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viernes, 30 de noviembre de 2018

ES TIEMPO DE ADVIENTO: PREPARACIÓN A LA VENIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO



 
 
 
 
 
 
El tiempo litúrgico que la Iglesia denomina <Adviento> se puede decir que es una preparación a la venida de Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, como podemos leer en el Epílogo  del Apocalipsis de San Juan, en palabras de Cristo  (Ap 22, 11-16): “El que agravia, agravie todavía, y el sucio ensúciese todavía, y el justo obre justicia todavía, y el santo santifíquese todavía


 / He aquí que vengo presto, y conmigo está mi recompensa, para pagar a cada uno, según fuera sus obras / Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin / Dichosos los que lavan sus vestiduras para que les pertenezca el derecho sobre el árbol de la vida y puedan entrar por las puertas de la ciudad / ¡Afuera los perros, y los hechiceros, y los fornicadores, y los homicidas, y los idólatras y todo el que ama y obra mentira! / Yo, Jesús, envié mi ángel para testificaros estas cosas en las Iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la refulgente estrella matutina”

 
 
La  respuesta de la Iglesia podemos leerla también en el Epílogo del Apocalipsis de San Juan (Ap 22, 17): “Y el Espíritu y la desposada dicen: <Ven> Y el que oye, diga: <Ven>; Y el tenga sed, venga; y el que quiera, tome de balde agua de vida”  

En efecto, se trata de un tiempo de <esperanza>, en el que el hombre creyente renueva el ardiente deseo de <Su venida>. Como aseguraba el Papa Benedicto XVI (Homilía del domingo 1 de diciembre de 2007):

“Cada año, esta actitud fundamental del espíritu, se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos.

La primera parte del Adviento insiste precisamente en la Parusía, la última venida del Señor. Las antífonas de estas primeras Vísperas, con diversos matices, están orientadas hacia esa perspectiva…

Toda su liturgia invita a la esperanza, indicando en el horizonte de la historia, la luz del Salvador que viene…Esta luz, que proviene del futuro de Dios, ya se ha manifestado en la plenitud de los tiempos.

Por eso nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret.
 
 
 
 
El evangelista san Juan aplica a Jesús el título de <luz>: es un título que pertenece a Dios. En efecto, en el Credo profesamos que Jesucristo es <Dios de Dios>, <Luz de Luz>”   


Se trata de un razonamiento muy hermoso que hace tan solo unos años, el por entonces Papa Benedicto XVI, ofrecía a su grey. Ha pasado un periodo de tiempo relativamente corto y parece que el hombre se va olvidado, cada vez más, de esa esperanza de la que tan atinadamente el Pontífice nos hablaba, al igual que lo hicieron sus predecesores en la silla de Pedro y en general, todos los Padres de la Iglesia.

En estos días de preparación, en estos días de Adviento, deberíamos preguntarnos con cierta frecuencia ¿dedicamos algún tiempo a la meditación? Y si es así ¿sobre qué deberíamos meditar concretamente?

Aseguraba el Papa San Pablo VI allá por el año 1971 que:

 
 
“Meditamos sobre el nacimiento de Cristo Jesús en el mundo, ocurrido hace años en Belén de Judá, conocida como la ciudad de David, en circunstancias que todos conocemos. Tenemos ante los ojos de nuestra imaginación el cuadro del acontecimiento. Se refleja, se renueva, cómo figura en un espejo, en cada una de nuestras almas y, de forma mística y sacramental, se renovará dentro de poco, con misterioso realismo, sobre el Altar…”

 
 
 
 
¿Pero realmente es esto así? Pasados, ya algo más de cuarenta años de sus palabras. Así debería de ser, así tenemos la esperanza aún de que sea, porque, recordemos que la noche de Navidad, es la noche del Misterio de la manifestación de la gloria de Dios; representa un testimonio especial de la divina complacencia en el hombre, y por ello, como diría san Pablo a su discípulo Tito, aquel que acompañó al apóstol en su viaje a Jerusalén, con ocasión del primer Concilio, y durante su estancia en Éfeso,  (Tito 2, 11-13):


"Se ha manifestado la gracia de Dios, fuente de salvación para todos los hombres / enseñándonos a renunciar a la maldad y a los deseos mundanos y a llevar una vida sobria, justa y religiosa / mientras aguardamos el feliz cumplimiento de lo que se nos ha prometido y la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo"

 
 
 
 
 
Ciertamente, como nos recuerda el Papa San Juan Pablo II: “¿Acaso Dios no se complació en el hombre cuando después de crearlo vio <que todo estaba muy bien>? (Gen 1, 31) En Belén estamos ante la culminación de esa complacencia ¿Es posible expresar de otra forma lo que ocurrió entonces?


¿Es posible comprender de otra forma el Misterio por el que la Palabra se hizo carne, el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana y nació como Niño del seno de la Virgen? ¿Es posible releer de otra forma esa señal?

 
 
 
Por eso en la media noche el día de Navidad diversos pueblos entonan un gran cántico. Un cántico que se difunde todos los años desde el establo de Belén. Resuena en los labios de los hombres de muchas tierras  y muchas razas. Resuena el gran cántico de la alegría y asume infinitas formas. Cantan en Italia, cantan en Polonia, cantan en todos los idiomas y en los diversos dialectos, en todos los países y continentes.


¡Dios ha manifestado su complacencia en el hombre! Los hombre, entonces, se despiertan; se despierta el hombre, <pastor de su destino> (Heidegger) ¡Cuántas veces el hombre se ve aplastado por este destino! Cuántas veces es su prisionero; cuántas veces muere de hambre, cuántas veces está al borde de la desesperación, cuántas veces se ve amenazado en la conciencia del significado de su propia humanidad. Cuántas veces, pese a todas las apariencias, el hombre está muy lejos de complacerse a sí mismo.

Pero hoy se despierta y escucha el anuncio: ¡Dios ha nacido en la historia de la humanidad! Dios se complace en el hombre. Dios se ha vuelto hombre. ¡Dios se complace en ti!”

 
 
 
Así terminaba el Papa San Juan Pablo II estas bellas palabras en la noche de navidad del año 1979, pero ya su predecesor en la Silla de Pedro, el Papa San Pablo VI,  unos años antes aseguraba así mismo que (Ibid): “Nuestra mente se siente atraída por una reflexión, que es profética. ¿Quién es Aquel que ha nacido? El anuncio que resuena en esta noche lo dice con precisión: <Os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo Señor>…


El mundo adquiere en el acto una maravillosa peculiaridad: La de una meta alcanzada. Ante nosotros se presenta no sólo el hecho, siempre grande y conmovedor, de un nuevo hombre que entra en el mundo (Jn 16, 21) sino que se presenta también su historia, un designio, un designio que atraviesa los siglos, abarca sucesos dispares y distintos, afortunados y desgraciados, que describen la formación de un pueblo y, sobre todo, la formación dentro de él, de una conciencia característica y única, la de una elección, de una vocación, de una promesa, un destino, un hombre Único y Sumo, un Rey, un Salvador; es la <Conciencia mesiánica>.

 
 
 
Fijemos bien la atención en este aspecto de la Navidad. Es un punto de llegada, que desvela y atestigua una línea precedente, un pensamiento divino, un misterio operante a través de la sucesión de los tiempos, una esperanza indefinida y grandiosa, guardada por una fracción del género humano pequeña, si, pero capaz de dar un sentido al camino, al camino desconocido de todas las gentes (Is 55, 5).


El nacimiento de Cristo señala, en el cuadrante de los siglos, el momento crucial del cumplimiento del plan divino, mantenido en alto por encima del torrente tumultuoso de la historia humana; el nacimiento de Cristo señala <la plenitud de los tiempos> de la que habla san Pablo (Gal 4, 4; Ef 1, 10), en la que se observa una convergencia de los destinos; se cumple la lejana profecía de Isaías:

“<He aquí, que nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, sobre cuyo hombro está el principado y cuyo nombre se llamará: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre del siglo futuro, Príncipe de la Paz.

Su imperio crecerá y la paz no tendrá fin. Se sentará sobre el trono de David y sobre su reino a fin  de sostenerlo y apoyarlo por el derecho y la justicia, desde ahora hasta la eternidad>” (Is 9, 6-7)

 
 
Si, sobre este Niño, que es hijo de Dios e hijo de María, nacido bajo el régimen de la ley  mosaica (Gal 4, 4), recae toda la tradición trascendente, de la que  Israel  era portador; y en Él se transforma y se difunde  por el mundo. Este pequeño Jesús de Belén es el punto focal de la historia de la humanidad; en él se concentran todas las sendas de la humanidad, desembocando en el camino recto de la elección de los hijos de Abraham, el cual vio de lejos, en la noche de los siglos, este futuro punto luminoso. Tal como les decía Jesús a los descendientes de Abrahán (Jn 8, 54-56):


“Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria es nada; mi Padre es quien me glorifica, el que vosotros decís ser vuestro Dios / y no le habéis conocido, mas yo le conozco. Y si dijere que no le conozco, seré mentiroso como vosotros; pero lo conozco y guardo su palabra / Abrahán, vuestro padre, se regocijó con la esperanza de ver mi día: lo vio y se alegró…/
 
 
 
 
En verdad, en verdad os digo: Antes que Abrahán viniese, <yo soy>”   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 27 de noviembre de 2018

¡JESÚS Y LA LUCHA CONSTANTE CONTRA EL MAL!



 
 
 
 
 
Cuenta san Mateo en su evangelio (10, 34-39) que poco después de que Jesús  eligiera a sus Doce Apóstoles  y les diera instrucciones para que realizaran la misión evangelizadora de los hombres, por todo el mundo, les advertía sobre el hecho de que Él no había venido a traer paz a la tierra. ¿Pero que quería decir el Señor con estas extrañas palabras?

El Papa Benedicto XVI en su Ángelus del domingo 19 de agosto de 2007, comentando esta advertencia del Señor a sus discípulos, también recogida en el evangelio de san Lucas, aunque en un tiempo ya próximo a su Pasión y Muerte, se expresaba en los siguientes términos:

“Mientras va camino de Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz, Cristo dice a sus discípulos: < ¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división>.

Y añade: <En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija, y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Lc 12, 51-53).

Quien conozca, aunque sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, <es nuestra paz> (Ef 2, 14) muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz.

¿Cómo se explica, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice – según el evangelio de san Lucas – que ha venido a traer división, o  -según el evangelio de san Mateo – la <espada>?.

Esta expresión de Cristo significa que la paz que ha venido a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal.

 
 
 
 
El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones”

Ciertamente como nos hace ver el Papa Benedicto XVI, quien desea resistir y resiste hasta el fin frente al acoso constante del enemigo común, suele acabar muy mal, primero cerca de los propios familiares, que en ocasiones no se encuentran ya en el camino de Dios, y luego por el rechazo de una mayoría poderosa que quiere dominar el mundo desde el inicio…

Así les sucedió a dos santos mártires de siglo III (d.C), Crisanto y Daría, un matrimonio  que hacia el año 283 fue enterrado vivo en Roma, al ser acusado de hacer proselitismo en favor del Mensaje de Cristo.

La tradición cuenta que Crisanto era el hijo único de un senador romano de Alejandría, aunque él vivió y creció en Roma donde se convirtió al cristianismo, aún en contra de su propio padre, el cual le obligó a casarse con una sacerdotisa pagana de nombre Daría con la idea de que entrara en razón y abandonara sus creencias.

No fue así, por el contrario fue Daría la que abandonó el paganismo para hacerse cristiana y junto a su esposo se dedicó a la evangelización, logrando miles de seguidores, y esto como era de esperar exaspero a las autoridades del imperio que veían en el cristianismo un peligro inminente para sus intereses…

Así suele suceder y ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad, aquellas personas que han escuchado el Mensaje de Cristo y lo han seguido con todas sus consecuencias, en muchas ocasiones, han llegado a perder hasta la vida por amor a Dios y a sus semejantes.

 
 
 
Como advertía el Papa Benedicto XVI (Ibid): “Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división  entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias.

En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten  en <instrumentos de paz>, según la célebre expresión de san Francisco de Asís.

No de una paz inconsistente  y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implique”

 
 
 
Sí, porque la actitud de los cristianos frente a su prójimo, debe cumplir según el Mensaje de Cristo, recordada por san Pablo,  con una caridad libre de hipocresía, abominando el mal y adhiriéndonos al bien. Se lo decía así a los romanos, con el fin de preparar su llegada a la capital del Imperio, en el invierno-primavera del año 57-58, desde Corinto mediante una Epístola en la quería dejar claro que la <justicia de Dios>, es una gracia divina, un don, que no depende del cumplimiento de las obras prescritas por la Ley de Moisés , más aún que no es posible cumplirla toda, sino interviene la gracia divina, porque la justificación y salvación vienen por la fe, que Dios mismo otorga de modo gratuito. 

El apóstol del Señor entre otras muchas recomendaciones escribía así, a los romanos (Rm 12, 17-21):

“No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres / Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres / No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios, porque está escrito: <Mía es la venganza, yo redistribuiré lo merecido, dice el Señor> / Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza / No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien”

 
 
 
El Papa Benedicto XVI terminaba su reflexión sobre las palabras del Señor en favor de la lucha constante contra el mal, con estas sentidas palabras (Ibid): “La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos.

Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal”

 


  

  

 

 

  

 

 

  

 

 

 

 

CONSTRUIR LA PAZ ES DIFICIL PERO VIVIR SIN ELLA ES UN TORMENTO



 
 
 
Cinco son los Escritos Sapienciales del Antiguo Testamento, escritos en épocas y situaciones diferentes y en  ellos se pretende responder a las grandes preguntas que los hombres de todos los tiempos se han hecho. En estos sorprendentes e interesantísimos libros se trata de enseñar al hombre a vivir como un verdadero sabio, para que conociendo sus debilidades y las del prójimo, pueda llevar una vida alejada de todo peligro, incluyendo, por supuesto, el de la guerra. 

Porque construir la paz es difícil pero vivir sin ella es un tormento, debemos siempre anhelar la paz y trabajar por ella. Por eso, los hombres, en épocas anteriores a la venida de Cristo se preocuparon por este tema, como puede comprobarse, por ejemplo, en el libro sapiencial <Eclesiástico> de Jesús Ben Sira, maestro que enseñaba en Jerusalén  durante los primeros años del siglo II antes de Cristo, en el cual podemos leer una plegaria muy hermosa por Paz que dice así:

“Y ahora bendecid al Dios del universo, que por doquier hace grandes cosas, que nos enaltece desde el seno materno y nos trata con misericordia/ Que él nos dé un corazón alegre y nos conceda la paz en nuestros días, en Israel por los siglos de los siglos/ Que su gracia permanezca fielmente con nosotros, y en nuestros días nos libere”

 
 
Sí, desde los primeros siglos, la paz ha sido considerada por los pueblos como un bien totalmente necesario, porque vivir sin ella es un debacle, que conduce a la destrucción de los sueños más hermosos de los hombres y a su propia destrucción. Sin embargo, y a pesar de este reconocimiento, la historia de  la humanidad se ha desarrollado siempre acompañada de terribles enfrentamientos bélicos   por diversos motivos, raciales, religiosos, económicos…Y así, hasta nuestros días, se ha puesto en tela de juicio, el bien de la fraternidad.

El sentido de la fraternidad en el hombre, que el Creador puso en su corazón, se quebrantó desde el principio de la Creación. Ahí tenemos los cristianos el primer fratricidio de la historia, narrado en las Sagradas Escrituras; un hermano celoso, Caín, mató a un hermano bueno Abel, y cuando el Señor le preguntó dónde estaba éste, le respondió de forma cínica y airada (Gn 4, 8): <No lo sé; ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?>

 
El tema de la fraternidad ha sido analizado por el Papa Francisco en su Mensaje para la celebración  de la XLVII Jornada Mundial de la Paz (1 de enero  2014) cuyo lema era precisamente: <La fraternidad, fundamento y camino para la paz>. En tan importante ocasión el  Papa nos hablaba con gran sentimiento sobre este tema:

“El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte indeleble la fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.

De hecho la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como  verdadera hermana y  verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción  de una sociedad justa y de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza  a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre.

La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor…

 
 
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos fundamentales, sobre todo, el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante.

A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas…

La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos.

Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad…

Al mismo tiempo, es claro que las éticas contemporáneas son incapaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último no logra subsistir.

Una verdadera fraternidad entre los hombres supone una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse <prójimo que se preocupa del otro>”

 
 
 
Las atinadas palabras del Papa Francisco van en el mismo sentido que las pronunciadas por sus antecesores en la Silla de Pedro desde la institución de la Jornada Mundial por la Paz,  gracias al Papa Pablo VI, que se ha venido celebrando desde el año 1968, todos los 1 de enero. Precisamente el lema elegido por este gran Pontífice para la IV Jornada  fue: <Todo hombre es mi hermano>.

Hay que recordar a este respecto que durante el Pontificado de Pablo VI la situación internacional atravesaba por un periodo de la historia que fue denominado de  <Guerra fría>, evidenciada especialmente en los conflicto de Vietnam, Oriente  Medio y África.

Este hombre de complexión física débil, sin embargo, tenía un corazón fuerte y aguerrido y ante la amenaza de una 3ª guerra Mundial, se propuso hacer todo lo posible por evitarla. Así, por ejemplo, siguiendo esta búsqueda de la paz, decidió que la Santa Sede se adhiriera al Tratado Internacional de no proliferación de armas nucleares, en 1971, año en el cual tuvo lugar asimismo la cuarta Jornada por la paz Mundial, con el lema mencionado, <Todo hombre es mi hermano>.
Por eso, no es extraño que en el  Mensaje, para la misma, el Papa se mostrara ciertamente dolido ante la falta de resultados positivos después de haber pasado por la terrible experiencia de una <Guerra mundial> devastadora para la humanidad.

 
 
Sus palabras evidencian su descontento (Mensaje IV Jornada de Paz: viernes 1 enero de 1971): “Al finalizar la guerra todos habían dicho: Basta ¿Basta a qué? Basta a todo lo que había generado la matanza humana y la tremenda ruina. Inmediatamente después de la guerra, al comienzo de esta generación, la humanidad tuvo una ráfaga de conciencia: es necesario no sólo preparar la tumbas, curar heridas, reparar desastres, restituir a la tierra una imagen nueva y mejor, sino también anular las causas de la conflagración sufrida. Buscar y eliminar las causas, ésta fue la idea acertada. El mundo respiró.

Ciertamente, parecía que estuviera por nacer una era nueva, la paz universal. Todos parecían dispuestos a cambios radicales, a fin de evitar nuevos conflictos. Partiendo de las estructuras políticas, sociales y económicas se llegó a proyectar un horizonte de innovaciones morales y sociales maravillosas; se habló de justicia, de derechos humanos, de promoción de los débiles, de convivencia ordenada, de colaboración organizada y de la unión mundial.

Se realizaron gestos admirables; los vencedores, por ejemplo, se convirtieron en socorredores de los vencidos; se fundaron importantes instituciones; el mundo comenzó a organizarse sobre principios de solidaridad y bienestar común. Parecía definitivamente trazado el camino hacia la paz, como condición normal y constitucional de la vida del mundo.

Pero, ¿qué vemos después de veinticinco años de este real e idílico progreso?

Vemos, ante todo, que las guerras arrecian todavía, acá y allá, y aparecen plagas incurables que amenazan extenderse y agravarse. Vemos que continúan creciendo, acá y allá, las discriminaciones sociales, raciales, religiosas. Vemos resurgir la mentalidad de antaño; el hombre parece reafirmarse sobre posiciones, psicológicas primero y luego políticas, del tiempo pasado.

Resurgen los demonios de ayer… retorna el odio, la lucha de clases…retorna el abrazo de hierro de las ambiciones en pugna…los sistemas ideológicos…”

 
 
 
Para que continuar, el Pontífice en aquellos amargos años de la <Guerra fría> se sentía profundamente disgustado por el comportamiento del hombre, en general, que denotaba, una falta profunda de fraternidad y que por tanto parecía no haber aprendido nada del sufrimiento padecido, durante tanto tiempo, por la falta de paz sobre la tierra.

Han pasado ya muchos años desde que el Papa San Pablo VI escribiera este mensaje y nos da la sensación que estuviera escrito para nuestros días; ya desde el inicio de este siglo, los problemas de la humanidad siguen avanzando y la causas siguen siendo la mismas, casi siempre, derivadas de la falta de fraternidad.

Son muchas las preguntas que nos hacemos los hombres de buena voluntad ante la falta de paz en el mundo: ¿Qué sucede? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué es lo que no funciona? ¿Debemos resignarnos, dudando de que el hombre sea capaz de lograr una paz justa, segura, y renunciando a plasmar la esperanza y la mentalidad de la paz en la educación de las generaciones nuevas?...

 
 
Estas preguntas se las hacía ya el Papa, ante el panorama mundial que se desarrollaba en aquellos tiempos. Nosotros, los hombres de hoy no nos encontramos en una situación más halagüeña, esa es la triste realidad, pero a pesar de ello queremos ser optimistas, como lo fue ciertamente este Pontífice, en su día, cuando escribía estas palabras también en el mismo mensaje que estamos recordando (Ibid):

“Afortunadamente, ante nuestras observaciones se perfila otro esquema de ideas y de hechos: el de la paz progresiva…a pesar de todo la paz camina.

Todos lo advierten: la paz es necesaria. Ella comporta el progreso moral de la humanidad, decididamente orientada hacia la unidad. La unidad y la paz son hermanas cuando las une la libertad. La paz se encuentra favorecida por el creciente beneplácito de la opinión pública, convencida de lo absurdo de la guerra por la guerra misma y de la guerra como único y fatal medio para dirimir las controversias entre los hombres.

La paz utiliza la red cada vez más densa de las relaciones humanas: culturales, económicas, comerciales, deportivas y turísticas; es necesario vivir juntos, y es hermoso conocerse, estimarse y ayudarse. Se está creando en el mundo una solidaridad fundamental, que favorece la paz. Las relaciones internacionales se desarrollan cada vez más y crean la premisa también la garantía de una cierta concordancia. Las grandes instituciones internacionales y supranacionales se demuestran providenciales, tanto para la vida como para perfeccionar la convivencia pacífica de la humanidad…”

 
 
 
No cabe duda que todas estas razones, conducentes a la paz, que aducía Pablo VI, son razonablemente ciertas, aún hoy en día y todo ello a pesar de que su Pontificado (1963-1978), durante la llamada <Guerra fría> (1947-1990), no fue nada fácil para la humanidad, si tenemos en cuenta algunas confrontaciones bélicas que continuaron o fueron  posteriores a la 2ª Mundial,  como por ejemplo la guerra de Vietnam que había comenzado en 1955 y terminó en 1975, la guerra civil del Líbano iniciada en 1975 y que terminó en 1990, la guerra de Angola que se inició también en el año 1975 que termino muy tarde, en el 2002, e incluso la guerra Indo-Pakistaní que tuvo lugar en 1971, y que aún siendo muy corta fue verdaderamente terrible para los pueblos implicados en la misma.

 
 
 
 
Durante el Pontificado de su sucesor Juan Pablo II (1978-2005), también se produjeron importantes enfrentamientos armados en distintas partes del mundo, recordemos como más conocidas la guerra del Golfo (1990-1991), la guerra civil del Salvador (1980-1992) y la 1ª guerra de Afganistán (2001-2014), todas ellas con resultados catastróficos para las personas que tuvieron la desgracia de sufrirlas, así como para sus países en general. Así mismo ocurrieron algunos actos terroristas que dejaron maltrechas a muchas criaturas inocentes, como sucedió en el tristemente célebre del 11 de septiembre de 2001  de New York, o en el de Londres de 2005.

Posteriormente las condiciones para la paz no se consolidaron en el mundo entero como hubiera sido deseable, y así en el año 2011 estalló la llamada Primavera Árabe conducente a una gran oleada de protestas laicas y democráticas del mundo árabe, en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Qatar y Siria. Factores como condiciones de vida muy duras, alto índice de desempleo especialmente juvenil, pudieran haber sido las principales causas de estos movimientos civiles.

Mientras que en Túnez y Egipto la revolución fue apoyada por parte del ejercito y otros órganos sociales, por el contrario en Libia y Siria se produjo una autentica guerra civil entre los leales a los regímenes gobernantes y sus opositores; guerra que en Siria sigue proporcionando, hoy en día, mucho sufrimiento a sus gentes, aunque ya se considere prácticamente acabada.

 
 
 
Todos estos datos y otros muchos que son bien conocidos por el mundo occidental y el oriental,  hacen que seamos poco optimistas en el sentido que hubiera deseado el Papa Pablo VI, si consideramos todos los esfuerzos realizados por hombres de buena voluntad después de la <Guerra fría>, para alcanzar un mayor estado de fraternidad entre los hombres.

Recordamos, en este sentido, la Creación de la Unión Europea en 1992, como un primer paso hacia la cooperación entre naciones y de esta forma evitar si ello fuera posible una 3ª guerra mundial; es destacable también la creación de un mercado único que culminó en 1993, con libertad de circulación de mercancías, servicios, personas y capitales, pero que en nuestros días está siendo atacado peligrosamente, desde distintos ángulos de la sociedades implicadas.

Otro avance importante para el establecimiento de la paz a nivel mundial fueron los acuerdos, realizados en el siglo XX para controlar el exceso de armas nucleares que aseguraban  la destrucción mutua, y que desde los años sesenta, en plena <Guerra fría> estaban presentes con gran riesgo de que se produjera una guerra accidental. En este sentido, recordemos los tensos momentos vividos por el mundo entero en el año 1962 durante la crisis de los misiles en Cuba…

Sí, los hombres aman la paz, y han hecho muchas cosas por conseguirla a nivel mundial, pero aún se corre el riesgo de no  alcanzarla si no se propone de forma seria la <actividad que santifica>, basada en aquellas palabras pronunciadas por Cristo en el <Sermón del Monte>  (Mt 5, 21-22):


 
 
“Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás; y el que mate será llevado a juicio/ Pero yo os digo que todo el que se enfade con su hermano será llevado a juicio; el que lo llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que lo llame impío será condenado al fuego eterno”

Verdaderamente el Señor puso muy alto el listón de la salvación, pero debemos darnos cuenta, ante los hechos históricos relacionados con el bien de la fraternidad que era necesario, por eso debemos seguir identificándonos con el Mensaje de Cristo y ello implica en palabras de nuestro Papa Francisco el empeño por construir con Él, el reino del amor, de la justicia y de la paz para todos porque:

“No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de la santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de nuestra propia misión” (Papa Francisco; Exhortación apostólica: <Gaudete et exúltate>; dada en Roma, junto a San Pedro, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del año 2018, sexto de su Pontificado)