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jueves, 15 de octubre de 2015

JESÚS NOS HABLO DEL QUINTO MANDAMIENTO DE LA LEY Y NOS MOSTRÓ SU PREDILECCIÓN POR LOS DESVALIDOS Y ENFERMOS




 


Lucia de Siracusa fue una joven de gran belleza que desde niña había jurado dedicar su pureza y virginidad a Dios. Tuvo la desgracia de toparse en su vida con un hombre perverso que se encaprichó con ella y como ella le rechazó la denunció ante el prefecto romano, aduciendo un falso testimonio. Fue llevada a juicio, y como no era de esperar, el juez se puso de parte del malhechor y amenazó a la muchacha con mandarla a un prostíbulo, pero ella respondió: <Aunque el cuerpo no sea respetado, el alma no se mancha si no acepta ni consiente el mal>...

El juez inicuo la condenó, en efecto, a reclusión en una casa de prostitución, pero Dios hizo un milagro con ella, de tal forma que los soldados no fueron capaces de moverla del sitio donde estaba...ella asombrosamente permanecía inmóvil...nadie podía trasladarla a aquel lugar...

Inventaron entonces otra forma de martirio que la condujera finalmente a la muerte, y éste, no fue otro que quemarla viva en una hoguera...De nuevo el Señor realizó un portentoso milagro pues salió ilesa de semejante tormento...

Su final fue terrible porque aquellos criminales  consiguieron matarla tras someterla a sufrimientos sinfín; incluso se cree que sacaron los ojos. Los hechos tuvieron lugar, un 13 de diciembre del año 300 d.C, y desde entonces es venerada por los creyentes de todos los tiempos.
Este acto criminal  es uno más de los muchos que los hombres han cometido a lo largo de los siglos desde que el mundo es mundo...Por eso Jesús, el Verbo Encarnado, en su primera venida a este mundo  habló del <Quinto mandamiento> de la Ley de Dios...  

En efecto, al iniciar su labor evangelizadora fijó Jesús su residencia en Cafarnaúm, una ciudad situada en Galilea a orillas del mar de Tiberíades. Los pobladores de dicha ciudad era gente muy trabajadora, en su mayoría judíos, que se dedicaban fundamentalmente a los oficios de la pesca y de la agricultura.



Él eligió de entre los pescadores a cuatro de sus futuros Apóstoles concretamente a los hermanos Andrés y Simón, y a los hermanos Zebedeos, Juan y Santiago.
Su fama como predicador se extendió pronto por toda la región entre sus habitantes, que acudían a las sinagogas para escucharle, pero en una ocasión se subió a una montaña y allí en presencia de la muchedumbre que le seguía pronunció un Sermón memorable para toda la humanidad.
Jesús siempre aseguró que él no había venido para cambiar ni un ápice de la Ley, pero sí que  tenía que explicarla mejor porque la dureza del corazón del hombre la había mal interpretado en muchas ocasiones, cometiendo pecado.

 
 


En el Sermón de la montaña analiza y perfecciona Jesús la Ley desde el punto de vista moral y también doctrinal, dando el sentido correcto a la misma sobre todo en cuanto a la máxima exigencia de su cumplimiento.
Refiriéndose, en concreto, al <Quinto mandamiento> según el evangelista San Mateo, el Señor se expresó así (Mt 5, 21-26):

-Sabéis que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será llevado a juicio.

-Pero yo os digo que el que se irrite con su hermano será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo injurie gravemente será llevado al fuego.

-Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra a ti,
-deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda.

-Ponte a buenas con tu adversario pronto, mientras vas con él por el camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel.
-Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo   

 
Vemos pues, como Jesús interpretaba la Ley en toda su crudeza y verdad, poniendo un acento especial en este quinto mandamiento de la Ley de Dios que prohíbe matar e incluso hacer el mínimo mal a cualquier ser humano.

 
 


A este propósito el Papa San Juan Pablo II se manifestaba con claridad:

“A través del rostro habla el hombre, habla, en particular, todo hombre que ha sufrido una injusticia, habla y pronuncia estas palabras: ¡No me mates! El rostro humano y el mandamiento de <No matar>, se unen en Lévinas (gran filósofo judío del siglo XX) de modo genial, convirtiéndose al mismo tiempo en un testimonio de nuestra época, en la que incluso, Parlamentos democráticamente elegidos, decretan asesinatos con tanta facilidad”
(Cruzando el Umbral de la esperanza. Defensa de cualquier vida. Juan Pablo II. Edita Vittorio Massori. Círculo de Lectores 2009).

 


Por eso, los Padres y  los Pontífices de la Iglesia  han manifestado siempre que el amor y cuidado de los familiares o no, enfermos y desvalidos, así como la labor de profesionales y voluntarios al servicio de los que están sometidos al dolor y los sufrimientos físicos, representan admirables comportamientos del ser humano.

El Papa San Juan Pablo II se expresaba también en estos términos con motivo de la <III Jornada Mundial del enfermo>, celebrada en el Santuario de Loreto, el 11 de febrero de 1998:

“La asistencia a los familiares enfermos, realizada con espíritu de amorosa donación de sí y sostenida por la fe, la oración, y por los Sacramentos, puede transformarse en instrumento terapéutico insustituible para el enfermo y ser para todos ocasión para descubrir preciosos valores humanos y espirituales.
En este marco, dirijo un pensamiento especial a los agentes sanitarios y de la pastoral sanitaria, a los profesionales y voluntarios, que viven continuamente al lado de las necesidades de los enfermos. Deseo animaros para que mantengáis siempre un elevado concepto de la tarea que os ha sido confiada, y nunca os dejéis abrumar por las dificultades y las incomprensiones.


Estar comprometidos en el mundo sanitario no sólo quiere decir combatir el mal, sino sobre todo promover la calidad de la vida humana. Así mismo, el cristiano, consciente de que <la gloria de Dios es el hombre viviente>, honra a Dios en el cuerpo humano tanto en aquellos aspectos que realzan la fuerza, la vitalidad y la belleza, como en aquellas situaciones donde se presenta la fragilidad y el derrumbamiento. Proclama siempre el valor transcendente de la persona, cuya dignidad permanece intacta no obstante la experiencia del dolor, de la enfermedad y del avance de los años”.


En efecto, como aseguraba el Papa Juan Pablo II, la ancianidad, la enfermedad y los padecimientos en general, no hacen perder al ser humano su dignidad, cuestión esta última que es totalmente extinguida mediante la aplicación de la eutanasia, práctica anti sanitaria que mancilla y destruye a las personas, muchas veces de forma encubierta por un falso sentido de la caridad y donde sólo priman aspectos relacionados con la economía doméstica y/o sanitaria y el confort y/o desinterés de las personas que deciden practicarla sobre  enfermos propios o ajenos.

La Iglesia católica, siempre se ha declarado en contra de la legalización de la eutanasia y así mismo, ha expresado serias dudas sobre la aplicación de <protocolos>, supuestamente sanitarios, que puedan conducir a una sedación total o parcial,  porque muchas veces estas prácticas pueden ser el resultado de   una <eutanasia encubierta>.

En este sentido, en el Catecismo de la Iglesia Católica, según el Concilio Ecuménico Vaticano II, podemos leer que (C.I.C nº 2276 y ss):



“Aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada tienen derecho a un respeto especial. Las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible.

Cualquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas, o moribundas. Esto es moralmente inaceptable.

Por tanto, una acción o una omisión que de suyo o en la intención provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre…

Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. El uso de analgésicos para aliviar el sufrimiento, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados”.


Fue el Papa Juan Pablo II el que acogiendo con atención y sentimiento la solicitud que le presentaba el Consejo Pontificio para la Pastoral de los agentes sanitarios, así como teniendo en cuenta el interés presentado por distintas Conferencias Episcopales y organismos Católicos nacionales e internacionales, quien decidió instituir  la <Jornada mundial del enfermo>, con la idea de celebrarla el 11 de febrero de cada año, coincidiendo con la memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes.

Precisamente en su carta al Cardenal Fiorenzo Angelini, Presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los agentes sanitarios, de aquel momento, manifestaba así su opinión al respecto (Vaticano 13 de mayo de 1992):
“La Iglesia que a ejemplo de Cristo, siempre ha sentido el deber de servicio a los enfermos y a los que sufren, como parte integral de su misión, es consciente de que <en la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo, si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión, y no deja de subrayar el carácter salvífico, del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia de la redención.

 
 



La celebración anual de la <Jornada mundial del enfermo> tiene, por tanto, como objetivo manifiesto sensibilizar al pueblo de Dios y, por consiguiente, a las varias instituciones sanitarias católicas y a la misma sociedad civil, ante la necesidad de asegurar la mejor asistencia posible a los enfermos; ayudar al enfermo a valorar, en el plano humano y sobre todo en el sobrenatural, el sufrimiento, hacer que se comprometan en la pastoral sanitaria de manera especial las diócesis, las comunidades cristianas y las familias religiosas; favorecer el compromiso cada vez más valioso del voluntariado; recordar la importancia de la formación espiritual y moral de los agentes sanitarios; y, por último, hacer que los sacerdotes diocesanos, así como cuantos viven y trabajan junto a los que sufren, comprendan mejor la importancia de la asistencia religiosa a los enfermos”


Son ya muchas las <Jornadas Mundiales del enfermo> realizadas desde aquel mismo momento. La última ha tenido lugar, en el año 2014, bajo el Pontificado del Papa Francisco, con el siguiente emblema: <Fe y caridad. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos (I Jn 3, 16)>. En su mensaje, con motivo de dichas Jornadas el Pontífice, entre otras cuestiones de gran interés señalaba que:



“El Hijo de Dios hecho hombre no ha eliminado de la experiencia humana la enfermedad y el sufrimiento sino que, tomándolos sobre sí, los ha transformado y delimitado. Delimitado, porque ya no tienen la última palabra que, por el contrario, es la vida nueva en plenitud; transformado, porque en unión con Cristo, de experiencias negativas, se pueden llegar a las positivas.

Jesús es el camino, y con su Espíritu podemos seguirle. Como el Padre ha entregado al Hijo por amor, el Hijo se entregó por el mismo amor, también nosotros podemos amar a los demás como Dios nos ha amado, dando la vida por nuestros hermanos.

La fe en el Dios bueno se convierte en bondad, la fe en el Cristo Crucificado se convierte en la fuerza para amar hasta el final y hasta a los enemigos. La prueba de la fe auténtica en Cristo es el don del sí, el difundirse del amor al prójimo, experimentalmente por el que no lo merece, por el que sufre, por el que está marginado”

 


Así es, la <fe en Cristo Crucificado se convierte en fuerza para amar hasta el final…>, tal como nos ha asegurado el Papa Francisco, un hombre de nuestro tiempo, que conoce bien al ser humano y que inspirado por el Espíritu Santo dirige la Iglesia de Cristo con paso seguro, humildemente y rebosando amor hacia sus semejantes.

Su predecesor en la silla de Pedro, el Papa Benedicto XVI también poseía las mismas cualidades, demostrando ese amor al prójimo en muchísimas ocasiones como por ejemplo en su encuentro con el mundo de los enfermos e incapacitados por la ancianidad o las enfermedades:

“El encuentro de Jesús con los diez leprosos, descrito en el Evangelio de San Lucas (Lc 17, 11-12), y en particular las palabras que el Señor dirige a uno de ellos: ¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado! ayudan a tomar conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con Él, pueden experimentar realmente que ¡quien cree nunca está solo! En efecto, Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo más profundo…Quién invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro de que el amor no le abandona nunca, y de que, la Iglesia, que continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca le faltará” (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión de la <XX Jornada Mundial del enfermo> celebrada el 11 de febrero de 2012).


En este  hermoso mensaje el Papa Benedicto nos habló también del Sacramento de la Unción, que los cristianos solemos tener muy abandonado y que en tantas ocasiones no nos atrevemos a recibir o solicitar para nuestros seres queridos, cuando  padecen graves enfermedades, llevados de un ancestral miedo que nos induce a creer que esto supondría haber llegado al último momento de la vida.

Nada más lejos de la realidad, este Sacramento está pensado por Cristo como medio de sanación y no de muerte, posee por tanto poder sanador físico y espiritual, tal como se ha podido comprobar en tantas ocasiones…Por otra parte <Dios rico en misericordia (Ef 2, 4), como el padre de la parábola evangélica (Lc 15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus hijos, sino que los espera, los busca, los alcanza allí donde el rechazo le ha encerrado en aislamiento y la división, los llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y la reconciliación:

“Él no solo ha enviado discípulos a curar las heridas (Mt 10,8; Lc 9,2; 10, 9) sino que también ha instituido para ellos un Sacramento específico: la Unción de los enfermos. La carta de Santiago (el Menor, primer Obispo de Jerusalén) atestigua la presencia de este gesto Sacramental, ya en la primera comunidad cristiana (St 5, 14-16): con la Unción de los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda al enfermo al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie sus penas y los salve, y le exhorta a unirse espiritualmente a la Pasión y a la Muerte de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del pueblo de Dios…”(Papa Benedicto XVI. Ibid).

 
Ciertamente la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento humano, son dos de los problemas más graves, que desde antiguo, aquejan a la humanidad, la cual se ha esforzado en gran manera por resolverlos, habiendo logrado en el campo de la medicina, de la química, y de otras disciplinas de las ciencias humanas grandes avances y éxitos en este sentido, pero el dolor y el sufrimiento nunca se han podido paliar del todo; es entonces cuando los seres humanos experimentamos la impotencia y la sensación de finitud a la que estamos todos abocados.

En algunos casos, incluso, la enfermedad puede conducir a la angustia, a la depresión, a la desesperación y en casos extremos a la rebeldía contra el Creador. Sin embargo, también se ha podido comprobar a lo largo de los siglos, que todos estos estados del alma humana, han sido combatidos con éxito por muchos hombres y mujeres, los cuales llevados por su preparación moral y espiritual, pidieron a Dios la ayuda que necesitaban y clemencia para los errores cometidos en esta vida pasajera, a sabiendas de que las  recibirían  de nuestro Padre, que nunca nos abandona.



De cualquier manera, todos los seres humanos, creyentes o no, llevan inscrito en su corazón, aún sin ellos saberlo, la necesidad de pedir clemencia y ayuda a su Creador en esos momentos críticos, y Él nunca falla. Por eso, el Sacramento de la Unción es un regalo del Señor que no debemos desdeñar, a priori, como algo del pasado, y hasta de mal agüero, porque Jesucristo lo instituyó como medio de sanación del cuerpo y del alma del ser humano.

El Papa Pablo VI nos habló también de la Unción, antiguamente llamada <Extremaunción>, en la Constitución Apostólica <Sacram Untionem>, por la que se aprobaba el <Ordo Unctinis Informorum>, promulgado el 7 de diciembre del año 1972. En dicha Constitución el santo Padre, expone así, los fundamentos sobre los que se basa este  Sacramento:




“La Sagrada Unción de los enfermos, tal como lo reconoce y lo enseña la Iglesia, es uno de los siete Sacramentos del Nuevo Testamento, instituido por Jesucristo, nuestro Señor, esbozado ya en el Evangelio de San Marcos (Mc 6, 7 y 11), recomendado a los fieles: <llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos…Ellos marcharon y predicaban la conversión. Expulsaban muchos demonios, <ungían con aceite> a muchos enfermos y los curaban>.

Y fue  promulgado, en la carta,  del Apóstol Santiago (primer Obispo de Jerusalén) (St 5, 14-15): ¿Está enfermo, alguno de vosotros? llame a los presbíteros de la Iglesia, y que recen sobre él, después de <ungirlo con óleo>, en nombre del Señor. Y la oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo curará, y si hubiera cometido algún pecado le será perdonado”

En efecto, como definió el Concilio Tridentino (Concilio Ecuménico de Trento. Dez.908, 926):

“El Apóstol Santiago el Menor promulgó el Sacramento de la Extremaunción ó Unción de los enfermos, anteriormente constituido por Cristo, en el cual el sujeto que lo recibe es el enfermo grave; el ministro es el presbítero (sacerdote); la materia remota es el óleo, la próxima la unción; la forma es la oración de la fe, que se ha concentrado en una fórmula ritual de la Iglesia; los efectos son tres, a saber, la salud corporal, si conviene, el alivio y consuelo espiritual y el perdón de los pecados”.

 

 
Todos estos datos, tan interesantes, sobre el Sacramento de la Unción, son casi desconocidos por los mismos creyentes, siendo como es, uno de los dones mayores que nos dejó en herencia nuestro Señor Jesucristo.

Sin duda la Iglesia en muchos aspectos necesita un nuevo impulso, es necesario como diría el Papa Benedicto XVI:
<Hablar de los criterios morales que conciernen a temas como los planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida naciente, de procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos>.

Pero precisamente refiriéndonos a este último aspecto, se debería recordar también la importancia de este Sacramento de la Unción, instituido por Jesucristo, que posee tanta capacidad de sanación, y que ha sido tan olvidado, u obviado, en  ocasiones necesarias.

¡Sanad a los enfermos! (Mt 10, 8): La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, medico de las almas y de los cuerpos.

Esta presencia actúa particularmente a través de los Sacramentos, y de modo especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna (Jn 6, 54, 58) y cuya conexión a la salud corporal insinúa ya San Pablo en su primera Carta a los Corintios (I Co 11, 30)(C.I.C. nº1506, 1508, 1509).



Ciertamente el Sacramento de la Eucaristía, nos pone en presencia de los acontecimientos ocurridos en el monte Calvario y nos anuncia la salvación ofrecida entonces por el Señor, como prenda de la salvación final, en los últimos tiempos, con la vuelta del Mesías para hacer justicia (I Co 11, 31-34).

Por eso, la Iglesia de Cristo, cree y confiesa que entre los siete Sacramentos instituidos por el Señor, existe uno, especialmente destinado a cubrir todas las necesidades de las personas enfermas o no, que es la Eucaristía, y  por eso es conveniente, si ello es posible, que acompañe también al Sacramento de la Unción de los enfermos, como Viático (Catecismo de la Iglesia católica nº 1524-1525). 



El Papa Francisco, nos ha informado también, sobre este importante Sacramento de la Unción de los enfermos, con la idea, como él mismo asegura, de <ampliar la mirada a la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el horizonte de la misericordia de Dios>.

Este acontecimiento tuvo lugar durante su Audiencia General en la plaza de San Pedro, el miércoles día 26 de febrero del año, 2014. Y entre muchas otras cosas interesantes manifestó que:

“Jesús, en efecto, enseñó a sus discípulos a tener su misma predilección por los enfermos y por quienes sufren, y les transmitió la capacidad y la tarea de seguir dispensando en su nombre y según su corazón alivio y paz, a través de la gracia especial del Sacramento de la Unción.

Esto, sin embargo, no nos debe hacer caer en la búsqueda obsesiva del milagro, o en la presunción  de poder obtener siempre y de todos los modos la curación. Sino que son (el Sacramento de la Unción y el Viatico) la seguridad de la cercanía de Jesús al enfermo y también al anciano..."