Con esta frase comienza el Papa Benedicto XVI su reflexión sobre <el hoy, el ayer y lo
eterno>. Se trata de unas palabras que aparecen en la Carta a los Hebreos
del Nuevo Testamento (Heb 13, 8). Concretamente el Pontífice se expresa en
estos términos:
“Tal fue la confesión de aquellos que conocieron al Jesús terreno y vieron al Resucitado. Esto significa que solo podemos conocer hoy a Jesucristo si lo concebimos en unidad con el Cristo de <ayer>, y a través del Cristo de <ayer> y <hoy> vemos al Cristo <eterno>.
El encuentro con Cristo incluye
siempre las tres dimensiones del tiempo, y el traspaso del tiempo hacia lo que
es a la vez su origen y su futuro. Si emprendemos la búsqueda del verdadero
Jesús, hemos de estar dispuestos a abarcar este amplio horizonte.
Generalmente lo encontramos
primero en el hoy: cómo se muestra, cómo lo ven y entienden los humanos, cómo
vive la gente por Él y contra Él, como influye su palabra y su obra hoy.
Pero si no queremos que todo eso
sea solamente un saber de segunda mano, sino que se convierta en conocimiento
real, debemos retroceder y preguntar de dónde viene. ¿Quién fue realmente Jesús
cuando vivía como hombre entre los hombres? “
(Un Canto nuevo para el Señor;
Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI); Ed. Sígueme S.A.U., 1999; Salamanca /
España).
En este punto, sería conveniente
recordar las palabras del Señor al saber la llegada de unos gentiles que
deseaban verle, según el evangelio de san Juan (Jn 12, 23-32): “Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del hombre / En verdad, en verdad os digo, si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; mas si muere, lleva mucho fruto
/ Quien ama su vida la pierde; y quien aborrece su vida en este mundo, la
guardará para la vida eterna / Quien me sirve, sígame; y a donde estoy yo, allí
también estará mi servidor.
A quien me sirviere, mi Padre le honrará / Ahora mi alma está turbada; y ¿qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto vine a esta hora / Padre glorifica tu nombre. Vino, pues, una voz del cielo: Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré / La turba, pues, que allí estaba y lo oyó, decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado / Respondió Jesús dijo: No por mí ha venido esta voz, sino por vosotros / Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera / Y Yo, cuando fuere levantado de la tierra, a todos arrastraré hacia mí>”
Son dos las revelaciones que
Jesús hace en este decisivo momento de la historia de la humanidad. Por una
parte, que su muerte dará como fruto la victoria definitiva sobre el maligno,
sobre Satanás, y por otra que se establecerá una atracción universal de toda la
humanidad, desde la Cruz, hacia Cristo y su Iglesia. Y esto será así a lo largo
de toda las generaciones desde la venida del Hijo del hombre, del Mesías,
porque como muy bien nos dijo el Papa San Juan Pablo II (Carta Encíclica
<Veritatis Splendor>. Dada en Roma el 6 a agosto de 1993):
“La relación entre Cristo Palabra
del Padre, y la Iglesia, no puede ser comprendida como si fuera solamente un
acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel
está llamado a entrar personalmente… La contemporaneidad de Cristo
responde al hombre de cada época, se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Y
por eso Dios prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les
<recordaría> y les haría comprender sus mandamientos (Jn 14, 26) y al
mismo tiempo, sería el principio frontal de una vida nueva para el mundo (Jn 3,
5-8); Rm 8, 1-13)”
La Constitución dogmática <Dei Verbum> ha expresado este gran misterio en los términos bíblicos de un diálogo nupcial, como ha recordado el Papa Benedicto XVI (Los caminos de la vida interior. Benedicto XVI Ed. Chronica; 2011):
“Dios que habló en otros tiempos,
sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado, y el Espíritu Santo
por quién la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el
mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3.16) (Concilio Ecuménico Vaticano
II. Constitución dogmática <Dei Verbum>)”
Ahora bien, en la búsqueda de la
palabra de Cristo, su Iglesia, no se puede quedar y no se queda, solamente con
el Cristo de <ayer> o solamente con el Cristo de <hoy> porque no lo
encontraría; Él es atemporal, es el que fue, es, y vendrá…
Como enseñaba el Papa Benedicto
XVI (Ibid): “El que sólo quiere ver a Cristo
en el ayer, no lo encuentra, y el sólo quiere tenerlo hoy, tampoco lo encuentra.
Él es desde el principio el que fue, es y vendrá. Es siempre como viviente, el
que viene. El mensaje de su llegada y permanencia es parte esencial de su
imagen; pero este acopio de todas las dimensiones del tiempo obedece a la
consciencia que Jesús tenía de su vida terrenal como un salir del Padre
permaneciendo en Él, de combinar en sí el tiempo y la eternidad. Si rehusamos
participar en una existencia que se dilata en esas dimensiones, no podremos
comprender a Jesús.
El que sólo concibe el tiempo como un momento que desaparece sin remedio y lo vive así, se aleja radicalmente de lo que constituye la figura de Jesús y de lo que quiere expresar. El conocimiento es siempre un camino. El que niega la posibilidad de una existencia dilatada en todas sus dimensiones, rehúsa acceder a las fuentes que nos invitan a este viaje del ser que se convierte en viaje del conocer.
San Agustín formuló este
pensamiento en forma incomparablemente bella:
<Llégate tú también a
Cristo…No pienses en largas caminatas…A Él, el omnipresente, se accede por vía
del amor, no por vía marítima. Pero dado que en este viaje son frecuentes las
olas y tormentas de múltiples tentaciones, cree en el Crucificado para que tu
fe pueda subir al madero. Entonces no te hundirás…>”
Hermosas palabras de san Agustín aludidas por el Papa Benedicto XVI, que nos recuerdan en estos días del tiempo de Cuaresma, a aquellas otras de la Carta a los Romanos de San Pablo (Rom 13, 10-14):
“La caridad no hace mal al
prójimo. Plenitud, pues, de la ley es la caridad / Y esto tanto más, sabiendo
el tiempo en que estamos; que es hora ya
que despertéis del sueño; puesto que ahora más cerca está de nosotros la salud
que cuando abrazamos la fe / la noche está avanzada, el día se avecina.
Lancemos, pues, de nosotros las obras de las tinieblas y revistámonos las armas
de la luz /
Como en pleno día, andemos decorosamente, no en comilonas y
borracheras, no en fornicación y desenfrenos, no en rivalidad y envidia; sino
revestidos del Señor Jesucristo; y no os toméis solicitud por la carne para dar
pábulo a su concupiscencias”
Así es, como da a entender el
apóstol cada hora que pasa es primordial para el ser humano, porque nos acerca
a la Resurrección de Cristo, a la resurrección por tanto del hombre, a la vida
eterna que ha de seguir a la muerte de cada uno, cosa que muchas veces nos
empeñamos en obviar. Por tanto a las obras de las tinieblas según san Pablo, no
debemos oponernos simplemente con las obras, sino con las armas de la luz, como
corresponde al carácter militante de la vida cristiana.
Debemos revestirnos de Jesucristo como pide san Pablo a los romanos, esto es, debemos transformarnos, compenetrarnos con Jesucristo y para ello nada mejor y más fructífero que recordar que Él es el mismo ayer, hoy y siempre, porque revestirse de Cristo es revestirse de la <armas de la luz> y rechazar las armas del maligno…
Puede que algunos piensen que todo esto son cosas del pasado, pero no, al
menos para los católicos, Cristo siempre debería estar presente en estas fechas
que recordamos su Pasión, Muerte, y Resurrección comprometiéndonos con su
Mensaje, porque como en su día decía san
Josemaría Escrivá de Balaguer (Es Cristo que pasa):
“Me diréis que no es fácil, y no
os faltará razón. Los enemigos del hombre, que son los enemigos de su santidad,
intentan impedir esa vida nueva, ese revestimiento con el espíritu de Cristo.
No encuentro otra enumeración mejor de los obstáculos la fidelidad cristiana que la que nos trae
san Juan (I Jn (I)2, 16): <todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de
la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la jactancia de los bienes
terrenos, no proceden del Padre, sino que proceden del mundo>
La concupiscencia de la carne no
es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia
sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble
realidad humana santificable…Por
vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio, otros renunciando a los
amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor a Dios. Ni
unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del
propio corazón…
La pureza cristiana, la santa pureza, no es el orgullo de sentirse puros, no contaminados. Es saber que tenemos los pies de barro (Dan II, 33), aunque la gracia de Dios nos libre día a día de las acechanzas del enemigo”
El Papa Benedicto XVI, nos recordaba concretamente el de san Basilio (Ibid):
“El plan de Dios y de nuestro Redentor
a favor de los humanos consiste en rescatarnos del destierro y hacernos
regresar desde la alineación surgida a causa de la desobediencia… El seguimiento de Cristo es
necesario para la consumación de la vida, seguimiento no sólo en la
mansedumbre, la humildad y la indulgencia de su vida, sino también en su
muerte…
¿Cómo llegamos a asemejarnos a Él en la muerte?… ¿Qué ganamos con esta imitación? Primero es necesario anular la forma de vida anterior. Pero esto es imposible si no renacemos, según el dicho del Señor (Jn 3, 3).
Porque el nuevo nacimiento es… el
principio de una segunda vida. Más para iniciar la segunda, hay que acabar con
la primera. Porque si aquellos que dan la vuelta en la doble pista del estadio
necesitan detenerse y parar un instante entre dos sentidos opuestos, también en
la vuelta de la vida hay necesariamente una muerte que pone fin a la vida
anterior y da comienzo la siguiente”
Sí, dice el Papa Benedicto pero
es mejor decir todo esto en un lenguaje más práctico, en un lenguaje que haga
mella en el hombre de hoy. Dice así el Pontífice (Ibid): “El éxodo cristiano incluye la
conversión, en ella, el creyente asume la promesa de Cristo con todas sus
consecuencias y se muestra dispuesto a entregarse a sí mismo y su vida entera.
La conversión implica, por tanto, ir más allá del propio saber y confiarse al misterio, al sacramento en la comunidad de la Iglesia, donde Dios interviene como agente en mi vida y la libera del aislamiento”