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martes, 4 de diciembre de 2012

JESÚS Y EL RETO DE LA NUEVA EVANGELIZACION: SIGLO VII (Primera parte)



“Quisiéramos deciros tantas cosas sobre vuestro pasado misionero y pastoral y rendir honor a cuantos han trazado los surcos del Evangelio en estos campos tan amplios, tan inaccesibles, tan abiertos y tan difíciles al mismo tiempo para la difusión de la fe…
Ha sido plantada la Cruz de Cristo, ha sido dado el nombre católico, se han realizado esfuerzos sobrehumanos para evangelizar estas tierras, se han llevado a cabo grandes e innumerables obras, se han conseguido, con escasez de hombres y de medios, resultados dignos de admiración; en resumen, se ha difundido por todo el Continente el nombre del único Salvador, Jesucristo, ha sido construida la Iglesia”
 



Por su parte, nuestro Papa actual, Benedicto XVI, siguiendo el ejemplo dado por el Papa Pablo VI ha convocado de nuevo un <Año de la fe> con estas palabras:
“El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos cincuenta años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un <Año de la fe> en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el Beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único salvador, ayer, hoy, y siempre”

Jesús es el verdadero y constante protagonista  del mensaje misionero; el Evangelio es su palabra y la historia lo demuestra a lo largo de los siglos, por eso en estos tiempos en los que por desgracia escasean las referencias a su Persona, incluso en el seno de la Iglesia católica, debemos recordar lo sucedido en otros momentos de la historia para reconocer de nuevo en Cristo la figura Señera de la evangelización.
 


La historia nos narra que por espacio de unos cuatro siglos los pueblos denominados barbaros por los romanos, intentaron penetrar en el Imperio, primero pacíficamente y luego arrollándolo  todo a su paso. Así, en el siglo V después de Cristo, empujados seguramente por la densidad de su población  y la gran pobreza de las tierras de las que procedían, sin olvidar la mala política practicada por los emperadores romanos respecto de estos pueblos, irrumpieron de una forma sumamente violenta en los territorios ocupados por los romanos, extendiendo su poderío por lo que hoy es Europa central, y al encontrar mayor resistencia en la zona Oriental del Imperio, se decantaron por apoderarse de toda la Occidental, más desprotegida militarmente para soportar el empuje de las hordas enemigas.  

Como es lógico, la Iglesia de Cristo sufrió mucho con estas invasiones, porque los barbaros eran gentes rudas, de costumbres y creencias muy alejadas de las proclamadas por el Evangelio, pero pasado un cierto tiempo, sin embargo, resultaron ser más receptivos de lo que en principio cabria esperar al Mensaje del Señor. Verdaderamente se puede decir con justicia, que la labor evangelizadora de la Iglesia en esta época de la historia de la humanidad, es una de las más meritorias y supuso un <hito>, en concreto, para las gentes que habitaban por entonces en el Viejo Continente.

 
 

Tomemos ejemplo de lo sucedido en aquellos tiempos, entre los pueblos francos con su rey Clodoveo a la cabeza, los  sajones aposentados en Inglaterra, los germanos que dieron nombre a los territorio por ellos conquistados, los lombardos y visigodos que ocuparon Italia y los vándalos, alanos y suevos que hicieron lo mismo en España. Todos estos pueblos barbaros, poco a poco fueron evangelizados, por hombres santos, en muchas ocasiones mártires, que lucharon con denuedo para cumplir con la misión que Cristo les había encomendado, en particular después de muerto en la Cruz y haber Resucitado.

Sí, porque cuando Pilatos señalando al Nazareno coronado con las espinas de la flagelación gritó ¡He aquí el hombre!, según el Papa Juan Pablo II, no se daba cuenta que estaba proclamando una verdad esencial y en definitiva dando la clave de lo que significa el Evangelio y el <reto de la evangelización>.

Tan solo el evangelista San Juan menciona estas palabras <Ecce Homo> de Pilatos en su segundo encuentro con Jesús (Jn 19, 1-5):
"Entonces, pues, tomó Pilatos a Jesús y le azotó / Y los soldados, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y le vistieron un manto púrpura / y venían a Él y le decían: ¡Salud, rey de los judíos! Y le daban bofetadas / Salió Pilatos otra vez fuera y les dice: Ved, os lo traigo a fuera para que conozcáis que no hallo en Él delito alguno.
 
 
 
 
Salió, pues, Jesús fuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y les dice: Ved aquí el hombre"


Tal como aseguró el Papa Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. Círculo de lectores. Ed. Vittorio Massori) al pronunciar la frase <Ved aquí el hombre>, Pilatos no se daba cuenta del valor trascendental que esta tenía, porque aquel hombre, no era solamente la victima de la envidia y del odio de los que gritaban que lo crucificaran, era el Hombre con mayúsculas, esto es, el representante de toda la humanidad, cuyos pecados había tomado sobre sí y por los cuales aceptó el sacrificio terrible de la Cruz, era el Rey de la gloria sometido a la ignominia humana, en definitiva, era el Redentor de la humanidad.

 
 
 
Este mismo Hombre, una vez Crucificado y Muerto, Resucitó al tercer día de entre los muertos para aparecerse a sus discípulos y recordarles que al igual que el Padre le había enviado a evangelizarlos, Él les enviaba a hacer  esto mismo con los hombres: “Porque Cristo primero invita, luego se auto-revela más profundamente y, por último envía.

A quienes desea enviar los invita a conocerle. Envía a quienes han  aceptado su invitación  a conocer el misterio de su persona y de su reino, pues deben proclamar el Evangelio con la fuerza de su Testimonio, y la fuerza de su propio testimonio depende del conocimiento y del amor de Jesucristo. Todo apóstol debe identificarse con lo que dice el evangelista San Juan”

 

 
 
Son las palabras del Papa Juan Pablo II animando a llevar el Mensaje de Cristo, a los delegados del <Forum de los Jóvenes>, en la VIII <Jornada Mundial de la Juventud> de 1993, refiriéndose, en concreto, al Prólogo de la Primera Carta del Apóstol San Juan, que estaba dirigida a aquellas comunidades cristianas entre las que habían surgido ya algunas herejías (Prólogo: Mensaje apostólico sobre la manifestación de la vida. Juan 1, 1-1):


"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con  nuestros ojos, lo que contemplamos y nuestras manos tocaron, acerca del Verbo de la vida / y la vida se manifestó, y la hemos visto, y damos testimonio. Y os anunciamos la vida eterna, la que estaba cabe el Padre, y se manifestó a nosotros / lo hemos visto y oído, y os lo anunciamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros / Y estas cosas escribimos nosotros para que nuestro gozo sea cumplido"
 



Sin embargo, ya en la época de San Juan, un hombre llamado Cerinto no queriendo reconocer  la Divinidad de Jesús, rebajaba su figura a la de un hombre de inteligencia superior, que <había venido en agua, pero no en  sangre>. Contra esta blasfemia San Juan afirma por el contrario que Jesucristo es el que <vino por agua y por sangre>, en definitiva, era el Mesías, el Hijo de Dios (I Juan 5, 6-12):
"Éste es el que vino por agua y sangre, Jesús Mesías: no del agua solamente sino en el  agua y en  la sangre / Y el Espíritu es quien testifica, porque el Espíritu es la verdad / Pues tres son los que testifican: El Espíritu, el agua y la sangre y los tres coinciden en uno / Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios: porque éste es el testimonio de Dios, por cuanto testificó acerca de su Hijo / Quién cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí. Quién no cree a Dios, por mentiroso lo tiene, por cuanto no ha creído en el testimonio que Dios ha testificado acerca de su Hijo / Y éste es el testimonio: que Dios nos dio vida eterna. Y esta vida está en su Hijo / Quién tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida"

 

 
 
Por eso, las palabras de Pilatos, cuando presentaba a Jesús ante sus acusadores, tienen una importancia trascendental, al recordarnos a todos los hombres a lo largo de los siglos, que Jesús  es el Dios hecho Hombre, que ha venido para salvar a la humanidad y que la salvará sí cree en Él y en su  Mensaje.

Comprendemos así el hecho de que haya sido necesaria una constante <evangelización de las gentes> a lo largo de todos los tiempos, tal como ocurrió también durante todo el siglo VII, un siglo en el que la fe en Cristo se afianzó definitivamente entre muchos pueblos barbaros.

Como siempre, el Señor mandó a sus elegidos para llevar a cabo esta dura misión, en medio de un mundo imperfecto, de un mundo que inevitablemente siempre está en peligro de  caer en la redes del maligno, pero como dijo el Papa Pio XII:

"En el curso de los siglos, la Iglesia de Cristo, fiel a Cristo su esposo, y siempre consecuente consigo misma, siguió desenvolviendo, bajo la guía del Espíritu Santo, con paso continuos y seguros, la disciplina relativa al estado de perfección, hasta llegar a la redacción del Código de Derecho Canónico"
 
 


 (Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia”. Del Sumo Pontífice Pio XII. Dada en Roma el 2 de febrero de 1947).


Fueron muchas, sin embargo, las dificultades por las que tuvo que pasar la Iglesia desde el mismo momento de su creación, y así, en el siglo VII éstas no fueron menores. Recordemos que el periodo de tiempo denominado comúnmente <Edad Media>, corresponde, según la mayor parte de los historiadores, al intervalo comprendido entre los siglos V y XV, respectivamente, y por tanto el siglo VII pertenece a la primera mitad de este larga época (unos diez siglos), recordemos también que a principios de este siglo el Imperio romano había fracasado, se había dividido en dos dominios, correspondientes a Oriente y Occidente.

A su vez la Iglesia, por diversos avatares de la historia ocurridos  en siglos anteriores se encontraba dividida en dos, de manera que aunque los Patriarcas de Oriente seguían acatando la Primacía de la Silla de Pedro en Roma, como consecuencia del llamado <Cisma de Oriente>, con frecuencia se oponían a las decisiones del Papa y en ocasiones lo desafiaban de tal modo que llegó a peligrar la unidad de la Iglesia.

Por otra parte, los últimos años del siglo VI estuvieron marcados por el desarrollo de constantes guerras, consecuencia del avance inevitable de los pueblos barbaros sobre el Imperio, y con ello vinieron las hambrunas y las epidemias que hacían desaparecer  poblaciones enteras. Sin embargo pese a tal acúmulo de males, la luz de la evangelización no se apagó en ningún momento y tuvo como máximo exponente, a comienzos del siglo VII, al Papa San Gregorio Magno (590-604).
 
 
 
Solamente fueron cuatro los años que le tocó vivir al santo Pontífice durante este periodo de tiempo, sin embargo su labor a favor de la Iglesia, había comenzado en el siglo anterior con gran éxito, tal como demuestran sus numerosos escritos, que por suerte han llegado hasta nuestros días.


Cabe destacar por ejemplo, los <Comentarios morales del libro de Job>, uno de los libros más leídos durante la edad Media, que refleja un profundo mensaje espiritual y moral, pero quizás, desde el punto de vista de la labor evangelizadora su obra más admirable durante el siglo VII, podría ser la de impulsar y favorecer la cristianización del país llamado actualmente Inglaterra, así como de los pueblos bárbaros aposentados en Italia.

Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI (Audiencia General del 28 de mayo de 2008):
“A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los lombardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, San Gregorio veía a esta gente con los ojos del buen pastor, preocupado de anunciarles la palabra de Salvación, estableciendo con ellos relaciones de fraternidad orientadas a una futura paz, fundada en el respeto y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y lombardos. Se preocupo de la conversión de los jóvenes pueblos y de la nueva organización civil de Europa”  


En efecto, la mayor parte de Italia había sido conquistada por el pueblo lombardo, los cuales en gran medida habían sido captados por la herejía del arrianismo, no obstante, el Papa San Gregorio, no dejó de ocuparse de los fieles pertenecientes a los territorios ocupados, tratando siempre de atraerlos hacia el  camino de la Iglesia Católica.

En el momento actual de la historia de la humanidad y en particular de la historia de Europa, en el que el arrianismo de forma solapada se deja de nuevo sentir, debemos tomar ejemplo de los hombres y mujeres que lo combatieron en el siglo VII con tanto éxito.
 
 
 
 


Este Dios no se puede comunicar; es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño; no hay contacto entre ambos. <<El Dios de Arrío queda encerrado en su soledad impenetrable, es incapaz de comunicar plenamente su propia vida al Hijo.

Preocupado por la trascendencia divina, Arrío hace del Dios único y supremo un prisionero de su propia grandeza>> (Chr. Schönborn, Die Christus-Ikone, Schaffhausen 1984, 20). Así, el mundo tampoco es creación de Dios; este mundo no puede obrar hacia fuera, está recluido en sí, como también el mundo, consecuentemente es un mundo cerrado.

El mundo no permite conocer a un creador y Dios tampoco puede darse a conocer. El hombre no se convierte en amigo, no hay ningún puente para la confianza. En un mundo ajeno a Dios estamos privados de la verdad y somos, por tanto esclavos.
 
 
 
 
Aquí es de extrema importancia, de nuevo, un dicho del Cristo joánico: <<El que me ve a mí, ve a mi Padre (Jn 14, 9)… ¿Qué ve aquel que ve a Jesús hombre? ¿Qué puede mostrar el icono que representa a este hombre Jesús? Según unos, vemos un simple hombre y nada más, porque Dios no puede ser captado en imágenes. El ser divino está en la <persona> que, como tal no puede ser <circunscrita> y reducida a imagen. La visión exactamente opuesta es la que se impuso en la Iglesia como interpretación ortodoxa, es decir, correcta de la Sagrada Escritura: el que ve a Cristo, ve realmente al Padre.


En lo invisible se manifiesta lo visible, el Invisible. La figura visible de Cristo, no debe entenderse en sentido estático y unidimensional, según el mundo de los sentidos, porque ya estos son un movimiento y una apertura más allá de sí mismos.

El que contempla la figura de Cristo, queda implicado en su éxodo, que los Padres glosan en conexión  con el suceso del Tabor, es conducido al camino pascual de la trascendencia y aprende a ver en lo visible algo más que lo visible”   

 
Ocurrió que, en el siglo VII, los habitantes de Britania ya habían recibido  el Mensaje de Jesucristo en siglos anteriores, pero debido a  sucesivas invasiones por parte de los pueblos anglosajones, se habían apartado posteriormente del cristianismo y muchos de ellos habían aceptado las ideas del arrianismo.

 
 
 
Por eso, San Gregorio Magno, que desde su juventud se había interesado por estos pueblos y estuvo por entonces a punto de acudir personalmente en su ayuda para evangelizarlos, siendo ya Papa se ocupó de ellos enviado al país, que hoy conocemos como Inglaterra, numerosos misioneros, bajo el liderazgo de San Agustín, un monje benedictino, Prior del monasterio de San Andrés en Roma, en el año 597.


Por aquel entonces reinaba en Kent,  Ethelberto, hijo de Eormenric, a quien había sucedido en el trono, casado con Bertha hija de Cariberto I, monarca del reino franco de Paris (merovingio).
San Agustín tuvo la suerte de arribar a las costas de este reino, uno de los siete  de la llamada Heptarquía, que por entonces existían en Inglaterra.
En efecto, hacia el año 411 las legiones romanas existentes en Britania se vieron obligadas a abandonar aquellas tierras, debido  al enorme empuje que ya existía para ocupar  estos territorios por parte de los pueblos barbaros, y en particular por lo jutos y anglos que en los siglos V y VI conquistaron diversos territorios de la isla y tras no pocos enfrentamientos y luchas entre ellos llegaron a un acuerdo conducente finalmente a  esta llamada  Heptarquía que en el siglo VII estaba ya perfectamente establecida.  

El rey Ethelberto no era cristiano, pero su esposa Bertha era católica y enseguida ayudó a San Agustín en su labor evangelizadora, comenzando como es lógico por su propio esposo, el cual finalmente y según se dice tras haber experimentado en su propia persona el favor de Cristo, se hizo también católico y animó a su pueblo  a que también se convirtiera,  abandonando sus creencias anteriores, herejías que por desgracia ya muchos de sus súbditos profesaban.

El momento exacto en el que se produjo la conversión de este rey no se conoce, pero si se tiene información sobre la carta que en el año 601, el Papa San Gregorio Magno escribió al soberano, en la que se daba a entender que éste era ya cristiano. Según todos los indicios el reino de Kent fue fundado en el siglo V, aunque la historia del mismo no es bien conocida y está sujeta a numerosas leyendas.
 
 
 
 
Sin embargo gracias a la labor magnifica realizada por un monje, el venerable doctor y santo Beda (673-735,) recogida en su libro <Historia ecclesiástica gentis Anglorum>, se sabe que el rey Ethelberto fue el tercer rey en lograr reunir a los pueblos provenientes del continente europeo
sajones, jutos, frisones, creando un reino fuerte que dominaría a los restantes reinos adversarios.


Esta circunstancia favoreció, en parte, la labor de evangelización de San Agustín y de los monjes que con él habían llegado a la isla bajo el amparo y el beneplácito del Papa San Gregorio, los cuales tomaron como Sede, Canterbury, la capital del reino. No obstante, San Agustín tuvo que desplazarse al poco tiempo a Arlés (Francia), por mandato del Papa, donde fue consagrado Arzobispo de la Nación Británica, incluyendo a los bretones, y al resto de pueblos aposentados por entonces en la isla, los cuales por odio a estos, nunca habían aceptado ser evangelizados.

Ante las grandes dificultades que presentaba la evangelización de la totalidad de la isla, el Papa San Gregorio envió nuevos monjes a San Agustín, con objeto de que la tarea fuera más llevadera y diera pronto buenos frutos. Entre los primeros monjes que acompañaron a San Agustín de Canterbury se encontraba San Lorenzo de Canterbury, el cual fue su sucesor en el Arzobispado.

Precisamente a la muerte del rey Ethelberto, San Lorenzo tuvo graves problemas con el heredero del reino, hijo  de este rey, que en contra de la voluntad de su padre abandonó el cristianismo, provocando gran escándalo entre los creyentes por su vida licenciosa que le llevó incluso a casarse con su madrastra. Sin embargo gracias a los esfuerzos denodados de San Lorenzo, se cree que el rey se arrepintió de su comportamiento y se convirtió de nuevo al cristianismo.

San Lorenzo murió hacia el año 619, y para entonces el santo había conseguido acabar de evangelizar el reino de Kent a pesar de la disposición negativa inicial del rey Eadbaldo, anteriormente mencionada.
 
 
 
Es de destacar el hecho de que todos los Arzobispos de Canterbury, pertenecientes al grupo de monjes enviados por San Gregorio para evangelizar la Britania, en concreto: Melito (619-624), Justo (624-631) y Honorio (627-653), además por supuesto de Agustín y Lorenzo, han sido venerados como santos por las Iglesias Católica y Ortodoxa, y por la Comunión Anglicana.


Posteriormente solo dos Arzobispos, en concreto: Adeodato de Canterbury (655-664), sucesor de Honorio de Canterbury y primer Arzobispo nativo de Bretaña que tuvo este honor, y Teodoro de Tarso (668-690), octavo Arzobispo de Canterbury que como su nombre indica era natural de Tarso (Cilicia), diócesis del Imperio Bizantino, fueron reconocidos santos por estas Iglesias.

San Teodoro de Tarso había sufrido en su niñez mucho debido a las guerras que existían en aquel tiempo, entre el Imperio de Bizancio y los pueblos persas, llegando a ser capturado y esclavizado, según se cree, por los invasores cuando solo contaba doce años. Realmente se conoce muy poco de su vida posteriormente a estos hechos tan desgraciados, pero se cree que pudo llegar finalmente a Roma cuando aún era muy joven y allí, años después, fue promovido a Arzobispo de Canterbury en tiempos del Papa, también santo, Vitaliano (657-672).

Durante su largo Arzobispado, este santo varón hizo muchas buenas obras por la Iglesia de Cristo, como por ejemplo designar nuevos Obispos en aquellas Sedes que estaban vacantes y convocar un Sínodo en Herford con la intención de introducir una serie de reformas para la correcta administración de los Oficios y la celebración de  Fiesta especiales eclesiásticas. Además se cree que pudo intervenir en la pacificación de los pueblos en la escalada de guerras que durante este periodo de la historia, se produjeron entre los reinos de Mercia y Northumbria, consiguiendo que se firmara el cese de la violencia.

Otro dato relevante de su vida a favor de la Iglesia, es la creación en Canterbury de una escuela en la que se enseñaba las Sagradas Escrituras y ciencias como la astronomía o las matemáticas. Incluso se piensa que pudiera haber sido el creador de la <letanía de los santos> que a lo largo de los tiempos tanta importancia ha tenido y aún tiene en la liturgia de la Iglesia.

Contemporáneo de San Justo y San Honorio de Canterbury, fue San Paulino de York, el cual llegó a Inglaterra en el año 604 con el grupo de monjes enviados por el Papa San Gregorio a la isla. Se piensa que después de vivir por una temporada en el reino de Kent, fue consagrado Obispo de York por San Justo (625), pasando con posterioridad a Northumbria, acompañando a la hermana del rey Eadbaldo, con motivo de su casamiento con el rey Edwin.

Sin duda la llegada de San Paulino a este reino tuvo mucho que ver con la conversión al catolicismo del rey Edwin y de casi toda su corte entre la que se encontraba Santa Hilda de Whitby, hija de un sobrino de este rey. Esta mujer entró en un convento benedictino dedicando su vida a evangelizar a su pueblo y para ello fundó varios monasterios, dando siempre ejemplo de vida. El historiador y santo Beda de finales de este siglo VII dijo de ella que <todos aquellos que la conocieron la llamaban madre por su gran devoción y gracia>.

La muerte del rey Edwin en la batalla de Hatfield Chase, hacia el año 633, supuso la fragmentación de su reino y por desgracia el abandono de parte de sus súbditos del cristianismo, que volvieron al paganismo, una religión mucho menos exigente y que les permitía seguir con  antiguos vicios y costumbres licenciosas. Ante esta situación San Paulino tuvo que  volver al reino de Kent, donde al cabo de un cierto tiempo se le ofreció el Obispado de Rochester, donde siguió su labor evangelizadora y donde se cree que murió hacia el año 644.

Algunos historiadores, empero, quieren minimizar la labor evangelizadora de este santo apoyándose en el hecho de que algunos hombres a los que evangelizó regresaron a sus antiguos atavismos y negaron a Cristo, sin embargo, debemos recordar que muchos otros hombres y mujeres que creyeron por sus enseñanzas, fueron a su vez extraordinarios evangelizadores. Así sucedió en el caso de la santa anteriormente mencionada Santa Hilda, la cual siguió su ejemplo y cristianizó  a muchos ingleses, dejando a su muerte otros tantos santos evangelizadores.

La conversión definitiva  de Northumbria al cristianismo se produjo, sin embargo, gracias a misioneros irlandeses, que llegaron al territorio, convocados por un rey sucesor de Edwin, Oswaldo, el cual reunificó el reino. Este rey considerado santo, llenó de Iglesias y Monasterios sus territorios y concedió la isla de Lindisfame como Sede episcopal al misionero irlandés Aidan para que le ayudara a evangelizar a su pueblo.

Muchos fueron los santos e incluso mártires que Inglaterra dio a la Iglesia Católica en el siglo VII, cuya historia se ha conocido, como antes mencionamos, gracias al Venerable San Beda, proclamado doctor de la Iglesia el 13 de noviembre de 1899 por el Papa León XIII, lo que contribuyó también a evangelizar a éste y a otros pueblos, tanto en su época, como en siglos posteriores y hasta nuestros días.

 
 


Sí, otros pueblos en siglos anteriores, también se enfrentaron  al <espíritu del error>, que hoy conocemos como la  <conciencia errónea>; así sucedió  con los pueblos anglosajones en el siglo VII, los cuales finalmente reconocieron el <espíritu de la verdad>, porque como aseguró el Papa Benedicto XVI en su mensaje  para las Jornadas mundiales de la Misiones en el año 2006:
“El mensaje salvífico podría sintetizarse con la palabras del evangelista San Juan (I Jn 4, 9):

<En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros, en que el Hijo suyo Unigénito envió Dios al mundo, para que vivamos por Él>.

Después de su Resurrección, Jesús encomendó a los Apóstoles el mandato de difundir el anuncio de este amor, y los Apóstoles transformados el día de Pentecostés por la fuerza del Espíritu Santo, comenzaron a dar testimonio del Señor Muerto y Resucitado. Desde entonces, la Iglesia prosigue esa misma misión que constituye para todos los creyentes un compromiso irrenunciable y permanente”    

 
 
 
Así es, por eso, debemos en estos tiempos de increencia y desasosiego de la sociedad, por su olvido de Jesús, seguir en la brecha de la <nueva evangelización>, esto es, de la evangelización de aquellas gentes que habiendo recibido ya el mensaje del Señor se han olvidado o apartado de Él bajo la acción del mundo, el demonio y la carne.

Para conseguir este propósito, puede servir de ejemplo el dado en tiempos anteriores por otros hombres y mujeres empeñados en cristianizar los pueblos que aún no habían recibido la palabra de Dios o la rechazaban, como sucede en este nuevo milenio.

Volviendo a la Alta Edad Media recordemos que, prácticamente todos los territorios del Imperio de Occidente, anteriormente ocupados por los romanos, fueron cristianizados casi en su totalidad, pero también hay que destacar el hecho de que durante el siglo VII, la Iglesia se desarrolló aún más gracias a una buena organización eclesiástica y a los numerosos Concilios provinciales y nacionales que tuvieron lugar en Francia, España, y en particular Italia, que seguía siendo el centro de la espiritualidad por encontrarse en Roma el Papa.  

Europa, en definitiva acabó por ser creyente, en una gran mayoría, y su sociedad gozaba de unos principios morales, y de una religiosidad, verdaderamente envidiables, en comparación con la de otros siglos posteriores. Durante este siglo, concretamente en Francia, estaba instalada la dinastía merovingia del  rey Clodoveo I, el cual había logrado la victoria sobre todos los pueblos francos (481-511).

A la muerte de este rey sus cuatro hijos repartieron los territorios que él había reunido y  de este modo, Teodorico I se instaló en Reims, Clodomiro en Orleáns, Childeberto I en Paris, y Clotario I en Soissons. Las luchas intestinas entre estos hermanos monarcas fueron numerosas y contribuyeron a oscurecer en parte la historia de esta dinastía. Sin embargo a principios del siglo VII un descendiente de estos, Clotario II hacia el año 613 logró reunir bajo su mandato, de nuevo, los reinos de Austrasia, Borgoña y Neustrasia, y en el año 614 intentó garantizar la tranquilidad en sus posesiones mediante el llamado Edicto de Paris. Posteriormente, hacia el año 623, nombró a su hijo Dogoberto rey de Austrasia y durante el reinado conjunto de estos dos reyes y tras diversas contiendas, el reino de Aquitania se añadió a los anteriores reinos merovingios, al frente del cual Dogoberto I colocó, más tarde, a su medio hermano Clariberto II.

Las luchas por el poder continuaron, no obstante, durante un largo periodo de tiempo, pero a la muerte del rey Dogoberto II, Pipino II de Heristal nacido hacia el año 645, se erigió en cabeza de la aristocracia y tras muchas luchas intestinas se proclamó Mayordomo de Palacio de todo el reino Franco, consiguiendo así reunir todo el poder en su persona. Este hombre que se cree murió hacia el año 714, se dice que ayudó a los primeros  evangelizadores de Germania (695).

 
 
A pesar de la impresionante historia de luchas encarnizadas por el poder entre los propios miembros de las familias reales durante este siglo en Francia, la evangelización de los pueblos francos, continuó sin descanso, por parte de los miembros de la Iglesia de Cristo. Los frutos alcanzados fueron espectaculares, abundando los santos y santas que dieron su vida por conseguir tan ardua empresa.


En particular vamos a destacar algunos de ellos, empezando por los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, los cuales tienen a su cargo el Magisterio vivo de la Iglesia, en comunión con el sucesor de Pedro, el Papa, Obispo de Roma. En este sentido podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 86-87):
“El Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escuchó devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído”


Gran ejemplo nos dieron los Obispos del siglo VII, muchos de los cuales fueron reconocidos santos por la Iglesia, por su modelo de vida y su labor a favor de la evangelización. Así, el Obispo de Noyon, San Eloy (San Eligio) (588-659), que había nacido en las proximidades de Limoges, aprendiendo de niño un oficio que por entonces estaba, por así decir, muy reconocido, esto es, se hizo orfebre, alcanzando gran prestigio por la calidad de sus trabajos.

 
 
A oídos del rey Clotario II llegó su fama, el cual le encargó la elaboración de un trono y el resultado fue, que empleó el oro y las piedras preciosas con tal arte y maestría, que el rey admirado de su obra se lo llevó a la Corte para que siguiera trabajando para él y sus cortesanos.

El  santo hombre, por supuesto, no debió encontrarse muy a gusto en aquel ambiente tan contrario a su vida austera y devota, pero el rey le permitió vivir apartado en su trabajo sin participar en la vida de la Corte, y de este modo laboró tranquilo en oración y dando pautas de comportamiento entre los cortesanos, que seguramente no podían entender su actitud, pero le admiraban por su santidad. Al mismo tiempo, durante este periodo de su vida nunca se olvidó de los más pobres, entre los que hacia muchas obras de misericordia, así como entre los esclavos a los que siempre trataba de rescatar de su cruel destino.

A la muerte de Clotario II, su sucesor Dogoberto (628) tomó como consejero al santo, lo cual suscito la envidia entre algunos miembros de su Corte, pero el rey ayudó siempre a este hombre escogido de Dios en la realización de sus buenas obras y cuando quedo libre el Obispado de Noyon, éste fue nombrado titular del mismo.  

Reformó  el clero y evangelizó tanto en su Sede, como según se cree, más tarde en Flandes, bautizando y cristianizando a muchos hombres y mujeres, fundándose por entonces una gran cantidad de Monasterios y Abadías. La primera de estas últimas parece que fue la de Solignac, cerca de Limoges, en un terreno donado por el rey a tal propósito. Consiguió muchas conversiones al cristianismo, durante los diecinueve años de su gobierno y sus hagiógrafos cuentan que  profetizó su muerte y al entristecerse los discípulos, por ello  sobre manera,  les dijo: <No os aflijáis hijos míos, he ansiado este momento y he deseado esta liberación>, lo que demostraba su gran deseo y confianza en alcanzar la vida que es realmente vida.

Otros muchos Obispos del siglo VII, fueron también reconocidos por la Iglesia Católica santos de Francia, como por ejemplo San Arnulfo de Metz (582-640) que durante el reinado de Clotario II estuvo  encargado de la educación de su sucesor en el trono,  convirtiéndose desde entonces en su fiel consejero, aunque más tarde  se retiró a un monasterio en Remiremont , donde murió dando ejemplo de vida en completa santidad. Por su parte, San Modoaldo, Arzobispo de Tréveris, natural de Aquitania, de familia noble, también fue consejero del rey Dogoberto  y amigo personal de San Arnulfo de Metz y de San Cuniberto Obispo de Colonia. Se cree que San Modoaldo asistió al Concilio de Reims (625),  educó y ordenó a San Germán de Gramdval ,y  que sus dos hermanas fueron la Beata Iduberga y la virgen Santa Severa.

San Goerico  fue también consejero del rey Dogoberto, como los Obispos anteriores, y a la muerte de Arnulfo, fue nombrado Obispo de la Sede de Metz. A él se debe la construcción de varias Iglesias y Monasterios, al igual que San Gaugerico, gran defesor de los cautivos a los que ayudaba  a conseguir su libertad.  
 
 
 
Podríamos continuar nombrando otros muchos Obispos que fueron santos durante el reinado de Dogoberto , pero también muchos otros santos anónimos o no, durante  toda la primera mitad de la Alta Edad Media, tan fructífera para la Iglesia Católica en Europa, por eso nos preguntamos ¿Cómo es posibles que algunos historiadores y eruditos, hayan considerado esta época, como oscura y  triste?  

Todo lo contrario, los hombres realmente sabios deberían entender, tal como han hecho muchos Papas y Padres de la Iglesia, que éste fue un periodo de la historia de enorme vitalidad y alegría, tanto para el cuerpo como para el espíritu, porque realmente los hombres, creían en Dios, y aunque la vida no fuera desde el punto de vista material sencilla ni fácil, en cambio podían esperar con confianza el final de los tiempos.

De cualquier forma, hay que reconocer que la labor de cristianización realizada durante la primera mitad del siglo VII en Europa, es con mucho, la gran desconocida de los católicos y a esto contribuyó muy probablemente la superposición con otros hechos  dramáticos a los que la historia ha dado mucha más relevancia. Nos referimos, a la aparición del islamismo predicado por Mahoma, y por sus seguidores a partir de su muerte, que tuvo lugar hacia el año 632. 
Esta histórica invasión, ha hecho olvidar, en parte, otros acontecimientos ocurridos durante la primera mitad del siglo VII, relacionados con la labor evangelizadora en Europa, donde la dinastía merovingia se encontraba asentada en lo que hoy sería Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Alemania Occidental y Suiza, esto es, prácticamente todo el centro del Viejo Continente.

La religión cristiana católica alcanzó por entonces unos niveles de aceptación espectaculares, sustituyendo al paganismo el cual había consiguió atraer con anterioridad a muchos pueblos bárbaros, por su menor exigencia en materia moral, y ello fue posible, como siempre, a la labor incansable de los miembros de su Iglesia, como los Obispos de los que ya hemos recordado a algunos hombres santos, promotores de la vida ascética y monacal a  los que se deben tantos Monasterios y Catedrales en el Continente.

 
 
 
Esto favoreció en gran medida la vida retirada en oración, y las costumbres ascéticas, cuyos orígenes se encuentran en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo  a un joven rico que se acercó a él con la intención de ser su discípulo (Mt 10, 17-21):

-Saliendo Él de camino, corrió uno a preguntarle, arrodillado ante él: Maestro bueno, ¿ qué haré para alcanzar la vida eterna?

-Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios

-Conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falsos testimonios, no dañarás, honrarás a tu padre y a tu madre.

-Dijo él: Maestro, todo eso guardo desde mi juventud

-Y Jesús le miro con amor, y le dijo: una cosa te falta, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y vuelve a acá, sígueme llevando la cruz.

 

 
 
Aunque aquel joven, al oír las palabras de Jesús, se alejó entristecido de allí, porque tenía muchos bienes y no quería perderlos, otros hombres y mujeres a lo largo de la historia de la Iglesia católica aceptaron las palabras del Mesías como norma de vida.

Por tanto, desde los primeros siglos, se practicó el ascetismo en la Iglesia. Más tarde, la corrupción del mundo, las persecuciones y la irrupción de los pueblos bárbaros, contribuyeron a que algunos cristianos se retiraran a lugares solitarios, reavivando así la vida ascética. Estos hombres y mujeres que habían escuchado las palabras del Señor y habían seguido su consejo, recibieron el nombre de  ascetas, o de anacoretas (eremitas, ermitaños).  
 
 
 
En Oriente los fundadores de este tipo de vida fueron San Pablo (228 d. C), nacido en la Tebaida de África, y su seguidor San Antonio Abad natural de Como (Alto Egipto) (251 d. C), sin embargo fueron los escritos de San Atanasio de Alejandría (294-373), defensor sin tregua de la divinidad de Cristo, los que al llegar hasta Occidente contribuyeron en gran medida a propagar la vida monástica con gran éxito.

Un dato interesante que aporta luz a este hecho es  que durante el entierro de San Martín de Tours (316-397), santo de la cristiandad muy popular de la época, asistieron a su entierro miles de monjes, ya que durante cierto tiempo, había sido eremita, fundando varios Monasterios en Europa. También los doctores de la Iglesia San Jerónimo (332-420) y San Agustín de Hipona (354-430) favorecieron y contribuyeron a propagar la vida ascética, pero fue sin embargo San Benito de Nursia (480-543) el autentico legislador y fundador de la vida monástica en Occidente.


La orden que lleva su nombre ha dado a la Iglesia gran cantidad de hombres santos, algunos de ellos Papas, entre los que cabe destacar a San Gregorio Magno (540-604), el cual apoyó siempre a los benedictinos encargándoles, como se ha comentado antes, la evangelización de lo que hoy es Inglaterra.

Durante el siglo VII encontramos muchos ejemplos de hombres y mujeres que alcanzaron la santidad practicando este tipo de vida, así por ejemplo podemos citar a San Valerio de Leuconay (595-619), nacido en Auvernia que siendo pastor decidió muy joven hacerse religioso, ingresando  en el Monasterio de Autume. Posteriormente vivió en otros Monasterios y fue discípulo de San Columbano, y al igual que éste predicó mucho la Palabra del Señor, obteniendo la conversión de los que le oía. Otro discípulo de San Columbano fue el Abad San Eustasio de Luxeull, Padre de más de seiscientos monjes, nacido en Irlanda y que evangelizando se dice que llegó hasta tierras de Alemania.

Por suerte Irlanda había sido evangelizada mucho antes por San Patricio (siglos IV y V), natural de Escocia y San Columbano siguiendo el ejemplo de éste (543-615) se hizo misionero fundando Monasterios  en Francia, Suiza e Italia. A él se debe la difusión de la regla monástica céltica. Este santo varón sufrió la persecución de los enemigos de la Iglesia, pero no cejó en ningún momento en su empeño, dejando tras de sí otros tantos santos, discípulos suyos, que a su vez evangelizaron con gran éxito en el Viejo Continente.

Resumiendo, se puede decir que el servicio prestado por el monacato, esto es, la vida religiosa predicada por fervientes cristianos, primero en Oriente y algo más tarde en Occidente y básicamente consistente en la soledad y el alejamiento de la depravación del mundo, fue enorme dando como resultado hombres tan santos como los Abades anteriormente mencionados, y así mismo numerosas Abadesas entre las que cabe destacar a: Gertrudis de Nivelles (626-659), Rictrudis de Marchiennes (614-688), Hilda de Whitby (614-680) y Aldegunda (639-684). De todas estas mujeres que fueron declaradas santas, sus hagiógrafos cuentan maravillas, aunque son pocos los datos históricos  fiables disponibles, no obstante se sabe con seguridad que dieron ejemplo fehaciente con sus vidas de apostolado, beneficiando con ello  a la Iglesia de todos los siglos.

 
 
Para terminar esta primera parte dedicada a la evangelización en el siglo VII queremos recordar de nuevo al Papa San Gregorio Magno, el cual como hemos comentado  fue el promotor y protector de la evangelización de Inglaterra y al que se debe también la consolidación de la religión católica en el Viejo Continente. Del Papa San Gregorio  se ha hecho muchas alabanzas y así por ejemplo nuestro actual Papa Benedicto XVI  en su Catequesis del 28 de mayo de 2008 decía lo siguiente:

“Era un hombre inmerso en Dios: en el fondo de su alma estaba siempre vivo el deseo de Dios, y precisamente por eso estaba siempre muy cercano al prójimo, a las necesidades de las gentes de su tiempo. En un tiempo desastroso, es más sin esperanza, supo crear paz y dar esperanza”

 A San Gregorio se le suele representar mirando admirado la llegada de una paloma, que sin duda simboliza al Espíritu Santo, protagonista de la evangelización tal como nos asegura otro Papa , el Beato Juan Pablo II, muchos siglos después  (Catequesis del miércoles 1 de julio de 1998, para los jóvenes en el nuevo milenio):

“Apenas el Espíritu Santo desciende sobre los Apóstoles, el día de Pentecostés, <se pusieron a hablar en otras lenguas> (Hch 2,4). Por tanto, se puede decir que la Iglesia, en el momento mismo en que nace, recibe como don del Espíritu Santo la capacidad de anunciar <las maravillas de Dios> (Hch 2,11): es el don de la evangelización.

Predicar a Cristo bajo el impulso del único Espíritu, en el umbral del tercer milenio, requiere de todos los cristianos un esfuerzo concreto y generoso con vista a la comunión plena”