Los últimos años del siglo XVII
no fueron mucho más tranquilos y halagüeños que los de principios y mediados de
este periodo de la historia, especialmente en Occidente, aunque como es natural
tampoco faltaron conflictos y desgracias
en otras partes del Planeta.
Por otra parte, es necesario
resaltar el hecho de que aunque aparentemente el absolutismo constituyó el
modelo de gobierno mayoritariamente presente durante estos años, especialmente
en el Continente europeo, sin embargo coexistieron con él otras formas de regir
más minoritarias.
Así mismo se tiene constancia de
grandes cambios meteorológicos que desencadenaron condiciones climatológicas
muy adversas a finales de este siglo. Concretamente en 1675 el frio fue muy
intenso en todos los Continentes y se piensa que fue un año prácticamente
invernal en todos ellos.
Volviendo al tema político hay
que considerar que el absolutismo, para el monarca Luis XIV, nunca fue un fin
en sí mismo, según narra la historia, sino más bien el medio para alcanzar el
fin, aunque desde 1661, año en que este monarca inició su mandato, hasta su
muerte en 1715, la situación del país Galo fue eminentemente belicosa; según se
cree el objetivo a alcanzar era reducir la amenaza que suponía la potencia de
los Habsburgo (1438-1740) que asediaba a Francia, desde España, los Países Bajos
españoles y el Sacro Imperio Romano Germánico.
Se cree también que el intervalo de tiempo comprendido entre 1680 y 1720, fue muy importante para alcanzar el equilibrio de poder en la Europa central y en la oriental, pues con forme la supremacía otomana disminuía, el Imperio de la dinastía Habsburgo se fue promocionando hasta llegar a ser la potencia hegemónica en el viejo Continente, tanto en la zona central como en la suroriental.
Dentro de un este ambiente
político tan variable y poco tranquilizador, debido a las guerras intestinas y
entre países, el papel de la Iglesia como garante de la evangelización de los
pueblos se vio muy mermado y hasta censurado. A pesar de ello, el humanismo
propio de la época aconsejaba la tolerancia religiosa, de forma que los escritores más influyentes hablaron
de la necesidad de acabar con las llamadas guerras confesionales y con la
persecución de las minorías religiosas…
Recordemos que tanto Urbano VIII (1623-1644), como Inocencio X (1644-1655) vivieron en una etapa de la historia
que con razón fue denominada <era de las
guerras de religión>. En efecto, entre 1540 y 1660 se produjeron una serie
guerras cortas, pero no por ello menos terribles que la llamada de los
<Treinta años> (1618-1648), en las que intervinieron además de otras
causas de carácter económico, una serie de conflictos de carácter religioso. Se
pude decir sin exagerar que hasta que
las pasiones religiosas no amainaron, la mayoría de los católicos y de los
protestantes se veían mutuamente como enemigos contra los que tenían que luchar
sin descanso…
En un ambiente tan enrarecido
parecería que se habría hecho imposible llevar el Mensaje de Cristo a los
pueblos, especialmente en el viejo Continente, sin embargo ello fue posible en
gran medida a los Papas del momento, que
aunque muchas veces fueron denostados a causa del ambiente general creado por el
despotismo reinante, supieron ayudar a la Iglesia de Cristo para seguir
avanzando en la siempre difícil tarea de la evangelización.
Ciertamente, hacia el año 1670 y
hasta el final de este siglo, la tarea de la evangelización resultó ser difícil
de llevar a la práctica para los Pontífices de la Iglesia de Cristo, dado que
el absolutismo y/o el imperialismo
estaban implantados en prácticamente todos los países.
Sí, porque la era del absolutismo
(1660-1789), fue también imperialista, como demuestra el hecho de que desde el
principio tanto los franceses, como los españoles, portugueses, ingleses y
holandeses habían fundado colonias importantes en América y en Asia, y por otra
parte, a finales del siglo las guerras europeas, casi siempre, tuvieron una
motivación puramente colonialista.
Por supuesto, con Luis XIV en Francia, el absolutismo llegó a niveles impensables, sin embargo la experiencia de lo que había ocurrido en Inglaterra, hizo que el soberano actuara de forma asombrosamente prudente al aplicar sus métodos políticos, y esto llevó al llamado <despotismo ilustrado>; la idea era, eso decían, la formación de gobiernos sin parlamentos, en manos de los más competentes, con objeto de introducir las reformas necesarias para favorecer el bienestar del pueblo.
Por entonces, en la mayoría de
los países protestantes, y eran muchos, el poder independiente de la Iglesia
había quedado subordinado a los intereses del estado; sin embargo, en Francia,
España y Austria, donde el catolicismo
bajo el mandato del Papa en Roma, se había mantenido como la religión del
estado, los monarcas absolutistas centraron la atención en <nacionalizar>
a la Iglesia y al clero dentro de sus territorios. Para lo cual se apoyaron en
los concordatos que los diversos monarcas habían conseguido, especialmente
franceses y españoles, con el Pontificado en siglos anteriores (XV y XVI), pero
eso sí, consolidaron mucho más la autoridad de la monarquía sobre la Iglesia.
El gobierno de Luis XIV coincidió
con el fin del imperio europeo de España en Aquisgrán y Nimega, especialmente tras la paz de Utrecht; tomó
entonces Francia el puesto que durante tanto tiempo había tenido España; además
entre los años l670 a 1680, se produjeron por desgracia algunas confrontaciones
en el viejo Continente, que como siempre, dieron lugar a desgracias sin fin
entre sus habitantes. Una de ellas y no la menor fue la que enfrentó a Francia
con Holanda.
Luis XIV siempre había considerado como enemiga peligrosa a Holanda por haber sido la promotora de la llamada <triple alianza>. Ante la entrada de los franceses en las Provincias Unidas: Países Bajos, España y Holanda, a través de esta última, Guillermo de Orange inundó el país mediante la ruptura de diques, causando un gran daño a las poblaciones implicadas;
España intervino a favor de Holanda.
Tras diversos incidentes Holanda finalmente hizo la paz con Francia, prescindiendo
de España, a pesar de la ayuda que de ésta, había recibido; España finalmente
se vio obligada a aceptar la paz de Nimega en 1678, perdiendo el Franco Condado
y numerosas plazas de Flandes.
Precisamente en el año 1670
tomaba posesión de la Silla de Pedro el cardenal Emilio Altieri, de 80 años, con
el nombre de Clemente X. En efecto, a la muerte del Papa Clemente IX y tras un
largo conclave de cuatro meses y medio, los cardenales reunidos, decidieron
recurrir a la antigua costumbre de elegir un cardenal de edad avanzada, ante la
imposibilidad de ponerse de acuerdo de otro modo.
Los Altieri eran una familia
antigua de la nobleza romana y ya que todos, excepto uno de los descendientes
varones, habían escogido la carrera eclesiástica, el ya Papa, para evitar que
el nombre de la familia se extinguiera, adoptó a los Paoluzzi, casando a uno de
ellos con Laura Caterina Altieri, única heredera de la familia. Sin embargo,
cometió el error de dar un alto cargo (Cardenal sobrino) al Cardenal
Paoluzzi-Altieri, tío del esposo de Laura, el cual con el paso del tiempo se
fue haciendo cargo de casi todo el estado Pontificio, controlando los asuntos
administrativos de <regere et gubernare>, es decir, de regir y gobernar.
Por esta causa, el Papa fue
acusado por sus enemigos de nepotismo, sin embargo nada más lejos de la
realidad, ya que hay que sopesar el hecho de su avanzada edad, y por otra
parte, la circunstancia de que su vida fue ordenada y dedicada a la labor más
propia del Papado, la de la evangelización…
Sin duda el Papa Clemente X
(1670-1676) fue un representante de Cristo sobre la tierra muy motivado por la
santificación de las almas, que se interesó enormemente por las causas abiertas
por la Iglesia, de beatificación y santificación, en aquellos momentos. A él se deben, por
ejemplo, las canonizaciones de Cayetano de Thiene, fundador de la orden de los
teatinos, Francisco de Borga, nieto de Alejandro VI y general de los jesuitas,
Luis Bertrand y Rosa de Lima. Por otra parte, beatificó al Papa Pio V, a Juan
de la Cruz y a los Martíres de Gorcum de Holanda.
Este Papa aunque estuvo ocupando la Silla de Pedro solamente seis años porque era un anciano y estaba muy enfermo, hizo grandes cosas por la Iglesia de Cristo, demostrando siempre gran amor por su grey y especialmente por las personas más pobres, como quedó probado en el <Catorce Jubileo del Año Santo> de 1675, año anterior a su muerte.
Se cuenta que durante ese Jubileo
por primera vez en la historia de la Iglesia, por orden del Pontífice, se
permitió a los peregrinos llegados a Roma, para su celebración, ocupar y
permanecer recogidos en la Plaza de San
Pedro.
Por otra parte, durante la Vigilia del Jubileo canonizó a Rosa de Lima,
primera santa de América y el jueves santo se presento en la sede de la
Cofradía de los peregrinos para lavar los pies a doce pobres y después ordeno servir
una cena para diez mil peregrinos.
El año 1676, muy próxima ya su partida de este
mundo, entre otras muchas cosas hizo algo muy hermoso y provechoso para los
cristianos, promulgó la unión de la catedral del Salvador o Seo de Zaragoza, con la Basílica de Santa
María del Pilar, con esto consiguió la perfecta armonía entre sus componentes,
evitando así algunas diferencias, entre los cabildos, que se habían producido a
lo largo de varios siglos. Desde entonces el Pilar de Zaragoza es Catedral.
Entregó su alma a Dios ese mismo
año tras una larga y penosa agonía y fue enterrado en la Patriarcal Basílica
Vaticana.
En contra de la inicial voluntad
de Luis XIV de Francia y tras unos meses de intrigas y desavenencias de éste
con el Vaticano, fue elegido nuevo Papa Benedetto Odescalchi, que tomo el
nombre de Inocencio XI (1676-1689). Este santo varón, había nacido en
Como en 1611 y pertenecía a una familia de buena posición, por lo que recibió una
educación esmerada por parte de los jesuitas, estudiando jurisprudencia en Roma
y Nápoles.
Se decantó muy pronto por la carrera eclesiástica y por meritos propios fue escalando en ella nombramientos cada vez más importantes hasta que el Papa Inocencio X (1644-1655) lo hizo Cardenal-Diacono de Santi Cosma e Damiano el 6 de marzo de 1645 y poco más tarde Cardenal-Sacerdote de Cardinal-Priest Sant’ Onofrio.
Sus biógrafos cuentan que como Cardenal
fue muy querido por todos a causa de su amor al prójimo y al deber cumplido.
Por su gran caridad alcanzó el honor de ser llamado el <padre de los
pobres> y en 1650 fue nombrado Obispo de Novara, dedicando todos sus bienes
a aliviar las enfermedades y el hambre de las gentes de su diócesis.Se decantó muy pronto por la carrera eclesiástica y por meritos propios fue escalando en ella nombramientos cada vez más importantes hasta que el Papa Inocencio X (1644-1655) lo hizo Cardenal-Diacono de Santi Cosma e Damiano el 6 de marzo de 1645 y poco más tarde Cardenal-Sacerdote de Cardinal-Priest Sant’ Onofrio.
Con todas estas santas y magníficas
referencias, no es de extrañar que fuera un fuerte candidato para el Papado a la
muerte de Clemente IX; sin embargo el Rey Luis XIV se opuso a ello, y por
entonces Francia ejercía una gran influencia sobre el Vaticano; a pesar de
ello, finalmente y afortunadamente, como hemos comentado anteriormente, fue elegido
sucesor de la Silla de Pedro.
Todo el Pontificado de Inocencio XI (1676-1689), estuvo
marcado por la constante lucha contra el absolutismo implantado por este
monarca francés, el cual se consideraba superior al Papa en todo y ni siquiera acataba
la infalibilidad del mismo. Como ejemplo de su soberbia envió un embajador a
Roma con todo un ejército, por lo que el Papa lo excomulgó y él en revancha
ocupó Aviñón y Venaissin y apeló al Concilio general, pero el Papa permaneció
firme.
Muchas veces este Pontífice tuvo que intervenir en
situaciones de enfrentamientos entre naciones para ayudar al cristianismo, y
por otra parte, se enfrentó de forma decidida a la relajación de las costumbres
y a la falta de fe que por entonces hacía estragos entre los fieles y los
clérigos. Aprobó reglas muy estrictas respecto a la modestia en el vestir entre
las damas romanas, suprimió las casas de juego de Roma y promovió la comunión
frecuente de sus fieles.
Tuvo que luchar igualmente contra
las aberraciones del laxismo y el quietismo y así en Bula <Sanctissimnus Dominus>,
emitida en 1679, condenó sesenta y cinco propuestas que favorecían el laxismo
en moral teológica.
Así mismo en un decreto emitido
en 1687 y en la Constitución
<Coelesti Pastor> de este mismo año, condenó sesenta y ocho
propuestas quietistas aparecidas en la obra de Miguel de Molinos. Este hombre
defendía ideas peregrinas, tales como que era factible <la voluntad de
asemejarse totalmente a Dios hasta la identificación, en la pasividad total, en
la que desaparece la voluntad del hombre; desdeñando toda acción moral y
espiritual, de forma que el hombre puede disfrutar sin esfuerzo de la paz de
Dios>.
A la muerte del Papa Beato
Inocencio XI fue elegido, nuevo Pontífice, Pietro Ottoboni que tomó el nombre
de Alejandro VIII (1689-1691). Descendiente de una familia noble de Venecia, había
recibido una educación excelente, lo que le había permitido doctorarse
brillantemente en derecho canónico y civil. Ordenado Cardenal (1652) por
Inocencio X , más tarde, el Papa Clemente IX le nombró Cardenal de la Curia,
alcanzando el Papado a la edad de 80 años, por lo que sólo vivió unos meses
para llevar a cabo tan excelso mandato.
Parecería que disponiendo de tan
poco tiempo el nuevo Papa alcanzaría a hacer muy pocas cosas por la Iglesia de
Cristo, sin embargo fue todo lo contrario, demostrando con ello que la rectitud
en el comportamiento, sumada a la generosidad e indulgencia hacía su grey,
podían alcanzar grandes metas, por supuesto con la ayuda del Espíritu Santo.
Precisamente el carácter pacífico
y tolerante del nuevo sucesor de la silla de Pedro le permitió a éste, mantener
una situación de concordia entre la Iglesia y el todopoderoso Luis XIV, que por
cierto, en aquellos momentos se encontraba en serias dificultades políticas.
Para mostrar su agradecimiento a Alejandro VIII, este rey intratable, consintió
en devolver Aviñon al Papado, sin embargo, ello no impidió que este Pontífice
proclamara que la Declaración de las libertades Galicanas de 1682 era nula y la
invalidara.
El anciano Papa recordando a su querida Venecia natal, se volcó con ella económicamente, para ayudarla en la lucha contra sus enemigos, lo cual ha sido muy criticado por algunos eruditos, pero no cabe duda que ello fue muy favorable, a la postre, para la Iglesia católica.
Por su gran amor a Cristo y a su
mensaje, condenó algunas doctrinas contrarias a la fe de su Iglesia, que
estaban de moda, por así decir, en aquellos tiempos; por ejemplo condenó la
doctrina del <pecado filosófico>.
Pero lo más destacable, sin duda, de su cortísimo Papado fue su carácter compasivo para con los más débiles y necesitados, que culminó con la rebaja de impuestos al pueblo de Roma.
Pero lo más destacable, sin duda, de su cortísimo Papado fue su carácter compasivo para con los más débiles y necesitados, que culminó con la rebaja de impuestos al pueblo de Roma.
A la muerte de este santo varón,
los Cardenales se reunieron en Conclave en Roma el 11 de febrero de 1691 y tras
varios meses de intentar ponerse de acuerdo en la elección del nuevo Papa, por
fin eligieron a Antonio Pignatelli que tomó el nombre de Inocencio XII
(1691-1700). Casi de inmediato de hacerse
cargo del Pontificado decidió condenar una vez más la situación de nepotismo,
aún resistente a desaparecer, entre algunos miembros de la Iglesia y para ello
dictó la bula <Romanum decet Pontificem> (1692), firmada y jurada por los
Cardenales, con el decreto de que en el futuro ningún Papa pudiera conceder el
Cardenalato a más de un pariente suyo.
El nuevo Papa había nacido en
Spinazzola, cerca de Nápoles, y resultó ser una persona tan caritativa como su
antecesor en la Silla de Pedro y así, se interesó por convertir parte del
Laterano Hospital en un lugar donde se atendía con prestancia y amor a los más
pobres. Se interesó, igualmente, por la educación de los jóvenes y los niños mas necesitados.
Por entonces, el rey Luis XVI intentó un nuevo acercamiento al Pontificado de Roma y gracias en gran medida, a su capacidad de diálogo, éste gran Papa logró que aceptara el soberano la revocación de la orden de enseñanza de los <artículos galaicos> a los jóvenes.
Así mismo condenó de nuevo el jansenismo y mediante sus bulas acabó con los discípulos de Antonio Arnault, sucesor de Jansenius, por entonces refugiado en Holanda.
En definitiva, una vez más se
puso de manifiesto, durante el Pontificado del último Papa del Siglo XVII, que
el Espíritu Santo está siempre de parte de la Iglesia de Cristo, incluso durante
los siglos más azarosos de la historia de la humanidad.
Sí, el Señor siempre está
presente en su Iglesia y convoca a las personas de buena voluntad a la ardua
pero magnifica tarea de la evangelización. Así sucedió una vez más con aquellos hombres
llamados a encabezar su Iglesia, pero también con otros muchos menos conocidos
que lo dieron todo a favor de sus hermanos por amor a Cristo y su Mensaje.
Entre los miles y miles de
hombres y mujeres, menos conocidos, que emprendieron la dura batalla de la
evangelización, mediante la palabra y las acciones desarrolladas a lo largo de
sus ejemplares vidas, citaremos sólo, a modo de ejemplo, por haber vivido a
finales de este siglo y merecerlo sobradamente, al sacerdote católico italiano
Marco Antonio Barbarigo (1640-1706).
Natural de Venecia y de familia
noble fue ordenado sacerdote muy joven, ejerciendo como Párroco de la Iglesia
de san Nicolás de Mendicoli y posteriormente fue nombrado canónigo de la
Catedral de Padua.
El Papa Inocencio XI le nombró en
1678 arzobispo de Corfú y allí se dedicó a la reforma del clero e instituyó el
seminario diocesano. Por otra parte, predicó y promovió las obras de caridad,
ayudando con ello también a los afectados por una epidemia surgida en el año
1684 entre los marineros de Venecia.
Tras haber perdido los bienes
particulares, por cuestiones de carácter político, al quedar en la mayor
indigencia el Papa le ayudó, concediéndole asilo en el Palacio de la
Cancillería, dos años después le nombró Cardenal y posteriormente en 1687 le
hizo Obispo de Montefiascano y Corneto (1687). Al tomar posesión de su nuevo
trabajo para la Iglesia, enseguida se encargó de resolver los problemas
existentes por entonces en su diócesis, para lo que promovió una reforma de la
misma y favoreció la predicación de las misiones populares, así como las
escuelas parroquiales cristianas.
Por otra parte, fundó dos
congregaciones religiosas. La primera junto a Rosa Venerini, con el nombre de
<Congregación de Maestras Pías>, y
la segunda, el <Instituto del Divino Amor>, uniendo la educación a
una forma de vida de clausura.
Entregó su vida a Dios en los
primeros años del siglo XVIII, teniendo ya una fama reconocida de hombre santo
y prudente, razón por la cual en 1941 se inició por la Iglesia el proceso en
pro de su beatificación. El Papa Benedicto XVI le declaró venerable.
Sí, como diría en su día el Papa
Benedicto XVI: “Dios siempre ha escogido a
algunas personas para colaborar de manera más directa con Él en la realización de
su plan de salvación. En el Antiguo Testamento, al
comienzo, llamó a Abrahán para formar un gran pueblo, y luego a Moisés para
liberar a Israel de la esclavitud de Egipto. Designó después a otros
personajes. Especialmente los profetas, para defender y mantener viva la
alianza con su pueblo.
En el Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con Él y a compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos…
La Eucaristía es el manantial de
aquella unión eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su Pasión (Jn 17,
21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones
para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino,
se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino” (Cuando Dios llama; Papa Benedicto XVI; Ed.
Rialp, S.A., Madrid, 2010)