Translate

Translate

miércoles, 7 de enero de 2015

JESÚS DESCENCIÓ A LOS INFIERNOS, LA MORADA DE LOS MUERTOS



 
 


Jesús descendió a los infiernos, la morada de los muertos, justos e injustos, que habían muerto antes de la llegada de Cristo a este mundo. Jesús, tomó entonces, de los infiernos a los justos que aguardaban la venida del Mesías, del Redentor de los hombres.

En el <Símbolo de los Apóstoles>, podemos leer que Jesucristo después de muerto y sepultado descendió a los infiernos y al tercer día Resucitó de entre los muertos. Hay que remontarse a los tiempos de la Iglesia primitiva para recordar el significado del <Símbolo de los Apóstoles>, pero más recientemente en el Catecismo de la Iglesia católica, que recoge las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, podemos encontrar también una definición muy clara de él, que  logra sintetizarlo con pocas y claras palabras (C.I.C nº 186) :

“Desde su origen, la Iglesia expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos (Rom 10, 9; I Co 15, 3, 5). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de la fe en resúmenes orgánicos y artículos destinados sobre todo a los candidatos al bautismo y según San Cirilo de Jerusalén <esta síntesis de la fe no ha sido hecha por opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento>”


En este mismo sentido, el Catecismo de la Iglesia católica que recoge los decretos del último Concilio Ecuménico, Vaticano II, ha elegido el llamado <Símbolo de los Apóstoles>, para analizar y propagar las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. Más concretamente, y refiriéndose al tema de la bajada de Cristo a los infiernos, después de su Muerte y antes de su Resurrección, podemos leer (C.I.C nº 632):

"Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús resucitó de entre los muertos, presuponen que, antes de la Resurrección, permaneció en la morada de los muertos. Es el sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte, como todos los hombres, y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la <Buena Nueva> a los espíritus que estaban allí detenidos (I Pedro 3, 18-19)"
El Catecismo hace aquí referencia a la primera carta de San Pedro, dirigida probablemente a varias comunidades cristianas del Asía Menor; carta que el Apóstol envió con objeto de prevenir las malas influencias de los enemigos de Cristo; por ello, en la misma, el Primer Pontífice de la Iglesia, aconseja adecuadamente a sus nuevos feligreses, pero por extensión, también a todas las comunidades creyentes de entonces y de tiempos venideros, para que  los ojos de todos estén fijos  en Jesucristo Nuestro Señor y en sus enseñanzas, porque aunque ello lleve a padecimientos sin fin, esto es, calumnias, persecuciones y hasta a la muerte: <Bienaventurado es el que sufre injustamente> (I Pedro 3, 17-22):

"Pues es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que sufrir haciendo el mal / Porque también Cristo sufrió su Pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu / en el espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otros tiempos, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho personas, se salvaran por medio del agua /
 
 


Aquello era también un símbolo del Bautismo que actualmente os está salvando, que no es purificación de una mancha física, sino petición a Dios de una buena conciencia, por la Resurrección de Jesucristo / el cual fue al cielo, está sentado a la derecha de Dios y tiene a su disposición ángeles, potestades y poderes.

Leyendo con detenimiento estos versículos de la carta de San Pedro, observamos como precisamente  (3, 19)  hace referencia al hecho de que Jesús, una vez muerto en carne, pero vivificado en el Espíritu, se fue a predicar a los espíritus de otros tiempos, que estaban retenidos, como en prisión, en la morada de los muertos, esto es, los infiernos.
 
 


El Papa Benedicto XVI aseguraba, cuando aún era el Cardenal Joseph Ratzinger  sobre este tema tan importante, que el hombre no siempre es capaz de asimilarlo con claridad sin cometer algún error al respecto (Discursos fundamentales. Ed. Planeta Testimonio 2012):

“Tal vez no haya otro artículo de la fe que sea más ajeno a nuestra conciencia de hoy que éste, sin correr ningún riesgo ni incurrir en escándalo alguno, podríamos practicar con él la <desmitologización>, del mismo modo que los hacemos con la confesión de fe del nacimiento de Jesús nacido de la Virgen María, y de aquella que se refiere a la ascensión del Señor a los cielos. Los pasajes bíblicos en los que las Escrituras nos suministran información sobre este tema, muchas veces (como en el caso que estamos considerando) son difíciles de entender y han dado lugar muchas veces a distintas interpretaciones”

Por  <desmitologización> se entiende la interpretación existencial del Mensaje de Cristo según el teólogo protestante alemán R. Bulmann y su escuela (1884-1976). Este teólogo protagonizó el llamado <escepticismo histórico>, es decir, la <no búsqueda> del <Jesús histórico> y la recuperación del <Cristo de la fe>, porque ello es verdaderamente importante para todos los cristianos.  

Se preguntaba el futuro Papa Benedicto XVI al respecto: ¿No deberíamos de en lugar de crear polémicas, sobre este tema, aceptarlo por la fe? intentando ver que este artículo de fe, que en el transcurso de los tiempos se ha aplicado al sábado  de Gloria, es algo que hoy, en este nuevo siglo, atañe a la humanidad muy de cerca…
 
 


Por otra parte, no deberíamos recordar también que en las <Santas Escrituras> se debe buscar la verdad y no la controversia, y que así mismo, deben leerse con  humildad, recordando que han sido inspiradas por la Tercera Persona del Dios Trino, el Espíritu Santo, por lo que deberíamos buscar la manera de aceptarlas sin más preocupaciones tratando de que nos sean útiles.

Como advertía el Beato Tomás de Kempis en su libro <Imitación de Cristo>: <Cualquier Sagrada Escritura se debe leer con el espíritu que se hizo y deberíamos buscar en ello el provecho más que la sutileza>
Así es, como también aseguraba este hombre santo de la Iglesia, canónigo agustino (siglo XV) refiriéndose a la lectura de las Sagradas Escrituras:

“Si quieres aprovechar, lee llanamente, con humildad, fiel y sencillamente, y nunca desees nombre de letrado, pregunta de buena voluntad, y oye callando las palabras de los santos, y no te desagraden las doctrinas de los viejos, porque no las dicen sin causa”

La Iglesia celebra con la Vigilia del Sábado Santo el misterio de la fe que estamos considerando; durante esta estancia nocturna, realizada por la comunidad de los fieles en la noche anterior a la celebración de la Resurrección de Cristo, se viene a realizar lo que el Padre la Iglesia, San Agustín, llamaba la <Madre de todas las vigilias>:
 
 


“Podría decirse que estas horas unidas a las que han transcurrido desde que el cuerpo de Jesús yace sin vida en el sepulcro de José de Arimatea, son un símbolo del misterio de la Iglesia peregrina hacia la patria que le abrió la Resurrección y le señaló la Ascensión de su Señor” (Rmo. P. Justo Pérez de Urbel. Benedictino, primer Abad del Monasterio de la Santa Cruz).

El Papa Benedicto XVI en la Homilía de la Vigilia Pascual en la noche del sábado santo del año 2007 nos hacía ver que:
“Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: <Resurrexi  et Adhuc  Tecum Sum> (He Resucitado y siempre estoy contigo; Tú has puesto sobre mí tu mano).

La liturgia ve en ellas las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre tras su Resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes.

 


La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse y Resucitar”

 
Estas palabras nos recuerdan Salmos como el 138 (137) o el 139 (138), cantos de acción de gracia por la ayuda divina; cantos de asombro por la omnipotencia  de Dios; cantos de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos, y sus manos son manos buenas.

El salmista imagina que viaja a través del Universo, y dice: ¿Qué me puede suceder?: <Si escalo el cielo, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.

Si digo que al menos las tinieblas me cubran, que la luz  se haga noche en torno para mí, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día, la tiniebla es como luz para ti. Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables  tus obras: mi alma lo reconoce agradecida…> (Sal 138 (139) 8-13).

 


Hermosas palabras que expresan cual debe ser la actitud del hombre ante Dios, su Creador: de agradecimiento y fidelidad y sobre todo de asombro por la grandiosidad de sus obras, entre las que se encuentra el mismo ser humano.  
Recordemos, por otra parte, que en la carta de San Pablo a los Efesios podemos leer también que Jesús había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquel que bajó, es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el Universo.

Así se ha hecho realidad la visión del salmista. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día y las tinieblas se volvieron luz.
 
 


San Pablo escribió esta carta a los efesios con ocasión de las tristes y alarmantes noticias, llegadas hasta él, sobre la situación en que se encontraban los habitantes de Éfeso y de algunas otras ciudades adyacentes, como Laodicea o Colosas, donde el Apóstol había evangelizado.

Con anterioridad a la misma, San Pablo había profetizado en Mileto a los  obispos de estas Iglesias, lo que sucedería cuando él se alejara de ellos, les dijo: <Yo sé que  han de entrar después de mí, partidas de lobos crueles entre vosotros, que no perdonarán al rebaño>.
Así ocurrió realmente, pues tanto las últimas generaciones de los cristianos judaizantes, como los primeros representantes del gnosticismo, trataron por todos los medios, de sembrar dudas sobre el Mensaje de Jesús, con objeto de desfigurar su obra salvadora y hasta su Persona, si ello hubiera sido posible.

Ante semejante situación, San Pablo pretendía poner coto a todo infundio y maledicencia, manifestando maravillosamente sus sentimientos en este sentido. Más concretamente, en la segunda parte de esta carta, de carácter más bien moral, el Apóstol se refiere al misterio de la muerte y Resurrección de Cristo y por tanto también a su descenso a las partes más bajas de la tierra  (donde se suponía que se encontraba el infierno).
San Pablo ruega a estos hombres por él evangelizados que lleven <una vida digna de la vocación a la que habían sido llamados, con humildad y mansedumbre…dispuestos siempre a conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz>.

Llega a decir también el Apóstol esta frase tan valiente y enardecedora: <Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que está sobre todos, por todos y en todos>, y más tarde  asegura  (Ef 4, 7-10):

-A cada uno de nosotros le fue dada la gracia según la medida con que la da Cristo. Por lo cual: Subiendo a lo alto, llevó con consigo cautiva la cautividad; repartió dádivas a los hombres.
-Y eso de que <subió>, ¿por qué es, sino porque descendió primero a las partes más bajas de la tierra?
-El que descendió es el mismo que también subió por encima de los cielos, para llenarlo todo.

 


San Pablo aplica en su carta a los efesios, un versículo del libro de los Salmos, a Jesús. Salmo que sin duda tiene un claro carácter teológico, ya que de una forma implícita hace referencia a la divinidad de Cristo (Salmos 68, 19):

<Subiste a la cumbre llevando cautivos, te dieron tributo de hombre, para que también los rebeldes habitasen con el Señor Dios>
San Pablo, además, se pregunta en esta misma carta ¿Por qué se habla en los Evangelios de la subida a los cielos de Jesús, tal como él mismo corrobora con sus propias palabras?
Y responde enseguida <porque el que subió es el mismo que bajó a las profundidades de la tierra>.

Tanto creyentes como no creyentes sin duda, alguna vez, han pensado sobre ese misterioso y  temible lugar del que con frecuencia se habla en las Sagradas Escrituras, con distintos apelativos como <sheol>, <hades>, o sencillamente infierno. Por suerte para los cristianos algunas consideraciones al respecto se encuentran muy bien expuesta en el Catecismo que recoge los decretos del Concilio  Ecuménico <Vaticano II> (C.I.C. nº 633):
“Las Escrituras llaman infierno, <sehol>, o <hades>, a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios.

Tal era en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos malos o justos, lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro, recibido en el <seno de Abraham> (Lc 16, 22-26).



Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su libertador en el <seno de Abraham>, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos. Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (Cc. de Roma año 745: Ds 587), ni para destruir el infierno de la condenación (Ibid: Ds 1011; 1077), sino para liberar a los justos que le habían precedido"


Ocurre con frecuencia, sin embargo, que a pesar de cualquier santo testimonio, siempre ha habido y habrá, hombres y mujeres incrédulos, empeñados en preguntarse: ¿De verdad existe la vida eterna? ¿De verdad existe un lugar llamado infierno?

Responder a este tipo de preguntas es misión de la escatología, esto es, la ciencia que se ocupa de las cosas últimas y definitivas que han de suceder al mundo y al hombre. Se puede decir que nuestro tiempo es un tiempo escatológico debido a la entrada de Cristo en el mundo, estaríamos, por tanto, ya muy próximos a la consumación de los siglos:
“Materia de análisis de la escatología son los llamados <Novísimos>, esto es: muerte, juicio, purgatorio, infierno y gloria. Ciertamente el contemplar sin miedo y sin reparos estas cuestiones es esencial para ser humano y más en estos tiempos en que <la Restauración Prometida que esperamos está ya comenzada en Cristo, y es impulsada por medio de la misión del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia,  en la cual somos también instruidos por la fe, sobre el sentido de nuestra vida temporal, mientras llevamos a término, con la esperanza de los bienes futuros, la obra que nos encomendó en el mundo el Padre, y damos cumplimiento a nuestra salvación” ( Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Ibid).

 


Hace referencia el Papa aquí a la carta de San Pablo a los Filipenses, cuando habla sobre el <Hijo de Dios sin tacha> (Fil 2, 12-18):

-Por lo tanto, queridos hermanos, ya que siempre habéis obedecido, no solo cuando yo estaba presente, sino mucho más ahora en mi ausencia, trabajad por vuestra salvación con temor y temblor,
-porque es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor.

-Cualquier cosa que hagáis sea sin protestas ni discusiones,
-así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo,

-manteniendo firme la palabra de la vida. Así, en el día de Cristo, esa será mi gloria, porque mis trabajos no fueron inútiles ni fatigas tampoco.
-Y si mi sangre se ha de derramar, rociando el sacrificio litúrgico que es vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría;

-por vuestra parte estad alegres y alegraos conmigo.
 
 

 
¡Qué hermosas palabras las del Apóstol San Pablo! Y tan ciertas que no es de extrañar que el Papa San Juan Pablo II las tomara muy en serio a la hora de animarnos a todos los hombre a tener muy en cuenta los <Novísimos>.

Por eso nos aseguraba el santo Padre, que los infiernos temporales, ocasionados en el siglo XX, tales como los campos de concentración, los gulag, los bombardeos de la segunda guerra mundial, o las catástrofes naturales, han hecho pensar al hombre que no puede existir otra cosa peor, que no puede existir un lugar llamado infierno, más tremendo y humillante que los vividos por el hombre en esta vida.

Estas consideraciones han llevado quizas al hombre de hoy a rechazar como algo extraño y no deseable una Iglesia con misión escatológica que le recuerda males aún mayores, como aquellos que acaecerán al ser humano al final de la vida, si ésta no ha sido santa e irreprochable.  

Pero el paso del tiempo es inexorable y el ser humano también tiene una conciencia clara de estos misterios, sobre todo al llegar la llamada <tercera edad>, donde los achaques y enfermedades, más o menos graves, constantemente le vienen a recordar, aunque no lo deseeen, la posible existencia de ese terrible lugar que se ha dado en llamar infierno.
San Josemaría  nos habló del paso del tiempo en este sentido:

“A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo y de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, ni tampoco a mirar la muerte como un final desastroso.
Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación  que San Pablo escribe a los Corintios: <tempus breve est> ¡Que breve es la duración de nuestro paso por la tierra!

Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante a ser leal.

Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno”
(Josemaría Escrivá de Balaguer. <Amigos de Dios> Ed. Rialp 2006)

 
 


Así es, el hombre, no debe sentir miedo ante la proximidad de la muerte, si es justo y ha conservado durante toda su existencia la capacidad de discernimiento, capacidad de la que nos ha hablado mucho  el Papa Francisco (Entrevista realizada al Pontífice por el director de la revista <La Civiltà Cattolica>):

“El discernimiento es una de las cosas que San Ignacio ha elaborado más interiormente. Para él es un instrumento de lucha para conocer mejor al Señor y seguirlo más de cerca…Yo desconfío de las decisiones tomadas improvisadamente.

Desconfío de mi primera decisión, de lo primero que se me ocurre hacer cuando debo tomar una decisión. Suele ser un error. Hay que esperar, valorar internamente, tomarse el tiempo necesario.

La sabiduría del discernimiento nos libra de la necesaria ambigüedad de la vida, y hace que encontremos medios oportunos, que no siempre se identificará con lo que parece grande y fuerte”

Los antiguos ya alababan la virtud o sabiduría del discernimiento, que aparece por ejemplo, en el Salmo 49(48); el discernimiento podría servirnos para alejar de nosotros el peligro del infierno y  además nos podría ayudar también a encontrar el camino de la santidad...

Una buena idea en este sentido sería recordar que la realidad de la existencia del infierno es recogida, también en el Antiguo Testamento, utilizando un lenguaje simbólico, en concreto se habla del seol como un lugar de tinieblas a donde irían a parar los muertos, algo así como una fosa de la que sería imposible salir y por tanto, y esto era lo más importante, un lugar donde ya no es posible dar gloria a Dios, tal como podemos leer en el Salterio (Sal 6, 1-6):

 
 

"¡Señor! No me reprendas en tu ira, no me castigues con tu cólera / Ten piedad de mi, Señor, que estoy sin fuerzas / Cúrame, Señor, pues mis huesos están dislocados / y mi alma, conturbada. Y Tu, Señor ¿hasta cuándo? / vuélvete, Señor, libra mi alma; por tu amor misericordioso, ¡Sálvame! / Que en el país de los muertos nadie te recuerda; en el seol,  ¿quién te alaba?"

Se pronuncia en dicho Salmo la palabra seol, que para el pueblo hebreo tenía el significado de país de los muertos, tal como expresa la oración, pero que también se utilizaba con una segunda acepción, como lugar de los justos donde esperaban la liberación después de la muerte.

Esta segunda forma de utilización de la palabra establece ya claramente un punto de unión con el Nuevo Testamento el cual <proyecta nueva luz  sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su Resurrección, ha vencido a la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos> (Papa San Juan Pablo II. Audiencia del miércoles 28 de julio de 1999).

Así mismo, en el Catecismo de la Iglesia católica que recoge los decretos del Concilio Ecuménico de Vaticano II (nº634) podemos leer:

“Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva. El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión  mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo, pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres, de todos los tiempos, y de todos los lugares, porque todos los que se salvan , se hacen participes de la Redención”