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viernes, 14 de junio de 2019

EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO XVII (3ª Parte)


 
 
 
 
Los últimos años del siglo XVII no fueron mucho más tranquilos y halagüeños que los de principios y mediados de este periodo de la historia, especialmente en Occidente, aunque como es natural tampoco faltaron conflictos y desgracias  en otras partes del Planeta.

Por otra parte, es necesario resaltar el hecho de que aunque aparentemente el absolutismo constituyó el modelo de gobierno mayoritariamente presente durante estos años, especialmente en el Continente europeo, sin embargo coexistieron con él otras formas de regir más minoritarias.

Así mismo se tiene constancia de grandes cambios meteorológicos que desencadenaron condiciones climatológicas muy adversas a finales de este siglo. Concretamente en 1675 el frio fue muy intenso en todos los Continentes y se piensa que fue un año prácticamente invernal en todos ellos.
 
 
Volviendo al tema político hay que considerar que el absolutismo, para el monarca Luis XIV, nunca fue un fin en sí mismo, según narra la historia, sino más bien el medio para alcanzar el fin, aunque desde 1661, año en que este monarca inició su mandato, hasta su muerte en 1715, la situación del país Galo fue eminentemente belicosa; según se cree el objetivo a alcanzar era reducir la amenaza que suponía la potencia de los Habsburgo (1438-1740) que asediaba a Francia, desde España, los Países Bajos españoles y el Sacro Imperio Romano Germánico.


Se cree también que el intervalo de tiempo comprendido entre  1680 y 1720, fue muy importante para alcanzar el equilibrio de poder en la Europa central y en la oriental, pues con forme la supremacía otomana disminuía, el Imperio de la dinastía Habsburgo  se fue promocionando hasta llegar a ser la potencia hegemónica en el viejo Continente, tanto en la zona central como en  la suroriental.

Dentro de un este ambiente político tan variable y poco tranquilizador, debido a las guerras intestinas y entre países, el papel de la Iglesia como garante de la evangelización de los pueblos se vio muy mermado y hasta censurado. A pesar de ello, el humanismo propio de la época aconsejaba la tolerancia religiosa,  de forma que los escritores más influyentes hablaron de la necesidad de acabar con las llamadas guerras confesionales y con la persecución de las minorías religiosas…    
Recordemos que tanto  Urbano VIII (1623-1644), como Inocencio X  (1644-1655) vivieron en una etapa de la historia que con razón fue denominada  <era de las guerras de religión>. En efecto, entre 1540 y 1660 se produjeron una serie guerras cortas, pero no por ello menos terribles que la llamada de los <Treinta años> (1618-1648), en las que intervinieron además de otras causas de carácter económico, una serie de conflictos de carácter religioso. Se pude decir sin exagerar que  hasta que las pasiones religiosas no amainaron, la mayoría de los católicos y de los protestantes se veían mutuamente como enemigos contra los que tenían que luchar sin descanso…

 
 
 
 
En un ambiente tan enrarecido parecería que se habría hecho imposible llevar el Mensaje de Cristo a los pueblos, especialmente en el viejo Continente, sin embargo ello fue posible en gran medida a los Papas  del momento, que aunque muchas veces fueron denostados a causa del ambiente general creado por el despotismo reinante, supieron ayudar a la Iglesia de Cristo para seguir avanzando en la siempre difícil tarea de la evangelización.

Ciertamente, hacia el año 1670 y hasta el final de este siglo, la tarea de la evangelización resultó ser difícil de llevar a la práctica para los Pontífices de la Iglesia de Cristo, dado que el absolutismo y/o  el imperialismo estaban implantados en prácticamente todos los países.
 
 
 
 
Sí, porque la era del absolutismo (1660-1789), fue también imperialista, como demuestra el hecho de que desde el principio tanto los franceses, como los españoles, portugueses, ingleses y holandeses habían fundado colonias importantes en América y en Asia, y por otra parte, a finales del siglo las guerras europeas, casi siempre, tuvieron una motivación puramente colonialista.


Por supuesto, con  Luis XIV en Francia, el absolutismo llegó a niveles impensables, sin embargo la experiencia de lo que había ocurrido en Inglaterra, hizo que el soberano actuara de forma asombrosamente prudente al aplicar sus métodos políticos, y esto llevó al llamado <despotismo ilustrado>; la idea era, eso decían, la formación de gobiernos sin parlamentos, en manos de los más competentes, con objeto de introducir las reformas necesarias para favorecer el bienestar del pueblo.

Por entonces, en la mayoría de los países protestantes, y eran muchos, el poder independiente de la Iglesia había quedado subordinado a los intereses del estado; sin embargo, en Francia, España y  Austria, donde el catolicismo bajo el mandato del Papa en Roma, se había mantenido como la religión del estado, los monarcas absolutistas centraron la atención en <nacionalizar> a la Iglesia y al clero dentro de sus territorios. Para lo cual se apoyaron en los concordatos que los diversos monarcas habían conseguido, especialmente franceses y españoles, con el Pontificado en siglos anteriores (XV y XVI), pero eso sí, consolidaron mucho más la autoridad de la monarquía sobre la Iglesia.

 
 
El gobierno de Luis XIV coincidió con el fin del imperio europeo de España en Aquisgrán y Nimega, especialmente tras la paz de Utrecht; tomó entonces Francia el puesto que durante tanto tiempo había tenido España; además entre los años l670 a 1680, se produjeron por desgracia algunas confrontaciones en el viejo Continente, que como siempre, dieron lugar a desgracias sin fin entre sus habitantes. Una de ellas y no la menor fue la que enfrentó a Francia con Holanda.


Luis XIV siempre había considerado como enemiga peligrosa a Holanda por haber sido la promotora de la llamada <triple alianza>. Ante la entrada de los franceses en las Provincias Unidas: Países Bajos, España y Holanda, a través de esta última, Guillermo de Orange inundó el país mediante la ruptura de diques, causando un gran daño a las poblaciones implicadas;

 
 
España intervino a favor de Holanda. Tras diversos incidentes Holanda finalmente hizo la paz con Francia, prescindiendo de España, a pesar de la ayuda que de ésta, había recibido; España finalmente se vio obligada a aceptar la paz de Nimega en 1678, perdiendo el Franco Condado y numerosas plazas de Flandes.

Precisamente en el año 1670 tomaba posesión de la Silla de Pedro el cardenal Emilio Altieri, de 80 años, con el nombre de Clemente X. En efecto, a la muerte del Papa Clemente IX y tras un largo conclave de cuatro meses y medio, los cardenales reunidos, decidieron recurrir a la antigua costumbre de elegir un cardenal de edad avanzada, ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo de otro modo.

Los Altieri eran una familia antigua de la nobleza romana y ya que todos, excepto uno de los descendientes varones, habían escogido la carrera eclesiástica, el ya Papa, para evitar que el nombre de la familia se extinguiera, adoptó a los Paoluzzi, casando a uno de ellos con Laura Caterina Altieri, única heredera de la familia. Sin embargo, cometió el error de dar un alto cargo (Cardenal sobrino) al Cardenal Paoluzzi-Altieri, tío del esposo de Laura, el cual con el paso del tiempo se fue haciendo cargo de casi todo el estado Pontificio, controlando los asuntos administrativos de <regere et gubernare>, es decir, de regir y gobernar.

Por esta causa, el Papa fue acusado por sus enemigos de nepotismo, sin embargo nada más lejos de la realidad, ya que hay que sopesar el hecho de su avanzada edad, y por otra parte, la circunstancia de que su vida fue ordenada y dedicada a la labor más propia del Papado, la de la evangelización…
 
 
 
Sin duda el Papa Clemente X (1670-1676) fue un representante de Cristo sobre la tierra muy motivado por la santificación de las almas, que se interesó enormemente por las causas abiertas por la Iglesia, de beatificación y santificación,  en aquellos momentos. A él se deben, por ejemplo, las canonizaciones de Cayetano de Thiene, fundador de la orden de los teatinos, Francisco de Borga, nieto de Alejandro VI y general de los jesuitas, Luis Bertrand y Rosa de Lima. Por otra parte, beatificó al Papa Pio V, a Juan de la Cruz y a los Martíres de Gorcum de Holanda.



Este Papa aunque estuvo ocupando la Silla de Pedro solamente seis años porque era un anciano y estaba muy enfermo, hizo grandes cosas por la Iglesia de Cristo, demostrando siempre gran amor por su grey y especialmente por las personas más pobres, como quedó probado en el <Catorce Jubileo del Año Santo> de 1675, año anterior a su muerte.

Se cuenta que durante ese Jubileo por primera vez en la historia de la Iglesia, por orden del Pontífice, se permitió a los peregrinos llegados a Roma, para su celebración, ocupar y permanecer recogidos en  la Plaza de San Pedro.

 
 
 
Por otra parte, durante la Vigilia del Jubileo canonizó a Rosa de Lima, primera santa de América y el jueves santo se presento en la sede de la Cofradía de los peregrinos para lavar los pies a doce pobres y después ordeno servir una cena para diez mil peregrinos.

El  año 1676, muy próxima ya su partida de este mundo, entre otras muchas cosas hizo algo muy hermoso y provechoso para los cristianos, promulgó la unión de la catedral del Salvador o  Seo de Zaragoza, con la Basílica de Santa María del Pilar, con esto consiguió la perfecta armonía entre sus componentes, evitando así algunas diferencias, entre los cabildos, que se habían producido a lo largo de varios siglos. Desde entonces el Pilar de Zaragoza es Catedral.
Entregó su alma a Dios ese mismo año tras una larga y penosa agonía y fue enterrado en la Patriarcal Basílica Vaticana.

En contra de la inicial voluntad de Luis XIV de Francia y tras unos meses de intrigas y desavenencias de éste con el Vaticano, fue elegido nuevo Papa Benedetto Odescalchi, que tomo el nombre de Inocencio XI (1676-1689). Este santo varón, había nacido en Como en 1611 y pertenecía a una familia de buena posición, por lo que recibió una educación esmerada por parte de los jesuitas, estudiando jurisprudencia en Roma y Nápoles.

Se decantó muy pronto por la carrera eclesiástica y por meritos propios fue escalando en ella nombramientos cada vez más importantes hasta que el Papa Inocencio X (1644-1655) lo hizo Cardenal-Diacono de Santi Cosma e Damiano el 6 de marzo de 1645 y poco más tarde Cardenal-Sacerdote de Cardinal-Priest Sant’ Onofrio.
Sus biógrafos cuentan que como Cardenal fue muy querido por todos a causa de su amor al prójimo y al deber cumplido. Por su gran caridad alcanzó el honor de ser llamado el <padre de los pobres> y en 1650 fue nombrado Obispo de Novara, dedicando todos sus bienes a aliviar las enfermedades y el hambre de las gentes de su diócesis.

 
 
 
Con todas estas santas y magníficas referencias, no es de extrañar que fuera un fuerte candidato para el Papado a la muerte de Clemente IX; sin embargo el Rey Luis XIV se opuso a ello, y por entonces Francia ejercía una gran influencia sobre el Vaticano; a pesar de ello, finalmente y afortunadamente, como hemos comentado anteriormente, fue elegido sucesor de la Silla de Pedro.

Todo el Pontificado de Inocencio XI (1676-1689), estuvo marcado por la constante lucha contra el absolutismo implantado por este monarca francés, el cual se consideraba superior al Papa en todo y ni siquiera acataba la infalibilidad del mismo. Como ejemplo de su soberbia envió un embajador a Roma con todo un ejército, por lo que el Papa lo excomulgó y él en revancha ocupó Aviñón y Venaissin y apeló al Concilio general, pero el Papa permaneció firme.

Muchas veces  este Pontífice tuvo que intervenir en situaciones de enfrentamientos entre naciones para ayudar al cristianismo, y por otra parte, se enfrentó de forma decidida a la relajación de las costumbres y a la falta de fe que por entonces hacía estragos entre los fieles y los clérigos. Aprobó reglas muy estrictas respecto a la modestia en el vestir entre las damas romanas, suprimió las casas de juego de Roma y promovió la comunión frecuente de sus fieles.

 
 
Tuvo que luchar igualmente contra las aberraciones del laxismo y el quietismo  y así en Bula <Sanctissimnus Dominus>, emitida en 1679, condenó sesenta y cinco propuestas que favorecían el laxismo en moral teológica.

Así mismo en un decreto emitido en 1687 y en la Constitución  <Coelesti Pastor> de este mismo año, condenó sesenta y ocho propuestas quietistas aparecidas en la obra de Miguel de Molinos. Este hombre defendía ideas peregrinas, tales como que era factible <la voluntad de asemejarse totalmente a Dios hasta la identificación, en la pasividad total, en la que desaparece la voluntad del hombre; desdeñando toda acción moral y espiritual, de forma que el hombre puede disfrutar sin esfuerzo de la paz de Dios>.

A la muerte del Papa Beato Inocencio XI fue elegido, nuevo Pontífice, Pietro Ottoboni que tomó el nombre de Alejandro VIII (1689-1691). Descendiente de una familia noble de Venecia, había recibido una educación excelente, lo que le había permitido doctorarse brillantemente en derecho canónico y civil. Ordenado Cardenal (1652) por Inocencio X , más tarde, el Papa Clemente IX le nombró Cardenal de la Curia, alcanzando el Papado a la edad de 80 años, por lo que sólo vivió unos meses para llevar a cabo tan excelso mandato.

Parecería que disponiendo de tan poco tiempo el nuevo Papa alcanzaría a hacer muy pocas cosas por la Iglesia de Cristo, sin embargo fue todo lo contrario, demostrando con ello que la rectitud en el comportamiento, sumada a la generosidad e indulgencia hacía su grey, podían alcanzar grandes metas, por supuesto con la ayuda del Espíritu Santo.
 
 
 
 
Precisamente el carácter pacífico y tolerante del nuevo sucesor de la silla de Pedro le permitió a éste, mantener una situación de concordia entre la Iglesia y el todopoderoso Luis XIV, que por cierto, en aquellos momentos se encontraba en serias dificultades políticas. Para mostrar su agradecimiento a Alejandro VIII, este rey intratable, consintió en devolver Aviñon al Papado, sin embargo, ello no impidió que este Pontífice proclamara que la Declaración de las libertades Galicanas de 1682 era nula y la invalidara.


El anciano Papa recordando a su querida Venecia natal, se volcó con ella económicamente, para ayudarla en la lucha contra sus enemigos, lo cual ha sido muy criticado por algunos eruditos, pero no cabe duda que ello fue muy favorable, a la postre, para la Iglesia católica.

Por su gran amor a Cristo y a su mensaje, condenó algunas doctrinas contrarias a la fe de su Iglesia, que estaban de moda, por así decir, en aquellos tiempos; por ejemplo condenó la doctrina del <pecado filosófico>.

Pero lo más destacable, sin duda, de su cortísimo Papado fue su carácter compasivo para con los más débiles y necesitados, que culminó con la rebaja de impuestos al pueblo de Roma.

A la muerte de este santo varón, los Cardenales se reunieron en Conclave en Roma el 11 de febrero de 1691 y tras varios meses de intentar ponerse de acuerdo en la elección del nuevo Papa, por fin eligieron a Antonio Pignatelli que tomó el nombre de Inocencio XII (1691-1700). Casi de inmediato de hacerse cargo del Pontificado decidió condenar una vez más la situación de nepotismo, aún resistente a desaparecer, entre algunos miembros de la Iglesia y para ello dictó la bula <Romanum decet Pontificem> (1692), firmada y jurada por los Cardenales, con el decreto de que en el futuro ningún Papa pudiera conceder el Cardenalato a más de un pariente suyo.
 
 
 
El nuevo Papa había nacido en Spinazzola, cerca de Nápoles, y resultó ser una persona tan caritativa como su antecesor en la Silla de Pedro y así, se interesó por convertir parte del Laterano Hospital en un lugar donde se atendía con prestancia y amor a los más pobres. Se interesó, igualmente, por la educación de los jóvenes y los niños mas necesitados.


Por entonces, el rey Luis XVI intentó un nuevo acercamiento al Pontificado de Roma y  gracias en gran medida, a su capacidad de diálogo, éste gran Papa logró que aceptara el soberano la revocación  de la orden de enseñanza  de los <artículos galaicos> a los jóvenes.
Así mismo condenó de nuevo el jansenismo y mediante sus bulas acabó con los discípulos de Antonio Arnault, sucesor de Jansenius, por entonces refugiado en Holanda.

En definitiva, una vez más se puso de manifiesto, durante el Pontificado del último Papa del Siglo XVII, que el Espíritu Santo está siempre de parte de la Iglesia de Cristo, incluso durante los siglos más azarosos de la historia de la humanidad.

Sí, el Señor siempre está presente en su Iglesia y convoca a las personas de buena voluntad a la ardua pero magnifica tarea de la evangelización. Así sucedió una vez más con aquellos hombres llamados a encabezar su Iglesia, pero también con otros muchos menos conocidos que lo dieron todo a favor de sus hermanos por amor a Cristo y su Mensaje.

 
 
 
Entre los miles y miles de hombres y mujeres, menos conocidos, que emprendieron la dura batalla de la evangelización, mediante la palabra y las acciones desarrolladas a lo largo de sus ejemplares vidas, citaremos sólo, a modo de ejemplo, por haber vivido a finales de este siglo y merecerlo sobradamente, al sacerdote católico italiano Marco Antonio Barbarigo (1640-1706).

Natural de Venecia y de familia noble fue ordenado sacerdote muy joven, ejerciendo como Párroco de la Iglesia de san Nicolás de Mendicoli y posteriormente fue nombrado canónigo de la Catedral de Padua.

El Papa Inocencio XI le nombró en 1678 arzobispo de Corfú y allí se dedicó a la reforma del clero e instituyó el seminario diocesano. Por otra parte, predicó y promovió las obras de caridad, ayudando con ello también a los afectados por una epidemia surgida en el año 1684 entre los marineros de Venecia.

Tras haber perdido los bienes particulares, por cuestiones de carácter político, al quedar en la mayor indigencia el Papa le ayudó, concediéndole asilo en el Palacio de la Cancillería, dos años después le nombró Cardenal y posteriormente en 1687 le hizo Obispo de Montefiascano y Corneto (1687). Al tomar posesión de su nuevo trabajo para la Iglesia, enseguida se encargó de resolver los problemas existentes por entonces en su diócesis, para lo que promovió una reforma de la misma y favoreció la predicación de las misiones populares, así como las escuelas parroquiales cristianas.

Por otra parte, fundó dos congregaciones religiosas. La primera junto a Rosa Venerini, con el nombre de <Congregación de Maestras Pías>, y  la segunda, el <Instituto del Divino Amor>, uniendo la educación a una forma de vida de clausura.

Entregó su vida a Dios en los primeros años del siglo XVIII, teniendo ya una fama reconocida de hombre santo y prudente, razón por la cual en 1941 se inició por la Iglesia el proceso en pro de su beatificación. El Papa Benedicto XVI le declaró venerable.
 
 
Sí, como diría en su día el Papa Benedicto XVI: “Dios siempre ha escogido a algunas personas para colaborar de manera más directa con Él en la realización de su plan de salvación. En el Antiguo Testamento, al comienzo, llamó a Abrahán para formar un gran pueblo, y luego a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto. Designó después a otros personajes. Especialmente los profetas, para defender y mantener viva la alianza con su pueblo.


En el Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con Él y a compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos…

La Eucaristía es el manantial de aquella unión eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su Pasión (Jn 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino” (Cuando Dios llama; Papa Benedicto XVI; Ed. Rialp, S.A., Madrid, 2010)