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lunes, 6 de febrero de 2017

LA LLAMADA A LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS: ECUMENISMO (II)

 
 
 
 
 
 



El Papa San Juan Pablo II en su Carta Encíclica <Ut Unum Sint>, sobre el empeño ecuménico de la Iglesia católica  proclamaba:

“Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé  en el Coliseo romano el viernes santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos.



Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz. ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir sus perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese…

Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los <signos de los tiempos>. Las experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica reconoce y confiesa las  debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador.

Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su Pasión y Resurrección.

Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que <la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas>, nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad”.

 


Así es, la Iglesia consciente de que la verdad no se impone, sino por la fuerza de la misma verdad, penetra en las almas con suavidad y firmeza, sólo desea y por tanto pide al mundo la libertad necesaria para anunciar el Evangelio.
Esta petición conlleva como es lógico, la: <Formación ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes>, con el deseo de prepararlos con vistas a una futura unión de los cristianos.
Para conseguir esta ambiciosa meta es necesario que se proyecten y se hagan realidad nuevas <estructuras locales de diálogo>.
Como podemos leer en la Carta Encíclica anteriormente mencionada del Papa San Juan Pablo II:




“El diálogo ecuménico, tal y como se ha manifestado desde los días del Concilio, lejos de ser una prerrogativa de la Sede Apostólica, atañe también a las Iglesias locales o particulares. Las Conferencias episcopales y los Sínodos de las Iglesias orientales católicas han instituido comisiones especiales para la promoción del espíritu y de la acción ecuménica.

Oportunas estructuras análogas trabajan a nivel diocesano. Estas iniciativas manifiestan el deber concreto y general de la Iglesia católica de aplicar las orientaciones conciliares sobre el ecumenismo: este es un aspecto esencial de movimiento ecuménico.

No sólo se ha emprendido el diálogo, sino que se ha convertido en una necesidad declarada, una de las prioridades de la Iglesia; en consecuencia, se ha perfilado la <técnica> para dialogar, favoreciendo al mismo tiempo  al crecimiento del espíritu de diálogo.

En este contexto se quiere ante todo considerar el diálogo entre cristianos de las diferentes Iglesias o comunidades: <entablado entre expertos adecuadamente formados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su comunión y presente con claridad sus características>.



Sin embargo, conviene que cada cristiano conozca el método adecuado al diálogo.
Como afirma la declaración conciliar sobre la libertad  religiosa:

<La verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal>.
El diálogo ecuménico tiene una importancia esencial:

<Pues, por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y una estima más justa de la doctrina y de la vida de cada comunión; además, también las comunidades consiguen una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien común exigidas por toda conciencia cristiana, y se reúnen, en cuanto es posible, en la oración unánime.

 


Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y emprenden valientemente, como conviene, la obra de renovación y  de reforma>”.

Por otra parte, es necesario por no decir indispensable, que se produzcan: <Diálogos continuados entre los Teólogos, además de numerosos encuentros entre los cristianos de diferentes Iglesias y comunidades>, porque como también aseguraba el Papa San Juan Pablo II  (Cruzando el umbral de la Esperanza. Círculo de Lectores S. A; por cortesía de Plaza & Janés):

“Es mucho lo que ya se ha avanzado en este camino. El diálogo ecuménico, en varios niveles, se encuentra en pleno desarrollo, y está consiguiendo muchos frutos concretos.

Numerosas comisiones teológicas están trabajando conjuntamente. Quien siga de cerca estos problemas no puede dejar de advertir un evidente soplo del Espíritu Santo.

Nadie, sin embargo, se engaña pensando que el camino hacia la unidad va a ser breve o que en él no vaya a haber obstáculos. Hace falta sobre todo rezar mucho, empeñarse en la tarea de una profunda conversión, que hay que llevar a cabo mediante la oración en común y el trabajo conjunto a favor de la justicia, de la paz y de una actitud más cristiana en el orden temporal, a favor de todo lo que es coherentemente exigido por la misión de los confesores de Jesucristo en el mundo.



En nuestro siglo en particular han tenido lugar hechos que están profundamente en contra de la verdad evangélica. Aludo sobre todo a las dos guerras mundiales y a los campos de concentración y de exterminio. Paradójicamente, quizá estos mismos hechos pueden haber reforzado la conciencia ecuménica entre los cristianos divididos.

Un papel especial ha tenido ciertamente, a este respecto, el exterminio de los judíos: eso ha planteado al mismo tiempo ante la Iglesia y ante el cristianismo la cuestión de la relación entre la Nueva y la Antigua Alianza. En el campo católico, el fruto de la reflexión sobre esta relación se ha dado en la <Nostra aetate> (Nuestro tiempo; documento del Concilio Vaticano II, que trata de las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, aprobado en el año 1965), que tanto ha contribuido a madurar la conciencia de que los hijos de Israel son nuestros <hermanos mayores>.

Es una maduración que ha tenido lugar a través del diálogo, en especial el ecuménico. En la Iglesia católica ese diálogo con los judíos tiene significativamente su centro en el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, que se ocupa al mismo tiempo del diálogo entre las varias comunidades cristianas”

 


En la labor llevada a cabo con miras al diálogo entre las varias comunidades cristianas, un ejemplo importante, de la labor realizada por la Iglesia y otras confesiones y credos, fueron las conversaciones mantenidas entre las Iglesia católica y los luteranos a finales del siglo pasado, que dieron lugar a un cierto acuerdo, que no a una unión, como hubiera sido deseable. A este respecto, es interesante resaltar la labor periodística llevada a cabo por la revista italiana 30 Giorgioni, publicando la entrevista que el periodista Gianni Cardinales le hacía en el año 1999 al por entonces Cardenal Ratzinger. Recordaremos ahora algunas de las preguntas y respuestas dadas por el futuro Papa Benedicto XVI en dicha entrevista, recogidas en el libro: <Nadar contra corriente> (Edición a cargo de José Pedro Manglano. Colección: Planeta Testimonio, 2011).

Entre las distintas preguntas que hemos elegido como más significativas, dentro de esta interesante entrevista, mencionaremos en primer lugar la siguiente:
“Eminencia, ¿En qué nivel se sitúa el acuerdo entre la Iglesia católica y los luteranos? Se subraya muchas veces el hecho de que se trata de un acuerdo de verdades y no sobre las verdades de la doctrina de la justificación… “



La respuesta del por entonces Cardenal y más tarde Pontífice de la Iglesia católica fue:
“Este en un punto importante. Ambas partes han subrayado el hecho de que no es simplemente un consenso sobre la doctrina de la justificación como tal, sino sobre verdades fundamentales de la doctrina de la justificación. Hay sectores donde realmente existe un acuerdo, pero quedan problemas por resolver…

No estamos hablando de fórmulas de por sí, sino fórmulas consideradas dentro de su contexto, como es el caso de la <simul iustus et pecattor>. Para Lutero, perseguido por el temor a la condena eterna, es importante saber que, aunque fuese un pecador, Dios le amaba y le comprendía. Para él existe esta contemporaneidad: el ser verdadero pecador y el ser totalmente justificado. Es una expresión de su experiencia personal, que con el tiempo ha sido profundizada con reflexiones teológicas.

Para la Iglesia, sin embargo, es importante subrayar que no existe un dualismo. Si no, que si uno es injusto, automáticamente no podrá estar justificado. La justificación, es decir, la gracia que nos viene concedida en el Sacramento (Confesión), transforma al pecador en una nueva criatura, como dice San Pablo.

Lo que queda, dice el Concilio de Trento, es la concupiscencia es decir, la tendencia al pecado o más bien un estímulo que nos lleva hacia el pecado, pero que como tal, no es pecado.



El problema se hace más real en el momento que consideramos la presencia de la Iglesia en este proceso de justificación, la necesidad del Sacramento de la Penitencia. Aquí es donde se revelan las verdaderas divergencias”

La segunda pregunta que queremos destacar es la siguiente:

“¿Qué relevancia tiene el hecho de que el primer acuerdo con los luteranos trate del tema de la justificación, elemento que desencadenó la Reforma?”

En este caso la respuesta, muy interesante por cierto, del Cardenal Ratzinger fue:

“Se entiende que para los luteranos fuese el punto de partida de un diálogo, porque se trataba del tema que, como usted dijo, ha desencadenado toda la ola de la Reforma.

Por eso, empezar desde aquí para después alargar el consentimiento era natural y también necesario. Aunque si actualmente, en la vida de todos los días, los cristianos son muy poco conscientes de este hecho – también entre los luteranos, si se les pregunta que es lo que entienden por justificación, la respuesta será bastante incompleta, lo cual, al no tratarse de una herida activa, nos permitió un clima sereno, un clima de discusión pacífica -  sigue habiendo un punto desde el cual surgirán todos los demás problemas.

Entonces, para obtener un camino lógico de prioridad ecuménica, es obvio comenzar por aquello que para Lutero era la clave del descubrimiento reformador”

Hemos querido recoger también otra pregunta más general que atañe a toda la cristiandad, y que por tanto resulta vital para la misma:

“¿No es preocupante que, no sólo en el mundo protestante, sino también en el mundo católico, el tema de la justificación esté considerado como lejano o que no se considere en absoluto?”



La respuesta el por entonces Cardenal, y futuro Papa Benedicto XVI, no deja lugar a dudas y aclara eficazmente cual es la posición de la Iglesia católica en este caso:
“Este es el verdadero problema. En las respuestas de la Iglesia católica del año pasado estaba escrito:
<Debería ser preocupación común de los luteranos y de los católicos el encontrar un lenguaje capaz de hacer que la doctrina de la justificación sea más comprensible para los hombres de nuestro tiempo>.

Pienso que la casi ausencia de esta doctrina ha sido causada por un debilitamiento del sentido de Dios.

Si se toma a Dios en serio, el pecado es una cosa seria. Y así fue para Lutero. En la actualidad, Dios se encuentra bastante lejos. El sentido de Dios se encuentra más atenuado y, en consecuencia, también el sentido de la gracia se ha atenuado.



 Ahora, juntos, debemos encontrar en este contexto actual la manera de anunciar a Dios, a Cristo, de anunciar así la belleza de la gracia. Porque si no hay sentido de Dios, si no existe sentido del pecado, la gracia no nos dice nada.

Y me parece que este es el nuevo deber ecuménico: que, juntos, podamos entender e interpretar de una manera accesible, tocando el corazón del hombre de hoy, que quiere decir que el Señor nos haya rescatado, nos haya dado la gracia”

Finalmente y como continuación de la pregunta anterior recogemos la siguiente:

“¿Piensa que la Iglesia, está preparada para afrontar este fuerte movimiento de secularización y este enorme vacío de la fe? O, ¿todavía se da entre los hombres una visión de cristiandad, pero no la de una Iglesia misionera?”

La respuesta del que llegaría a ser el Papa nº 265, de la Iglesia, en 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, fue contundente y muy ajustada a la realidad de la Iglesia católica:

“Creo que tenemos que aprender. Nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, de las cuestiones estructurales, del celibato, de la ordenación de las mujeres, de los Consejos, de los derechos de los Consejos, de los Sínodos… Trabajamos siempre sobre nuestros problemas internos, y no nos damos cuenta de que el mundo tiene necesidad de respuestas, no sabe cómo vivir.



Esta incapacidad del mundo se ve en la droga, en el terrorismo, etc. Por tanto, el mundo tiene sed de respuestas, y nosotros nos quedamos en nuestros problemas. Estoy convencido de que si salimos al encuentro de los demás, y presentamos a los demás de manera apropiada el Evangelio, incluso los problemas internos se relativizarán y se resolverán. Para mí, éste es un punto fundamental: tenemos que hacer el Evangelio accesible al mundo secularizado de hoy”

Después de estos ejemplos, que ponen de manifiesto, por dónde pueden ir las conversaciones entre la Iglesia católica y otras comunidades cristianas no católicas, sólo podemos decir siguiendo al Papa Francisco, que hay que ir con precaución porque:



“El diablo siembra, celos, ambiciones, ideas, para ¡dividir! O siembra avidez…” (Misa matutina en la Domus Sanctae Martahae. Lunes 12 de septiembre de 2016)

Así sucedió en la Iglesia primitiva con el terrible caso del matrimonio compuesto por Ananías y Safira (Hch 5,  1-11).  Para comprender mejor, con la mentalidad del siglo XXI, este tremendo suceso acecido en la Iglesia primitiva hay que recordar lo que se nos indica en el libro de San Lucas sobre la vida y costumbres de los hombres y mujeres que participaron de aquella Iglesia primitiva de Dios (Hch 2, 42-47):
-Y perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones.

-Y nacía de aquí, temor en toda alma; y se obraban muchos prodigios y señales por medio de los Apóstoles en Jerusalén; y un gran temor sobrecogía a todos.
-Y todos los que habían abrazado la fe vivían unidos, y tenían todas las cosas en común;

-y vendían las posesiones y los bienes, y lo repartían entre todos, según que cada cual tenían necesidad.
-Y día por día, asiduos en asistir unánimemente al templo y partiendo el pan en sus casas, tomaban el sustento con regocijo y sencillez de corazón,

-alabando a Dios y, hallando favor cabe todo el pueblo. Y el Señor iba diariamente agregando y reuniendo los que se salvaban.

 
 


Son palabras de una persona coetánea a lo ocurrido, el evangelista San Lucas, reconocido de forma unánime como autor de este libro por los eclesiásticos de los tres primero siglos, prueba documental, que no posee a su favor cualquier otro escritor profano de la antigüedad.

Por otra parte, los numerosos datos ofrecidos a lo largo de este singular libro, referentes a la vida social, política y religiosa de los diferentes pueblos que en el mismo se nombran, nos permiten asegurar, sin equivocación posible, que son todos datos que reflejan fielmente y con verdad absoluta los hechos narrados.

Ante estas consideraciones podemos llegar a comprender mejor los versículos correspondientes a la narración del castigo de la mentira de Ananías y Safira. Así, pues, este hecho acaecidos en la Iglesia primitiva demuestra que Dios no puede sufrir la falsedad, ni la desunión de los cristianos porque:
“El cristianismo ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo que mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva” (San Josemaría, Amigos de Dios, n.141).
 
 
 


En definitiva, como diría el Papa San Juan Pablo II refiriéndose a los logros alcanzados por los cristianos en el último Concilio (Vaticano II):
“El Concilio fue una experiencia de la Iglesia, o bien, como entonces se decía, el <Seminario del Espíritu Santo>.

En el Concilio, el Espíritu Santo hablaba a toda la Iglesia en su universalidad, determinada por la participación  de los obispos del mundo entero. Determinante era también la participación  de los representantes de las Iglesias y de las comunidades no católicas, muy numerosas.

Lo que el Espíritu Santo dice, supone siempre una penetración más profunda en el eterno Misterio, y a la vez una indicación, a los hombres que tienen el deber  de dar a conocer ese Misterio al mundo contemporáneo, del camino que hay que recorrer.



El hecho mismo de que aquellos hombres fueran convocados por el Espíritu Santo y constituyeran  durante el Concilio una especial comunidad que escucha unida, reza unida, y unida piensa y crea, tiene una importancia fundamental para la evangelización, para una <nueva evangelización> que con Vaticano II tuvo su comienzo.

Todo eso está en estrecha relación con una nueva época en la historia de la humanidad y también en la historia de la Iglesia” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Editado por Vittorio Messori. Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés  Editores, S.A. 1995).