El reto de la nueva evangelización sigue siendo tarea principal y urgente del pueblo de Dios en este momento; ya en el pasado siglo el Papa San Juan Pablo II recordaba que ésta había sido una misión muy relevante para la Iglesia durante estos últimos tiempos de la historia de la humanidad. Él aseguraba como respuesta a una pregunta realizada por el conocido periodista Vittorio Messori sobre este tema, que:
“La llamada a un gran
relanzamiento de la evangelización vuelve siempre de diversas maneras a la vida
actual de la Iglesia. Aunque la verdad es que nunca ha estado ausente: ¡Ay de
mí si no predicase el evangelio! (I Co 9, 16).
Esta expresión de Pablo de Tarso ha sido válida en todas las épocas de la
historia de la Iglesia. Él mismo, fariseo convertido, se sintió continuamente
perseguido por ese < ¡Ay!>. El mundo mediterráneo en el que vivió oyó sus
palabras, la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo.
Y aquel mundo comenzó a
reflexionar sobre el significado de tal mensaje. Fueron muchos los que
siguieron al apóstol. No se debe olvidar nunca la misteriosa llamada que indujo
a San Pablo a superar los confines entre Asia menor y Europa (Hch 16,9-10).
Entonces tuvo inicio la primera evangelización de Europa” (Cruzando el umbral
de la esperanza. Juan Pablo II. Editado por Vittorio Messori. Licencia editorial
para Círculo de Lectores por cortesía de Plaza& Janés Editores, S.A. 1994).
Ya a partir de ese momento fue
llevado el evangelio fuera del estrecho ámbito de Jerusalén y de Palestina, y
empezó su carrera hasta los alejados confines del mundo entonces conocido. En
definitiva, la evangelización llevada a cabo por San Pablo y por los otros apóstoles preparó
los cimientos para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia,
convirtiéndose, tal como aseguraba el Papa San Juan Pablo II, en germen y modelo válido para cualquier época.
Sobre las huellas de los apóstoles, los discípulos de estos, continuaron la labor evangelizadora en la segunda y en la tercera generación, y así prosiguió en siglos sucesivos hasta llegar a mediados del siglo XI donde la Iglesia católica sufrió uno de los problemas más graves desde su creación, tras el estallido del llamado < Cisma de Focio>.
Sobre las huellas de los apóstoles, los discípulos de estos, continuaron la labor evangelizadora en la segunda y en la tercera generación, y así prosiguió en siglos sucesivos hasta llegar a mediados del siglo XI donde la Iglesia católica sufrió uno de los problemas más graves desde su creación, tras el estallido del llamado < Cisma de Focio>.
El Patriarca Miguel Celulario,
hombre obstinado y muy ambicioso, puso de nuevo de actualidad las acusaciones
realizadas por Focio y se reveló contra Roma; se apoderó de los monasterios y
cerró las Iglesias latinas. Las acusaciones lanzadas contra Roma fueron las
mismas que en su día esgrimiera Focio: la cuestión del celibato, la palabra
Filioque añadida al Credo, el uso de pan sin levadura en la misa…etc.
A este respecto hay que tener en
cuenta que en Roma, el Papado había permanecido sin reforma alguna hasta el año
1046. Cuando el emperador alemán Enrique III llegó a la ciudad santa, depuso a
los tres nobles locales que habían sido
proclamados Papas por las autoridades laicas del momento, y nombró en su lugar
a un hombre reformista, alemán, que
adoptó el nombre de León IX (1049-1054). León IX y sus colaboradores, de
inmediato se hicieron cargo de los problemas de la Iglesia; se promulgaron decretos contra el pecado de la simonía, el
matrimonio del clero y cualquier tipo de inmoralidad existente en ese momento
en la Iglesia romana.
Sin embargo, se inició el Cisma
de Oriente, a pesar de los esfuerzos realizados por el Papa León IX para
conseguir la paz entre las Iglesias de Oriente y Occidente; así, envió legados
con un mensaje de buena voluntad hacia la Iglesia de Oriente, pero no logró la
unión de ésta con la Iglesia de Roma; por el contrario, dada la cerrazón e
intransigencia de los orientales, se vio forzado a promulgar la excomunión
(1054), y de esta forma el Cisma quedó definitivamente camino de su consumación,
en un futuro muy próximo.
Por entonces, el Patriarca de
Constantinopla era precisamente Miguel Cerulario el cual tomó severas medidas
contra Roma, negándose a aceptar las propuestas del Papa, cerrando además todas
las Iglesias del Imperio que celebraban la misa según los ritos occidentales.
Como resultado de todo ello, se produjo como hemos indicado antes, una ruptura
abierta y definitiva entre las Iglesias de Oriente y de Occidente: Los
sacerdotes occidentales que llegaron a Constantinopla en el año 1054, excomulgaron por supuesto al Patriarca Cerulario
por orden del Papa León IX, y como respuesta el Patriarca, se negó a aceptar
esta decisión del Pontífice. Roma y
Constantinopla iniciaron una lucha continua, nunca resuelta, no volviendo a
unificarse las Iglesias de Oriente y
Occidente, continuando así hasta nuestros días….
Sin embargo, los hechos acaecidos
no parece que afectaran a la situación
del Patriarca Cerulario porque el pueblo
estaba de su parte, y desde antiguo se había ido produciendo un
alejamiento paulatino entre los cristianos de Oriente y de Occidente; de esta
forma Miguel Cerulario llegó a convertirse en el hombre más poderoso del
Imperio Bizantino.
La dinastía macedonia por entonces
se estaba extinguiendo; la emperatriz Zoé Porfirogéneta (hija del emperador
Constantino VIII Porfirogéneta) murió en el año 1050, mientras que su último
marido Constantino IX siguió en el trono hasta el año 1054, en el que murió.
Durante algún tiempo gobernó la hermana de Zoé, llamada Teodora, última representante
del linaje macedónico, la cual murió en el año 1055. Hasta quince monarcas habían formado parte de esta dinastía, la cual
había durado aproximadamente unos ciento ochenta años en el poder.
Cuando Teodora estaba moribunda,
el partido civil intentó ampliar su
poder manipulando a la emperatriz; pero
Teodora eligió a Miguel Estratiótico (hijo adoptivo de ésta) que era ya un
hombre de avanzada edad y enfermo, como gobernador, el cual tomó el nombre de Miguel
VI al subir al trono.
Entre tanto Miguel Cerulario cuya ambición no tenía límites era el que ostentaba realmente el poder de la corona. Este hombre sin embargo no tuvo capacidad para destruir a Miguel VI, pues el ejército estaba de su parte y en contra del Patriarca. Uno de los generales que servían en el este del imperio, era Isaac Comneno, su padre había sido oficial de Basilio II y su educación había corrido a cargo del propio emperador; después de la muerte de Basilio, Isaac había dirigido sus ejércitos con eficacia, ganándose su consideración, de forma, que cuando los generales de Asia Menor decidieron hacerse con el gobierno, la elección popular recayó sobre Isaac para dirigir el movimiento.
Tras una breve batalla destituyeron a Miguel VI y le obligaron a retirarse a un monasterio, siendo nombrado emperador, Isaac Comneno, con el nombre de Isaac I; él, enseguida organizó reformas militares y un cambio financiero, enfrentándose a continuación al poder de la Iglesia, a la cabeza de la cual se encontraba todavía Miguel Cerulario.
Entre tanto Miguel Cerulario cuya ambición no tenía límites era el que ostentaba realmente el poder de la corona. Este hombre sin embargo no tuvo capacidad para destruir a Miguel VI, pues el ejército estaba de su parte y en contra del Patriarca. Uno de los generales que servían en el este del imperio, era Isaac Comneno, su padre había sido oficial de Basilio II y su educación había corrido a cargo del propio emperador; después de la muerte de Basilio, Isaac había dirigido sus ejércitos con eficacia, ganándose su consideración, de forma, que cuando los generales de Asia Menor decidieron hacerse con el gobierno, la elección popular recayó sobre Isaac para dirigir el movimiento.
Tras una breve batalla destituyeron a Miguel VI y le obligaron a retirarse a un monasterio, siendo nombrado emperador, Isaac Comneno, con el nombre de Isaac I; él, enseguida organizó reformas militares y un cambio financiero, enfrentándose a continuación al poder de la Iglesia, a la cabeza de la cual se encontraba todavía Miguel Cerulario.
Hay que recordar también que a
mediados del siglo XI, El Papa León IX (1049-1054), nacido probablemente en
Egisheim (Alsacia, actual Francia), llegó a Roma a pie, con un hábito de
peregrino y fue aclamado unánimemente por la multitud; le acompañaban sus
hombres de confianza, entre los que se encontraba Hugo de Cluny. Enseguida
convocó un Concilio en Rehims, al que no asistió Enrique I (Rey de Francia), en
el que arremetió contra los excesos del clero francés, consiguiendo que algunos
Obispos pidieran perdón, arrepentidos de su mal proceder. Se enfrentó también a
Berengario de Tours, el cual blasfemaba asegurando que la presencia de Cristo
en la Eucaristía no era real sino solamente virtual. Viajó mucho y convoco varios Concilios entre los que destacan el ya
nombrado de Rehims, además del de Letrán, Pavía y Maguncia.
En los últimos años de su vida,
este Pontifice, luchó contra los normandos, los cuales se encontraban
instalados en el sur de Italia, y trataban de apoderarse de los territorios Pontificios; el Papa armó un
ejército que por desgracia resultó derrotado en Civitate, por Hunifredo de
Apulia y Roberto Guiscardo, cayendo prisionero durante mucho tiempo, y habiendo
enfermando gravemente por las pésimas condiciones de su encierro, finalmente fue liberado, aunque murió al poco tiempo a
consecuencia de las penalidades sufridas durante su cautiverio, el 19 de abril
de 1954. Fue canonizado por el Papa Beato Víctor III en el año 1087.
Tras la muerte de San León IX fue
elegido Papa Gebhart de Eichstäd, que tomó el nombre de Víctor II. Este Papa
continuó la obra de saneamiento del clero comenzada por el Papa anterior,
excomulgó de nuevo a Cerulario rompiendo
definitivamente los lazos de unión con la Iglesia de Oriente, cerrando sin solución el Cisma de Oriente;
atacó la corrupción existente en esos momentos en Roma, como era: primacía
exagerada, el derecho al matrimonio clerical y las querellas dogmáticas, y
luego, extendió su condena a Francia a través de la embajada de Hildebrando
(Futuro Papa Gregorio VII), convocando un Concilio en Lyon y otro en Tours
contra la simonía escandalosa del clero, donde logró someter a Berengario y
promulgar <la tregua de Dios>, por la que nadie podía tomar venganza de
otro, bajo pena de ser excomulgado. En el año 1056 se desplazó a Alemania para
solicitar la protección imperial frente a los normandos. Durante su estancia en
tierras germanas Enrique III falleció, dejando en el trono a su hijo Enrique
IV, que sólo contaba seis años, y como regente a su viuda la emperatriz Inés de
Poitou.
El Papa Víctor II falleció poco
después en Arezzo (1957), a causa de la malaria, y tras la muerte de este Papa
y como consecuencia de la situación creada por la falta de poder en Alemania, a la muerte de Enrique III, la nobleza
romana volvió a retomar un mayor poder a la hora de realizar las elecciones de
los Pontífices y otros cargos de autoridades eclesiásticas.
Como consecuencia de esta nueva
situación el Papa Esteban IX (1057-1058), fue nombrado sin tener en cuenta al
emperador, y aunque sus enemigos aseguran que fue un hombre que sólo pensaba en
enriquecerse, lo cierto es, que prosiguió su labor contra la simonía, que
habían iniciado sus predecesores y que desembocaría en la futura <Reforma
gregoriana>. En el año 1058 se desplazó a Florencia junto a su hermano para
organizar una expedición militar contra los normandos, y durante este tiempo
cayó gravemente enfermo de malaria, falleciendo el 29 de marzo de este mismo
año.
Gerard de Borgoña (Nicolás II),
fue nombrado con el apoyo del emperador germánico tras la muerte del Papa
Esteban IX. Nicolás II fue coronado en Roma el 24 de enero de 1059, en una
ceremonia similar a una coronación imperial. Este Papa prosiguió las tareas
iniciadas, por los anteriores Pontífices, respecto a la limpieza de las
costumbres existentes entre algunos clérigos, y fue tal su empeño en la
persecución del amancebamiento de los mismos, que de aquí surgió el sobrenombre
de <nicolaísmo> para referirse a este grave problema.
En un sínodo celebrado en San
Juan de Letrán hacia el año 1059, Nicolas
II, logró emitir un edicto para que la elección de los Pontífices sólo se
pudiera realizar por Cardenales, con objeto de que ni el emperador ni los
nobles pudieran imponer sus candidatos,
como otras veces había sucedido. La reacción del emperador de turno no se hizo
esperar y en 1061 un sínodo de Obispos alemanes excomulgó al Papa Nicolás II y
declaró, de forma arbitraria y sin sentido, nulos sus actos. Ese mismo año el
Papa murió en Florencia, siendo enterrado en el Duomo (Sede episcopal).
Los Papas siguientes, Alejandro
II (1061-1073), y San Gregorio VII (1020-1085), actuaron en la misma línea que
los anteriores contra la corrupción existente en aquellos tiempos dentro y fuera
de la Iglesia, especialmente éste último, al cual se debe la llamada <Reforma
gregoriana>.
El problema entre el poder
temporal y el poder de Dios empezó en la época del emperador Carlomagno. La
Iglesia había concedido a Carlomagno, a sus sucesores y más tarde a Otón I,
ciertos privilegios en consideración a las ayudas prestadas por estos monarcas
a la misma. De esta forma a los emperadores correspondía la llamada
<investidura feudal o temporal>, por la concesión del cetro. Sin embargo
de forma paulatina y silenciosa los emperadores se consideraron también con
derecho a la concesión de la llamada <investidura espiritual> por la
concesión del báculo y el anillo. De aquí que en ocasiones se llegara a elegir
personas no dignas para los cargos eclesiásticos y particularmente para la
elección del Pontífice, Cabeza de la Iglesia de Cristo. A esta aberración se
sumó otro grave pecado, como era el de la simonía, ya que por la posesión del
señorío temporal se buscaban afanosamente las jerarquías eclesiásticas.
Después de varios Papas, como
hemos recordado anteriormente, que intentaron solucionar tan graves problemas y que en algunas ocasiones promulgaron
reformas para cambiar esta injusta y aberrante situación, llegó a la Silla de
Pedro, a su pesar, el cardenal Hildebrando, monje de Cluny, que tomó el nombre
de Gregorio VII.
Este hombre cabal había sido
consejero de varios Papas anteriores y pensaba que el tema de la <Investidura>
debía ser, de una vez por todas, tratado con mano férrea, y se propuso actuar
en consecuencia. Para llevar a cabo sus propósitos, reunió en seguida en Roma a
los Obispos y personalidades eclesiásticas del momento, para abordar los
problemas existentes en la iglesia, mediante la celebración de un sínodo.
En dicho sínodo se proclamó de
forma clara y rotunda la doctrina de Cristo, prohibiendo, por otra parte, bajo
pena de excomunión, recibir de manos de un laico, aunque fuera rey o emperador,
cualquier nombramiento eclesiástico, incurriendo en la misma pena el rey o
emperador que intentara conferir tal investidura.
Al principio no todos los
príncipes cristianos de Occidente vieron con buenos ojos las resoluciones
tomadas en este sínodo, pero finalmente
tuvieron que acatarlas y esto fue así
excepto para el emperador Enrique IV, que siguió desobedeciendo al Papa
aunque éste le amenazó con la excomunión.
Se cuenta que una <Noche Buena>,
en la Basílica de Santa María la Mayor, un piquete de soldados a la orden del
emperador Enrique IV, le ató las manos al Papa, le arrojaron al suelo y
agarrándole de los cabellos le arrastraron hasta el Castillo de San Ángelo. Al
enterarse el pueblo de Roma, de tan infame fechoría, tomó las armas, y fue a
liberar a su amado Papa, el cual siguió celebrando la misa dedicada al
nacimiento de Jesús.
Sin embargo, sucedió que el
emperador Enrique IV, disgustado con lo ocurrido, reunió en Worms, un Concilio de Obispos rebeldes,
que depuso al Papa. Al enterarse el Papa excomulgó a su vez, al emperador
dispensando así mismo a los reyes y pueblos del juramento de fidelidad al
mismo.
Enrique IV se asustó, y temió
perder el trono, y arrepentido en principio, imploró el perdón del Papa
marchando a su encuentro vestido de penitente hasta el Castillo de Canosa,
donde en ese momento se encontraba el Pontífice. Gregorio VII dudaba, como era
de razón, de las buenas intenciones del emperador y no le recibió dentro del
castillo, sino que lo mantuvo fuera del mismo haciendo penitencia durante
varios días, al cabo de los cuales le perdonó.
Entonces el emperador, que no
estaba realmente arrepentido de su mal comportamiento, se dirigió a Roma con un
ejército potente, tomó la ciudad sitiando a Gregorio VII en el Castillo de San
Ángelo, mientras nombraba un antipapa con el nombre de Clemente III. El Papa
tuvo que refugiarse entre los normandos de Sicilia, donde después de un corto
período de estancia murió pronunciando esta famosa frase: <Amé la justicia y
aborrecí la iniquidad por eso muero en el destierro>
Con la muerte del Papa San
Gregorio VII, el problema de la Investidura no había terminado, ya que Enrique
IV continuaba con su proceder inicuo y reprochable que hasta ese momento le
había caracterizado. Sin embargo, los sacrificios y el buen ejemplo dado por el
Papa santo no fueron baldíos, porque poco a poco muchos Obispos, Abades y demás
autoridades de la Iglesia, comprendieron los errores que habían permitido y
volvieron lentamente a la disciplina y a la virtud que caracteriza a la Iglesia
de Cristo.
El emperador Enrique IV, se vio
entonces abandonado y hasta perseguido, siendo finalmente destronado por su
propio hijo Enrique V, que resultó sin embargo ser digno hijo de su padre.
En efecto, Enrique V comenzó su
reinado sometiéndose, en principio, a los planteamientos de la Iglesia, pero en
seguida olvidó sus buenos propósitos (el poder corrompe), para seguir el
ejemplo malvado de su padre, por lo cual fue excomulgado por los Papas del
momento, al menos por dos veces entrado ya el siglo XII. Más tarde, se dice que
llegó a reconciliarse de nuevo con la Iglesia, pero esta ya es otra historia
que pertenece al siglo XII.
A pesar de toda la corrupción de
la que hemos venido hablando, entre las autoridades eclesiásticas de la Iglesia
en la segunda mitad del siglo XI, después del Cisma de Oriente, paralelamente a estos hechos, hubo Obispos, Abades
y personalidades de la Iglesia en general, de vidas ejemplares y por ello fueron considerados
santos por la Iglesia.
Entre estos, citaremos en primer
lugar a San Pedro Damiano (1007-1072), Cardenal Obispo de Ostia (Italia). Nació en Rávena y debido a la muerte
prematura de sus padres, fue criado por uno de sus hermanos, que le proporcionó
la posibilidad de estudiar, primero en Faenza y después en Parma. Se convirtió en un excelente discípulo, capacitado para
enseñar a los otros, lo que le hizo muy popular entre sus compañeros. Sin
embargo, él era persona muy humilde y un gran seguidor de Jesús, por lo que muy
pronto se sintió llamado a la vida monástica, entrando en el convento de la
orden de San Benito, situado en Font-Avellano, un desierto en Umbría, donde se
dedicó a orar y a escribir algunos libros.
Esta ermita tenía por entonces
gran reputación; los ermitaños convivían de dos en dos, en celdas separadas,
ocupados principalmente en la oración y la lectura. Pedro dedicó un tiempo
considerable también a los estudios sagrados, llegando a estar muy versado en
las Escrituras.
Su superior le ordenó hacer
frecuentes exhortaciones a los religiosos, y con el consentimiento unánime de
todos sus compañeros, llegó a ser nombrado director de la abadía en el año
1043, gobernándola con gran humildad y sentido de la caridad.
Fundó otras cinco comunidades
ermitañas y además durante doce años fue llamado a cumplir servicios para la Iglesia, por orden de muchos
Obispos y hasta por cuatro Papas sucesivamente, siendo finalmente nombrado, a
su pesar, Cardenal Obispo de Ostia (Italia), en el año 1057 por el Papa Esteban
IX.
Es muy importante la segunda etapa de la vida de este santo en
la que junto con el cardenal Hildebrando, se convirtió en el alma de la reforma
eclesiástica, aún apartado del mundanal ruido en Font-Avellano. El santo hombre
se vio obligado a interrumpir su soledad en obediencia a los Papas del momento,
y así en 1063 viajó a Francia y en 1072 a Rávena. Esta fue la última empresa
que realizó para la Iglesia porque a su regreso a Roma la fiebre hizo que se
detuviera en Faerza y murió allí el 22 de febrero de 1072.
Especial atención deberíamos
prestar también, a la vida del Obispo mártir de Polonia San Estanislao
(1030-1076). Este santo varón se atrevió
a afear el comportamiento del rey de
Polonia de vida lujuriosa y desenfrenada, así como de aptitud tiránica hacia su
pueblo, que le valieron el título de El Cruel. Nos referimos a Boleslao II el
Temerario (1076-1079), el cual aunque estaba casado, no tenía reparos en
cometer el pecado de adulterio, una y otra vez. Estanislao le reprochó su
conducta y el rey en principio pareció que mostraba cierto arrepentimiento. Sin
embargo, al poco tiempo, se vio claramente que no estaba realmente arrepentido
sino por el contrario sentía una aversión manifiesta contra el Obispo.
San Estanislao nació en el seno
de un matrimonio creyente que había estado mucho tiempo sin descendencia, por
eso cuando recibieron este niño, después de haber perdido todas las esperanzas,
lo hicieron dando gracias a Dios por su nacimiento. Después de estudiar en la
ciudad donde nació, sus padres lo enviaron para mejorar sus conocimientos a la
principal universidad del reino, y más tarde a París, donde estuvo durante
siete años, al cabo de los cuales volvió a su casa, pero por desgracia, al poco tiempo perdió a sus padres.
Los padres de San Estanislao,
eran muy devotos de Santa María Magdalena y le habían edificado un templo en el
que pasaban la mayor parte del tiempo. Por eso el santo cuando sus padres
murieron, distribuyó los bienes de éstos entre los pobres, sabiendo que habría sido el deseo de ellos, y al mismo
tiempo entraba al servicio de la Iglesia de Cracovia, cuyo Obispo Lamberto, le
ordenó sacerdote. A la muerte de éste,
fue elegido Obispo de Cracovia (1062).
San Estanislao hizo una labor
extraordinaria de evangelización entre su grey, y por otra parte, fue la única
persona que en aquellos momentos tuvo el coraje de presentarse en la corte del
rey para pedirle que diera fin a su escandalosa vida, porque en caso contrario
corría el riesgo de ser excomulgado. Finalmente ante la desobediencia de este rey de vida desordenada y lujuriosa,
el Obispo tuvo que cumplir su palabra y excomulgarle. Sucedió, que temiéndose éste un atentado contra la Iglesia y más concretamente
contra su persona, ordenó cerrarla en caso de que el rey intentase entrar en
ella, mientras se celebraba el servicio, retirándose él a una ciudad a poca
distancia de Cracovia, que tenía una pequeña Capilla.
Pero el rey le siguió hasta dicha
capilla con sus guardias, y mientras que el Obispo decía misa, unos asesinos
pagados por el monarca entraron en la capilla con ánimo de matarlo, pero quedaron
paralizados ante la santidad que desprendía el Obispo, y no se atrevieron a
tocarle. Entonces el rey lleno de rabia,
se dice que, desenvainó su espada y le cortó la cabeza. Sus hagiógrafos
aseguran también que los guardias por
mandato del rey cortaron el cuerpo del mártir en trozos y lo tiraron por los
campos, para que de esta forma nunca se pudiera encontrar su cuerpo, sin
embargo, se produjo el milagro de que las águilas defendieran los restos del santo,
hasta que los canónicos de la Catedral los pudieron reunir y los enterraron a
la puerta de la Capilla en la que había sido martirizado. Tiempo después, este
cuerpo fue encontrado y trasladado a la Catedral de Cracovia en el año 1088.
Coetáneo de este Obispo mártir, fue
San Hugo, Confesor y Obispo de Grenoble (Francia) (1053-1132), el cual nació en
el seno de una noble familia del Delfinado y habría de ser un gran promotor de
la Orden de los Cartujos.
La <Alta edad media>, fue
una época, a pesar de su controvertida historia militar y eclesiástica, de gran
fe, en la que el espíritu cristiano se enriqueció con el aporte de nuevos
pueblos bárbaros convertidos al cristianismo; se inicia en el siglo X una
vigorosa ascensión de las creencias religiosas, que va aumentando entre los
siglos XI y XII, surgiendo nuevas órdenes monásticas como por ejemplo la de los
Cartujos. Los Cartujos fueron fundados por San Bruno ayudado por San Hugo, el
cual en el año 1084 le recibió con los brazos abiertos y le asignó Chartreuse
para su retiro. San Bruno y sus compañeros inmediatamente construyeron un
oratorio allí y se ubicaron en celdas muy pequeñas, dando origen así a la orden
de los Cartujos.
San Hugo tuvo desde muy joven disposición
a la vida religiosa, siguió la carrera eclesiástica y a continuación, después de
ser nombrado canónico, adquirió gran fama de santidad por su labor
evangelizadora, de manera que cuando quedó vacante el obispado de Grenoble, fue
propuesto para ocupar la vacante, una vez que el Papa accedió a su nombramiento
(Gregorio VIII).
Gobernó sabiamente su diócesis,
ganando los corazones de toda su grey, por su paciencia y amabilidad, y de esta
forma, consiguió que todo el obispado adquiriera un ambiente mucho más
religioso. Por otra parte, como sucede en la vida de casi todos los santos,
existe una inclinación al retiro y a la oración de estas personas y así le
sucedió a San Hugo, el cual en una ocasión, salió secretamente de su ciudad
para refugiarse en un monasterio bajo la Orden de San Benito con el ánimo de
quedarse para siempre allí. Sin embargo, el Papa Gregorio VIII, avisado por el
cabildo de Grenoble de la actitud de San Hugo, le obligó a volver a su obispado
porque era muy necesario en aquella ciudad cuyas costumbres se habían relajado
mucho durante su ausencia.
A los pocos días de haber vuelto
a su obispado tuvo un sueño en el que se le aparecieron siete resplandecientes
estrellas desprendidas del firmamento, las cuales se escondían, después, en un
desierto. Coincidió su sueño con la visita de San Bruno y sus seis compañeros,
los cuales pretendían precisamente fundar una orden de penitencia y oración,
cuyo empeño consiguieron realizar como hemos comentado anteriormente gracias
precisamente al gran favor que les
prestó San Hugo. Este santo murió el 1 de abril de 1132, a avanzada edad,
dejando tras de sí una labor encomiable para la Iglesia de Cristo, y
particularmente para la fundación de los Cartujos, una orden monacal
básicamente contemplativa, fundada, como ya hemos recordado, por San Bruno y
cuyo lema venía a establecer la preponderancia de la Cruz en un mundo que
prosigue su camino dando vueltas y vueltas sin sentido…
San Bruno nació en Colonia a principios
del siglo XI y siendo aún muy joven sus padres le llevaron al colegio del clero
de la Iglesia de San Cunibert, donde dio muestras de ser un extraordinario
estudiante, de forma que muy pronto sus profesores se fijaron en él y así el
Obispo de Colonia llegó a conferirle una canonjía en la Iglesia donde había
adquirido su preparación. Pasado un tiempo se decidió trasladarse a Rheins para seguir avanzando
especialmente en sus estudios de filosofía y teología. Enseguida el Arzobispo
de Rheins, habiendo tenido conocimiento de su valía, le nombró escolástico,
dignidad a la que pertenecían las grandes escuelas de la diócesis.
Durante un tiempo actuó como
profesor, pero a la muerte del Arzobispo (1067), su sucesor Manasses de Gournay
provocó un cambio radical de la situación en aquella Iglesia modélica hasta
entonces, debido al pecado de simonía practicado por dicho Arzobispo y un grupo
de prelados fieles a él. San Bruno y otros dos compañero le descubrieron ante
la comunidad y el Arzobispo exasperado por ello ordenó que sus casas fueran
saqueadas y vendidas sus pocas posesiones.
Los canónicos se refugiaron en el
castillo de un conde que les ayudó hasta el año 1078, aunque para entonces San
Bruno ya había tomado la decisión de volver a retirarse para practicar la vida
monacal, por eso cuando fue depuesto
Manasses y la Iglesia de Rheins, le ofreció el puesto que él ocupaba no lo
aceptó y persuadió a algunos de sus seguidores
para que le acompañasen a practicar la vida en soledad. Estuvo en
distintos lugares practicándola y orando en situación de extrema pobreza, como
era su deseo hasta que por fin aconsejado por San Roberto de Molesme se dirigió
a Grenoble para pedir ayuda al Arzobispo San Hugo en el año 1084, siendo
recibido con gran alegría por éste, el cual le asignó Chartreuse para su
retiro, junto a sus compañeros, como hemos comentado anteriormente.
Pasados unos años, el Papa Urbano
II (1088-1099), le mandó llamar para que se presentara en Roma, pues necesitaba
de su ayuda espiritual para gobernar la Iglesia. En el año 1089 marchó hacia
allí, pero pasado un cierto tiempo y
estimando el Papa los deseos de san Bruno de volver a la vida ascética le dejó
marchar y entonces se instaló con algunos nuevos discípulos en Squiyaci. Al
poco tiempo entregó su alma a Dios el 6 de octubre de 1101
Podíamos seguir recordando la
vida de otros muchos santos que vivieron a finales del siglo XI, como por
ejemplo San Juan Gualberto, fundador de la orden de Valleumbroso en el año
1039. Orden contemplativa, que adoptó la
regla de san Benito, interpretada de forma muy austera. San Gualberto fue
canonizado por Celestino III en el año 1193.
Igualmente en Inglaterra,
concretamente en Canterbury (1033), es de destacar el caso de San Anselmo, el
cual, enseñó la teología de forma sencilla para el pueblo llano, empleando las
comparaciones, al modo de nuestro Señor Jesucristo que utilizó la técnica de las parábolas. Murió en Canterbury en olor de
santidad a principios del siglo XII y fue canonizado en 1494, siendo
considerado Doctor de la Iglesia.
También entre la aristocracia de
la época, se dieron situaciones de personas santas, siendo de destacar el caso
de la reina Margarita, la cual desde su niñez destacó por sus virtudes, y su
inclinación a la vida religiosa. Sin embargo al pedirla en matrimonio un
príncipe muy virtuoso, Malcono III, rey de Escocia, se casó con él y de esta
forma ambos esposos dieron un ejemplo excepcional a sus vasallos, por su
devoción hacia Dios y su caridad hacia el pueblo.
La santidad de la reina Margarita
de Escocia, era tal, que antes de sentarse ella a comer con su esposo, en la
corte, daba de comer a sus doncellas huérfanas y a los pobres ancianos que
hubiera en el entorno en ese momento, sirviéndo ella misma los mismos platos
preparados para la mesa real.
Rezaba mucho y era muy devota del
misterio de la Santísima Trinidad, de la Pasión de Cristo y de la Virgen. Sus
hagiógrafos aseguran que conforme se aproximaba el momento de su muerte iba
ganando en santidad. No obstante su vejez no fue fácil, porque tuvo que sufrir
la muerte de su querido esposo Malcono así como la de su hijo primogénito a
causa de la guerra con Inglaterra. Sobrevivió poco tiempo a estas pérdidas,
muriendo el 10 de junio del año 1093, y fue enterrada en la Iglesia de la
Santísima Trinidad. Por orden del rey Felipe II, algunas reliquias de Santa
Margarita y de su esposo se guardan en una capilla del Monasterio del Escorial
(España).
Basten estos pocos ejemplos para
mostrar la grandeza de Cristo y de su Mensaje, que permanece a través de la
Iglesia a lo largo de los siglos, aún en los momentos de la historia de mas
grave crisis espiritual entre el género humano, tal como sucedió en el siglo XI
al que nos estamos refiriendo.
Pero en el siglo XI, debemos
recordarlo de nuevo, tuvo lugar un hecho trascendental para la cristiandad como
fue el de la separación de las iglesias de Oriente y de Occidente, un tema que
desde entonces hasta nuestros días todavía no ha sido resuelto en contra de los
deseos de Cristo tal como nos recordó el Papa San Juan Pablo II en su Carta
Encíclica <Ut Unum Sint> (Dada en Roma el 25 de mayo, solemnidad de la
Ascensión del Señor del año 1995)
“Junto con todos los discípulos
de Cristo la Iglesia Católica basa en los designios de Dios su compromiso
ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, <la Iglesia no es
una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la
dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y
testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la
constituye: a reunir a todos y a todo en
Cristo; a ser para todos <sacramento inseparable de unidad>