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martes, 11 de abril de 2017

JESÚS Y SUS SACRAMENTOS (II): CONFENSIÓN Y UNCIÓN




 
 



Como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II (nº 1420  y  nº 1421):

-Por los Sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en <vaso de barro> (2 Co 4,7). Actualmente está todavía <escondida con Cristo en Dios> (Col 3,3). Nos hayamos aún en <nuestra morada terrena, sometida a sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de Hijo de Dios>  puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.

-El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Mc 2, 1 -12), quiso que su Iglesia continuase, con  la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los Sacramentos de curación: Penitencia y Unción de los enfermos

 
El Sacramento de la Penitencia a lo largo de los siglos ha recibido otros muchos nombres, como por ejemplo Confesión, Justificación, Reconciliación… etc. Y mediante el mismo, Dios perdona a los hombres los pecados a través de la absolución dada por un sacerdote, eso sí, siempre que la persona en cuestión, tenga arrepentimiento, dolor de sus pecados y propósito de enmienda…

Como podemos también leer en el Catecismo de la Iglesia Católica, la parábola del hijo pródigo nos muestra en su totalidad lo que corresponde a este Sacramento, esto es, la existencia del pecado, el arrepentimiento, la confesión del pecado, el perdón del pecado y por último la alegría de volver a la <mesa familiar> (Lc 15, 11-31)




Por otra parte, Jesús le dijo a Simón Pedro: <te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en el cielo> (Mt 16,19). Y dijo también a los apóstoles: <A quienes perdonéis los pecados, le son perdonados, a quienes lo retengáis le son retenidos> (Jn 20,23).
Fue  durante la aparición a los discípulos, en ausencia de Tomás, cuando Jesús resucitado de entre los muertos, pronunció estas últimas palabras, que han quedado reflejadas  en el evangelio de San Juan.

Con estas palabras el Señor, según la tradición de los Santos Padres, reflejada en el Concilio de Trento, instituyó el Sacramento de la Penitencia (Denz. 8, 9,4). Y como esta potestad no podía ejercerse arbitrariamente y sin conocimiento de causa, y debía extenderse al perdón de los pecados más secretos del hombre, surgió la necesidad de la confesión sacramental.

Pero eso sí, antes de confesar los pecados, las personas que deseen recibir este Sacramento tan necesario como importante para alcanzar la salvación final, deberán realizar un examen de conciencia, cuidadoso, y en profundidad, para escudriñar los repliegues más ocultos del alma y comprobar con claridad que actos cometidos por ellas, ofenderán al Señor. Después del examen de conciencia, seriamente realizado, y no a toda prisa…,deberían pedir perdón a Dios de sus pecados, esforzándose en arrepentirse de ellos y tomar la decisión firme de no volverlos a cometer.

Todas estas cuestiones parecen que son obvias y no son necesarias recordarlas, pero desgraciadamente, incluso para algunos que se dicen creyentes, les puede sonar raro, porque la confesión, algunas veces, es un Sacramento que no se toma con toda la seriedad que éste merece…

De cualquier forma como muy bien nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 1448):
“A través de los cambios que la disciplina, y la celebración de este Sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura, comprende dos elementos, igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte la acción de Dios por Ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia por él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial”

 

Un acto esencial del Sacramento de la Penitencia, es la <contrición> del penitente,  el rechazo claro y convencido de los pecados cometidos; por supuesto, con el propósito de enmienda por amor a Dios.

En efecto, tal como aseguraba el Papa San Juan Pablo II (Exhortación Apostólica Post-Sinodal; <Reconciliatio et Paenitentia>; dada en Roma el 2 de diciembre de 1984):

“La contrición, entendida así, es el principio y el alma de la <conversión>, de la <metánoia> evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia un signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, <de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia> (Ordo Paenitenciae, 6 c.)
Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada con la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina que debe conocerse mejor y tenerse presente.




A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero es  bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo han dejado de gustar:

El acto tradicional llamado <examen de conciencia>, es el acto que debe de ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con  el Padre celestial, que nos llama al bien y a la perfección”. (Papa San Juan Pablo II; Exhortación Apostólica, post sinodal  <Reconciliato et Paenitentiae>)

En los primeros años de la Iglesia existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la Homilía, exhortara a los creyentes exclamando: <Conversi are Dominun> (Volveros ahora hacia el Señor).
Esto significaba, según nos enseña el Papa Benedicto XVI (La Alegría de la Fe. Librería Editrice  Vaticana. Distribución: San Pablo; 2012):



“Que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de que Cristo vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía.

Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversión, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.

Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: <Sursum corda>, (levantemos el corazón),  fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción.

Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. <Conversi are dominum>: Siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras.

Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el camino la verdad y la vida. Siempre hemos de ser convertidos, dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea substraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor…”

Por otra parte, el tema de la Satisfacción es importantísimo, especialmente en pecados en los que se ha hecho daño al prójimo y es preciso tratar de reparar dicho daño porque como asegura  el Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 1459):

“El pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecador causó (Cc. Trento Ds 1712). Liberado el pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe <satisfacer> de manera apropiada o <expiar> sus pecados. Esta satisfacción se llama <penitencia>”

 


Es importante recordar también que la penitencia que el confesor impone, debe tener en cuenta las características del pecado cometido y la situación personal del pecador  (C.I.C. Nº 1460):

“La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios y sobre todo la aceptación paciente de la Cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que es,  el Único, que expió nuestros pecados una vez por todas (Rm 3, 25; 1 Jn 2, 1-2). Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, ya que sufrimos con él (Rm 8,17; Cc. Trento: Ds 1690)”

Sí, porque como aseguraba el Papa San  Juan Pablo II (Ibid): 

   

“La <satisfacción> es el acto final, que corona el signo Sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia. ¿Cuál es el significado de esta satisfacción que se hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo.




Las obras de satisfacción – que, aun conservando un carácter de sencillez y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan- <quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios en el Sacramento, de comenzar una existencia nueva, y por ello no deberían reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación; incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación  de las facultades espirituales en la que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción.”

El Sacramento de la penitencia, junto con el de la unción, constituyen como hemos recordado anteriormente, los Sacramentos llamados por la Iglesia de <Curación>.

En efecto, la Iglesia manifiesta, llena de fe que entre los siete Sacramentos, existe uno muy especial únicamente destinado a mejorar física y espiritualmente la salud de los hombres cuando enferman (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1511):
“La Unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como un Sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por Marcos (Mc 6,13), recomendado a los fieles y promulgado por Santiago apóstol ,  pariente del Señor"

Sí, es el apóstol Santiago el Menor, el que nos dará la explicación más elocuente y directa de este Sacramento (St 5, 13-16):

"¿Está atribulado alguno entre vosotros? Ore. ¿Está de buen animo? Cante / ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Mande llamar a los presbiteros de la Iglesia, y ellos oren sobre él, ungiéndole con óleo en nombre del Señor / Y la oración de la fe salvará al doliente, y le reanimará el Señor; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados / Confesad, pues, los pecados unos a otros y orad unos por otros, para que alcancéis la salud. Mucha fuerza tiene la plegaria del justo hecha con fervor"

 



Es precisamente el jueves santo cuando tiene lugar la bendición de los Santos Óleos, durante la celebración de la llamada misa del Crisma. Se trata de una misa muy solemne en virtud de la consagración por el obispo del <óleo de los enfermos>, que se emplea en el Sacramento de la Unción, además del óleo de los catecúmenos, que se usa en la bendición del agua bautismal, en el Sacramento del Bautismo, en la Ordenación Sacerdotal y en la consagración de los altares.

Durante la celebración de esta misa, se lee la Epístola de Santiago (el Menor), el hijo de Alfeo y de María Cleofás (Hermana de la Virgen María), primer obispo de Jerusalén, dirigida tal como declara el propio apóstol a las doce tribus judías que vivían en la dispersión (St 1,1). Sus palabras van por tanto dirigidas a los judíos que viven fuera de palestina o entre los gentiles, y que habían aceptado el cristianismo.

Respecto al objetivo de esta carta se ha discutido mucho…, pero básicamente al igual que las de San Pablo pretendía recordar el mensaje de Cristo a todos los hombres empezando por los propios judíos. Se trata de una carta  cuyo espíritu es propiamente israelita, quizás incluso mayor que el de cualquier otro libro del Nuevo Testamento, y puede considerarse como un eco de la predicación de Jesús durante su estancia en Galilea, y más particularmente como un recuerdo del sermón de la montaña que dio Jesús.




Muchos estudiosos exegetas la han considerado una epístola equivalente a una homilía sobre las Bienaventuranzas. De una u otra forma, al final de la misma, dentro de los consejos dados por el apóstol a sus receptores, se encuentran las referencias al Sacramento de la Extremaunción  o Unción de los enfermos, anteriormente recordadas.

Como definió el Concilio Tridentino (Denz 908,926), el apóstol Santiago promulga aquí el Sacramento de la Unción. La doctrina del apóstol y del Concilio se reduce a varios temas: 

"La extrema Unción (Unción) es verdadero Sacramento de Cristo; el sujeto que lo recibe es el enfermo grave; el ministro es el sacerdote;  la materia remota es el óleo, la próxima la unción; la forma es la oración de la fe… y sus efectos son tres: la salud corporal, si conviene el alivio y consuelo espiritual y el perdón de los pecados y de sus reliquias…"

El Papa Francisco al igual que sus antecesores, en particular los Papas,  Pablo VI y Benedicto XVI, nos ha hablado del Sacramento de la Unción y lo ha hecho con palabras sencillas y muy sentidas que nos inducen a considerar que para él también este Sacramento poco conocido es sumamente importante:
“Cuando hay un enfermo muchas veces se piensa: <Llamemos al sacerdote para que venga>. <No, después trae mala suerte, no le llamemos>, o bien, <luego se asusta el enfermo>. Y ¿Por qué se piensa esto?, porque existe la idea de que después del sacerdote llega el servicio fúnebre. Y esto no es verdad. El sacerdote viene para ayudar al enfermo o al anciano; y por ello es tan importante la visita de los sacerdotes a los enfermos.




Es necesario llamar al sacerdote junto al enfermo y decir: <vaya, dele la  Unción, bendígale>. Es Jesús quien llega para aliviar al enfermo, para darle fuerzas, para darle esperanza, para ayudarle; también para perdonarle los pecados. Y esto es hermoso. No hay que pensar que esto es tabú, porque es siempre hermoso saber que en el momento del dolor y de la enfermedad no estamos solos: el sacerdote y quienes están presentes durante la Unción de los enfermos representan, en efecto, a toda la comunidad cristiana,  como un único cuerpo nos reúne alrededor de quien sufre y de los familiares, alimentando en ellos la fe y la esperanza, y sosteniéndolos con la oración y el calor fraterno.
Pero el consuelo más grande deriva del hecho de que quien se hace presente en el Sacramento es el Señor Jesús mismo, que nos toma de la mano, nos acaricia como hacía con los enfermos y nos recuerda que le pertenecemos y que nada – ni siquiera el mal y la muerte – podrá jamás separarnos de Él.
¿Tenemos esta costumbre de llamar al sacerdote para que venga a nuestros enfermos – no digo enfermos de gripe, de tres – cuatro días, sino cuando es una enfermedad seria – y también a nuestros ancianos, y les da este Sacramento, este consuelo, esta fuerza de Jesús para seguir adelante? ¡Hagámoslo! "
(Audiencia General del 26 de febrero del 2014 Papa Francisco) 

 
Realmente es un gran consuelo que Jesús no solamente enviara a sus apóstoles a curar a los enfermos, sino que además instituyera un sacramento especial para ellos, la Unción, tal como atestigua la Carta de Santiago, para acompañarles en el momento en el que se aproxime un sufrimiento mayor.
El Sacramento de la Eucaristía y el Sacramento de la Unción se encuentran por otra parte íntimamente relacionados tal como nos enseña el Papa Benedicto XVI (La Alegría de la Fe. Ibid):



"Si la Eucaristía muestra como los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera que Él también pueda, en el misterio de la comunicación de los santos, participar en la redención del mundo. La relación entre estos sacramentos se manifiesta, además, en el momento en el que se agrava la enfermedad: <a los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático> (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1524). En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: <El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día> (Jn 6,54).




Puesto que el santo Viático abre al enfermo la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción. La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (Mt 25,40)”