San Pablo en la primera parte de
su <Epístola a los Colosenses> enumera con gran rigor teológico los
excelsos atributos de Cristo: como Dios, en la creación y como hombre, en la
Iglesia. Frente a los errores de los
colosenses, esta carta enseña que Cristo es el Señor de toda la creación y el
único Salvador del mundo y que sólo aceptando su soberanía total y absoluta,
los hombres podremos alcanzar la plena madurez, la verdadera sabiduría y la
autentica condición de seres nuevos y perfectos (Col 1, 15-17):
“Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura / En él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles: tronos, dominaciones, principados, potestades, todo lo creado por Dios por él y para él / Cristo existe antes que todas las cosas y todas tienen en él su consistencia”
En efecto, como se lee en esta carta
del apóstol san Pablo, Cristo es el principio de todo, el primogénito
respecto a toda la creación, el
primogénito de los que triunfan sobre la muerte…
Sí, pero por otra parte, Cristo
es verdadero hombre, es el hombre perfecto, es la cabeza del cuerpo de la
Iglesia (Col 1, 18-20): “El es la cabeza del cuerpo, de
la Iglesia, como quien es principio, primogénito de entre los muertos; para que
todas las cosas obtengan en Él la primacía / porque en Él tuvo a bien Dios que
morase toda la plenitud / y por medio de Él reconciliar todas las cosas
consigo, haciendo la paces mediante la sangre de su cruz; por medio de Él, así
las que están sobre la tierra como las que hay en los cielos”
San Pablo al inicio de esta carta, tras mostrarles a los colosenses, el misterio de Cristo en la creación y el misterio de Cristo en la Iglesia, les habla de la Redención de Cristo (Col 1, 21-23):
“Y a vosotros, que erais un tiempo
completamente extraños y enemigos en vuestro pensamiento por las malas obras /
ahora, con todo, os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de la
muerte, para presentaros santos e inmaculados e irreprochables en su
acatamiento / con tal que permanezcáis cimentados y estables en la fe e
inconmovibles de la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido predicado
en toda la creación que está debajo del cielo, del cual yo Pablo fui
constituido ministro”
Dios tuvo a bien que morase en Cristo toda la plenitud
de las perfecciones divinas y humanas en el sentido más amplio, la plenitud de
la deidad y de la gracia, la plenitud de la inteligencia y de la fuerza, la
plenitud de la soberanía y de la santidad del amor; y por medio de Él se
alcanzó la reconciliación de todas las
cosas con Dios, restableciendo el orden primordial, puestos por Dios
creador y malogrado por el pecado.
Precisamente, en la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, <Gaudium et Spet>, ha quedado reflejada la dogmática de san Pablo (GS, 22):
“El que es imagen de Dios
invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la
descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado.
El Hijo de Dios con su
Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajo con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
el corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se
hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto
en el pecado” Es una verdad fundamental de
nuestra fe que ha sido corroborada por su misma Palabra y proclamada por sus
apóstoles y discípulos, a lo largo de los siglos, tal como enseña la Iglesia
católica (C.I.C nº 464):
“El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano.
Prestemos una atención particular
a esta última afirmación que nos hace entrar en el mundo interior de la vida
psicológica de Jesús (Papa san Juan
Pablo II; Audiencia General, miércoles 3 de febrero de 1988):
“Jesús amaba a los niños:
<Llevaron unos niños a Jesús para que los tocara…Y tomándolos en brazos, los
bendecía, imponiéndoles las manos> (Mc 13-16). Y cuando proclamó el mandamiento
del amor, se refiere al amor con el que Él mismo ha amado: <Mi mandamiento
es éste: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado> (Jn 15, 12).
Por otra parte, la hora de la Pasión, especialmente la agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el zenit del amor de Jesús: <Jesús, sabiendo que había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre, y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo> (Jn 13, 1)…
<Y a eso de las tres gritó
Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní? Que quiere decir: Dios mío,
Dios mío, ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). Son palabras que Jesús toma
del Salmo 22 (22, 2) y con ellas expresa el desgarro supremo de su alma y de su
cuerpo, incluso la sensación misteriosa de un abandono momentáneo por parte de
Dios.
¡El clavo más dramático y
lacerante de toda la Pasión!
Así, pues, Jesús se ha hecho
verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de siervo, como
proclama la carta a los <Filipenses>: <Se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su
condición de hombre, se humilló así mismo haciéndose obediente hasta la muerte
y muerte de cruz> (Flp 2, 7-8).
Pero en la epístola a los <Hebreos>, también se dice, al hablar de Cristo como Pontífice de los bienes futuros:
<Se presentó como Sumo Sacerdote
de los bienes venideros, a través de un tabernáculo más santo y perfecto, no
hecho por mano de hombre, es decir, no de este mundo> (Heb 9, 11).
Pero antes, en esta misma carta, se confirmaba y precisaba que:
<No tenemos un Sumo Sacerdote
incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, ya que fue probado en todo a
semejanza nuestra, a excepción del pecado> (Heb 4, 15).
Verdaderamente no había conocido
el pecado, por eso san Pablo escribe en su segunda carta a los <Corintios>:
<Al que no conoció pecado,
Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, por medio de Él, fuéramos
justicia de Dios> (2 Cor 5, 21).
El mismo Jesús pudo lanzar este
desafío: ¿Quién de vosotros podrá acusarme con razón de que he cometido alguna falta? Si digo
verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios acepta la palabra de Dios…>
(Jn 8, 46-47). Y he aquí la fe de la Iglesia:
<Sine peccato conceptus, natus et mortuus>.
Lo proclama, en armonía con toda la Tradición, el Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): <Jesús fue concebido, nació y murió sin mancha de pecado>.
Después de esta sabia catequesis
del Papa san Juan Pablo II ciertamente poco o nada hay que añadir, para
comprender y aceptar que Cristo era verdadero Dios y verdadero hombre, pero
hombre perfecto (sin pecado).
Si acaso, podríamos hacer una
breve reflexión apoyándonos en las catequesis del Papa Benedicto XVI,
totalmente en línea con las enseñanzas de su predecesor en la silla de Pedro.
Así, por ejemplo, en la Audiencia General del 9 de enero de 2013, este
Pontífice, en un momento dado, se expresaba en los términos siguientes:
“El hecho de la Encarnación de
Dios, que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del
amor divino. El obrar de Dios, no se limita a las palabras, es más, podríamos
decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia
y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana.
El Hijo de Dios se hizo
verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en lugar
determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el
gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia;
tuvo amigos, formó
un grupo de discípulos, instruyo a los apóstoles para continuar su misión, y
terminó el curso de vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un
fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe
limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe de entrar
en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y
orientarla también de modo práctico.
Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado.
El Catecismo del Papa san Pio X
(1903-1914), con su esencialidad, ante la pregunta:
< ¿Qué debemos hacer para
vivir según Dios?> Da, esta respuesta: <Para
vivir según Dios debemos creer las verdades por Él reveladas y observar sus
mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos
y la oración>. La fe tiene una parte fundamental
que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida”
Ante esta última referencia de Benedicto XVI, al Papa san Pio X (1903-1914), puede que algún despistado se eche las manos a la cabeza pensando que estamos en un nuevo siglo, lleno de progreso y sabiduría, donde las cosas del pasado son inasumibles…
Pero no, porque la Palabra y el
Mensaje de Cristo es totalmente atemporal, es la experiencia de Dios, hecho
hombre, viviendo su misma vida terrenal, y por tanto es el ejemplo a seguir por
nosotros, cada día, es la esperanza que salva…
<Spe Salvi facti sumus> (en
esperanza fuimos salvados), escribía san Pablo, por los años 57/ 58, a la
comunidad cristiana de Roma, probablemente desde Corinto, durante su tercer
viaje misionero; seguramente con la finalidad de confirmarla en la fe, y
adelantarla en el conocimiento de los Evangelios, hablaba a aquellas gentes, de la esperanza de
los hijos de Dios y de toda la creación…Concretamente al referirse a
nuestros propios gemidos y expectación ante dicha esperanza, podemos leer (Rom 8, 23-24):
“Y no sólo ella (la creación),
sino también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, anhelando
la adopción filial, el rescate de nuestro cuerpo / Porque en esperanza es como
hemos sido salvados; ahora bien: como la esperanza que se tiene al ojo no es
esperanza; pues lo que uno ve, ¿a qué viene el esperarlo? / Mas si lo que no
vemos lo esperamos, por la paciencia lo aguardamos“
Aquí, por la expresión <esperanza> podríamos entender toda la compleja realidad de la economía de la redención…Esta realidad es <esperanza> porque su parte mejor, aún, sólo es una perspectiva, porque su consumación está reservada a la Parusía (al final de los tiempos).
El Papa Benedicto XVI en su Carta
Encíclica <Spe Salvi> (dada en Roma el mes de noviembre de 2007) nos
habla de esta <esperanza que salva> y entre otras muchas ideas luminosas
nos viene a decir que:
“El ser humano necesita un amor
incondicional. Necesita esa certeza que le hace decir: <Ni muerte, ni vida,
ni ángeles, ni principados, ni cosas presentes ni futuras, ni poderíos, ni
altura ni profundidad, ni otra alguna criatura será capaz de apartarnos del
amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro> (Rom 8, 38-39).
Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces- el hombre es <redimido>, suceda lo que suceda en su caso particular.
Esto es lo que se ha dado a
entender cuando decimos que Jesucristo nos ha <redimido>. Por medio de Él
esperamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana <causa primera>
del mundo, porque su Hijo Unigénito se
ha hecho hombre y cada uno puede decir de él:
<Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta
entregarse por mí> (Gal, 2, 20)”
Se refiere el Papa, en esta última frase, a la
carta que san Pablo escribió a los <Gálatas> para dar respuesta a sus
adversarios que eran muchos y mantenían una lucha encarnizada contra él y sus
enseñanzas. A los cargos que le achacaban éstos, respondió con una epístola
modélica, en la que revelaba su carácter indomable y toda la grandeza de su
alma.
Precisamente cuando les advierte del grado de identificación que él había alcanzado con Cristo, para que lo tomasen como ejemplo a seguir, llega a decir (Gal 2, 19-20):
“Porque yo por medio de la ley
morí a la ley, para vivir a Dios. Con Cristo estoy crucificado / pero vivo…no
ya yo, sino que Cristo vive en mí. Y eso que ahora vivo en carne, lo vivo en la
fe de Dios y de Cristo, que me amó y se entregó por mí… “
En este sentido, como sigue
diciendo el Papa Benedicto XVI en su Encíclica (Ibid):
“Es verdad que quien no conoce a
Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la
gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12).
La verdadera, la gran esperanza
del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios,
el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando <hasta el extremo>,
<hasta el total cumplimiento> (cf. Jn 13, 1; 19, 30).
Quien ha sido tocado por el amor
empieza a intuir lo que sería propiamente <vida>. Empieza a intuir qué quiere
decir la palabra <esperanza> que hemos encontrado en el rito del
Bautismo: de la fe se espera <la vida eterna>, la vida verdadera que
totalmente, y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que
había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en
abundancia (cf. Jn 10, 10), nos explicó también qué significa <vida>:
<Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo> (Jn 17, 3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces <vivimos>”