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sábado, 16 de septiembre de 2017

EVANGELIZAR QUIERE DECIR MOSTRAR EL CAMINO, ENSEÑAR EL ARTE DE VIVIR (I)


 
 
 
 
 
 
El Papa Benedicto XVI, cuando todavía era cardenal, en una conferencia que pronunciaba en el Congreso de Catequistas y Profesores de religión en la ciudad de Roma en el año 2000, aseguraba que: “Evangelizar quiere decir mostrar el camino, enseñar el arte de vivir”

La Iglesia tiene la obligación, el deber permanente, de evangelizar al mundo, es su misión, y los laicos como miembros  que son de la misma deben llevar a cabo su parte en este crucial cometido, el cual fue confiado por Cristo a sus Apóstoles y por extensión a sus seguidores a lo largo de todos los siglos (Mc 16, 9-15):
 
 


-Habiendo resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la cual había lanzado siete demonios.

-Ella fue a dar la nueva a los que habían con Él, que estaban afligidos y lloraban.

-Y ellos, oyendo decir que vivía y que había sido visto por ella, no le creyeron.

-Tras esto, a dos de ellos que iban de camino se apareció en diferente figura, mientras iban en camino.

-También ellos se fueron a dar la nueva a los demás; y ni ellos creyeron.

-Posteriormente, estando ellos a la mesa, se apareció a los Once y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón por que no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos.

-Y les dijo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación.

 
 
 
En efecto, como aseguraba el Papa Benedicto XV en su Carta Apostólica <Maximun Illud> dada en Roma  en el año 1919: “El Evangelio no había de limitarse ciertamente a la vida de los Apóstoles, sino que se debía perpetuar en sus sucesores hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera hombres en la tierra para salvar la verdad”

Así mismo, como también se indica en la Constitución dogmática <Lumen Gentium>  (GL 33):

“Los laicos congregados en el pueblo de Dios e integrados en el único cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualquiera que sean, están llamados, como miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación”
 

 
A este respecto recordemos las palabras del Apóstol San Pablo a los corintios sobre la distribución y origen de los carismas (I Co 12, 4-11):

-Distribuciones hay de carismas, pero un mismo Espíritu; y distribuciones hay de ministerios, pero un mismo Señor;

-y distribuciones hay de operaciones, pero un mismo Dios, quien obra todas las cosas en todos. A cada cual se da la manifestación del Espíritu para el provecho común.

-Porque a uno se le da la lengua de sabiduría por el Espíritu; a otro lengua de ciencia según el mismo Espíritu;

-al otro, fe en virtud del mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones en un mismo Espíritu;

-a otro operaciones de milagros; a otro, profecía; a otro discernimiento de espíritu; al otro, variedades de lenguas; a otro, interpretación de lenguas.

-Más todas estas cosas obra un mismo y solo Espíritu, repartiendo en particular a cada uno según quiere.


En efecto, como podemos leer en la Constitución dogmática <Lumen Gentium> (GL 9):
“Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia; así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque fue Él quien la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social.

 
 
 
Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación, y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos.


Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada por el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la Cruz llegue a la luz que no conoce ocaso”
 
 
 
 
Los Apóstoles, primero miembros de la Iglesia de Cristo, de inmediato, iniciaron la labor evangelizadora que Éste les había encargado y ello les costó dar la vida por Él y su Mensaje, pues todos, a excepción de San Juan, sufrieron la muerte por martirio y San Juan aunque no murió de esta forma, según la tradición, sufrió también terrible martirio, por la misma razón.


Después de estos, vinieron otros hombres, que durante los primeros siglos de la Iglesia, fueron los encargados de propagar la palabra de Jesús por todo el mundo entonces conocido y también sufrieron persecuciones y sufrimientos sin fin e incluso la muerte por martirio, las más de las veces.
 
 
 
 
 
Como el mismo Papa Benedicto XV recordaba en su carta Apostólica <Maximum Illud>: “Aún en los tres primeros siglos, cuando una en pos de otra, suscitaba el infierno encarnizadas persecuciones para oprimir en su cuna a la Iglesia, y todo rebosaba sangre de cristianos, la voz de los predicadores evangélicos se difundió por todos los confines del Imperio romano”


Es sin duda importante y reconfortante también para los cristianos de hoy en día, recordar que Cristo nos pidió a todos sus seguidores que fuéramos sus evangelizadores; sabemos, por la historia de la Iglesia, de la labor extraordinaria realizada por muchos de sus miembros a lo largo de todos estos siglos.
Precisamente Benedicto XV (1414-1922), el Pontífice que tomó posesión de la silla de Pedro casi al inicio de estallar la primera guerra mundial, la cual intentó parar, pero sin éxito, poco después de acabar la contienda, en la que él participó de forma activa ayudando a los prisioneros de guerra y a la población civil sin desaliento, escribió la Carta Encíclica <Maximun Illud>, ya mencionada para aportar luz a la historia de la evangelización realizada por la Iglesia católica:

“Desde que públicamente se concedió a la Iglesia paz y libertad, fue mucho mayor en todo el orbe el avance del apostolado, obra que se debió sobre todo a hombres eminentes en santidad. Así, Gregorio I el Iluminador (257-330) gana para la causa cristiana a Armenia; Victoriano (270-303), a Styria, Frumencio (+383), a Etiopia; Patricio (377-385; 461-464+) conquista para Cristo a los irlandeses.

A los ingleses, Agustín (de Canterbury), (605+); Columbano (521-597) y Paladio (432+), a los escoceses. Más tarde, hace brillar la luz del Evangelio para Holanda, Clemente Villibrordo primer Obispo de Utretch, mientras Bonifacio (754+) y Anscario (865+) atraen a la fe católica los pueblos germánicos; como Cirilo (827-869) y Metodio (815-885) a los eslavos.


Ensanchándose luego todavía más el campo de la acción misionera, cuando Guillermo de Rubruquis (1253-1255) viajó a Asía e iluminó con los esplendores de la fe la Mongolia y   el Papa Beato Gregorio X (1210-1276) envió misioneros a China, cuyos pasos habían pronto de seguir  los hijos de San Francisco de Asís (1271-1368), durante la dinastía Yuan, fundando una Iglesia numerosa, que pronto había de desaparecer al golpe de la persecución.

Más aún: tras el descubrimiento de América; ejércitos de varones apostólicos, entre los cuales merece especial mención Bartolomé de las Casas, honra y prez de la orden dominicana, se consagraron a aliviar la triste suerte de los indígenas, ora defendiéndolos de la tiranía despótica de ciertos hombres malvados, ora arrancándolos de la dura esclavitud del demonio.
 
Al mismo tiempo, Francisco Javier, digno de ser comparado con los mismos Apóstoles, después de haber trabajado heroicamente por la gloria de Dios y salvación de las almas de las Indias Orientales y el Japón, expira en las mismas puertas del Celeste Imperio, a donde se dirigía, como para abrir con su muerte camino a la predicación del Evangelio en aquella región vastísima, donde habían de consagrarse al apostolado, llenos de anhelos misioneros y en medio de mil vicisitudes,  los hijos de tantas órdenes religiosas e instituciones misioneras.


Al  fin, Australia, último continente descubierto, y las regiones interiores de África, exploradas recientemente por hombres de tesón y audacia, han recibido también pregoneros de la fe. Y casi no queda ya isla tan apartada en la inmensidad del Pacifico donde no haya llegado el celo y la actividad de nuestros misioneros…Pues bien: quien considere tantos y tan rudos trabajos sufridos en la propagación de la fe, tantos afanes y ejemplos de invicta fortaleza, admirará sin duda que, a pesar de ello, sean todavía innumerables los que yacen en las tinieblas…”

Por desgracia, desde que Benedicto XV escribiera esta Carta Apostólica la situación fue visiblemente empeorando, a partir de la segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días, en los que el Llamado Viejo Continente, primero en recibir la Palabra de Cristo, se encuentra con la clara necesidad de lo que se ha dado en llamar Nueva Evangelización.

 
 
 
Precisamente en este sentido, el  Papa san Juan Pablo II hacia una denuncia en su Exhortación Apostólica Post-Sinodal, <Christifideles Laici> en el año 1988: “¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la <indiferencia religiosa> y del <ateísmo>, en sus más diversas formas, particularmente en aquella <hoy quizás más difundida> del <secularismo>?


Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, fascinados sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (GN 3,5), mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos <ídolos>…
 
 
 



Y sin embargo la <aspiración y la necesidad de lo religioso> no puede ser suprimido totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a veces por San Agustín: <Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>.
Así también el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de la búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor”

Sigue, en su Exhortación, el Pontífice Juan Pablo II, hablando largo y tendido, sobre el problema, mejor dicho, los múltiples problemas que embargaban a la sociedad del siglo veinte,  que han continuado creciendo desde entonces y siguen amenazando terriblemente a la sociedad desde los comienzos de este siglo veintiuno, por ejemplo: el desprecio de la dignidad humana, la conflictividad social, la falta de justicia entre los hombres y sobre todo la falta de paz, tanto en el seno familiar, como en el mundo en general. Es un campo de trabajo inmenso, incierto y doloroso, éste, que en la actualidad tienen que labrar los obreros del <dueño de la casa> de la parábola de Jesús (Mt 20 1-16). A este respecto son dignas de tener en cuenta y muy significativas, las reflexiones del Papa san Juan Pablo II en la Exhortación, ya mencionada:
“En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos…

La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado, y por el maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.
 
 
 
 
La Iglesia sabe que es enviada por Él como <signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano> En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la <noticia nueva> y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres”


En efecto, como también razonaba otro Papa, Pablo VI, en su Carta Encíclica <Ecclesiam Suam>, dada en Roma el 6 de agosto de 1964 (segundo de su Pontificado):

“Habiendo Jesucristo fundado la Iglesia para que fuese al mismo tiempo <madre amorosa> de todos los hombres, y la <dispensadora de salvación>, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de especial amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural los Vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de Sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos”
 
 Fue ésta la primera Carta Encíclica del Papa Pablo VI, un hombre verdaderamente santo, que luchó denodadamente por transmitir <correctamente> los mensajes de la Iglesia, recogidos en el Concilio Vaticano II. Fue por ello atacado, por aquellos que querían una <modernización de la Iglesia>, que implicaba, incluso, apartarse del Mensaje de Cristo; pero él, fiel al Señor, no cedió a los intereses particulares de aquellos que pretendían, equivocadamente y atraídos por filosofías malsanas, alejarse de la verdad salvadora.


El motivo, pues, de esta su primera Encíclica, era dejar muy claras sus intenciones al respecto (Ibid):

“Esta nuestra Encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales: simplemente quiere ser un mensaje fraternal y familiar. Pues queremos tan solo, con esta nuestra carta, cumplir el deber de abriros nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de  fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros  un mayor gozo, con el propósito de fortalecer nuestro ministerio, de atender mejor a las fructíferas sesiones del Concilio Ecuménico mismo, y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso sólo benévola atención…”
Tres ideas del Papa Pablo VI, de esta su primera Encíclica, quisiéramos destacar a continuación, teniendo en cuenta que durante su Papado la situación de la Iglesia era enormemente conflictiva:

a) Que <ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar, para propia instrucción y edificación, la doctrina que le es bien conocida>…

b)Que <hay que ver cuál  es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección, y cuál es el método mejor para llevar con prudencia a tan gran renovación>…

c) ¿Cuáles son las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que le rodea y en medio del cual ella vive y trabaja? <Una parte de este mundo…ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y lo ha asimilado íntimamente, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del trono cristiano de su civilización>…
 
 
Sin embargo los males que azotaban a la sociedad de mediados del siglo XX, se  iniciaron en tiempos anteriores; el Papa Pio X lo denunció, en su Carta Encíclica <Acerbo Nimis>, donde mencionó con dolor la falta de enseñanza del Catecismo Católico en las escuelas y en la sociedad cristiana en general, al principio de ese siglo, en concreto en el año 1905:


“¡Cuan comunes y fundados son, por desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de conocer para conseguir la salvación eterna! Al decir pueblo cristiano, no queremos referirnos solamente a la plebe, esto es, a las personas pobres, a quienes excusa con frecuencia, el hecho de hallarse sometidos a dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí mismos y de su descanso; sino que también y, principalmente, hablamos de aquellos a quienes no falta entendimiento, ni cultura y hasta se hallan adornados de una gran erudición profana, pero que, en lo tocante a la religión, viven temerariamente e imprudentemente.
¡Difícil sería ponderar lo espeso de las tinieblas que con frecuencia los envuelven, y lo que es más triste, la tranquilidad con que permanecen en ellas!
De Dios, Soberano autor y moderador de todas las cosas y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se preocupan; y así nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la Redención por Él llevada a cabo…
En cuanto al pecado, ni conocen su malicia, ni su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo…”
 
 
Vemos, en su carta, la angustia del Papa ante los hechos, por él denunciados, en la sociedad, ya en los albores del siglo XX;  él trató de renovar <toda en Cristo>, con la esperanza de evitar el declive moral y prevenir lo que ya se anunciaba para  siglos posteriores.


Ciertamente, como el propio Papa san Juan Pablo II recordaba en su Carta Apostólica <Tertio Millennio adveniente>, publicada en el año 1994, todos los Pontífices del siglo XX, anteriores al Concilio Ecuménico de Vaticano II, trataron de promover la paz entre las naciones, pero también, la paz verdadera en la conciencia de los hombres de la época.

Sí, realmente todos los Papas comprendieron que, esto, era sumamente urgente y trataron de evangelizar a los pueblos para evitar lo que se avecinaba, pero a veces, sin demasiado éxito…
 
 
 
 
Fue el Papa Juan XXIII, movido seguramente por la situación moral acuciante de su grey, el que  decidió convocar el Concilio Ecuménico Vaticano II, aunque no todos los Cardenales y Obispos estuvieron en principio de acuerdo con ello, por el riesgo que la Iglesia podría correr, en unos momentos tan delicados…La muerte le impidió ver al Papa los resultados de este Concilio, la responsabilidad del mismo recayó en su sucesor cuando aún faltaba mucho para dar término final al mismo.

En efecto, cuando Pablo VI ocupó la silla de Pedro, tan solo se había celebrado la primera convocatoria del Concilio, y ni tan siquiera se había publicado alguno de los posibles decretos resultantes de la misma. El nuevo Papa al tomar sobre sí la responsabilidad del Concilio Vaticano II se propuso, sobre todo, respetando la opinión de todos los Padres de la Iglesia participantes en el mismo, conseguir las reformas necesarias, pero eso sí, sin apartarse nunca del Mensaje Divino.

Pasados ya tantos años de la celebración y aplicación de la recomendaciones del Concilio Ecuménico, del que se han hecho tantas críticas y alabanzas, sólo nos atrevemos a decir que los resultados fueron muy diversos, pues aunque por una parte muchas voces se alzaron en contra de algunas de las resoluciones tomadas en él, a la postre, otros tantos beneficios se han obtenido de los mismas…
Al Papa Pablo VI, las reformas postconciliares le causaron, eso sí, grandes problemas, por la interpretación moderada y acertadas del Pontífice que dieron lugar al rechazo de la sociedad más progresista del momento. Con todo no cejó en su empeño y a través de sus Cartas Encíclicas fue manifestando la Verdad del Mensaje de Cristo, en contra mucha veces de la opinión generalizada de una sociedad imbuida de modernismo mal entendido, anticlerical y laicista en gran medida.

A la muerte de Pablo VI fue elegido como su sucesor en la silla de Pedro, el Cardenal Albino Luciani, persona muy próxima al anterior Papa y de una humildad y santidad reconocidas. Este Santo Padre que tomó el nombre de Juan Pablo I no defraudó en absoluto las perspectivas puestas en él, en el cortísimo tiempo que duró su Pontificado (apenas unos días del año 1978).

El 29 de septiembre del mismo año que había sido elegido, 1978, se anunció al mundo entero su inesperada muerte, pero su sucesor, Juan Pablo II (1978-2005) retomó con gran ánimo la tarea que había anunciado y deseaba realizar Juan Pablo I. El nuevo Papa, muy pronto, logró atraerse el cariño, respeto, y admiración de todos los miembros de la Iglesia, debido a su gran carisma y bondad absoluta. Fue uno de los Pontificados más largos de la historia de la Iglesia, y por tanto, uno de los más fructíferos. Los fieles fueron conquistados por él y muchas ovejas perdidas, volvieron de nuevo al rebaño que nunca debieron abandonar, en pos de ídolos con pies de barro…

Fueron muchas sus Cartas Encíclicas, Apostólicas, u otros tipos de documentos, que sirvieron y sirven aún hoy, como guía absoluta a todos los fieles creyentes y aún a los no creyentes…En particular, en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal, anteriormente mencionada, él hizo una llamada urgente a los laicos con objeto de que se concienciaran totalmente sobre la labor fecunda que podían y debían desarrollar para la Iglesia, a favor de la <nueva evangelización> (Christifideles Laici 1988):
 
 
“Los fieles laicos, cuya vocación y misión en la Iglesia y en el mundo (a los veinte años  del Concilio Vaticano II) ha sido tema  del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de San Mateo: <El Reino de los cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña…>


La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamados por Él y enviados para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero, que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios”

Recordemos que el tema del apostolado laico fue ampliamente tratado en el Concilio Vaticano II y que en el Decreto dado a este respecto <Apostolicam actuositatem>, en sus seis capítulos, se encuentran recogidas todas las ideas desarrolladas en el mismo al respecto: <Vocación de los laicos al apostolado>, <Fines que hay que lograr>, <Campos del apostolado>, <Formas de apostolado>, <Orden que hay que observar> y <Formación para ejercer el apostolado>.

Por último, es muy importante también recordar  las palabras del Papa Pablo VI y los Santo Padres Conciliares en la Exhortación final del Decreto:
“Por consiguiente, el Sagrado Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos, que respondan con gozo, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo; que en esta hora invita con más insistencia y al impulso del Espíritu Santo; sientan los más jóvenes que esta llamada se hace de una manera especial a ellos; recíbanla, pues, con entusiasmo y magnanimidad…”

Este Decreto sobre el Apostolado de los laicos fue emitido en Roma el 18 de noviembre de 1965, y prueba de las dificultades que implicaba su aplicación y desarrollo, en todos sus apartados, es que después de más de veinte años de su publicación, el Papa san Juan Pablo II, se expresaba en los siguientes términos en su Exhortación Apostólica (Ibid):
 
 
 
 
“El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto más valioso, deseado por él, es la acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer mileno.


Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si él no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace más culpable: <A nadie le es lícito permanecer ocioso>.

Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: <Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vio otros que estaban allí, y le dijo ¿Por qué estáis aquí todo el día parados? Le respondieron, <nadie nos contrató>. Y él les dijo, <id también vosotros a trabajar en mi viña>.

No hay lugar para el ocio, tanto es el trabajo, que a todos espera en la viña del Señor. El <amo de la casa> repite con más fuerza, <id también vosotros a trabajar en mi viña>”
Ante los graves problemas que acuciaban al mundo, a finales del siglo pasado, y que se han agudizado a principios de éste, como el Papa ya profetizaba, él hablaba en su Exhortación Apostólica de Jesucristo, como la esperanza de los hombres, porque la voluntad de Dios es la santificación de toda la humanidad, porque constantemente nos llama a todos a conseguir la pureza de corazón y porque si despreciáramos la ayuda que Jesús nos presta, estaríamos despreciando también la ayuda de Dios Padre y del Espíritu Santo, en definitiva, del Dios Trino que es nuestro Creador (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II…):

“El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la <noticia nueva> y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio, y en este testimonio, los fieles laicos, tienen un puesto original e irremplazable, por medio de ellos, la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y amor”