecuencia de todas estas cuestiones denunciados por el Papa Benedicto XVI, ha quedado como secuela entre algunos cristianos, cierta inseguridad e incluso increencia sobre la acción de Dios en la historia y sobre el papel primordial de su Iglesia. Es conveniente por tanto recordar también a este respecto las palabras del Papa Juan Pablo II (Carta <Dominicae Cenae> Vaticano 24 de febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980):

“La Iglesia ha sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que, en la última Cena, han participado del Cuerpo y de la Sangre del Señor, bajo las especies del pan y del vino. Cristo les había dicho: <tomad y comed>…<tomad y bebed>. Y ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna. Desde ese momento y hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna…

La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión fraternal, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos <la muerte del Señor hasta que Él venga> (I Cor 11, 26). Y luego cuando compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio.

 
 
En la Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión con Él, que es don y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en Él a la unidad de su Cuerpo, que es su Iglesia. Solamente de esta manera, mediante la fe y disposición de ánimo, se realiza esa construcción de la Iglesia, que según la conocida expresión del Concilio Vaticano II, halla en la Eucaristía la <fuente cumbre de la vida cristiana> “

San Ambrosio, Obispo y Doctor de la Iglesia (397 +), que desde su niñez en Roma tenía el deseo ferviente de servir a Cristo y su Iglesia, escribió un <Tratado de la Fe>, para librar a ésta de los errores del arrianismo, y que ha sido un  excelente modelo a seguir, a lo largo de los siglos. Gran devoto del Santísimo Sacramento de la Eucaristía escribió la hermosa oración:

“Salve, Víctima de salvación, ofrecida en el patíbulo de la Cruz por mí y por todo el linaje humano. Salve, noble y preciosa Sangre que mana de las llagas de Jesucristo crucificado y lava los crímenes del mundo. Acordaos, Señor, del hombre que habéis rescatado con vuestra Sangre”

El ejemplo de tantos santos que ha dado la Iglesia de Cristo, han servido de aliento a todos los creyentes en su caminar hacia Dios. Sí, porque como también decía el Papa Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. El reto de la nueva evangelización. Círculo de lectores):
 
 
 
“La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra que  <la lucha por el alma de este mundo>. Si de hecho por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por otro hay una poderosa <anti-evangelización>, que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí, donde el espíritu de este mundo parece más poderoso.

En este sentido, en la Carta <Redemptoris missio>, se habla de los modernos areópagos, es decir, de los nuevos púlpitos. Estos areópagos, son hoy en día el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas.

La evangelización  renueva el encuentro de la Iglesia con el hombre, está unida al cambio generacional. Mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de su Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, a los que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecen rechazar”   
 
 
Bellas y consoladoras palabras de un Papa que ha sido impulsor y alentador de las Jornadas mundiales de la Juventud, las JMJ, que tantos frutos ha dado a la Iglesia de los dos últimos siglos. La Iglesia le estará siempre agradecida por ello, y por tantos otros beneficios que ha recibido durante su Pontificado, por eso desde el mismo momento de su partida de este mundo para ir hacia el Padre  celestial, su grey ha gritado ¡santo!, y pronto será reconocido como tal por la Iglesia católica.


Las Jornadas mundiales de la juventud, originadas sobre una idea del Papa Pablo VI, un Vicario de Cristo también muy preocupado por la juventud, que en el Año Santo de 1975  reunió en Roma a varios miles de personas jóvenes en su mayoría, de todo el mundo, posteriormente fueron potenciadas de forma decisiva por el Papa Juan Pablo II, siendo apodado por ello con el apelativo cariñoso del <Papa de los jóvenes>. Estos grande encuentros en los que participan con gran interés la juventud de tantos Países, para escuchar las catequesis de los sucesores de Pedro y dar al mundo, con ello, muestras evidentes de que la Iglesia de Cristo está viva, y es aceptada y amada por las nuevas generaciones, se vienen realizando con regularidad cada dos o tres años. La última ha tenido lugar en Brasil, a donde en viaje apostólico, marchó el Papa actual Francisco, siendo como todas las anteriores, un gran estímulo para los creyentes y un objeto de reflexión para los increyentes.

Algunos se pueden aún preguntar qué significa todo esto; la respuesta del Papa Juan Pablo II es esclarecedora y contundente (Ibid):

“Significa que el Espíritu Santo obra incesantemente ¡Que elocuentes son las palabras de Cristo!: < ¡Mi Padre obra siempre y yo también obro! (Jn 5, 17).

El Padre y el Hijo obran en el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad, y la verdad no cesa de ser fascinante para el hombre, especialmente para los corazones jóvenes. No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas. Para Cristo lo importante son las obras de caridad. La Iglesia a pesar de todas las pérdidas que sufre <no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro>. Tal esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espíritu siempre se mide con el metro de estas palabras apostólicas: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!”

 
 
 
Esta bella frase salió de la boca del Apóstol San Pablo y ha quedado recogida en su primera Carta a los corintios. San Pablo se sintió, después de la llamada del Señor, impelido de inmediato a realizar la tarea evangelizadora que Éste le había destinado entre los pueblos paganos, sintiéndose atraído  por la idea de convertir a los habitantes de Corinto ciudad llamada por Horacio la <de los dos mares>, porque le pareció desde el primer momento el lugar ideal para llevar el Mensaje de Jesucristo, dado el grado de corrupción que allí existía.

Fueron casi dos años los necesarios para conseguir los deseos del Apóstol, siendo los gentiles y los más pobres de la ciudad, los que de manera preferente se dejaron arrastrar por sus enseñanzas, pero al fin consiguió fundar la Iglesia de Corinto, la cual en un principio dio muy buenos frutos para la cristiandad de la época; más tarde, y bajo la acción del maligno, surgieron graves problemas en el seno de esta Iglesia tan floreciente, porque la inmoralidad y costumbres licenciosas volvieron a tomar carta de naturaleza. Enterado el Apóstol de lo que sucedía y muy apenado por ello escribió esta primera Carta a los corintios, que en realidad según los estudiosos sería la segunda ya que de la primera no ha quedado constancia escrita, en la Pascua hacia el año 56 d. C. Es en la segunda parte de dicha Carta, donde San Pablo pronuncia esta famosa frase (I Co 9, 16-19):

-Porque si predico no es para mí gloria ninguna; obligación es la que pesa sobre mí; pues ¡ay de mí si no predicare el Evangelio!

-Pues si  por mi propia iniciativa hiciera esto, recibiría mi salario; mas si por imposición ajena, eso es puro desempeño de un cargo que me ha sido confiado.

-¿Cuál es pues mi salario? Que al predicar el Evangelio lo pongo de balde, para no hacer valer mi estricto derecho en la predicación del Evangelio.

-Porque siendo yo libre de todo a todos me esclavicé, para ganar a los más

Gran humildad y sabiduría la del Apóstol San Pablo. Él se nos muestra como sumiso totalmente a los deseos de Cristo, sin pedir nada a cambio por su labor de emisario divino, debido a una fuerza irresistible ejercida sobre su corazón por causa del amor a Jesucristo y a la humanidad (<Dios está cerca>.  En efecto, como asegura Benedicto XVI Ed. Chronica 2011):

 
 
“Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunidad entera estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, San Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo Crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente,  la debilidad y la humildad de quién confía sólo en el <poder de Dios> (I Co 2, 1-5)”

Éste es el gran ejemplo a seguir por todos los miembros de la Iglesia católica porque como muy bien advertía el Papa Juan Pablo II (Ibid):

“La Iglesia evangeliza, la Iglesia anuncia a Cristo, que es camino, verdad y vida; Cristo único mediador entre Dios y los hombres. Y a pesar de las debilidades humanas, la Iglesia es incansable en este anuncio. La gran oleada misionera, la que tuvo lugar en el siglo pasado (S. XIX), se dirigió a todos los continentes y en particular, hacia el continente africano.

Aún en ese continente tenemos muchas tareas que hacer con una Iglesia indígena ya formada. Son numerosas ya las generaciones de Obispos africanos. África se convierte así, en un continente de vocaciones misioneras. Y las vocaciones, gracias a Dios, no faltan. Todo lo que disminuye en Europa, otro tanto aumenta allí, en África o en Asia.

Quizás algún día se revelen verdaderas las palabras del Cardenal Hyacinthe Thiandoum (natural de Poponguine dentro de la Arquidiócesis de Dakar, Senegal. 1921-2004), que planteaba la posibilidad de evangelizar al <Viejo Mundo>, con misioneros negros y de color. Y por eso hay que preguntarse si no será ésta una prueba más de la <permanente vitalidad de la Iglesia”
 
 
 
Así ha sido y así será, con la ayuda del Espíritu Santo, desde el mismo momento de su institución por nuestro Señor Jesucristo, hasta el final de los siglos. La Iglesia tiene como principal cometido conservar y propagar el Mensaje de Cristo, pero además como recordaba el Papa León XIII (Carta Encíclica <Satis Cognitum> 29 Junio 1896):


“Por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina, fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la sola fe; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende sobretodo, el sacrificio divino y la participación en los Sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina.

Todo esto debe encontrase en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el final de los siglos las funciones del Salvador; la religión que por voluntad de Dios, en cierto modo tomó cuerpo en ella, es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia, son necesarios a los hombres, sólo ella es quien los procura”      

Palabras de un Papa de tiempos pasados pero que representan en la Iglesia de Cristo un ítem de referencia para todas las generaciones en el presente y en el futuro, porque como también aseguraba el Papa Benedicto XVI la Iglesia <vive de la Palabra de Dios> (Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre. Benedicto XVI. Ed. Chronica S. L. 2011):

 
 
“La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las Sagradas Escrituras. Precisamente por eso, como subraya la Constitución, ha atribuido siempre a las divinas Escrituras una veneración semejante a la que reserva al Cuerpo mismo del Señor (cf. Dei Verbum, 21). Por ello, San Jerónimo, citado por el documento conciliar, afirmaba con razón que desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo (cf. Ibid, 25).

La Iglesia y la Palabra de Dios están inseparablemente unidas. La Iglesia mira la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios resuena en la Iglesia, en sus enseñanzas, y en toda su vida. Por eso el Apóstol San Pedro nos recuerda que <ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana; sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios> (I Pedro 1, 20).

 
 
La Iglesia siempre debe renovarse y rejuvenecerse, y la Palabra de Dios que no envejece, ni se agota jamás, es el medio privilegiado para este fin. En efecto, es la Palabra de Dios la que, por la acción del Espíritu Santo, nos guía siempre de nuevo a la verdad completa (cf. Jn 16, 13)”