Son momentos muy difíciles, los
que en la actualidad está viviendo la cristiandad, pero difíciles eran también en tiempos del apóstol san Pablo
y sin embargo el objetivo fundamental, la meta por alcanzar en su vida, llego a ser la adhesión a la Iglesia de
Cristo.
Sí, realmente san Pablo encontró a la Iglesia antes de encontrarse con Jesús y este encuentro en principio fue poco provechoso, porque provocó su rechazo y el deseo de persecución de la misma; recordemos que Saulo (el futuro apóstol del Señor) estaba presente según narra san Lucas en su libro de <Los Hechos de los apóstoles>, durante el martirio de san Esteban (el protomártir), y aprobaba su muerte.
La Iglesia primitiva crecía constante gracias a la evangelización de
los apóstoles, de manera, que llegó un momento en que se hizo necesaria la
ayuda de otros hombres y mujeres en esta preclara tarea. Ante esta acuciante
situación los apóstoles escogieron siete hombres de buena fama, llenos de
sabiduría para atender mejor a sus
seguidores.
Entre estos hombres se encontraba Esteban, el cual muy pronto lleno de
gracia de Dios hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo. Asustados los
acianos y escribas presentaron testigos falsos en su contra y lo llevaron ante
el Sanedrín. Esteban en presencia de todos dio un discurso memorable poniendo
de manifiesto todas sus maldades y recordándoles que habían asesinado a Jesús, al Justo, aquel del que los
profetas hablaron. Al oír sus palabras sus acusadores ardían de ira en sus
corazones y rechinaban sus dientes contra él, pero Esteban lleno del Espíritu
Santo, miró fijamente al cielo y viendo la gloria de Dios y a Jesús de pie, a
su diestra, y les dijo (Hch 6, 56-60):
“Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la
diestra de Dios / Entonces clamaron a voz en grito, se taparon los oídos y se
lanzaron a una contra él / Lo sacaron fuera de la ciudad y le lapidaron. Los
testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo / y se
pusieron a lapidar a Esteban, que oraba diciendo:
<Señor Jesús, recibe mi
espíritu / Puesto de rodillas clamó con fuerte voz: Señor no tengas en cuenta
este pecado. Y con estas palabras murió. Saulo aprobaba su muerte”
Más tarde, narra también san Lucas, en su libro, que Saulo tomo la decisión de perseguir sin cuartel a los cristianos para evitar la expansión de sus creencias entre los gentiles. Es entonces cuando tuvo lugar el inolvidable suceso de la conversión de éste, cuando iba camino de Damasco con el fin de llevar detenidos a Jerusalén a cuantas personas profesaran la fe en Cristo; sin embargo, la llamada del Señor cambió su forma de pensar y de obrar (Hch 9, 1-20).
“La adhesión de san Pablo a la Iglesia se realizó por una intervención
directa de Cristo, quien al revelársele en el camino de Damasco, se identificó
con la Iglesia y le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era perseguirlo
a él, el Señor”
El Resucitado dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: <Saulo,
Saulo ¿Por qué me persigues? (Hch 9,4). Al perseguir a la Iglesia, perseguía a
Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo a Cristo y a la Iglesia.
Así se comprende por qué la Iglesia estuvo siempre presente en el pensamiento,
en el corazón y en la actividad de san Pablo.
Ciertamente, Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia estuvieron presentes en todo momento, desde aquel suceso, en el obrar y sentir del nuevo apóstol y al conocer mejor al grupo de creyentes en Jesús, paso de ser terrible perseguidor, a ser admirador y protector de los mismos.
Por otra parte, siempre recordaba el daño que inicialmente había hecho
a la Iglesia y como estaba arrepentido,
sufría mucho por ello. La compunción y pesadumbre manifestadas en muchas de sus
cartas dirigidas a los feligreses de las Iglesia por él fundadas, durante los viajes
evangelizadores que realizó, dan buena
muestra de su dolor. Concretamente, en su primera Carta a la comunidad de
Corinto llegaba a expresarse en los
términos siguientes (1 Co 15, 3-10):
“Os trasmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: Que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras y que se apareció a Cefas, y después
a los Doce / Después se apareció a más
de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales viven todavía
y algunos ya han muerto / Luego se apareció a Santiago y después a todos los
apóstoles / Y en último lugar, como a un abortivo, se apareció también a mí /
Porque soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol,
ya que perseguí a la Iglesia de Dios / Pero por la gracia de Dios soy lo que
soy, y la gracia que se me dio no resultó inútil”
Recordemos que la Iglesia de Corinto fue fundada por san Pablo entre los años 50 a 51, durante su segundo viaje apostólico, precisamente después de su discurso en el Areópago de Atenas, suceso del que salió muy disgustado por la obcecación de los atenienses, que se negaron a creer en la Resurrección de Jesús de entre los muertos (Hch 17, 30-32):
“Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora que
todos en todas partes deben convertirse / puesto que ha fijado el día en que va
a juzgar a la tierra con justicia, mediante el hombre que ha designado,
presentando a todos un argumento de fe al resucitarlo de entre los muertos /
Cuando oyeron (los atenienses) lo de <resurrección de los muertos>, unos
se echaron a reír y otros dijeron: <Te escucharemos sobre eso en otra
ocasión>”
No obstante, algunos hombres, como Dionisio el Areopagita y algunas
mujeres como Dámaris, creyeron en él y con esta alegría el apóstol prosiguió su
viaje hacia Corinto donde tuvo la suerte de encontrar a un judío llamado
Aquila, oriundo del Ponto y a su mujer Priscila, que habían llegado huidos de
Italia a causa de la persecución decretada por emperador Claudio, y todos ellos
se prestaron a ayudarle, en su tarea evangelizadora, con gran fervor.
Algún tiempo después, llegaron Silas y Timoteo que aceptaron también
ser sus discípulos y colaboradores y de esta forma él pudo adoctrinar con
desahogo a este nuevo pueblo.
La cosa no fue nada fácil ya que, por una parte, la ciudad
de Corinto estaba por entonces, muy degradada moralmente, debido a su importante situación estratégica
para el comercio a través de sus dos puertos, uno en el mar Egeo y otro en el
mar Adriático; por otra parte, se trataba de la capital de la provincia romana
de Acaya y el paganismo allí, era tan grande que al principio las gentes
blasfemaban y se negaban totalmente a escuchar el mensaje que predicaba san
Pablo en nombre de Cristo.
La situación llegó a tal punto, que en un momento dado, el apóstol, se sintió decepcionado, y pensó
incluso en abandonar tan ardua empresa, pero el Señor por la noche se le
apareció y le dijo (Hch 18, 9): “No tengas miedo sigue hablando y no calles /
que yo estoy contigo y nadie se te acercará para, hacerte daño; porque tengo en
esta ciudad un pueblo numeroso”
San Pablo hizo caso al Señor y permaneció allí un año y seis meses
creando una comunidad cristiana muy importante; aunque finalmente tuvo que
salir del lugar, a causa de sus enemigos que, hipócritamente y con engaño, le denunciaron al procónsul de Acaya diciendo:
<Éste induce a los hombres a dar culto a Dios al margen de la Ley>.
Regresó, pues, san Pablo a Antioquía pasando por Éfeso y probablemente
en la primavera del año 57, próxima la Pascua, al recibir noticias preocupantes
sobre la situación doctrinal y disciplinar en la que había recaído la comunidad
cristiana de Corinto, les escribió la carta que hemos recordado anteriormente.
En dicha carta el apóstol, entre otras muchas cosas les habla de la Resurrección
del Señor asegurándoles que sólo si Cristo vive, nuestra fe tiene sentido, y
que es también la causa eficiente de la resurrección nuestra, porque, habiendo
venido por un hombre la muerte, también por un Hombre nos llega la resurrección de los muertos.
Realmente en todas sus cartas san Pablo habla de la Resurrección de Jesús , tal como hace en ésta dirigida a los feligreses de Corinto; el Papa Benedicto XVI así lo ponía de manifiesto, en su Audiencia (Ibid):
Dice san Pablo: <Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo
muchos, somos un solo cuerpo> (1 Co 10, 17)”
Y más adelante sigue diciéndoles a los corintios, refiriéndose a la diversidad de los dones espirituales (1 Co 12, 27-28):
San Pablo hablaba así a los feligreses de esta Iglesia, porque por
entonces la idolatría, al igual que ahora, causaba verdaderos estragos entre la
población; por eso, les pone de manifiesto sus pensamientos, de forma clara
para que se arrepientan y no caigan en el camino de esclavitud del enemigo del
hombre, el cual siempre acecha sus pasos y mina su voluntad con taimadas
promesas en contra de las enseñanzas de Dios (1 Co 10, 13-17):
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es
Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes
bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarlo con éxito /
Por todo esto, amadísimos míos, huid de la idolatría/ os hablo como a
prudentes. Juzga vosotros mismos lo que os digo: / el cáliz de bendición que
bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no
es la comunión del Cuerpo de Cristo? / Puesto que el pan es uno, muchos somos
un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan”
Así pues, la Iglesia es el <Cuerpo de Cristo>, tal como la definía
este apóstol del Señor y de aquí deriva el deber de los hombres y mujeres que
forman parte de la misma, de llevar una vida realmente en conformidad con el Mensaje
de Jesús.
Cierto es, que dentro de la Iglesia católica existen distintos carismas
y de ello hablaba así el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“Todos se remontan a un único manantial, que es el Espíritu del Padre y
del Hijo, sabiendo que en la Iglesia nadie carece de carisma, pues, como
escribe el apóstol, <a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu
para provecho común> (1 Co 12, 7).
Ahora bien, lo importante es que todos los carismas contribuyan juntos
a la edificación de la comunidad y no se conviertan, por el contrario, en
motivo de discordia. A este respecto, san Pablo se preguntaba retóricamente:
< ¿Está dividido Cristo?>”
Sin embargo, la necesidad suprema de unidad de la Iglesia, no significa
que deba ser totalmente uniforme, pues hay muchas formas buenas de actuar para
conseguir un mismo fin. Tal como decía san Pablo en su carta a los corintios, lo
más importante es que todo lo que sea haga <sea para edificación> (1 Co
14, 1-5):
“Esforzaos por alcanzar la caridad. Aspirad también a los dones
espirituales, especialmente al de profecía / Porque el que habla en lenguas no habla a los hombres sino a
Dios: porque nadie le entiende, pues en el espíritu dice cosas misteriosas /
Pero el que profetiza habla a los hombres para su edificación, exhortación y
consolación / El que habla en lenguas se edifica así mismo, el que profetiza
instruye a la Iglesia / Deseo que habléis todos en lenguas, pero más todavía
que profeticéis; pues el que profetiza es mayor que el que habla en lenguas, a
no ser que también interprete, para que la Iglesia reciba instrucción”
Es por esto que la Iglesia de Cristo siempre debería tener también en cuenta aquello que nos recordaba el Papa
san Juan Pablo II (Audiencia General del
miércoles 18 de noviembre de 1987):
“Si observamos atentamente los <milagros, prodigios y señales> con que Dios acreditó la misión de Jesucristo, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros-señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y siempre, ante el misterio del <Hijo del hombre- Hijo de Dios>, cuyo Yo transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella pertenezca por libre elección…”