Translate

Translate

jueves, 11 de junio de 2015

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO Y LA MISION EVANGELIZADORA



 



Dice San Jerónimo (347-420) al comentar el Evangelio de San Marcos que <antes de acercarnos a los Sacramentos, se debe remover todo obstáculo, de modo que no quede ninguno en el alma de quienes van a recibirlos, y más concretamente, refiriéndose al Sacramento del Bautismo asegura que <los que van a recibirlo deben creer en el Padre, en el Hijo, y en el Espíritu Santo>.

Este compromiso de fe en el caso del Bautismo de los niños (el Sacramento se empezó a suministrar a los niños hacia el siglo IV d.C.) tendría que  estar avalado por los padres de los mismos, los cuales, como creyentes, deberían tener muy claro el significado del acto litúrgico y del Sacramento por el que sus hijos entran a formar parte del pueblo de Dios,  que nada tiene que ver con el acto social  practicado entre algunos sectores de la sociedad, que se ha dado en llamar, de forma equívoca <bautismo civil>.

Sí, porque el llamado <bautismo civil> es un nuevo paso, hacia una sociedad laica, alejada de la Palabra de Cristo, que convierte la Sagrada ceremonia del Bautismo en un simple acto ciudadano, eso sí, muy adecuado  para una sociedad donde cada individuo hace <uso y abuso>, de la libertad que su Creador le ha otorgado de forma gratuita.

Esta  <bienvenida al recién nacido>, o <acogimiento civil>, no solo quita libertades al nuevo ser llegado a la sociedad, sino que lo condena a una más que posible existencia sin el conocimiento de Cristo y de su Evangelio, y todo lo que ello representa.

 
 


En efecto, como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1223) (Vaticano II):

“Todas las prefiguraciones de la Antigua Alianza culminan en Cristo Jesús. Comienza su vida pública, tras hacerse bautizar por San Juan Bautista en el Jordán, y, después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles: <Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar, lo que yo os he mandado> (Mt 28, 19)”.

Y añadió: <Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo> (Mt 28, 20). Es evidente, pues, que Jesús en su última aparición a los Apóstoles, les indicó la fórmula sacramental mediante la cual deberían suministrar el Sacramento del Bautismo a los hombres, el cual no era ya el bautismo penitencial que suministrara San Juan Bautista a orillas del rio Jordán, al que también el Señor, se quiso someter como prefiguración, al comienzo de su vida pública.

En este sentido, el Papa San  Juan Pablo II aclara que:
 
 


“Es, de hecho, la primera manifestación de Jesús como Hijo de Dios, mandado por el Padre a cargar consigo y quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29). Nada más ser bautizado en el rio Jordán, se abrieron los cielos y descendió sobre Él el Espíritu Santo como una paloma, mientras que desde lo alto resonó un anuncio misterioso: <Este es mi Hijo amado, en quien me complazco>.
El Señor se manifestó así como <el Cristo>, consagrado por Dios en el Espíritu Santo, enviado por Él a anunciar a los pobres el gozoso mensaje de la salvación (Is 61, 1-2). El objetivo de su misión es bautizar a los hombres en el Espíritu Santo (Mt 3, 11; Jn 1, 33), es decir, comunicarles el <fuego> de su vida divina (Lc 12, 49-50.

Es lo que se realizará completamente con su Muerte y Resurrección, misterio del que participan  quienes han recibido precisamente el Sacramento del Bautismo (Juan Pablo II. Ángelus 13 enero de 2002)”
 
 
 


Por otra parte, Jesús se sometió voluntariamente al bautismo penitencial, destinado a los pecadores, aunque él no tenía pecado alguno, para como Él mismo dijo <cumplir toda justicia> (Mt 3, 15).

Este gesto de Jesús es una manifestación clara de su <anonadamiento>,  por eso,  recomendaba el Apóstol San Pablo a los filipenses, durante su cautividad en Roma, tomando como ejemplo el  <vaciamiento de Jesús a favor de los hombres>   (Flp 2, 5-8):
"Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús / El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios / al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia / se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz"

Admirable el consejo de San Pablo a los filipense, muy difícil de conseguir para los hombres, pero no imposible; muy difícil de conseguir, sobre todo en nuestros días en los que verdaderamente está de moda, el prescindir del Dios creador del Universo, a favor de unos nuevos dioses insignificantes pero, eso sí, sumamente malignos.

La cultura de un paganismo profundo ha tomado carta de naturaleza, especialmente en el llamado viejo Continente, donde las gentes se dejan arrastrar por ideologías como la llamada <Nueva Era>, verdaderamente demoniacas y depredadoras.
 



Pero siguiendo con el tema del Sacramento del Bautismo que ahora nos ocupa, recordemos de nuevo, que en el momento del Bautismo del Señor, el Espíritu Santo bajo sobre Él, como preludio de la nueva creación, y el Padre presentó a Jesús como su Hijo amado, y por tanto, se produjo una teofanía, esto es, la manifestación visible del Dios Trino.

Sin embargo, fue en su Pascua cuando Jesús mediante el Sacramento del Bautismo, abrió las fuentes de la salvación a todos los hombres.
En efecto, como advierte Benedicto XVI a las personas que perteneciendo a la Iglesia católica, por haber recibido el Sacramento del Bautismo, les atrae los temas relacionados con las ciencias ocultas, creyendo sinceramente que una cosa no excluye la otra:
 
 
 


“Pensemos en el ritual del Bautismo, donde tenemos por una parte el <sí > hacia el Señor y a su ley, y por la otra el <no> hacia Satanás. En tiempos pasados había que mirar hacia Oriente para decir que <sí> al Señor y hacia Occidente para decir que <no> a las seducciones del diablo.

Con estos rituales, la Iglesia se defendía de las prácticas ocultas, como también lo hace ahora y nos hace entender el carácter inconciliable de las dos posturas. Yo digo que <sí> al camino del Señor y esto implica <no> hacia las prácticas mágicas.

Debemos renovar de una manera más concreta y realista esta dúplice decisión. Decir que sí a Cristo implica que no puedo <servir a la vez a dos dueños>; además, como dice el Señor, si digo que <sí >  al Señor, en el mismo momento no puedo decir que <sí> a uno de esos poderes escondidos, debo decir: <no, no acepto la seducción del diablo>.

Y, a lo mejor, con ocasión de renovar los votos del Bautismo antes de Pascua, se debería explicar que lo que pronunciamos no es un antiguo ritual, sino una importante elección para nuestra vida de hoy, un acto concreto y realista”  (Benedicto XVI. <Nadar contra corriente> Ed. Planeta, S.A., 2011. Colección: Planeta testimonio. Dirección: José Pedro Manglano).

 

Jesús antes de instituir este Sacramento había ya hablado de la Pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un <Bautismo con que debía ser bautizado> (Mc 10, 38;  Lc 12, 50). Por otra parte, la sangre y el agua que brotaron del costado traspasado  de Jesús crucificado (Jn 19, 34), son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, Sacramentos de vida nueva (I Jn 5, 6-8): desde entonces, es posible <nacer del agua y del Espíritu> para entrar en el Reino de Dios (Jn 3, 5) (C.I.C: nº 1223-1224 y 1225).

Como nos dice el  eximio doctor de la Iglesia San Ambrosio (340-397), refiriéndose  al origen e institución del Sacramento del Bautismo por nuestro Señor Jesucristo (Sacr. 2, 6):

“Considera donde eres bautizado, de donde viene el Bautismo: de la Cruz, de la muerte de Cristo. Ahí está  todo el misterio. Él padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado”

En efecto, como también podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica que recoge  las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, este Sacramento se denomina <Bautismo> en virtud de la palabra griega <baptizein>, cuyo significado viene a ser <sumergir> dentro del agua, pero según el Apóstol San Pablo, el Bautismo instituido por el Señor equivale, no ya a la entrada del catecúmeno en el agua, sino a la <inmersión> de éste en la muerte de Cristo, de donde sale por resurrección con Él, como <nueva criatura>.



Porque <así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron instituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos> (Rom 5, 19). Por eso <Los que hemos muerto en el pecado, ¿Cómo vamos a seguir viviendo en el pecado?> (Rom 6, 2). Sí, porque cuantos  fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte (Rom 6, 4): <Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva>.
Ciertamente, por el Bautismo el hombre es sepultado con Jesús en la muerte, para después resucitar con Él de entre los muertos por la gloria de Dios Padre, en definitiva, hemos sido revestidos de Cristo (Ga 3, 27), y por ello, somos todos en Cristo y por tanto descendientes de Abrahán y herederos según la promesa (Ga 3, 28).



Como advertía San Pablo a los corintios, teniendo en cuenta el efecto del Sacramento del Bautismo  (I Co 6, 9-11):

"¿No sabéis que ningún malhechor heredará el reino de Dios? No os hagáis ilusiones: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos / ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores, o estafadores no heredarán el reino de Dios. Así erais algunos antes / Pero fuisteis lavados, justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios"  
Enseña el Papa Benedicto XVI en su magnífico libro, <Jesús de Nazaret 1ª Parte>, que el simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio, de principio a fin, y que es precisamente durante la conversación con Nicodemo, cuando el Señor  recurre al simbolismo del agua por primera vez, para asegurar la necesidad del Sacramento del Bautismo, si el hombre quiere nacer de nuevo, convertirse en otro, y entrar en el reino de Dios:

“El Bautismo como ingreso en la comunidad cristiana es interpretado como un renacer que – en analogía con el nacimiento natural a partir de la inseminación masculina y la concepción femenina – responde a un doble principio: El Espíritu divino y el <agua como madre universal de la vida natural, elevada en el Sacramento mediante la gracia a imagen gemela de la Theokokos (la Virgen  Madre de Dios)>.




Dicho de otro modo, para renacer se requiere la fuerza creadora del Espíritu de Dios, pero con el Sacramento se necesita también el seno materno de la Iglesia que acoge y acepta…En el Sacramento del Bautismo, el agua simboliza la tierra materna, la Santa Iglesia, que acoge en sí la creación y la representa”

Así es, como también podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica nº 1213:

“El Santo Bautismo es el fundamento de toda vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros Sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado (el pecado original y todos los pecados personales, así como todas las penas del pecado) y regenerados como hijos adoptivos de Dios, llegados a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos participes de su misión (Concilio de Florencia DS 1314)”

 


Dice también San Jerónimo, aquel doctor de la Iglesia  que tuvo como centro y ejemplo de su vida la Santa Biblia y en particular el Nuevo Testamento, refiriéndose a los versículos del Evangelio de San Mateo en los que Jesús se expresa en los siguientes términos (Mt 28, 18-20):

<Se me ha dado todo poder en el cielo y la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado>

que los Apóstoles, en efecto, por mandato de Jesús: <En primer lugar enseñaron a todas las gentes, y una vez enseñadas las bañaban con el agua. Porque no es posible que el cuerpo reciba el Sacramento del Bautismo, si antes no ha recibido el alma  la verdad>. 



Una exacta y hermosa interpretación de las palabras de Cristo, debidas a San Jerónimo, el santo doctor de la Iglesia, del que el Papa Benedicto XVI decía (Catequesis del 7 de noviembre de 2007):

“Para San Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de la Escrituras es la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos las Sagradas Escrituras. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Solo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el <nosotros> en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tendría que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia Católica”

Por su parte el Papa Francisco, el 8 de enero de este mismo año (2014), inició una serie de Catequesis sobre los Sacramentos, empezando por el Bautismo, ya que este es la puerta por la que entramos a ser miembros vivos de Cristo dentro  de la Iglesia y en concreto refiriéndose a la actividad misionera de la Iglesia ha asegurado que:

 “En virtud del Bautismo nos convertimos en discípulos y misioneros, llamados a llevar el Evangelio al mundo...El pueblo de Dios es un pueblo discípulo porque recibe la fe misionera y porque transmite la fe. Es  lo que hace el Bautismo en nosotros: Nos dona la gracia y transmite la fe.

Todos en la Iglesia somos discípulos, y lo somos siempre, para toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el sitio que el Señor le ha asignado. Todos. El más pequeño, es también misionero, y quien parece más grande es discípulo.




Pero alguno de vosotros dirá: <Los Obispos no son discípulos, los Obispos lo saben todo; el Papa lo sabe todo, no es discípulo>…. No, todos los cristianos somos misionero (Audiencia general 15 enero 2014)”

Después del Concilio Vaticano II, todos los Pontífices de la Iglesia de Cristo se han apresurado a seguir la magnífica guía que sus Dogmas suponían, y así, el Papa San Juan Pablo II, se tomó muy en serio la tarea que se ha dado en llamar <nueva evangelización>.

Para este Papa santo, esta misión evangelizadora de la Iglesia era esencial, particularmente en los albores de un nuevo siglo, donde ya podía observarse, una clara pérdida de la fe por parte de aquellos pueblos que hacían siglos que fueron evangelizados y donde el Mensaje de Cristo fue aceptado por primera vez por los paganos. Por eso, la llamada <nueva evangelización>, fue uno de los principales objetivos de su Pontificado, y por eso, se manifestaba en los siguientes términos al hablarnos del Sacramento del Bautismo:

“La misión del cristiano <comienza con el Bautismo>…El redescubrimiento  del Bautismo, a través de oportunos itinerarios de catequesis en la edad adulta, es por tanto, un aspecto importante de la <nueva evangelización>…
De este modo, los que hayan sido bautizados, harán de su vida una oblación constante a Dios en el ejercicio diario del mandamiento del amor, ejerciendo así la misión evangelizadora propia de todo bautizado” (Juan Pablo II. Ángelus 9 de enero 2005).



Hermosa reflexión del Papa Juan Pablo II, cuando ya le quedaba poco tiempo para ir al encuentro con el Señor. Él murió tres meses después, concretamente el 2 de abril de 2005, tras una larga y penosa despedida de este mundo, que no le impidió sin embargo seguir trabajando hasta el último instante de su vida, por esa evangelización que tanto deseaba y proclamaba como solución a los males del presente y del futuro del hombre.

Remitiéndonos de nuevo al tema del Sacramento del Bautismo y su íntima relación con la misión evangelizadora de la Iglesia, Juan Pablo II, fue muy prolífero, como demuestran sus numerosas cartas, catequesis, homilías,  y demás documentos, sobre el mismo.
Como es natural este tema está íntimamente relacionado también con la acción del Espíritu Santo, y por ello el Santo Padre dedicó un número no despreciable de catequesis a hablarnos de la Tercera Persona del Dios Trino.

Recordaremos en primer lugar la titulada <El Espíritu Santo en el Nuevo Evangelio>, dada en Roma el 20 de mayo de 1998:
“San Lucas en su Evangelio, quiere mostrar que Jesús es el único que posee en plenitud el Espíritu Santo. Ciertamente, el Espíritu Santo actúa también en Isabel, Zacarías, Juan Bautista y, especialmente en la Virgen María, pero solo Jesús, a lo largo de toda su existencia terrena, posee plenamente el Espíritu de Dios. Es concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35). De Él dirá el Bautista: <Yo bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo…Él os bautizará en Espíritu  Santo y fuego> (Lc 3, 16).



Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja <sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma> (Lc 3, 22)…Este mismo Espíritu sostendrá la misión evangelizadora de la Iglesia, según la promesa del Resucitado a sus discípulos: <Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder desde lo alto> (Lc 24, 49)…

La vida de los creyentes, ya no es una vida de esclavos, bajo la ley, sino una vida de hijos, pues han recibido en su corazón, al Espíritu del Hijo y pueden exclamar: < ¡Abbá, Padre!> (Ga 4, 5-7; Rm 8, 14-16). Es una vida en Cristo, es decir, de pertenencia exclusiva en Él y de incorporación a la Iglesia: <En un solo Espíritu hemos sido bautizados, para no formar más que un Cuerpo> (1 Co 12, 13)…”

Un mes después de esta catequesis, el 3 de junio de este mismo año, 1998, dedicó una nueva catequesis al Espíritu Santo, con el título: <El Espíritu Santo en el Bautismo y en la vida> y en la que entre otras cuestiones manifestaba:

“Según el concorde testimonio evangélico, el acontecimiento del Jordán, constituye el comienzo de la misión pública de Jesús,  y de su revelación como Mesías, Hijo de Dios.

Juan predicaba un <bautismo de conversión para el perdón  de los pecados> (Lc 3, 31). Jesús se presenta en medio de la multitud de pecadores que acuden para que Juan los bautice. Éste lo reconoce y lo proclama como cordero inocente que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), para guiar a toda la humanidad a la comunión con Dios. El Padre expresa su complacencia en el Hijo amado, que se hace siervo obediente hasta la muerte, y le comunica la fuerza del Espíritu para que pueda cumplir su misión de Mesías Salvador”

 


Ciertamente, Jesús posee el Espíritu ya desde su concepción (Mt 1, 20), (Lc 1, 35), pero en el bautismo de Juan recibe una nueva efusión del Espíritu, una unción con el Espíritu Santo, como testimonia San Pedro en su discurso en la casa de Cornelio, centurión  de la cohorte llamada Itálica que recibió el anuncio del Señor de que debía enviar a buscar a San Pedro para escuchar lo que tenía que comunicarle a él y a su familia y el Apóstol se manifestó así ante ellos (Hch 10, 37-40):
"Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan / Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él / Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero / Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse"

Sí, como nos recuerda el Papa San Juan Pablo II, refiriéndose a esta unción del Señor por el Espíritu Santo:

“Ésta  es una elevación de Jesús ante Israel como Mesías, es decir, la unción por el Espíritu, es una verdadera exaltación de Jesús en cuanto Cristo y Salvador.
Mientras Jesús vivió en Nazaret, María y José pudieron experimentar su progreso en sabiduría, estatura y gracia (Lc 2, 40; 2, 51) bajo la guía del Espíritu Santo, que actuaba en Él.

Ahora en cambio, se inauguran los tiempos mesiánicos: comienza una nueva fase en la existencia histórica de Jesús. El bautismo en el Jordán es como un <preludio> de cuanto sucederá a continuación.

Jesús empieza a acercarse a los pecadores para revelarles el rostro misericordioso del Padre. La inmersión en el rio Jordán prefigura y anticipa el <Bautismo> en las aguas de la muerte, mientras que la voz del Padre, que lo proclama Hijo amado, anuncia la gloria de su Resurrección”
(Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo del 3 de junio de 1998)

 


    

 

  

 

 

LA IGLESIA CRECE VISIBLEMENTE EN EL MUNDO






La Iglesia es en Cristo como un “Misterio”, tal como podemos leer en la Constitución Dogmática, del Concilio Vaticano II, <Lumen Gentium> (GL 3):
“La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en Misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Éste comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (Jn 19, 34)”


Así es, en la narración de la Pasión y Muerte de Jesús según el Evangelio de San Juan  se informa de aquel hecho histórico crucial y transcendental por el que un soldado perforó con su lanza el costado del Señor, saliendo al punto, de éste, sangre y agua.

Desde siempre, los santos Padres de la Iglesia Católica, han reconocido:

* que al salir la sangre de Cristo de su costado herido, con ello se sellaba, la Redención de los hombres, simbolizada de forma especial, en el Santísimo Sacramento  de la Eucaristía;

 
 



*que el agua salida del costado de Cristo simbolizaba, así mismo, otro Sacramento, el del Bautismo, por el cual el creyente participa en la muerte de Cristo.





Por otra parte, la sangre y el agua que manaron del costado de Jesucristo, son la viva imagen de su Iglesia, que como nueva Eva, sale del costado del segundo Adán (Cristo). Esta idea ha quedado reflejada,  en  un documento esencial de la Iglesia, esto es, en el <Lumen Gentium>. 



Aquellos que olvidaron o quizás ignoran, que la Iglesia Católica es “Misterio”, y en sentido analógico “Sacramento”, deberían tener presentes, esta enseñanza del Papa León XIII (Carta Encíclica <Santis Cognitum>. Dada en Roma en el año 1896):

“Si para volver a esta madre amantísima deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla comprar ese retorno, desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese precio la pagó Jesucristo), pero sí, al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves por otra parte, verán claramente, al menos, que esas condiciones no han sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de Dios, y, por tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por sí mismos la verdad de estas divinas palabras: <Mi yugo es dulce y mi carga ligera> (Mt 11, 30)”
 
Cuenta  San Mateo efectivamente en su evangelio, que Jesús invita a todos los hombres a tomar su yugo  en la vida  y a aprender de Él,  a ser mansos de corazón (Mt 11, 28-30):

-Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré.
-Tomad mi yugo sobre vuestros hombros, y aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas.
-Porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera.

 

Así pues, tal como aseguraba el Papa León XIII, en la Carta Encíclica anteriormente mencionada, Jesús desea que todo aquel que por una u otra causa esté alejado de su Iglesia, vuelva a ella, para experimentar por si mismo que la verdad solo se encuentra en la Divina Palabra que ella conserva y proclama, porque no es tan grande el precio que se le pide, y a cambio hallará el verdadero reposo de su corazón: <mi yugo es suave y mi carga ligera>.

Sí, porque aunque Dios Todopoderoso, podría haber obrado sólo, para ayudar a los hombres, ha preferido, por un consejo misericordioso de su Providencia, servirse de los mismos hombres (León XIII. Carta Encíclica <Satis Cognitum>. Junio de 1896):

“Es evidente que ninguna comunicación entre los hombres puede realizarse sino por el medio de las causas exteriores y sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, Él, que teniendo la forma de Dios, se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres, (Flp 2, 6-7): y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.


Pero como su misión divina debía ser perdurable y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de su poder y haciendo descender sobre ellos de lo alto de los cielos al Espíritu Santo, les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente en todas las naciones lo que Él mismo había enseñado y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y obedeciendo sus leyes, el género humano pudiera adquirir la santidad  y en el cielo la bienaventuranza eterna”.

La Iglesia fue instituida por Cristo con este fin, y en su día así lo profetizó con estas palabras (Jn 12, 32): “Y Yo, cuando fuera levantado de la tierra, a todos arrastraré hacia mí”

La atracción universal, de toda la humanidad hacia Cristo crucificado, queda indicada en esta significativa frase del Señor, que él pronunció con motivo de la llegada a Jerusalén de unos gentiles para dar culto a Dios, porque también por entonces había ya  entre otros pueblos no israelitas el deseo imperioso de conocer al verdadero Dios, y por eso estaban impacientes por encontrarse con Jesús para que les revelara su Verdad.

Sin embargo respetuosos, y acaso temerosos de su poder, prefirieron pedir ayuda a uno de sus Apóstoles, concretamente a Felipe, para que actuara como su embajador ante él, rogándole con estas palabras: <Señor queremos ver a Jesús>. Felipe prudentemente, en vez de dirigir este deseo directamente a Jesús, le dijo a Andrés lo que pasaba, y así luego ambos expusieron a su Maestro este ruego.



El Señor ante esta situación da la impresión de que  ve más próxima que nunca su Pasión, Muerte y Resurrección, al pronunciar estas, en principio, misteriosas palabras (Jn 12, 23-26):

-Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre.
-En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no es enterrado y muere, queda él solo; más si muere, lleva mucho fruto.
-Quien ama su vida, la pierde; y quien aborrece su vida en este mundo, la ganará para la vida eterna.
-Quien me sirve, sígame; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor.

 
Luego, se abatió sobre Él, por su naturaleza humana, la angustia ante la proximidad de los terribles acontecimientos que se avecinaban, y dijo (Jn 12, 27): <Ahora mi alma se ha turbado; ¿Y qué diré? Padre sálvame de esta hora>. Pero enseguida, con humildad y tremendo amor hacia la humanidad, ante la llegada de su Pasión y Muerte exclamó (Jn 12, 27-28) :< Más para esto vine a esta hora. Padre, glorifica tu nombre>.


Tras la dócil aceptación de Jesús, de la voluntad del Padre, se produce una manifestación  de Dios ante los hombres (Teofanía), que ha quedado así reflejada en la narración de San Juan (Jn 12, 28-32):

-Vino, pues, una voz del cielo: <Le glorifiqué y de nuevo lo glorificaré>

-La turba, que allí estaba y lo oyó, decía que había sido un trueno. Otros decían: <Un ángel le ha hablado>
-Respondió Jesús y dijo: <No por mí ha venido al voz, sino por vosotros>

-Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera.
-Y Yo, cuando fuere levantado de la tierra, a todos arrastraré a mí

 
Son dos las revelaciones que Jesús hace en este decisivo momento de la historia de la humanidad. Por una parte, que su muerte dará como fruto la victoria definitiva sobre el maligno, sobre Satanás, el príncipe del mundo, y por otra que se establecerá una atracción universal de toda la humanidad, desde la Cruz, hacia Cristo y su Iglesia.


Y esto será así a lo largo de toda las generaciones desde la venida del Hijo del hombre, del Mesías, porque como muy bien nos dijo el Papa Juan Pablo II (Carta Encíclica <Veritatis Splendor>. Dada en Roma el 6 a agosto de 1993):

“La relación entre Cristo Palabra del Padre, y la Iglesia, no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente…

La contemporaneidad de Cristo responde al hombre de cada época, se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Y por eso Dios prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les <recordaría> y les haría comprender sus mandamientos (Jn 14, 26) y al mismo tiempo, sería el principio frontal de una vida nueva para el mundo (Jn 3, 5-8); Rm 8, 1-13)”

La Constitución dogmática <Dei Verbum> ha expresado este gran misterio en los términos bíblicos de un diálogo nupcial, como ha recordado el Papa Benedicto XVI (Los caminos de la vida interior. Benedicto XVI Ed. Chronica; 2011):

“Dios que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado, y el Espíritu Santo por quién la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3.16) (Concilio Ecuménico Vaticano II. Constitución dogmática <Dei Verbum>)”
 
 

 
En efecto, una vez terminada la obra sobre la tierra, que el Padre había encomendado a su Hijo Unigénito,  Éste envió al Espíritu Santo sobre sus discípulos reunidos en el Cenáculo, en torno a la Virgen María, el día de la celebración de la fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la Alianza del Sinaí, en tiempos del Patriarca Moisés.

Tras la llegada del Espíritu Santo (en forma como de lenguas de fuego que se dividían y se posaban sobre los allí presentes), la Iglesia de Cristo se manifestó públicamente por primera vez, ante las gentes, que habían acudido hasta el lugar, asombradas y quizás sobrecogidas, por el fenómeno extraordinario que tuviera lugar (estruendo parecido al viento que sopla fuertemente), y desde ese mismo momento se inició la labor evangelizadora de la Iglesia instituida por Jesucristo porque los que estaban en aquel lugar <se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse> (Hech 2, 4)

Y desde entonces, por importante que sea la labor social de la Iglesia, para paliar las necesidades materiales de la humanidad, y más en tiempos de crisis económica como la actual, el verdadero <núcleo>, la <verdadera razón de ser> de la Iglesia de Cristo,  es ser <Misterio>, ser <Sacramento universal de salvación>.

Por esta razón aquellos que se llaman creyentes y dicen <creo en Dios>, pero <paso de los sacerdotes>, ó bien,  <Jesús sí, Iglesia no>, se encuentran en el camino de la obcecación y de la antítesis, porque Dios y por tanto su Hijo Unigénito, nunca pueden estar en contraposición con su Iglesia ó con sus Apóstoles, de los cuales los sacerdotes son representantes.
 
 



En este sentido, resulta interesante recordar  la denuncia del Cardenal Joseph Ratzinger (“Un canto para el Señor. Cardenal Joseph Ratzinger. Papa Benedicto XVI. Ed. Sígueme. Salamanca 2011):

“La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis <Jesús sí, Iglesia no> parece típica del pensamiento de una generación…
Detrás de esta difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia, late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la fórmula <Jesús sí, Iglesia no>, habría que decir  <Jesús sí, Cristo no>, ó <Jesús sí, el Hijo de Dios no>…

La separación entre Jesús y Cristo, es a la vez, separación entre Jesús e Iglesia; se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra suya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él una nueva clase de libertad, de redención…”

Pero ¿cuáles son las raíces de esta separación entre Jesús y Cristo? Ésta es una cuestión que viene de lejos, de los inicios de la Iglesia, tal como podemos leer en la  primera Carta del Apóstol San Juan, con ocasión de las desviaciones del Mensaje de Cristo, por parte de algunos que llamándose creyentes, se comportaban como verdaderos Anticristos.

A la cabeza de todos ellos se encontraba Cerinto, líder herético de una secta próxima al gnosticismo,  que para desprestigiar la figura de Cristo mantenía, entre otras herejías, que había venido en agua, pero no en sangre…


San Juan, se las rebatía, y en su Carta (I Jn 2, 22), preguntaba< ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo>, y más tarde en esta misma Carta dice (Jn 4, 2-3):

<En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo>.

Entre las causas, que han podido contribuir al empeño de algunos de separar a Jesús, de Cristo, Benedicto XVI menciona en primer lugar, la construcción del llamado <Jesús histórico> (Ibid):

“El principio constructivo sobre el que emerge este Jesús excluye lo divino de él, siguiendo el espíritu de la Ilustración. Este <Jesús histórico> no puede ser Cristo ni Hijo…

La Iglesia queda así descartada; solo puede ser una organización humana que se intenta utilizar con más o menos habilidad la filantropía de Jesús. Desaparecen también los Sacramentos…
Detrás de este despojo de Jesús que es el <Jesús histórico>, hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión: imagen moderna del mundo”

 


Como segunda causa de la separación en la sociedad moderna, de Jesús, de Cristo, el Santo Padre menciona la tendencia de los hombres, en la actualidad, de tratar de explicar todo bajo el ámbito del empirismo, esto es, de la experimentación realizada por ellos sobre todos los ámbitos de la vida material e incluso espiritual (Ibid):

“El hombre de hoy no entiende ya la doctrina cristiana de la Redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de los términos como expiación, transcendencia y reparación…

La confesión de Jesús como Cristo cae por tierra. A partir de ahí, se explica también el enorme éxito de las interpretaciones psicológicas del Evangelio, que ahora pasa a ser el anticipo simbólico de la curación psíquica…

La teología de la liberación –hoy fracasada prácticamente-descansa en las mismas razones. La Redención es sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra”

Por último, como tercera causa que resume,  y encaja las dos anteriores, nos señala el Papa Benedicto la <perdida de la imagen real de Dios> (Ibid):

“Ya no resulta posible concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido original del Universo, si es que lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece ridículo imaginar que nuestra acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del Universo. Parece mitológico atribuirle una acción en el mundo”

Como consecuencia de todas estas cuestiones denunciados por el Papa Benedicto XVI, ha quedado como secuela entre algunos cristianos, cierta inseguridad e incluso increencia sobre la acción de Dios en la historia y sobre el papel primordial de su Iglesia.

Es conveniente recordar también a este respecto las palabras del Papa Juan Pablo II (Carta <Dominicae Cenae> Vaticano 24 de febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980):

“La Iglesia ha sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que, en la última Cena, han participado del Cuerpo y de la Sangre del Señor, bajo las especies del pan y del vino. Cristo les había dicho: <tomad y comed>…<tomad y bebed>. Y ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna. Desde ese momento y hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna…

La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión fraternal, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos <la muerte del Señor hasta que Él venga> (I Cor 11, 26). Y luego cuando compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio. En la Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión con Él, que es don y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en Él a la unidad de su Cuerpo, que es su Iglesia.


Solamente de esta manera, mediante la fe y disposición de ánimo, se realiza esa construcción de la Iglesia, que según la conocida expresión del Concilio Vaticano II, halla en la Eucaristía la <fuente cumbre de la vida cristiana> “

Por otra parte, el ejemplo de tantos santos que ha dado la Iglesia de Cristo, han servido de aliento a todos los creyentes en su caminar hacia Dios.



Sí, porque como también decía el Papa Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. El reto de la nueva evangelización. Círculo de lectores):

“La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra que  <la lucha por el alma de este mundo>. Si de hecho por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por otro hay una poderosa <anti-evangelización>, que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí, donde el espíritu de este mundo parece más poderoso.

En este sentido, en la Carta <Redemptoris missio>, se habla de los modernos areópagos, es decir, de los nuevos púlpitos. Estos areópagos, son hoy en día el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas.

La evangelización  renueva el encuentro de la Iglesia con el hombre, está unida al cambio generacional. Mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de su Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, a los que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecen rechazar”   

Bellas y consoladoras palabras de un Papa que ha sido impulsor y alentador de las Jornadas mundiales de la Juventud, las JMJ, que tantos frutos ha dado a la Iglesia de los dos últimos siglos. La Iglesia le estará siempre agradecida por ello, y por tantos otros beneficios que ha recibido durante su Pontificado, por eso desde el mismo momento de su partida de este mundo para ir hacia el Padre  celestial, su grey ha gritado ¡santo!, y pronto será reconocido como tal por la Iglesia católica.



Las Jornadas mundiales de la juventud, originadas sobre una idea del Papa Pablo VI, un Vicario de Cristo también muy preocupado por la juventud, que en el Año Santo de 1975  reunió en Roma a varios miles de personas jóvenes en su mayoría, de todo el mundo, posteriormente fueron potenciadas de forma decisiva por el Papa Juan Pablo II, siendo apodado por ello con el apelativo cariñoso del <Papa de los jóvenes>.

Estos grande encuentros en los que participan con gran interés la juventud de tantos Países, para escuchar las catequesis de los sucesores de Pedro y dar al mundo, con ello, muestras evidentes de que la Iglesia de Cristo está viva, y es aceptada y amada por las nuevas generaciones, se vienen realizando con regularidad cada dos o tres años. La última ha tenido lugar en Brasil, a donde en viaje apostólico, marchó el Papa actual Francisco, siendo como todas las anteriores, un gran estímulo para los creyentes y un objeto de reflexión para los increyentes.

Algunos se pueden aún preguntar qué significa todo esto; la respuesta del Papa Juan Pablo II es esclarecedora y contundente (Ibid):

“Significa que el Espíritu Santo obra incesantemente ¡Que elocuentes son las palabras de Cristo!: 

<¡Mi Padre obra siempre y yo también obro! (Jn 5, 17).

El Padre y el Hijo obran en el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad, y la verdad no cesa de ser fascinante para el hombre, especialmente para los corazones jóvenes. No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas.

Para Cristo lo importante son las obras de caridad. La Iglesia a pesar de todas las pérdidas que sufre <no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro>. Tal esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espíritu siempre se mide con el metro de estas palabras del apóstol san Pablo:
¡Ay de mí sin no predicase el Evangelio!”

 




Éste es el gran ejemplo a seguir por todos los miembros de la Iglesia católica porque como muy bien advertía el Papa Juan Pablo II (Ibid):


“La Iglesia evangeliza, la Iglesia anuncia a Cristo, que es camino, verdad y vida; Cristo único mediador entre Dios y los hombres. Y a pesar de las debilidades humanas, la Iglesia es incansable en este anuncio. La gran oleada misionera, la que tuvo lugar en el siglo pasado (S. XIX), se dirigió a todos los continentes y en particular, hacia el continente africano.

Aún en ese continente tenemos muchas tareas que hacer con una Iglesia indígena ya formada. Son numerosas ya las generaciones de Obispos africanos. África se convierte así, en un continente de vocaciones misioneras. Y las vocaciones, gracias a Dios, no faltan. Todo lo que disminuye en Europa, otro tanto aumenta allí, en África o en Asia.

Quizás algún día se revelen verdaderas las palabras del Cardenal Hyacinthe Thiandoum (natural de Poponguine dentro de la Arquidiócesis de Dakar, Senegal. 1921-2004), que planteaba la posibilidad de evangelizar al <Viejo Mundo>, con misioneros negros y de color. Y por eso hay que preguntarse si no será ésta una prueba más de la <permanente vitalidad de la Iglesia”