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domingo, 4 de junio de 2017

RECORDANDO AL ESPÍRITU SANTO (I)



 
 
 
 





¿Quién o qué es el Espíritu Santo? ¿Cómo podemos reconocerlo? ¿Cómo vamos  nosotros a él y él viene a nosotros? ¿Qué es lo que hace? Todas éstas son preguntas que en su día hacía el Papa Benedicto XVI y que han quedado reflejadas en su libro: <La alegría de la fe> (San Pablo. Librería Editrice Vaticana 2012).

Son preguntas ciertamente justificadas ante la falta de interés, por parte de una buena parte de la cristiandad sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, en los tiempos que corren. Los Pontífices y los Padres de la Iglesia católica han reflexionado e informado a los creyentes sobre el <Señor y dador de vida>, el <Espíritu de Dios>, pero el tema no es fácil ni de enseñar, ni de entender y por ello es necesario andar como mucho cuidado a la hora de hablar sobre este tema tan importante para el hombre.

Sin duda uno de los teólogos que mejor han interpretado la figura del Espíritu Santo dentro de la fe cristiana es Benedicto XVI, el cual supo responder en este libro a todas estas preguntas tan significativas de una forma clara y creíble.

Una primera respuesta a todas estas preguntas podríamos encontrarla, según este Papa en el conocido himno pentecostal de la Iglesia <Veni, Creator Spiritus>, que se suele rezar o cantar para pedir las luces del Espíritu Santo al empezar alguna obra de importancia, como Ejercicios Espirituales, Misiones ó Congresos y que ahora queremos recordar como base del razonamiento que el Papa realiza en bibliografía antes mencionada:

 
 



“Venid, Espíritu Creador, -visitad las almas de vuestros siervos,- y llenad de celestial gracia- los corazones que habéis creado. /Sois llamado Paráclito o Consolador,-Don del Altísimo,- Fuente viva, fuego, caridad,- y unción celestial /Vos que dais los siete dones,- sois el dedo o la fortaleza del Padre,- sois el Prometido del mismo Padre- y nos inspiráis lo que hemos de hacer. /Encended con vuestra luz nuestros sentidos,- infundid vuestro amor en nuestros corazones- y fortaleced con perpetuo auxilio- la debilidad de nuestra carne. /Alejad de nosotros al enemigo, de nuestra alma,-dadnos pronto la paz del corazón,- y puestos bajo vuestra dirección,- evitaremos todo lo nocivo. /Por Vos conozcamos al Padre en todo tiempo, /y también al Hijo,- y por Vos, que procedéis de entrambos,- creamos en todo tiempo. /Gloria a Dios Padre,- y al Hijo que resucitó de entre los muertos,- y al Espíritu Consolador,- por los siglos de los siglos. Amén”

Como dice el Papa Benedicto XVI:

“<Veni, Creator Spiritus…> Este himno alude aquí  a los primeros versículos de la Biblia, que presentan, mediante imágenes, la Creación del universo. Allí se dice, ante todo, que por encima del caos, por encima de las aguas del abismo, aleteaba el <Espíritu de Dios>. El mundo en que vivimos es obra del <Espíritu Creador de Dios>. Por eso refleja también  la sabiduría de Dios. La Creación, en su amplitud y en la lógica omnicomprensiva de sus leyes, permite vislumbrar algo del Espíritu creador de Dios.
Nos invita al temor reverencial. Precisamente quien, como cristiano, cree en el Espíritu creador es consciente de que  no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer; es consciente de que debemos considerar la Creación como un don  que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en el jardín del hombre.

 


Frente a las múltiples formas de abuso de la tierra que constatamos, hoy escuchamos casi el gemido de la Creación, del que habla san Pablo (Rom 8, 22); comenzamos a comprender las palabras del Apóstol, es decir, que la Creación espera con impaciencia la revelación  de los hijos de Dios, para ser libre y alcanzar su esplendor. Nosotros queremos ser esos hijos de Dios que la Creación espera, y podemos hacerlo, porque en el bautismo el Señor nos ha hecho tales.
Sí, la Creación y la historia nos esperan; esperan hombres y mujeres que sean de verdad hijos de Dios y actúen en consecuencia. Si repasamos la historia, vemos que la Creación pudo prosperar en torno a los monasterios, del mismo modo que con el despertar del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres ha vuelto el fulgor de Espíritu creador también  a la tierra, un esplendor que había quedado oscurecido y a veces casi apagado por la barbarie del afán  humano del poder…
Así hemos encontrado una primera respuesta a las pregunta: ¿qué es el Espíritu Santo?, ¿qué hace?, y ¿cómo podemos reconocerlo? Sencillamente el Espíritu Santo sale a nuestro encuentro a través de la Creación y la belleza”

 
 

El Espíritu Santo, en efecto, sale a nuestro encuentro, a través de la Creación y la belleza, éste es un tema que ha sido reconocido desde antiguo por los hombres de bien para los que, <nada de este mundo resulta indiferente>.

Entre estos hombres  están desde luego los Pontífices de la Iglesia de Cristo, y así en los últimos siglos nos encontramos por ejemplo, al Papa Juan XXIII que en el año 1963 con su Carta Encíclica <Pacem in terris>  quiso transmitir una propuesta de paz  a la humanidad.

Igualmente, años más tarde, Pablo VI en su Carta Encíclica <Octagesima adveniens> aseguraba que, <los progresos científicos más extraordinarios las proezas técnicas más sorprendente…etc., si no van acompañados por un autentico progreso social, se vuelven en definitiva contra los hombres>.
Por su parte, san Juan Pablo II en su Audiencia General del 17 de enero de 2001, hablaba  de alcanzar un compromiso social para evitar las catástrofes ecológicas, y recordaba a tal propósito el  hermoso Salmo 148, el cual es una <Alabanza universal> de todo lo creado por el Espíritu de Dios y en el que entre otras cosa se llega a decir:

“¡Aleluya! Alabad al Señor desde los cielos, alabadlo en las alturas; /alabadlo, todos sus ángeles; alabadlo todos sus ejércitos; /alabadlo, sol y luna, alabadlo, todas las estrellas luminosas, /alabadlo cielos de los cielos y aguas que estáis por encima  de los cielos; /alaben el nombre del Señor, porque él lo mandó y fueron creados; / Él los fijó para siempre jamás, puso unas leyes que nunca cambiarán…”



Para el Papa san Juan Pablo II esta visión de la Creación tan bellamente expresada en el  Salmo 148:
“Podría ser, la representación de un paraíso perdido y, por otro  lado la del paraíso prometido. Por eso el horizonte de un universo paradisiaco, que el Génesis coloca en el origen mismo del mundo, en el libro del profeta Isaías y en el Apocalipsis del apóstol San Juan se sitúan al final de la historia.

Se ve así que la armonía del hombre con su semejante, con la Creación y con Dios es el proyecto que el Creador persigue…”

 



En este sentido,  el Papa Francisco se expresaba en los términos siguientes en su Carta Encíclica <Laudato sí>, sobre el cuidado de la casa común del género humano, dada en Roma un 24 de mayo (solemnidad de Pentecostés) de 2015:

“El Nuevo Testamento nos habla del Jesús terreno y de su relación tan concreta y amable con todo el mundo. También lo muestra resucitando y glorioso, presente en toda la Creación con su Señorío universal…”

Hay que recordar que dos años antes de pronunciar estas elocuentes palabras, el Papa Francisco también se había hecho la misma pregunta que, con anterioridad, se hizo el Papa Benedicto XVI: ¿Quién es el Espíritu Santo?

Lo hizo en su <Audiencia general> de los miércoles, concretamente un 8 de mayo de 2013, dando a continuación  la siguiente respuesta:




“En el Credo profesamos con fe: <Creo en el Espíritu Santo que es Señor y dador de vida>.

La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es <Kyrios>, Señor.

Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración  y glorificación que dirigimos  al Padre y al Hijo.

El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino  que madure y crezca hasta su plenitud.

El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad  su deseo intenso de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. <Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante (Jn 10, 10)”

 


Se refiere el santo Padre a la parábola del buen pastor que propuso el Señor a sus seguidores en respuesta a una pregunta malintencionada de los fariseos, y que aparece en el Evangelio de San Juan. Concretamente Jesús muestra en ella el comportamiento del  buen pastor y del mal pastor para con sus ovejas, asegurando después que él es la <puerta de las ovejas> (Jn 10, 7-10), para significar que es el <único acceso que tiene el hombre a la salud, a la vida>:

“Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. /Todos los que vinieron antes de mí eran ladrones y salteadores, pero las ovejas no les hicieron caso. /Yo soy la puerta; el que entra por mí se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos. /El ladrón sólo entra para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”

Y más adelante en este mismo Evangelio encontramos aquel pasaje de la vida del Señor en el que después de despedirse de sus discípulos y anunciarles que <va al Padre> y le queda poco tiempo de estar con ellos, al ver la tristeza de estos, les pide que no estén agobiados porque volverá a ellos, y además les enviará <otro Defensor> (Jn 14, 15-17):

-Si me amáis guardaréis mis mandamientos.

-Yo pediré al Padre que os mande otro Defensor que esté siempre con vosotros,

-el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está en vosotros.   

  
    

Con razón  el Papa san Juan Pablo II pronunció estas palabras, en su Audiencia General del miércoles 20 de marzo de 1991:

“Jesús mismo, la víspera de su partida de este mundo para volver al Padre mediante la cruz y la ascensión al cielo, anuncia a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo:<Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad> (Jn 14, 16-17).

Pero Él mismo dice que esa presencia del Espíritu Santo, su inhabitación en el corazón humano, que implica también la del Padre y la del Hijo, está condicionada por el amor (Jn 14, 23)”

El Apóstol San Juan, en su Evangelio,  nos narró este importante pasaje de la vida  del Señor (Jn 14, 18-24):

-No os dejaré huérfanos; vuelvo a vosotros.

-Todavía un poco y el mundo ya más no me ve; pero vosotros me veis, porque yo vivo y vosotros viviréis.

-En aquel día conoceréis vosotros que estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.

-Quien tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y quien me ama, será amado de mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él.

-Dícele Judas, no el Iscariote: Señor ¿y qué ha pasado, que vas a manifestarte a nosotros, y al mundo no?

-Respondió Jesús y díjole: Si alguno me amare, guardará mis palabras, y mi Padre le amará, y a él vendremos y en él haremos mansión.

-Quién no me ama, no guarda mis palabras. Y la palabra que oís no es mía sino del Padre, que me ha enviado.

 


Jesús en su <Sermón de la Cena>, próxima ya su Pasión y Muerte, hace varias promesas a sus discípulos y entre estas destaca, la llegada del “Consolador”, es decir del Espíritu Santo, pero también la llegada del Padre y del Hijo, al corazón de los creyentes, nos habla de la inhabitación de la Santísima Trinidad.

Según el Papa san Juan Pablo II (Ibid):
“En el discurso de Jesús, la referencia al Padre y al Hijo incluye al Espíritu Santo, a quien san Pablo y la tradición patrística y teológica atribuye la inhabitación trinitaria, porque es la Persona-Amor y, por otra parte, la presencia interior es necesariamente espiritual.

La presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante el Amor y, por tanto, en el Espíritu Santo. Precisamente en el Espíritu Santo, Dios, en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu del hombre.


 



Santo Tomás de Aquino dirá que sólo en el espíritu del hombre (y del ángel) es posible esta clase de presencia divina -por inhabitación-, pues sólo la criatura racional es capaz de ser elevada al conocimiento, al amor consciente y al goce de Dios como Huésped interior: y esto tiene lugar por medio del Espíritu Santo que, por ello, es el primero y fundamental don (Summa Theol., I, q. 38, a.1)”

Por eso, la pregunta que San Judas (Tadeo) hizo al Señor, tiene el mérito de darnos a conocer el misterio de la  inhabitación de la Santísima Trinidad, en el corazón de los hombres, por la respuesta de Jesús y como nos sigue diciendo el Papa san Juan Pablo II en  su Audiencia General, esto es muy importante porque mediante este hecho misterioso <los hombres se convierten en templos de Dios>:

“Por consiguiente, la inhabitación del Espíritu Santo implica una especial consagración de toda la persona humana (San Pablo subraya en I Corintios 6,19 una dimensión corporal) a semejanza del templo.
Esta consagración es santificadora, y constituye la esencia misma de la gracia salvífica, mediante la cual el hombre accede a la participación de la vida trinitaria en Dios.




Así, se abre en el hombre una fuente interior de santidad, de la que deriva la vida <según el Espíritu>, como advierte Pablo en la <Carta a los romanos>  (Rm 8,9): <Más vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros>. Aquí se funda la esperanza de la resurrección de los cuerpos, porque < sí el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8,11)”

Así es, <Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en nosotros>, porque como muy bien decía el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica, <Gaudete in Domino>, dada en Roma el 9 de mayo de 1975:

“Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia, y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos (Hech 2, 23), morir sobre una cruz.
Pero el Padre no permitió que la muerte lo retuviera en su poder. La Resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su Pasión: <Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique> (Jn 17,1)   Desde entonces Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor…”

 



Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más  que de la celebración conjunta de la Muerte y la Resurrección del Señor (Papa Pablo VI; Ibid):

“El <Exsultet> del pregón pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la Resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorioso, y esclarece las tinieblas de las almas…

El Espíritu que procede del Padre y del  Hijo, de quienes es el amor mutuo viviente, es, pues, comunicado al pueblo de la Nueva Alianza y a cada alma que se muestra disponible a su acción.

Él hace de nosotros su morada, <dulce huésped del alma>. Con Él habitan en el corazón  del hombre el Padre y el Hijo (Jn 14, 23). El Espíritu Santo suscita  en el hombre una oración filial, que brota de lo más profundo del alma, y que se expresa en alabanza, acción de gracias, expiación, y súplica. Entonces podemos gustar  la alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo (Rm 14, 17; Gal 5, 22); consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción íntima en la posesión de Dios Trino, conocido por la fe y amado con la  caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza, por tanto, todas las virtudes cristianas.

Las pequeñas alegrías humanas que constituyen en nuestra vida como la semilla de una realidad más alta, quedan transfiguradas. Esta alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz, y en cierto abandono aparente, parecido al del huérfano: lágrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde de satisfacción, falsa en realidad. Pero la tristeza de los discípulos, que es según Dios, y no según el mundo, se trocará pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles (Jn 16, 20-22); 2 Cor 1, 4; 7, 4-6)”

 


Hermosa palabras del Papa Pablo VI,  que nos dejo a todos los creyentes un legado maravilloso, que si en tiempos anteriores fue quizás olvidado, ahora resurge con la pujanza de una actualidad brillante y necesaria, así lo han reconocido sus sucesores en la Silla de Pedro, algunos de ellos incluso, como el Papa Francisco, ha recomendado a todos los cristianos la lectura de alguno de sus numerosos trabajos en la seguridad de que nadie saldrá defraudado.

Es lo que sucede con esta Exhortación Apostólica en la que Pablo VI nos habla de una alegría propiamente espiritual que nadie podrá arrebatarnos si dejamos obrar en nuestro corazón al Espíritu  Santo, recordando las palabras del Señor recogidas en el  Evangelio de san Juan (Jn 16, 20-23):
-Os aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis, pero el mundo gozará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se cambiará en alegría.

-La mujer cuando está de parto se siente angustiada, porque ha llegado su hora; pero cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de la angustia por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo.



-Así también vosotros estáis ahora tristes; pero yo os veré otra vez, y vuestro corazón se alegrará y nadie os quitara ya vuestra alegría. Os aseguro que todo lo que pidáis en mi nombre el Padre os lo concederá.

Jesús estaba seguro de que el Padre respondería a sus peticiones, por eso dice aquello <os aseguro que todo lo que pidáis en mi nombre el Padre os lo concederá> y así fue con su promesa de enviarnos un <nuevo Defensor > después de su partida hacia el Padre, refiriéndose al Espíritu Santo, nuestro Consolador.

Sucedió en la fiesta de Pentecostés, por eso la Iglesia a lo largo de los siglos ha celebrado con gran solemnidad su conmemoración.

Como recuerda el Papa Benedicto XVI, en ese día:
“Se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: < ¡Veni, Sancte Spiritus!>  Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión a los cielos.




De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico, que tiene como contexto la Ultima Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: < Si me amáis, guardareis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre> (Jn 14, 15-16).


Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una sola cosa con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte- por decirlo así-  en el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad: <Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre>.


En realidad, la oración de Jesús- la de la Ultima Cena y la de la cruz- es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión a favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo”