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miércoles, 26 de junio de 2019

LA DESESTRUCTURACIÓN FAMILIAR ES UN PROBLEMA QUE PREOCUPA A LA IGLESIA


 
 
 
 
Las preguntas que inevitablemente solemos hacernos muchos cristianos ante ciertas situaciones verdaderamente lamentables que en la actualidad se producen en la vida de los matrimonios y por tanto en sus familias son: ¿A que es debido este penoso retroceso en la vida familiar? ¿Existe una explicación lógica para dicha situación?


Cualquiera que fuera la respuesta a este tipo de preguntas, desde luego en principio, deberíamos aceptar la certeza de que los Padres de la Iglesia y la  Jerarquía de la Iglesia en general, desde hace siglos han venido preocupándose y analizando los motivos que han conducido, a lo largo de la historia de la humanidad, a una desestructuración familiar, que a la larga ha pasado factura a muchas personas, que se han visto implicadas en una serie de  fenómenos no deseables en el seno de la pareja y sobre todo en el ámbito familiar.

 
Un excelente ejemplo de esta pasada preocupación la tenemos en un Papa del siglo XX, el cual, refiriéndose a la educación cristiana de la juventud, decía cosas como estas <Carta Encíclica Divini illus magistri> ; Papa Pio XI; 31 de diciembre de 1929):


“Haciéndonos eco del Divino Maestro, hemos dirigido palabras saludables, ya de aviso, ya de exhortación, ya de dirección, a los jóvenes y a los educadores, y a los padres y a las madres de familia, sobre varios puntos referentes a la educación cristiana, con aquella solicitud que convine al Padre común  de todos los fieles, y con aquella insistencia oportuna y aún importuna que el oficio de pastoral requiere, inculcada por el apóstol San Pablo (2 Tim 4, 2):

<Insiste con ocasión y sin ella, reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina> “

Para constatar esta verdad en el momento presente, recordemos algunas de las cuestiones que el Papa Francisco desarrollo y puntualizó en su <Discurso de inauguración del año Judicial del Tribunal de la Rota> el 21 de enero de 2017:

“No podemos ignorar el hecho de que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada, las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhortación apostólica, Evangelii  gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de criterio interpretativo y operativo para la existencia personal, familiar y social.

Este contexto, carente de valores religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el consentimiento matrimonial. La experiencia de la fe de aquellos que buscan el matrimonio cristiano, son muy diferentes. Algunos participan activamente en la vida parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una vida de intensa oración; otros están sin embargo, impulsados por un sentimiento religioso más genérico; muchas veces son personas alejadas de la fe o que carecen de ella.

 
 
Ante esta situación, tenemos que encontrar remedios validos. Un primer remedio sería la formación de los jóvenes, a través de un adecuado proceso de preparación encaminado a redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios. La comunidad cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor pueda convertirse en un Sacramento, un signo eficaz de salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en lo concreto de su vida de amor”


Ciertamente, si queremos que la situación se revierta, si queremos que los jóvenes tengan la oportunidad de elegir el camino del matrimonio y la familia según el plan de Dios, es necesario que los mayores hagamos algo al respecto y que todo nos demos a practicar virtudes, como la caridad, la pureza y la gratitud, evitando el egoísmo, y la avaricia, tal como recomendaba el apóstol San Pablo en tiempos de la primitiva Iglesia, a la comunidad de los hebreos de Palestina, cuyo estado de ánimo era verdaderamente preocupante y necesitado de una ayuda inmediata para evitar lo que parecía una catástrofe inminente, como ahora acontece, en lo referente al amor matrimonial y a las familias (Hebreos 13, 1-6):

“Consérvese la caridad fraterna / De la hospitalidad no os olvidéis; pues por ella algunos sin saberlo, hospedaron a ángeles / Acordaos de los prisioneros, como compañeros de sus prisiones; de los que sufren vejaciones, como que también vosotros arrastráis ese cuerpo / Sea para todos el matrimonio como cosa digna de honor, y el trato conyugal sea inmaculado; porque a fornicarios y adúlteros los juzgará Dios / Sea vuestro proceder exento de avaricia, contentándoos con lo que de presente tenéis; puesto que Él ha dicho: <No, no te dejaré ni te abandonaré> (Dt. 31, 6-8) / de suerte que con osada confianza podamos decir (Sal 117,6): El Señor está conmigo y no tengo miedo,  ¿qué me podrán hacer los hombres?”

 

 
 
Si hiciéramos todas estas cosas que pide el apóstol San Pablo, el mundo marcharía mucho mejor; en particular, en lo concerniente al amor matrimonial, sus consejos que son resultado de la aplicación de las leyes de Dios, solo pueden conducir a la fidelidad e indisolubilidad del matrimonio porque:

“Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta autentica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara” (Es Cristo que pasa; San Josemaría  Escrivá de Balaguer; Ed. Rialp, S.A., Madrid)

De todo esto se deduce, como propone el Papa Francisco, que los jóvenes deberían recibir de sus mayores las divinas enseñanzas del amor conyugal, con la idea de que redescubran el valor del sacramento del matrimonio y de la formación de una familia, según los planes de nuestro Creador.

En este sentido, en el Papa Pio XI, advertía de lo que sucedería si la educación de las nuevas generaciones se desarrollaba de forma improcedente (Divini illus magistri; Ibid):

“En verdad que nunca como en los tiempos presentes se ha hablado tanto de educación; por esto se multiplican los maestros de nuevas teorías pedagógicas, se inventan, proponen y discuten métodos y medios, no sólo para facilitar sino para crear una educación nueva de infalible eficacia, capaz de formar las nuevas generaciones para la ansiada felicidad en la tierra.

 
 
 
Y es que los hombres, creados por Dios a su imagen y semejanza, y destinados para Dios, hoy más que nunca en medio de la abundancia del moderno progreso material, la insuficiencia de los bienes terrenos  para la verdadera felicidad de los individuos y de los pueblos, sienten, por lo mismo, el más vivo  estimulo hacia una perfección más alta, arraigado en su misma naturaleza racional por el Creador, y quieren conseguirla principalmente por la educación.

Sólo que muchos entre ellos, como insistiendo con exceso en el sentido etimológico de la palabra, pretende sacarla de la misma naturaleza humana y realizarla con sola sus fuerzas.

Y en esto ciertamente yerran, pues en vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan y descansan en sí mismos, apegándose exclusivamente a lo terreno y temporal; por eso será continua e incesante su agitación mientras no dirijan sus pensamientos y sus obras a la única meta de la perfección, a Dios, según la profunda sentencia de San Agustín  (Conf. 1, 1):
<Nos hiciste Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>
Es, por tanto, de suma importancia no errar en la educación, como no errar en la dirección hacia el fin último, con el cual está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la educación”

 
 
Sí, los Pontífices de la Iglesia de Cristo del pasado siglo, tenían muy clara la problemática que se avecinaba en tiempos futuros si las cosas relacionadas con la educación cristiana se forzaban hacia derroteros imprevisibles…

Las consecuencias las estamos recogiendo desde hace ya tiempo y continúan aumentando en este nuevo siglo  y si a todas ellas, se suma la temible desestructuración familiar, la familia puede acabar muy mal. Por eso, la fidelidad en el matrimonio es tan importante, porque no solo afecta a la pareja sino que hace mucho daño a los hijos y a la familia en general.

La crisis de valores, como advertía el Papa Pio XI, es la que ha llevado a un estado tan precario de la madurez de los jóvenes, y de los no tan jóvenes, a la hora de unirse en matrimonio y de formar una nueva familia.

 
 
Así, como también denunciaba el Papa Francisco (Ibid): “La experiencia pastoral  enseña que hoy existe un gran número de fieles en situación irregular, en cuya historia ha tenido una fuerte influencia la generalizada mentalidad mundana. En efecto, existe una especie de mundanidad espiritual, <que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 93), y que lleva a perseguir, en lugar de la gloria del Señor, el bienestar personal.

Uno de los frutos de dicha actitud  es <una fe encerrada en la subjetividad, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos>.

Es evidente que, para quien sigue esta actitud, la fe carece de un valor orientativo y normativo, dejando el campo libre a las componendas con el propio egoísmo y con las presiones de la mentalidad actual, que ha llegado a ser dominante”

Ante este actualizado y lucido razonamiento del Papa Francisco, tenemos que sentirnos muy agradecidos, y aceptar la idea, la evidencia, de que cada vez es más necesaria la amplia colaboración entre los distintos componentes de la familia y los sucesores de los apóstoles en la Iglesia de Cristo, con objeto de alcanzar la tarea fundamental, que consistente en la educación cristiana de las personas y la transmisión de la fe dentro y fuera del círculo familiar.

 
En este sentido, el Papa Benedicto XVI  tenía toda la razón cuando nos advertía que el <amor se aprende> (El amor se aprende. Etapas de la familia; Romana Editorial, S.L. 2012): “En la obra educativa, especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida, está personalmente comprometido con la verdad que propone.


El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado.

Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no  decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre le había enseñado (Jn 8, 28).

Por este motivo en la base de la formación de la persona cristiana y de transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación con Él del rostro del Padre.

 
 
Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar. Así pues, la Familia de Nazaret tiene que ser para nuestras familias y para nuestra comunidad objeto de oración constante, además de modelo de vida”