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viernes, 1 de febrero de 2019

CUÁN HERMOSO ES EL CAMINO DEL BUEN PASTOR



 
 



¡Cuán hermoso es el camino del Buen Pastor! , el camino que conduce al Reino de Dios

El Papa Benedicto XVI en su Audiencia General  del 5 de octubre de 2011 al hablarnos del camino que conduce al Reino de Dios, nos recuerda que Jesús utiliza la simbología del <Buen Pastor>, evocando el ambiente nómada de los pastores y a las ovejas que componen su pequeño rebaño, porque:

“Esta imagen da un clima de confianza, intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su nombre y ellas le siguen porque le reconocen y se fían de él (Jn 10, 2-4). Él las cuida, la custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitir vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar si el pastor está con ellas.

A esta experiencia hace referencia el salmista, llamando a Dios su pastor, dejándose guiar por Él hacia praderas seguras:

<en verdes praderas me hace reposar, me conduce hacia las aguas del remanso/ y conforta mi alma; me guía por los senderos de justicia, por honor a su nombre> (Sal 23 (22) 2-3)…



El Salmo 23 (22 ) nos invita a poner nuestra confianza en Dios abandonándonos totalmente en sus manos ( Me guía por los senderos de justicia, haciendo honor, a su nombre).Por tanto pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos, como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa, y nos conduzca hacia <Fuentes tranquilas>, para que, en la acogida del <Don de Dios> podamos beber en sus manantiales, <fuentes de aquella vida> que <salta hasta la vida eterna>”

Consejos muy sentidos y cercanos del Pontífice Benedicto XVI, que recuerdan también los del Apóstol amado del Señor, San Juan,  al relatar el encuentro de Jesús con una mujer samaritana, en el camino, de vuelta a Galilea.

Debía pasar el Señor forzosamente  por Samaria, región central de Palestina. Sus habitantes, a partir del destierro de Babilonia, en aquellos tiempos, estaban profundamente enfrentados a los judíos ortodoxos de Jerusalén, aunque la enemistad venia de épocas más lejanas, concretamente  de cuando las tribus del norte y el sur llevaban vidas autónomas y se desconocían mutuamente.

 


Ambos pueblos habían  llegado a la situación de considerarse mutuamente  gente indeseable, pero ello no fue óbice para Nuestro Señor Jesucristo, que entabló conversación con una mujer samaritana que acudía a sacar agua del llamado pozo de Jacob, en el pueblo de Sicar.

Aquella mujer lógicamente se extrañó mucho cuando Jesús le dijo (Jn 4, 7): <Dame de beber>, por ello le preguntó, quizás con algo de acritud (Jn 4, 9):

¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer samaritana?

El pozo de Sicar, era un excavación en tierra, de unos 32 metros de profundidad, alimentada por una fuente subterránea, que como aseguro la mujer databa del tiempo de Jacob y que   había sido dado por él Patriarca, a los samaritanos para que bebieran agua, ellos y su ganado. Pero Jesús le dijo (Jn 4, 10):

< ¡Si conocieses el <Don de Dios> y quien es el que te dice: Dame de beber, tú le hubieras pedido, y Él te hubiera dado agua viva!>
 
 


El <agua viva>, del que hablaba Jesús, es el símbolo del Espíritu Santo (Don de Dios), y el Dador de esa agua es Jesucristo, el Hijo del hombre, el Mesías. Por eso ante el asombro de la mujer, que ya empezaba a considerar que la presencia allí, de aquel hombre, era algo extraordinario, Jesús siguió diciendo, refiriéndose al agua del pozo (Jn 4, 13-14):

<Todo el que bebiere de esa agua, tendrá sed otra vez; mas quien bebiere el agua que yo le diere, no tendrá sed eternamente/ sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta para la vida eterna>

El <Agua viva> de la que hablaba Jesús era precisamente símbolo del Espíritu Santo  enviado por  el <Buen Pastor>, para facilitar a los hombres el camino que lleva a la vida eterna.  Por eso, con los  Sacramentos del Bautismo y la Confirmación los cristianos recibimos, el Don del Espíritu Santo, tal como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1285):

“Con el Bautismo y la Eucaristía, el Sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los <sacramentos de iniciación cristiana>, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este Sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal. En efecto, a los bautizados “el Sacramento de la Confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y con sus obras” (Lumen Gentium, 11)
 
 

 
Desde  tiempos de los apóstoles, a los futuros cristianos  se les comunicaba el <Don de Dios>, mediante la imposición de las manos, de esta forma se cumplía la voluntad de Cristo de completar la venida del Espíritu Santo, dada en el Sacramento del Bautismo, con el Sacramento de la Confirmación. La costumbre de añadir, a la imposición de las manos en el Sacramento de la Confirmación, una unción con oleó se manifestó muy pronto en la Iglesia primitiva y esta unción ilustra el nombre de <cristiano> que significa <ungido> y que tiene su origen en Cristo, al que <Dios ungió con el Espíritu Santo>.

En efecto, tal como nos enseña el Papa Benedicto XVI:

“Ser cristiano quiere decir proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de Dios, a Aquel al que Dios mismo ha ungido, pero no con aceite material, sino con Aquel al que el óleo representa: con el Espíritu Santo. El aceite de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo el Hombre Jesús está totalmente colmado del Espíritu Santo” (La Alegría de la Fe; Papa Benedicto XVI; Ed. San Pablo 2012)

 


Por tanto, El Padre envió a su Hijo para darnos el Espíritu, el cual  nos otorga nueva vida con el Bautismo, pero es sólo el principio.  En la Confirmación recibimos la plenitud de los <Dones del Espíritu santo>, mediante la <unción>.

“Ungir significa preparar para el poder. El Antiguo y el Nuevo Testamento están llenos de historias de ungidos. Los reyes son ungidos cuando llegan al trono. Los profetas son ungidos al principio de su ministerio. Los sacerdotes ungen a los que les van a suceder en su labor sacerdotal.

No son meras ceremonias, tienen una especial eficacia y la virtud de obrar maravillas. Un ejemplo llamativo es el del rey Saúl, ungido por el profeta Samuel (1 Sam 10, 1-9). Samuel dirá: El Espíritu del Señor se apoderará de ti y profetizarás…y serán otros hombres. Acto seguido, la historia dice que Saúl se sintió un hombre nuevo…

Los primeros cristianos mostraban predilección por el Sacramento de la Confirmación, y lo designaban con distintos nombres poéticos:

<La imposición de manos, el sello de Dios, la impronta de Dios>.

Son imágenes que evidencian el amor paternal hacia unos hijos que alcanzan la madurez” (Comprometidos con Dios. la promesa y la fuerza de los Sacramentos; Scott Hahn; Ediciones Riald, S.A, Madrid 2006)

 


Así es, las propiedades del <Agua viva> prometida por Jesús a la mujer samaritana eran extraordinarias, porque simbolizaban también el <Don de Dios>, es decir la llegada del Espíritu Santo sobre su persona. Al igual que ella, los cristianos recibimos este Don a través del Sacramento de la Confirmación, revalidando su llegada inicial, en el Sacramento del Bautismo, ambos instituidos por Cristo, el <Buen Pastor>, para facilitarnos el <Camino> hacia el <Reino de Dios>.

Recordemos que el simbolismo del agua aparece con fuerza en varias ocasiones en el Evangelio del Apóstol San Juan y muy particularmente en el caso que estamos recordando de Jesús y la samaritana tal como nos sugiere el Papa Benedicto XVI en su libro <Jesús de Nazaret;  1ª Parte; Ed. La Esfera de los Libros, 2007):

“En el capítulo cuarto del Evangelio de San Juan, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la samaritana un <Agua viva>, que será para quien beba de ella, fuente que salta para la <Vida eterna> (Jn 4, 14), de tal manera que quien la beba no <volverá a tener sed>. Aquí el simbolismo del pozo está relacionado con la historia de Israel”

No obstante, sigue el Papa razonando sobre este acontecimiento de la vida del Señor para llegar finalmente a la conclusión de que el <Agua> de la que Jesús habla durante su conversación con la samaritana, es un símbolo del <Pneuma>, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y que le da la vida plena, que él espera aún sin conocerla; se trata del Espíritu Santo, siempre presente en la vida de la Iglesia de Cristo, a través de sus Sacramentos:
 


“A través de la gracia de los Sacramentos, esta fuerza fluye en nuestro interior, como un rio subterráneo que  nutre el espíritu, nos atrae cada vez más cerca, de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo.

San Ignacio de Antioquia, que murió mártir en Roma a comienzo del siglo II, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como una <Fuente viva> que surge en su corazón y susurra: <Ven, ven al Padre>” (Los caminos de la vida interior; Benedicto XVI; Ed. Chronica S.L., 2011).

Sí, y para llegar al Padre hemos de seguir a Cristo, el <Buen Pastor>, debemos seguir su <Camino>, mirando fijamente a la meta, porque  tal como nos recuerda también el Papa Benedicto XVI:




“Dios lo ha exaltado a su derecha; por tanto hablar de Cristo como <archegos> (en griego, jefe que muestra el camino), significa que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el camino. Y estar en comunión con Cristo, es la subida hacia lo alto…

Aquí, evidentemente, es importante  que se nos diga a dónde llega Cristo y a dónde tenemos  que llegar también nosotros: <Hypsosen> (las alturas) subir a la derecha del Padre. Seguir a Cristo no es sólo imitar sus virtudes, no es sólo vivir en este mundo de modo semejante a Jesús, en la medida de lo posible, según su palabra, sino  que es un <Camino> que tiene una meta. Y la meta es la derecha del Padre.

Este <Camino de Jesús>, el <Buen Pastor>, acaba a la derecha del Padre. El  horizonte de este seguimiento es  llegar a la derecha del Padre…

Debemos tener la valentía, la alegría, la gran esperanza de que la <Vida eterna> existe, es la verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también este mundo.

Si bien se puede decir que, aún prescindiendo de la <Vida eterna>, del <Cielo prometido>, es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad  y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones, en sí mismo es bien y es mejor  que todo lo demás, precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la espera de la <Vida eterna>, la subida siguiendo a nuestro <archegos> (el jefe que muestra el camino).

<Soter> es el Salvador  que nos salva de la ignorancia, busca las cosas últimas. El Salvador  nos salva de la soledad, nos salva de un vacio que permanece en la vida sin eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud.

Él es la guía, Cristo (Buen Pastor), nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios” (La alegría de la fe; Benedicto XVI; Ed. San Pablo; 2012)

 

Pero todavía, en este caminar mirando fijamente el <Camino del Buen Pastor>, para llegar a la meta deseada, la <Vida eterna>,  el Papa Benedicto XVI nos recuerda que hay dos temas muy importantes, que nunca podremos obviar: la <conversión> y  la <penitencia> (Ibid):

“Cristo, el Salvador, concedió a Israel la penitencia y el perdón de los pecados (metanoia) (He 5, 31). Para mí  se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe  una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas.

Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una transformación de nuestro ser.

Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura.

Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer  penitencia, es decir reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar.

El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina.

Estas dos cosas que dice san Pedro: <penitencia y perdón>, corresponden al inicio de la predicación de Jesús: <metanoeite>, es decir, convertíos (Mc 1, 15). Por tanto, este punto fundamental: la <metanoia> no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino la que la <matanoia> es la llegada de la gracia que nos transforma.

Recordemos unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la <Vida eterna> (Jn 3, 36). En la fe, en este transformarse, que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo <Camino del vivir > (Camino del Buen Pastor), llegamos a la vida, a la <Verdadera vida>”

 


Sí, sería muy bueno poder decir, como en su día, dijo el poeta:

“Ando por mi camino, pasajero/ y a veces creo que voy sin compañía/ hasta que siento el paso que me guía/ al compas de mi andar, de otro viajero.

No veo, pero está. Si voy ligero/ el apresura el paso; se diría/ que quiere ir a mi lado todo el día/ invisible y seguro el compañero.

Al llegar al terreno solitario/ él me presta valor para que siga/ y, si descanso, junto a mí reposa.



Y, cuando hay que subir monte (Calvario/ lo llama él), siento en su mano amiga/ que me ayuda, una llaga dolorosa”

*José María Souvirón Huelín (Escritor, ensayista y crítico). Málaga (España) (1904-1973).