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domingo, 10 de julio de 2016

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO IX (3ª Parte)



 
 
 
 
 
San Pablo envió una epístola a la Iglesia de Roma, capital del Imperio, en la que pedía a sus feligreses comprensión, con los más débiles, a la hora de emitir un juicio moral (Rom 14, 1-12):

“Al que es débil en la fe, acogedle sin entrar en discusión puntos de vista. / Pues uno cree que puede comer de todo y, en cambio, el débil come sólo verdura. / El que come, no desprecie al que no come, y el que no come que no juzgue al que come, pues Dios lo ha acogido. / ¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Que se mantenga firme o que caiga es asunto de su Señor. Y se mantendrá en pie, porque el Señor es poderoso para sostenerle. / Pues hay quien distingue entre un día y otro, y ahí quien juzga iguales todos los días: que cada uno siga su propia conciencia. / El que distingue el día, lo hace por el Señor-porque da gracias a Dios- y quien no come, se abstiene en honor al Señor y da gracias a Dios. / Pues ninguno de nosotros vive, ni ninguno muere para sí mismo; / pues si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor. / Para esto Cristo murió y volvió a la vida, para dominar sobre los muertos y vivos. / Tú, ¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿O por qué desprecias a tu hermano? Todos compareceremos ante el tribunal de Dios. / Porque está escrito: <Vivo yo, dice el Señor, ante mí se doblegará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios> / Así pues, cada uno de nosotros  dará cuentas de sí mismo a Dios”

La Carta de San Pablo, alude al hecho de que  entre los feligreses de la Iglesia de la capital del Imperio, existían ciertas discrepancias, concretamente entre los paganos y judíos cristianizados, sobre la obligación o no, de celebrar ciertas  fiestas religiosas, así como sobre la abstinencia o no, del consumo de carne y de vino que se solía vender públicamente. Más aún, algunos pensaban que sólo los espíritus <débiles> se veían en la obligación de seguir las costumbres judías y celebrar sus fiestas por respeto al Patriarca Moisés, así como abstenerse de comer carne y beber vino que por su procedencia podrían estar contaminados por actos idolátricos, y en cambio, los espíritus <fuertes>, se verían liberados de tales obligaciones.

Estas discrepancias podían acarrear para la Iglesia graves consecuencias, y San Pablo dándose cuenta de que algunas pequeñas diferencias de opinión, realmente no eran de índole doctrinal, sino simples escrúpulos sin sentido, escribió su carta a los feligreses romanos con un espíritu conciliador e indulgente. Así se puede seguir apreciando en los siguientes versículos,  de dicha carta:
 
 
 
 
“Tanto si vivimos o si morimos del Señor somos / Pues para esto Cristo murió y retornó a la vida, para dominar sobre vivos y muertos”

Habla también San Pablo en esta misma carta, de la divinidad de Cristo, al cual presenta como Señor de la vida y de la muerte. Por eso dice:

“¿Por qué te atreves a juzgar tú a tu hermano? ¿Por qué lo menosprecias?, si todos finalmente, debemos ser juzgados ante el tribunal de Dios “

Son preguntas importantes que el apóstol realizó a los habitantes de Roma, como pueblo que ya era de Dios, en la Iglesia primitiva, sobre las que todos deberíamos reflexionar en nuestros días, en un mundo tan paganizado y materialista como el de entonces.

Son preguntas que también hicieron los santos Padres, en otras ocasiones, pasados los primeros siglos del cristianismo, a pueblos paganizados, como por ejemplo el siglo IX...

El siglo IX, desde luego, no fue uno de los más ejemplares en lo referente a las comunidades pertenecientes a  la Iglesia de Cristo, pero como dijo el Señor: <quién esté libre de culpa que tire la primera piedra>; ciertamente el ambiente religioso de la Italia del siglo IX, especialmente después del Pontificado de San Nicolás (858-867), corresponde a  una época difícil, mejor dicho caótica, para la institución creada por Cristo, debido esencialmente a las peculiares características históricas de aquellos años, en cierta medida, muy parecidas a las existentes en la época del Imperio Romano y particularmente durante el siglo I después de Cristo, como hemos recordado.

La Iglesia ha pedido perdón, en distintas ocasiones, por boca de sus Papas y autoridades eclesiásticas, por las desviaciones y los perjuicios causados sobre su grey, y por el mal comportamiento de muchos de sus componentes más ilustres.
Pero una vez reconocido todo esto, lo verdaderamente importante  es que Cristo, ha protegido y protegerá a su Iglesia siempre, hasta el fin de los siglos, y por eso, como se suele decir: <Entre las espinas surgieron las rosas de la santidad>, incluso en el siglo IX.

Así lo constata el gran número de santos mártires reconocidos por la Iglesia, durante dicho período de tiempo, especialmente en la Península Ibérica. Son muy dolorosos aquellos casos que se han dado en llamar <Mártires de Córdoba>, cuyos nombres fueron recogidos en los escritos de San Eulogio (800-859), uno de los últimos mártires de la época condenado a morir simplemente por sus creencias religiosas.



 
 
Más concretamente, existe una lista que recoge los nombres de estos mártires cristianos, ejecutados entre los años 850 a 859; en ella aparece tanto hombres, como mujeres, 22 de los cuales eran naturales de la capital de Córdoba y cuatro de la provincia, siendo el resto de otros lugares de la Península y algunos incluso de fuera de ella. Casi todos ellos fueron decapitados, independientemente de su condición de diácono, laico, monja, monje, sacerdote o abad.

Recordaremos, a modo de ejemplo, tan solo otros tres de estos santos  mártires: Natalia, natural de Córdoba (825), de la que sus hagiógrafos cuentan que se casó con Aurelio, profesando ambos el cristianismo, por lo que fueron encarcelados, torturados y finalmente decapitados, el 27 de julio del año 852 y  Teodomiro (851), nacido en el pueblo de Carmona de la provincia de Sevilla (en actualidad es patrón de esta ciudad), del  que se sabe que marchó joven a Córdoba, por el buen ambiente religioso que allí existía a mediados del siglo IX, vivió en el convento de San Zoilo (benedictino) hasta su apresamiento y condena (su muerte se produjo tras haber sido sometido a flagelación y lanceado).

Estos son algunos de los paradigmas extraordinarios de santidad que se dieron durante el siglo IX, en la Península Ibérica, de muchos de los cuales se tiene muy poca información, aunque se sabe, con seguridad, que en todos los casos, las personas afectadas dieron su vida por Cristo y su mensaje, convirtiéndose así en modelos inolvidables para  todos los hombres de buena voluntad.
 
 
 
Estos hechos tuvieron lugar durante el pontificado de uno de los Papas del siglo IX, reconocido santo por la Iglesia Católica, nos referimos a León IV (847-855); fue un hombre culto perteneciente a la orden de los monjes benedictinos, que tuvo que enfrentarse con energía al constante acoso, ataque, y saqueo de las costas de Italia, por parte de los enemigos de la Iglesia. Para evitar este terrible problema, amuralló parcialmente el Vaticano, pero los problemas no quedaron totalmente resueltos y los ataques continuaron con mayor o menor éxito.

Por otra parte, durante su pontificado, en el año 852, tuvo lugar un Sínodo en Soissons, donde se pusieron de manifiesto los peligros del feudalismo, reafirmándose la primacía del Papa, y en el año 853, otro Sínodo, también llevado a cabo en Soissons limitó las aspiraciones del Obispo de Reims,  Hincmaro, evitando así los excesos metropolitanos.

Entre tanto, las costas italianas seguían siendo saqueadas, coincidiendo también, por entonces, la circunstancia de que el Imperio de Oriente fuera amenazado por los búlgaros; en ese momento el emperador era Miguel III (842-867), de la dinastía frigia.

Por otra parte, el Papa San León IV, bajo los auspicios del Emperador Lotario (843-855) dinastía carolingia, logró por fin construir una muralla más fuerte y completa para proteger el recinto ocupado  por el Vaticano, en el que ya se había construido la Basílica de San Pedro. De cualquier forma, esto no fue óbice, para que el enemigo atacara de nuevo Italia y llegara a desembarcar en la isla de Cerdeña, lo cual hizo temer nuevos ataques con el objetivo de   invadir Roma, por lo que el Papa, se vio obligado a pedir ayuda a los napolitanos, los cuales respondieron positivamente a esta llamada de socorro.

 
 
Por todo esto y mucho más, se puede decir, que este Papa fue un hombre valiente y virtuoso, aunque los enemigos de la Iglesia hayan querido,  en ocasiones, obscurecer su imagen con historias perversas y sin sentido.

En el corto período de tiempo de tres años, transcurrido desde la muerte de San León IV y el nombramiento de un nuevo Pontífice, concretamente nos referimos a San Nicolás I (858-867), la silla de Pedro, estuvo sometida a una serie de vaivenes y situaciones poco ortodoxas, que la Iglesia Católica detesta, y que quisiera que nunca hubieran sucedido.

Las leyendas, e interpretaciones erróneas hablan, incluso, de la posible existencia de una mujer ocupando el Vaticano como Papisa, cuestión ésta que la Iglesia ha rechazado siempre rotundamente; de cualquier forma, y a pesar de cualquier tipo de iniquidad, sabemos con seguridad que a un Papa santo como San León IV, le siguió otro nuevo Papa también santo, San Nicolás I, y esto sí es importante para la Iglesia de Cristo…

Este nuevo Papa fue un hombre culto, humilde, caritativo, y sobre todo justo; abolió las torturas y las pruebas judiciales, tanto en ámbitos civiles como religiosos. Tenía un sentido del pueblo cristiano universal; él fue el que acuñó por primera vez el concepto de cristiandad, como gran comunidad, que muy pronto cobró gran importancia y conservó su esencia durante gran parte de la edad media.

Le tocó a San Nicolás además, soportar un período de la historia en el que la Iglesia de Oriente empezaba ya a separarse de la de Occidente, a causa del llamado <Cisma de Focio>.
 
 
 
 
Como buen evangelizador que también era, este Papa, informado de la labor realizada por los hermanos San Cirilo y San Metodio, los llamó a Roma para que explicaran porqué no utilizaban el latín en las ceremonias religiosas. Sin embargo, murió antes de que esta visita se pudiera producir, y fue su sucesor en el pontificado, Adriano II (867-872), quien  recibió a los hermanos con honores, por la labor que estaban realizando y aprobó la liturgia eslava.

A la muerte del Papa Adriano II, le sucedió Juan VIII (872-882), el cual actuando en contra de aquellos que aun difundían la idea de que ningún pueblo tenía derecho a predicar y a llevar a cabo la liturgia en otros idiomas que no fuera el hebreo, el griego o el latín, llegó a exclamar: ¡Que se cumplan las palabras de la Santa Escritura: Que todas las lenguas alaben a Dios!

Estos dos últimos Papas, Adriano II y Juan VIII, pertenecen ya a la época de la Iglesia denominada <caótica>, y se supone que ambos murieron envenenados, lo que demuestra la situación tan peligrosa por la que pasaba el pontificado en aquellos terribles momentos.

Al Papa Juan VIII, le sucedieron los Papas: Mariano II (882-884), y San Adriano III (884-885). Este último renovó la excomunión de Focio (Patriarca de Constantinopla), producida durante el Concilio de Constantinopla (869-870), convocado por el emperador Basilio I durante el Papado de Adriano II.

Por entonces la situación moral de algunos miembros de la jerarquía de la Iglesia, dejaba mucho que desear. El Papa San Adrian III, demostró su valentía contra toda aquella corrupción e incluso se opuso al poder inaudito, por entonces, de los emperadores, declarando mediante un edicto, que los Papas no precisaban del consentimiento imperial para ser nombrados.

 
Fue proclamado santo al poco tiempo de su muerte, que tuvo lugar en Vilzacara, próxima a Módena, aunque esta proclamación popular fue impugnada por sus enemigos, y tuvo que ser mucho más tarde, en el siglo XIX, confirmada por el gran Papa León XIII, el cual reconoció su culto.

Tras la muerte de San Adriano III fue nombrado nuevo Pontífice Esteban V (885-891), el cual llevado de su gran amor a los desamparados recurrió a su propia fortuna para dar asistencia a los pobres, que por entonces abundaban en Roma, y sobre todo  acogida y comida a los niños huérfanos. A la mala situación económica, se unió una plaga de insectos que provocó una miseria mayor aún, entre la población, en aquellos difíciles momento de la historia  de Italia.
En el terreno político sucedió que el Papa, tuvo la necesidad de solicitar la ayuda del emperador Carlos el Gordo, para luchar contra la invasión de los enemigos de la Iglesia que acosaban de nuevo a Italia, en gran parte ya tomada por los mismos; pero la ayuda no llegó a tiempo, pues el emperador murió antes de poder socorrer al Papa.

Tras la muerte de Carlos III el Gordo (888), se inició una serie de luchas intestinas entre los distintos posibles herederos a la corona imperial. Por entonces, en Italia, gobernaba Guido Spoleto, en Alemania tenía el poder Anulfo, mientras que en Francia, gobernaba Eudes.
Sucedió que Guido de Spoleto, un hombre sin escrúpulos, se hizo con todo el poder, por diversas circunstancias que le fueron favorables, pero muy poco ortodoxas, y en el año 891 el Papa Adriano V, se vio forzado, a su pesar, a coronarle emperador.

Al poco tiempo este Papa murió y su sucesor fue el Papa Formoso (891-896), el cual estuvo también muy poco tiempo en la silla de Pedro, presionado por Guido de Spoleto, que le hizo la vida imposible, y le forzó a coronar como emperador y sucesor de la corona a su hijo: Lamberto de Spoleto (896).
El Papa Formoso, dentro de las enormes dificultades de su pontificado y pese a la mala prensa que ha tenido por parte de los enemigos de la Iglesia, fue un buen hombre que trató de hacer las cosas lo mejor posible, aunque casi nunca pudo llevarlas a cabo debido a la coacción de los poderosos políticos de aquella época.

Tras la muerte del Papa Formoso, fue elegido Bonifacio VI, un Papa que según parece fue impuesto por Lamberto de Spoleto, pero que duró poco tiempo como Pontífice, puesto que murió el mismo año de su elección, según parece debido a una enfermedad de gota, aunque algunas crónicas aseguran que fue envenenado. Muerto el Papa Bonifacio, Lamberto de Spoleto, se arrogó el poder de designar nuevo Papa, eligiendo a Esteban VI (896-897). Su pontificado fue también muy corto, y durante el mismo se vio obligado a convocar un Sínodo de los Obispos, acuciado por el emperador y su malvada  madre, Aguirtrudis, con la única misión de desprestigiar al Papa Formoso.
Este sínodo se denominó el <Sínodo del cadáver> porque se hizo exhumar el cuerpo del Pontífice Formoso, vistiendo sus restos con las ropas pontificias, sometiéndolo  a un simulacro de juicio vergonzoso y ridículo.
 
 
 
Fue un sínodo terrorífico en el que se puso de manifiesto hasta qué punto puede llegar la maldad del hombre, cuando se deja llevar por la indignidad y envidia del enemigo común, esto es, Satanás. El cadáver del Papa fue condenado  por crímenes que no había cometido (los muertos difícilmente pueden cometer crímenes), despojado de sus atributos papales, y finalmente decapitado cuando ya era un cadáver, y arrojado sus restos al río Tiber: ¡Hasta dónde puede llegar el desatino y el espíritu diabólico de los seres humanos!

Parece ser, que durante este largo proceso, tuvieron lugar muchas más aberraciones y despropósitos, a pesar de lo cual la leyenda asegura, que los restos de Formoso no desaparecieron en las aguas del río Tiber, sino que fueron recogidos por un pescador, que los escondió de sus mortales enemigos. Según parece, finalizado el pontificado de Sergio III (904-911), los restos del Papa Formoso, fueron por fin encontrados y depositados en el Vaticano, donde yacen en gracia de Dios.
Todavía hubo otros Pontífices en este desgraciado y funesto final del siglo IX, tristemente célebre por la situación de la Silla de Pedro y por los desatinos y corrupción generalizada de gran parte del pueblo, sumamente paganizado. Estos Papas fueron Romano (897), asesinado, Teodoro III (897), envenenado también como el anterior y Juan IX (898-900).

Este último Pontífice había sido Abad de un monasterio benedictino, y como siempre fue elegido Papa con el apoyo del tristemente célebre, para la Iglesia de Cristo, Lamberto de Spoleto. Sin embargo, este Papa, cuenta a su favor, que al menos, convocó un Concilio en Rábena, donde se rehabilitó la figura del Papa Formoso, y además se decretó que la elección de los Papas para que fuera válida podía realizarse en presencia de un representante del emperador, pero recaer sobre un miembro del clero romano, y nunca sobre un laico. Por otra parte, se prohibió el saqueo de los palacios obispales y de las residencias de los  Papas tras su muerte, lo cual era por entonces, según parece, una costumbre muy frecuente entre la población. La historia considera por ello, como el mejor de los llamados <malos Papas> del siglo IX, a Juan IX, que murió a comienzos del siglo X.
A pesar de esta triste historia referente al  Papado, el siglo IX, fue especialmente interesante y eficaz, desde el punto de vista de la evangelización, en otra zona de la actual Europa, nos referimos a la Inglaterra anglosajona, la cual alrededor del año 600, empezó a estar constituida por una serie de reinos y sub-reinos que más tarde dio en llamarse la Heptarquía, donde los cuatro principales estados fueron: Wessex, Anglia Oriental, Mercia y Northumbria (incluía los subreinos de Bernicia y de Ira), y los reinos menores de: Kent, Sussex y Essex. Además existían otra serie de reinos y territorios de menor importancia.

Después de un largo proceso de evangelización, el cristianismo llegó a abarcar los siete principales reinos que constituyeron la heptarquía, aunque parece que siempre existieron roces entre los seguidores del rito romano y los seguidores del rito irlandés.

 
 
 
Los historiadores consideran que entre los siglos VIII y IX, las islas fueron atacadas por diversos pueblos nórdicos, entre los que se encontraban  los daneses y los noruegos, estos invasores recibieron el nombre de wikingos, por sus procedencias escandinavas. Atacaban principalmente las Iglesias y monasterios cristianos, donde ellos consideraban que podían existir mayores riquezas en aquellos tiempos.

Hacia principios de la segunda mitad del siglo IX, los daneses organizaron un  ejército: el <gran ejército pagano>, al cual se unieron otros ejércitos de distintos países, de forma que en unos diez años, consiguieron apoderarse de casi todos los reinos anglosajones; concretamente Northumbria en el 867, Anglia Oriental, en el 869, y gran parte de Mercia entre los años 874 y 877.

Toda la riqueza cultural y religiosa de la Inglaterra anglosajona, cayó bajo el poder de estos pueblos invasores; en la práctica solamente el reino de Essex salió indemne de este brutal ataque, pero en el año 878 durante el pontificado de Juan VIII (872-882), un rey anglosajón llamado Alfredo, logró formar un ejército poderoso, el cual fue capaz de derrotar a los vikingos en Edington.

Los ejércitos enemigos retrocedieron, y se afincaron fuera de Essex, y finalmente firmaron un acuerdo de paz con los anglosajones, consintiendo incluso, en algunos casos, aceptar el cristianismo como su religión.
 
 
El rey Alfredo el Grande, fue un hombre, muy piadoso y considerado para  sus súbditos, los cuales le estimaron desde un principio, hecho que puede considerarse muy satisfactorio, si tenemos en cuenta que ello ayudó enormemente a mantener y aumentar el cristianismo entre el pueblo anglosajón.


Este monarca era hijo de un rey que también había sido cristiano, concretamente Ethelwulfo (839-858), cuyas ambiciones no se centraron tanto en el tema político, como en llevar una vida ejemplar desde el punto de vista religioso, este hombre digno de ser rey, tuvo seis hijos, siendo Alfredo el más joven de los varones.
Uno de los primeros actos de Ethelwulfo al ser nombrado rey de Essex, fue dividir el reino, dando a su hijo mayor Athelstan la mitad de la zona éste, donde se encontraban los reinos menores de Kent, Essex, Surrey y Sussex, que formaban parte de la Heptarquía.

Sólo mantuvo para sí mismo, este generoso rey, la zona oeste de Essex (Hampshire, Wiltshire, Dorset y Devont). Fue un gran luchador  en la defensa de su patria contra los vikingos, logrando algunas importantes batallas como la de Aclea, pero la religión era lo más importante para él, y por eso, ya el primer año de su reinado, visitó Roma como un peregrino más, siendo por entonces Papa, Gregorio IV (827-844), un Papa al que se debe entre otros beneficios para la Iglesia de Cristo, la celebración de la fiesta, que ha llegado hasta nuestros días, de <Todos los Santos>.

 
 
 
Este rey cuidó mucho de la educación religiosa de sus hijos, pues  se sabe que en el año 853, envió a su hijo Alfredo a Roma, y poco después, también él, visitó la ciudad santa, donando a la Iglesia Católica algunos bienes, que fueron muy bien empleados, el por entonces Papa San León IV (847-855), en beneficio sobre todo de los pobres y en la mejora de algunas ceremonias litúrgicas, por otra parte, imprescindibles para alcanzar una mayor devoción de los asistentes a las mismas.


Demostró, así mismo, este rey, su enorme bondad y tolerancia, cuando al regreso de Roma, se encontró que habiendo muerto su hijo mayor, su segundo hijo y heredero Ethelbaldo, le fue infiel,  queriendo apoderarse de todo Wessex. En lugar de iniciar una guerra civil contra él, por el contrario, fue generoso y consintió en entregar prácticamente todo el reino a éste, su segundo heredero, aceptando quedarse  solamente con  Surrey, Sussex y Essex, donde gobernó hasta su muerte en el año 860.
 
 
Siempre se ha dicho aquello de <de tal palo tal astilla>, y esto se cumplió plenamente en el hijo menor de Ethelwulfo, Alfredo, (cuarto en la línea de sucesión), que además de hombre religioso, resultó ser un gran rey para su país, mejorando la educación y las leyes, consiguiendo que incluso los daneses a los que había derrotado en la batalla de Edington (Wilshire), de forma decisiva, llegaran a  aceptar el cristianismo, por lo que es reconocido santo por la Iglesia anglicana. Fue nombrado rey de Wessex en el año 871 tras la muerte en batalla del por entonces rey de Inglaterra, su  hermano Stelvedo  I (tercero en la línea de sucesión), y murió joven, en el año 899, dejando tras de sí una gran labor política, social, y religiosa para su reino.


Hubo en Inglaterra en el siglo IX otros reyes santos, entre los que podemos destacar a San Edmundo, rey de la Anglia  Oriental, venerado por las Iglesias: católica, ortodoxa y anglicana, como mártir.
Su vida se conoce gracias a las crónicas escritas por un monje anónimo y algunas leyendas populares de su época, nació este santo hacia el año 841, produciéndose su fallecimiento según se cree, en el año 870, a manos de los invasores daneses, que le encadenaron, y lo condujeron a Hinguard, donde pretendían que renegara de la religión católica. Su martirio tuvo lugar en Hoxne (Suffolk), donde, después de ser apaleado, lo ataron a un árbol y le desgarraron la piel a latigazos. En medio de tantas torturas a las que fue sometido el santo varón, seguía proclamando el nombre de Jesús, de forma que sus enemigos desesperados, le lanzaron flechas hasta que su cuerpo estuvo completamente agujereado, y no contentos con esto, finalmente le decapitaron.

La leyenda cuenta que a los catorce años, había sido coronado rey por San Humberto, en el año 855 en Burna, capital del reino (Anglia Oriental). En seguida se destacó por su justicia y caridad con los más necesitados de su reino,  así como por  su gran fervor religioso, que le llevó según se cuenta a memorizar el libro de los Salmos del Antiguo Testamento, recitándolos con fervor. Nunca quiso enfrentarse en batalla a los daneses, y por eso, se retuvo en oración en la torre de Hunstanton, lo que aprovechó el enemigo para atacar Anglia en el año 869. Prefirió este rey el martirio, antes que renunciar a Cristo, dando un ejemplo inestimable a los cristianos de todos los tiempos.
 
 
 
 
Debemos tener en cuenta, a este respecto, que los mártires soportan todos los sufrimientos y penalidades sin fin, porque el Espíritu Santo los fortalece, ante las injusticias y las dificultades, a las que se tienen que enfrentar. Así lo enseñaba San Cirilo de Jerusalén a sus discípulos; en su primera catequesis dedicada a la tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo ó Paráclito aseguraba:

“Se le llama Paráclito, porque consuela, fortalece con sus exhortaciones y nos ayuda en nuestras debilidades, <pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene, más el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26)…
A menudo alguien, víctima de injurias, por causa de Cristo, padece injustamente el desprecio. Le amenazan con el martirio y los tormentos por doquier: el fuego y la espada, las bestias y el precipicio. Pero el Espíritu Santo sugiere: <Espera en Yahvé> (Sal 27,14)... Es poca cosa lo que te sucede, pero es grande lo que se te dará. Tras padecer un momento breve, estarás eternamente en compañía de los ángeles. Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se manifestará… (Rm 8,18).

El Espíritu describe al hombre el reino de los cielos, le muestra el paraíso de las delicias, y los mártires, presentes a la vista de sus jueces pero ya en el paraíso, en cuanto a su energía y su poder, pueden así despreciar la dureza de lo que ven…>”

 
 
Habrá sin embargo personas, que una vez leídas estas enseñanzas de San Cirilo pueda aún hacerse esta pregunta ¿Cómo con la fuerza del Espíritu Santo pueden los mártires dar tan tremendos testimonios?
A esta pregunta, San Cirilo, respondía así en la misma catequesis:


“El Salvador dice a los discípulos: <Cuando os lleven a las sinagogas ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento, lo que conviene decir> (Lc 12,11-12).

 
 
 
 
Pues es imposible padecer el martirio por dar testimonio de Cristo si no se sufre con la fuerza del Espíritu Santo. Pues si <nadie puede decir, Jesús es Señor, sino con el Espíritu Santo> (I Cor 12,3): ¿Quién dará la vida por Jesús si no es por el Espíritu Santo?”