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lunes, 10 de febrero de 2020

SAN PABLO Y LA REALIDAD DE LA IGLESIA DE CRISTO (I)



 
 

 
 
Son momentos  muy difíciles, los que en la actualidad está viviendo la cristiandad, pero difíciles  eran también en tiempos del apóstol san Pablo y sin embargo el objetivo fundamental, la meta por alcanzar en su vida,  llego a ser la adhesión a la Iglesia de Cristo.


Sí, realmente san Pablo encontró a la Iglesia antes de encontrarse con Jesús y este encuentro en principio fue poco provechoso, porque provocó su rechazo y el deseo de  persecución de la misma; recordemos que Saulo (el futuro apóstol del Señor) estaba presente según narra san Lucas en su libro de <Los Hechos de los apóstoles>, durante el martirio de san Esteban (el protomártir), y aprobaba su muerte.

La Iglesia primitiva crecía constante gracias a la evangelización de los apóstoles, de manera, que llegó un momento en que se hizo necesaria la ayuda de otros hombres y mujeres en esta preclara tarea. Ante esta acuciante situación los apóstoles escogieron siete hombres de buena fama, llenos de sabiduría  para atender mejor a sus seguidores.

Entre estos hombres se encontraba Esteban, el cual muy pronto lleno de gracia de Dios hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo. Asustados los acianos y escribas presentaron testigos falsos en su contra y lo llevaron ante el Sanedrín. Esteban en presencia de todos dio un discurso memorable poniendo de manifiesto todas sus maldades y recordándoles que habían  asesinado a Jesús, al Justo, aquel del que los profetas hablaron. Al oír sus palabras sus acusadores ardían de ira en sus corazones y rechinaban sus dientes contra él, pero Esteban lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y viendo la gloria de Dios y a Jesús de pie, a su diestra, y les dijo  (Hch 6, 56-60):

 
 
 
“Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios / Entonces clamaron a voz en grito, se taparon los oídos y se lanzaron a una contra él / Lo sacaron fuera de la ciudad y le lapidaron. Los testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo / y se pusieron a lapidar a Esteban, que oraba diciendo:
 <Señor Jesús, recibe mi espíritu / Puesto de rodillas clamó con fuerte voz: Señor no tengas en cuenta este pecado. Y con estas palabras murió. Saulo aprobaba su muerte”


Más tarde, narra también san Lucas, en su libro, que Saulo tomo la decisión de perseguir sin cuartel a los  cristianos para evitar la expansión de sus creencias entre los gentiles. Es entonces cuando tuvo lugar el inolvidable suceso de la conversión de éste, cuando iba camino de Damasco con el fin de llevar detenidos a Jerusalén a cuantas  personas profesaran la fe en Cristo; sin embargo, la llamada del Señor cambió su forma de pensar y de obrar (Hch 9, 1-20).  
En efecto, tal como nos recordaba el Papa Benedicto XVI en su Audiencia General del miércoles 22 de noviembre, del año 2006:

“La adhesión de san Pablo a la Iglesia se realizó por una intervención directa de Cristo, quien al revelársele en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era perseguirlo a él, el Señor”

 
 
 
El Resucitado dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: <Saulo, Saulo ¿Por qué me persigues? (Hch 9,4). Al perseguir a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende por qué la Iglesia estuvo siempre presente en el pensamiento, en el corazón y en la actividad de san Pablo.


Ciertamente, Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia estuvieron presentes en todo momento, desde aquel suceso, en el obrar y sentir del nuevo apóstol  y al conocer mejor al grupo de creyentes en Jesús, paso de ser terrible perseguidor, a ser admirador y protector de los mismos.

Por otra parte, siempre recordaba el daño que inicialmente había hecho a la Iglesia y  como estaba arrepentido, sufría mucho por ello. La compunción y pesadumbre manifestadas en muchas de sus cartas dirigidas a los feligreses de las Iglesia por él fundadas, durante los viajes evangelizadores  que realizó, dan buena muestra de su dolor. Concretamente, en su primera Carta a la comunidad de Corinto  llegaba a expresarse en los términos siguientes (1 Co 15, 3-10):
 
 
 
“Os trasmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras y que se apareció a Cefas, y después a los Doce / Después se apareció a más  de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven todavía y algunos ya han muerto / Luego se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles / Y en último lugar, como a un abortivo, se apareció también a mí / Porque soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios / Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que se me dio no resultó inútil”



Recordemos que la Iglesia de Corinto fue fundada por san Pablo entre los años 50 a 51, durante su segundo viaje apostólico, precisamente después de su discurso en el Areópago de Atenas, suceso del que salió muy disgustado por la obcecación  de los atenienses, que se negaron a creer en la Resurrección de Jesús de entre  los muertos (Hch 17, 30-32):

“Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora que todos en todas partes deben convertirse / puesto que ha fijado el día en que va a juzgar a la tierra con justicia, mediante el hombre que ha designado, presentando a todos un argumento de fe al resucitarlo de entre los muertos / Cuando oyeron (los atenienses) lo de <resurrección de los muertos>, unos se echaron a reír y otros dijeron: <Te escucharemos sobre eso en otra ocasión>”

No obstante, algunos hombres, como Dionisio el Areopagita y algunas mujeres como Dámaris, creyeron en él y con esta alegría el apóstol prosiguió su viaje hacia Corinto donde tuvo la suerte de encontrar a un judío llamado Aquila, oriundo del Ponto y a su mujer Priscila, que habían llegado huidos de Italia a causa de la persecución decretada por emperador Claudio, y todos ellos se prestaron a ayudarle, en su tarea evangelizadora, con gran fervor.  

Algún tiempo después, llegaron Silas y Timoteo que aceptaron también ser sus discípulos y colaboradores y de esta forma él pudo adoctrinar con desahogo  a este nuevo pueblo.

 
 
La cosa no fue nada fácil ya que, por una parte, la ciudad de Corinto estaba por entonces, muy degradada moralmente,  debido a su importante situación estratégica para el comercio a través de sus dos puertos, uno en el mar Egeo y otro en el mar Adriático; por otra parte, se trataba de la capital de la provincia romana de Acaya y el paganismo allí, era tan grande que al principio las gentes blasfemaban y se negaban totalmente a escuchar el mensaje que predicaba san Pablo en nombre de Cristo.

La situación llegó a tal punto, que en un momento dado, el  apóstol, se sintió decepcionado, y pensó incluso en abandonar tan ardua empresa, pero el Señor por la noche se le apareció y le dijo (Hch 18, 9): “No tengas miedo sigue hablando y no calles / que yo estoy contigo y nadie se te acercará para, hacerte daño; porque tengo en esta ciudad un pueblo numeroso”

San Pablo hizo caso al Señor y permaneció allí un año y seis meses creando una comunidad cristiana muy importante; aunque finalmente tuvo que salir del lugar, a causa de sus enemigos que, hipócritamente y con engaño,  le denunciaron al procónsul de Acaya diciendo: <Éste induce a los hombres a dar culto a Dios al margen de la Ley>.

Regresó, pues, san Pablo a Antioquía pasando por Éfeso y probablemente en la primavera del año 57, próxima la Pascua, al recibir noticias preocupantes sobre la situación doctrinal y disciplinar en la que había recaído la comunidad cristiana de Corinto, les escribió la carta que hemos recordado anteriormente.

 
 
En dicha carta el apóstol, entre otras muchas cosas les habla de la Resurrección del Señor asegurándoles que sólo si Cristo vive, nuestra fe tiene sentido, y que es también la causa eficiente de la resurrección nuestra, porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un Hombre nos llega  la resurrección de los muertos.   


Realmente en todas sus cartas san Pablo habla de la Resurrección de Jesús , tal como  hace en ésta dirigida a los feligreses de Corinto;  el Papa Benedicto XVI así lo ponía de manifiesto, en su Audiencia (Ibid):
“En sus cartas san Pablo nos ilustra sobre la doctrina de  la Iglesia en cuanto tal. Es muy conocida su original definición de la Iglesia como <Cuerpo de Cristo>, que no encontramos en otros autores cristianos del siglo I. La raíz más profunda de esta sorprendente definición de la Iglesia la encontramos en el Sacramento del Cuerpo de Cristo.

 
 
 
Dice san Pablo: <Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo> (1 Co 10, 17)”


Y más adelante sigue diciéndoles a los corintios, refiriéndose a la diversidad de los dones espirituales (1 Co 12, 27-28):
“Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él / Y Dios lo dispuso así en la Iglesia: primero los apóstoles, segundo los profetas, tercero doctores, luego el poder de obrar milagros, después el don de curaciones, de asistencia a los necesitados, de gobierno, de diversidad de lenguas”

San Pablo hablaba así a los feligreses de esta Iglesia, porque por entonces la idolatría, al igual que ahora, causaba verdaderos estragos entre la población; por eso, les pone de manifiesto sus pensamientos, de forma clara para que se arrepientan y no caigan en el camino de esclavitud del enemigo del hombre, el cual siempre acecha sus pasos y mina su voluntad con taimadas promesas en contra de las enseñanzas de Dios (1 Co 10, 13-17):
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarlo con éxito / Por todo esto, amadísimos míos, huid de la idolatría/ os hablo como a prudentes. Juzga vosotros mismos lo que os digo: / el cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo? / Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan” 

 
 
Así pues, la Iglesia es el <Cuerpo de Cristo>, tal como la definía este apóstol del Señor y de aquí deriva el deber de los hombres y mujeres que forman parte de la misma, de llevar una vida realmente en conformidad con el Mensaje de Jesús.

Cierto es, que dentro de la Iglesia católica existen distintos carismas y de ello hablaba así el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“Todos se remontan a un único manantial, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia nadie carece de carisma, pues, como escribe el apóstol, <a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común> (1 Co 12, 7).

Ahora bien, lo importante es que todos los carismas contribuyan juntos a la edificación de la comunidad y no se conviertan, por el contrario, en motivo de discordia. A este respecto, san Pablo se preguntaba retóricamente: < ¿Está dividido Cristo?>” 

Sin embargo, la necesidad suprema de unidad de la Iglesia, no significa que deba ser totalmente uniforme, pues hay muchas formas buenas de actuar para conseguir un mismo fin. Tal como decía san Pablo en su carta a los corintios, lo más importante es que todo lo que sea haga <sea para edificación> (1 Co 14, 1-5):

 
 
“Esforzaos por alcanzar la caridad. Aspirad también a los dones espirituales, especialmente al de profecía / Porque el que  habla en lenguas no habla a los hombres sino a Dios: porque nadie le entiende, pues en el espíritu dice cosas misteriosas / Pero el que profetiza habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación / El que habla en lenguas se edifica así mismo, el que profetiza instruye a la Iglesia / Deseo que habléis todos en lenguas, pero más todavía que profeticéis; pues el que profetiza es mayor que el que habla en lenguas, a no ser que también interprete, para que la Iglesia reciba instrucción”

 Hay que comprender, con estas palabras, que san Pablo se refiere al don de profecía como a la facultad de hablar por impulso y en nombre de Dios para consuelo y edificación de los oyentes, sin incluir necesariamente el anuncio de cosas futuras u ocultas, mientras que el don de lenguas, se entendía entonces, como la facultad sobrenatural de orar o de cantar alabanzas de Dios con entusiasmo, mediante palabras desconocidas que con frecuencia requería la interpretación de las mismas. Por otra parte,  como nos seguía recordando el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“No sólo  existe una pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta forma de equiparación  e identificación de la Iglesia con Cristo mismo. Por tanto, la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir, de todos los que formamos parte de ella, deriva del hecho de que somos miembros de Cristo, como una extensión de su presencia personal en el mundo”

Es por esto que la Iglesia de Cristo siempre debería tener también  en cuenta aquello que nos recordaba el Papa san Juan Pablo II (Audiencia General  del miércoles 18 de noviembre de 1987):

 


“Si observamos atentamente los <milagros, prodigios y señales> con que Dios acreditó la misión de Jesucristo, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros-señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y siempre, ante el misterio del <Hijo del  hombre- Hijo de Dios>, cuyo Yo transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella pertenezca por libre elección…”