“Quisiéramos deciros tantas cosas
sobre vuestro pasado misionero y pastoral y rendir honor a cuantos han trazado
los surcos del Evangelio en estos campos tan amplios, tan inaccesibles, tan
abiertos y tan difíciles al mismo tiempo para la difusión de la fe…
Ha sido plantada la Cruz de
Cristo, ha sido dado el nombre católico, se han realizado esfuerzos
sobrehumanos para evangelizar estas tierras, se han llevado a cabo grandes e
innumerables obras, se han conseguido, con escasez de hombres y de medios,
resultados dignos de admiración; en resumen, se ha difundido por todo el Continente
el nombre del único Salvador, Jesucristo, ha sido construida la Iglesia”Por su parte, nuestro Papa actual, Benedicto XVI, siguiendo el ejemplo dado por el Papa Pablo VI ha convocado de nuevo un <Año de la fe> con estas palabras:
Jesús es el verdadero y constante
protagonista del mensaje misionero; el
Evangelio es su palabra y la historia lo demuestra a lo largo de los siglos,
por eso en estos tiempos en los que por desgracia escasean las referencias a su
Persona, incluso en el seno de la Iglesia católica, debemos recordar lo
sucedido en otros momentos de la historia para reconocer de nuevo en Cristo la
figura Señera de la evangelización.
La historia nos narra que por espacio de unos cuatro siglos los pueblos denominados barbaros por los romanos, intentaron penetrar en el Imperio, primero pacíficamente y luego arrollándolo todo a su paso. Así, en el siglo V después de Cristo, empujados seguramente por la densidad de su población y la gran pobreza de las tierras de las que procedían, sin olvidar la mala política practicada por los emperadores romanos respecto de estos pueblos, irrumpieron de una forma sumamente violenta en los territorios ocupados por los romanos, extendiendo su poderío por lo que hoy es Europa central, y al encontrar mayor resistencia en la zona Oriental del Imperio, se decantaron por apoderarse de toda la Occidental, más desprotegida militarmente para soportar el empuje de las hordas enemigas.
Como es lógico, la Iglesia de
Cristo sufrió mucho con estas invasiones, porque los barbaros eran gentes
rudas, de costumbres y creencias muy alejadas de las proclamadas por el
Evangelio, pero pasado un cierto tiempo, sin embargo, resultaron ser más
receptivos de lo que en principio cabria esperar al Mensaje del Señor.
Verdaderamente se puede decir con justicia, que la labor evangelizadora de la
Iglesia en esta época de la historia de la humanidad, es una de las más meritorias
y supuso un <hito>, en concreto, para las gentes que habitaban por
entonces en el Viejo Continente.
Tomemos ejemplo de lo sucedido en
aquellos tiempos, entre los pueblos francos con su rey Clodoveo a la cabeza,
los sajones aposentados en Inglaterra,
los germanos que dieron nombre a los territorio por ellos conquistados, los
lombardos y visigodos que ocuparon Italia y los vándalos, alanos y suevos que
hicieron lo mismo en España. Todos estos pueblos barbaros, poco a poco fueron
evangelizados, por hombres santos, en muchas ocasiones mártires, que lucharon
con denuedo para cumplir con la misión que Cristo les había encomendado, en
particular después de muerto en la Cruz
y haber Resucitado.
Sí, porque cuando Pilatos
señalando al Nazareno coronado con las espinas de la flagelación gritó ¡He aquí
el hombre!, según el Papa Juan Pablo II, no se daba cuenta que estaba proclamando
una verdad esencial y en definitiva dando la clave de lo que significa el
Evangelio y el <reto de la evangelización>.
Tan solo el evangelista San Juan
menciona estas palabras <Ecce Homo> de Pilatos en su segundo encuentro
con Jesús (Jn 19, 1-5):
"Entonces, pues, tomó Pilatos a
Jesús y le azotó / Y los soldados, trenzando una
corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y le vistieron un manto
púrpura / y venían a Él y le decían:
¡Salud, rey de los judíos! Y le daban bofetadas / Salió Pilatos otra vez fuera y
les dice: Ved, os lo traigo a fuera para que conozcáis que no hallo en Él
delito alguno.
Salió, pues, Jesús fuera,
llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y les dice: Ved aquí el
hombre"
Tal como aseguró el Papa Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. Círculo de lectores. Ed. Vittorio Massori) al pronunciar la frase <Ved aquí el hombre>, Pilatos no se daba cuenta del valor trascendental que esta tenía, porque aquel hombre, no era solamente la victima de la envidia y del odio de los que gritaban que lo crucificaran, era el Hombre con mayúsculas, esto es, el representante de toda la humanidad, cuyos pecados había tomado sobre sí y por los cuales aceptó el sacrificio terrible de la Cruz, era el Rey de la gloria sometido a la ignominia humana, en definitiva, era el Redentor de la humanidad.
Este mismo Hombre, una
vez Crucificado y Muerto, Resucitó al tercer día de entre los muertos para
aparecerse a sus discípulos y recordarles que al igual que el Padre le había
enviado a evangelizarlos, Él les enviaba a hacer esto mismo con los hombres: “Porque Cristo primero invita,
luego se auto-revela más profundamente y, por último envía.
A quienes desea enviar los invita
a conocerle. Envía a quienes han aceptado
su invitación a conocer el misterio de
su persona y de su reino, pues deben proclamar el Evangelio con la fuerza de su
Testimonio, y la fuerza de su propio testimonio depende del conocimiento y del
amor de Jesucristo. Todo apóstol debe identificarse con lo que dice el
evangelista San Juan”
Son las palabras del Papa Juan
Pablo II animando a llevar el Mensaje de Cristo, a los delegados del <Forum
de los Jóvenes>, en la VIII <Jornada Mundial de la Juventud> de 1993,
refiriéndose, en concreto, al Prólogo de la Primera Carta del Apóstol San Juan,
que estaba dirigida a aquellas comunidades cristianas entre las que habían
surgido ya algunas herejías (Prólogo: Mensaje apostólico sobre la manifestación
de la vida. Juan 1, 1-1):
"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y nuestras manos tocaron, acerca del Verbo de la vida / y la vida se manifestó, y la hemos visto, y damos testimonio. Y os anunciamos la vida eterna, la que estaba cabe el Padre, y se manifestó a nosotros / lo hemos visto y oído, y os lo anunciamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros / Y estas cosas escribimos nosotros para que nuestro gozo sea cumplido"
Sin embargo, ya en la época de San Juan, un hombre llamado Cerinto no queriendo reconocer la Divinidad de Jesús, rebajaba su figura a la de un hombre de inteligencia superior, que <había venido en agua, pero no en sangre>. Contra esta blasfemia San Juan afirma por el contrario que Jesucristo es el que <vino por agua y por sangre>, en definitiva, era el Mesías, el Hijo de Dios (I Juan 5, 6-12):
Por eso, las palabras de Pilatos,
cuando presentaba a Jesús ante sus acusadores, tienen una importancia trascendental,
al recordarnos a todos los hombres a lo largo de los siglos, que Jesús es el Dios hecho Hombre, que ha venido para
salvar a la humanidad y que la salvará sí cree en Él y en su Mensaje.
Comprendemos así el hecho de que haya sido necesaria una constante <evangelización de las gentes> a lo largo de todos los tiempos, tal como ocurrió también durante todo el siglo VII, un siglo en el que la fe en Cristo se afianzó definitivamente entre muchos pueblos barbaros.
Como siempre, el Señor mandó a sus elegidos para llevar a cabo esta dura misión, en medio de un mundo imperfecto, de un mundo que inevitablemente siempre está en peligro de caer en la redes del maligno, pero como dijo el Papa Pio XII:
"En el curso de los siglos, la Iglesia de Cristo, fiel a Cristo su esposo, y siempre consecuente consigo misma, siguió desenvolviendo, bajo la guía del Espíritu Santo, con paso continuos y seguros, la disciplina relativa al estado de perfección, hasta llegar a la redacción del Código de Derecho Canónico"
(Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia”. Del Sumo Pontífice Pio XII. Dada en Roma el 2 de febrero de 1947).
Fueron muchas, sin embargo, las dificultades por las que tuvo que pasar la Iglesia desde el mismo momento de su creación, y así, en el siglo VII éstas no fueron menores. Recordemos que el periodo de tiempo denominado comúnmente <Edad Media>, corresponde, según la mayor parte de los historiadores, al intervalo comprendido entre los siglos V y XV, respectivamente, y por tanto el siglo VII pertenece a la primera mitad de este larga época (unos diez siglos), recordemos también que a principios de este siglo el Imperio romano había fracasado, se había dividido en dos dominios, correspondientes a Oriente y Occidente.
A su vez la Iglesia, por diversos avatares de la historia ocurridos en siglos anteriores se encontraba dividida en dos, de manera que aunque los Patriarcas de Oriente seguían acatando la Primacía de la Silla de Pedro en Roma, como consecuencia del llamado <Cisma de Oriente>, con frecuencia se oponían a las decisiones del Papa y en ocasiones lo desafiaban de tal modo que llegó a peligrar la unidad de la Iglesia.
Por otra parte, los últimos años del siglo VI estuvieron marcados por el desarrollo de constantes guerras, consecuencia del avance inevitable de los pueblos barbaros sobre el Imperio, y con ello vinieron las hambrunas y las epidemias que hacían desaparecer poblaciones enteras. Sin embargo pese a tal acúmulo de males, la luz de la evangelización no se apagó en ningún momento y tuvo como máximo exponente, a comienzos del siglo VII, al Papa San Gregorio Magno (590-604).
Solamente fueron cuatro los años
que le tocó vivir al santo Pontífice durante este periodo de tiempo, sin
embargo su labor a favor de la Iglesia, había comenzado en el siglo anterior
con gran éxito, tal como demuestran sus numerosos escritos, que por suerte han
llegado hasta nuestros días.
Cabe destacar por ejemplo, los <Comentarios morales del libro de Job>, uno de los libros más leídos durante la edad Media, que refleja un profundo mensaje espiritual y moral, pero quizás, desde el punto de vista de la labor evangelizadora su obra más admirable durante el siglo VII, podría ser la de impulsar y favorecer la cristianización del país llamado actualmente Inglaterra, así como de los pueblos bárbaros aposentados en Italia.
Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI (Audiencia General del 28 de mayo de 2008):
En efecto, la mayor parte de Italia había sido conquistada por el pueblo lombardo, los cuales en gran medida habían sido captados por la herejía del arrianismo, no obstante, el Papa San Gregorio, no dejó de ocuparse de los fieles pertenecientes a los territorios ocupados, tratando siempre de atraerlos hacia el camino de la Iglesia Católica.
En el momento actual de la
historia de la humanidad y en particular de la historia de Europa, en el que el
arrianismo de forma solapada se deja de nuevo sentir, debemos tomar ejemplo de
los hombres y mujeres que lo combatieron en el siglo VII con tanto éxito.
Este Dios no se puede comunicar; es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño; no hay contacto entre ambos. <<El Dios de Arrío queda encerrado en su soledad impenetrable, es incapaz de comunicar plenamente su propia vida al Hijo.
Preocupado por la trascendencia divina, Arrío hace del Dios único y supremo un prisionero de su propia grandeza>> (Chr. Schönborn, Die Christus-Ikone, Schaffhausen 1984, 20). Así, el mundo tampoco es creación de Dios; este mundo no puede obrar hacia fuera, está recluido en sí, como también el mundo, consecuentemente es un mundo cerrado.
El mundo no permite conocer a un creador y Dios tampoco puede darse a conocer. El hombre no se convierte en amigo, no hay ningún puente para la confianza. En un mundo ajeno a Dios estamos privados de la verdad y somos, por tanto esclavos.
Aquí es de extrema importancia,
de nuevo, un dicho del Cristo joánico: <<El que me ve a mí, ve a mi Padre
(Jn 14, 9)… ¿Qué ve aquel que ve a Jesús
hombre? ¿Qué puede mostrar el icono que representa a este hombre Jesús? Según
unos, vemos un simple hombre y nada más, porque Dios no puede ser captado en
imágenes. El ser divino está en la <persona> que, como tal no puede ser
<circunscrita> y reducida a imagen. La visión exactamente opuesta es la
que se impuso en la Iglesia como interpretación ortodoxa, es decir, correcta de
la Sagrada Escritura: el que ve a Cristo, ve realmente al Padre.
En lo invisible se manifiesta lo visible, el Invisible. La figura visible de Cristo, no debe entenderse en sentido estático y unidimensional, según el mundo de los sentidos, porque ya estos son un movimiento y una apertura más allá de sí mismos.
El que contempla la figura de Cristo, queda implicado en su éxodo, que los Padres glosan en conexión con el suceso del Tabor, es conducido al camino pascual de la trascendencia y aprende a ver en lo visible algo más que lo visible”
Por eso, San Gregorio Magno,
que desde su juventud se había interesado por estos pueblos y estuvo por entonces
a punto de acudir personalmente en su ayuda para evangelizarlos, siendo ya Papa
se ocupó de ellos enviado al país, que hoy conocemos como Inglaterra, numerosos
misioneros, bajo el liderazgo de San Agustín, un monje benedictino, Prior del
monasterio de San Andrés en Roma, en el año 597.
Por aquel entonces reinaba en Kent, Ethelberto, hijo de Eormenric, a quien había sucedido en el trono, casado con Bertha hija de Cariberto I, monarca del reino franco de Paris (merovingio).
San Agustín tuvo la suerte de arribar a las costas de este reino, uno de los siete de la llamada Heptarquía, que por entonces existían en Inglaterra.
En efecto, hacia el año 411 las legiones romanas existentes en Britania se vieron obligadas a abandonar aquellas tierras, debido al enorme empuje que ya existía para ocupar estos territorios por parte de los pueblos barbaros, y en particular por lo jutos y anglos que en los siglos V y VI conquistaron diversos territorios de la isla y tras no pocos enfrentamientos y luchas entre ellos llegaron a un acuerdo conducente finalmente a esta llamada Heptarquía que en el siglo VII estaba ya perfectamente establecida.
El rey Ethelberto no era
cristiano, pero su esposa Bertha era católica y enseguida ayudó a San Agustín
en su labor evangelizadora, comenzando como es lógico por su propio esposo, el
cual finalmente y según se dice tras haber experimentado en su propia persona el
favor de Cristo, se hizo también católico y animó a su pueblo a que también se convirtiera, abandonando sus creencias anteriores, herejías
que por desgracia ya muchos de sus súbditos profesaban.
El momento exacto en el que se produjo la conversión de este rey no se conoce, pero si se tiene información sobre la carta que en el año 601, el Papa San Gregorio Magno escribió al soberano, en la que se daba a entender que éste era ya cristiano. Según todos los indicios el reino de Kent fue fundado en el siglo V, aunque la historia del mismo no es bien conocida y está sujeta a numerosas leyendas.
El momento exacto en el que se produjo la conversión de este rey no se conoce, pero si se tiene información sobre la carta que en el año 601, el Papa San Gregorio Magno escribió al soberano, en la que se daba a entender que éste era ya cristiano. Según todos los indicios el reino de Kent fue fundado en el siglo V, aunque la historia del mismo no es bien conocida y está sujeta a numerosas leyendas.
Sin embargo gracias a la labor
magnifica realizada por un monje, el venerable doctor y santo Beda (673-735,)
recogida en su libro <Historia ecclesiástica gentis Anglorum>, se sabe
que el rey Ethelberto fue el tercer rey en lograr reunir a los pueblos
provenientes del continente europeo
sajones, jutos, frisones, creando un
reino fuerte que dominaría a los restantes reinos adversarios. Esta circunstancia favoreció, en parte, la labor de evangelización de San Agustín y de los monjes que con él habían llegado a la isla bajo el amparo y el beneplácito del Papa San Gregorio, los cuales tomaron como Sede, Canterbury, la capital del reino. No obstante, San Agustín tuvo que desplazarse al poco tiempo a Arlés (Francia), por mandato del Papa, donde fue consagrado Arzobispo de la Nación Británica, incluyendo a los bretones, y al resto de pueblos aposentados por entonces en la isla, los cuales por odio a estos, nunca habían aceptado ser evangelizados.
Ante las grandes dificultades que
presentaba la evangelización de la totalidad de la isla, el Papa San Gregorio
envió nuevos monjes a San Agustín, con objeto de que la tarea fuera más
llevadera y diera pronto buenos frutos. Entre los primeros monjes que
acompañaron a San Agustín de Canterbury se encontraba San Lorenzo de
Canterbury, el cual fue su sucesor en el Arzobispado.
Precisamente a la muerte del rey Ethelberto, San Lorenzo tuvo graves problemas con el heredero del reino, hijo de este rey, que en contra de la voluntad de su padre abandonó el cristianismo, provocando gran escándalo entre los creyentes por su vida licenciosa que le llevó incluso a casarse con su madrastra. Sin embargo gracias a los esfuerzos denodados de San Lorenzo, se cree que el rey se arrepintió de su comportamiento y se convirtió de nuevo al cristianismo.
San Lorenzo murió hacia el año 619, y para entonces el santo había conseguido acabar de evangelizar el reino de Kent a pesar de la disposición negativa inicial del rey Eadbaldo, anteriormente mencionada.
Precisamente a la muerte del rey Ethelberto, San Lorenzo tuvo graves problemas con el heredero del reino, hijo de este rey, que en contra de la voluntad de su padre abandonó el cristianismo, provocando gran escándalo entre los creyentes por su vida licenciosa que le llevó incluso a casarse con su madrastra. Sin embargo gracias a los esfuerzos denodados de San Lorenzo, se cree que el rey se arrepintió de su comportamiento y se convirtió de nuevo al cristianismo.
San Lorenzo murió hacia el año 619, y para entonces el santo había conseguido acabar de evangelizar el reino de Kent a pesar de la disposición negativa inicial del rey Eadbaldo, anteriormente mencionada.
Es de destacar el hecho de que
todos los Arzobispos de Canterbury, pertenecientes al grupo de monjes enviados
por San Gregorio para evangelizar la Britania, en concreto: Melito (619-624),
Justo (624-631) y Honorio (627-653), además por supuesto de Agustín y Lorenzo,
han sido venerados como santos por las Iglesias Católica y Ortodoxa, y por la
Comunión Anglicana.
Posteriormente solo dos Arzobispos, en concreto: Adeodato de Canterbury (655-664), sucesor de Honorio de Canterbury y primer Arzobispo nativo de Bretaña que tuvo este honor, y Teodoro de Tarso (668-690), octavo Arzobispo de Canterbury que como su nombre indica era natural de Tarso (Cilicia), diócesis del Imperio Bizantino, fueron reconocidos santos por estas Iglesias.
San Teodoro de Tarso había
sufrido en su niñez mucho debido a las guerras que existían en aquel tiempo,
entre el Imperio de Bizancio y los pueblos persas, llegando a ser capturado y
esclavizado, según se cree, por los invasores cuando solo contaba doce años. Realmente
se conoce muy poco de su vida posteriormente a estos hechos tan desgraciados,
pero se cree que pudo llegar finalmente a Roma cuando aún era muy joven y allí,
años después, fue promovido a Arzobispo de Canterbury en tiempos del Papa,
también santo, Vitaliano (657-672).
Durante su largo Arzobispado, este santo varón hizo muchas buenas obras por la Iglesia de Cristo, como por ejemplo designar nuevos Obispos en aquellas Sedes que estaban vacantes y convocar un Sínodo en Herford con la intención de introducir una serie de reformas para la correcta administración de los Oficios y la celebración de Fiesta especiales eclesiásticas. Además se cree que pudo intervenir en la pacificación de los pueblos en la escalada de guerras que durante este periodo de la historia, se produjeron entre los reinos de Mercia y Northumbria, consiguiendo que se firmara el cese de la violencia.
Otro dato relevante de su vida a favor de la Iglesia, es la creación en Canterbury de una escuela en la que se enseñaba las Sagradas Escrituras y ciencias como la astronomía o las matemáticas. Incluso se piensa que pudiera haber sido el creador de la <letanía de los santos> que a lo largo de los tiempos tanta importancia ha tenido y aún tiene en la liturgia de la Iglesia.
Durante su largo Arzobispado, este santo varón hizo muchas buenas obras por la Iglesia de Cristo, como por ejemplo designar nuevos Obispos en aquellas Sedes que estaban vacantes y convocar un Sínodo en Herford con la intención de introducir una serie de reformas para la correcta administración de los Oficios y la celebración de Fiesta especiales eclesiásticas. Además se cree que pudo intervenir en la pacificación de los pueblos en la escalada de guerras que durante este periodo de la historia, se produjeron entre los reinos de Mercia y Northumbria, consiguiendo que se firmara el cese de la violencia.
Otro dato relevante de su vida a favor de la Iglesia, es la creación en Canterbury de una escuela en la que se enseñaba las Sagradas Escrituras y ciencias como la astronomía o las matemáticas. Incluso se piensa que pudiera haber sido el creador de la <letanía de los santos> que a lo largo de los tiempos tanta importancia ha tenido y aún tiene en la liturgia de la Iglesia.
Contemporáneo de San Justo y San
Honorio de Canterbury, fue San Paulino de York, el cual llegó a Inglaterra en
el año 604 con el grupo de monjes enviados por el Papa San Gregorio a la isla.
Se piensa que después de vivir por una temporada en el reino de Kent, fue
consagrado Obispo de York por San Justo (625), pasando con posterioridad a
Northumbria, acompañando a la hermana del rey Eadbaldo, con motivo de su
casamiento con el rey Edwin.
Sin duda la llegada de San
Paulino a este reino tuvo mucho que ver con la conversión al catolicismo del
rey Edwin y de casi toda su corte entre la que se encontraba Santa Hilda de
Whitby, hija de un sobrino de este rey. Esta mujer entró en un convento
benedictino dedicando su vida a evangelizar a su pueblo y para ello fundó
varios monasterios, dando siempre ejemplo de vida. El historiador y santo Beda
de finales de este siglo VII dijo de ella que <todos aquellos que la
conocieron la llamaban madre por su gran devoción y gracia>.
La muerte del rey Edwin en la
batalla de Hatfield Chase, hacia el año 633, supuso la fragmentación de su
reino y por desgracia el abandono de parte de sus súbditos del cristianismo,
que volvieron al paganismo, una religión mucho menos exigente y que les permitía
seguir con antiguos vicios y costumbres
licenciosas. Ante esta situación San Paulino tuvo que volver al reino de Kent, donde al cabo de un
cierto tiempo se le ofreció el Obispado de Rochester, donde siguió su labor
evangelizadora y donde se cree que murió hacia el año 644.
Algunos historiadores, empero, quieren minimizar la labor evangelizadora de este santo apoyándose en el hecho de que algunos hombres a los que evangelizó regresaron a sus antiguos atavismos y negaron a Cristo, sin embargo, debemos recordar que muchos otros hombres y mujeres que creyeron por sus enseñanzas, fueron a su vez extraordinarios evangelizadores. Así sucedió en el caso de la santa anteriormente mencionada Santa Hilda, la cual siguió su ejemplo y cristianizó a muchos ingleses, dejando a su muerte otros tantos santos evangelizadores.
Algunos historiadores, empero, quieren minimizar la labor evangelizadora de este santo apoyándose en el hecho de que algunos hombres a los que evangelizó regresaron a sus antiguos atavismos y negaron a Cristo, sin embargo, debemos recordar que muchos otros hombres y mujeres que creyeron por sus enseñanzas, fueron a su vez extraordinarios evangelizadores. Así sucedió en el caso de la santa anteriormente mencionada Santa Hilda, la cual siguió su ejemplo y cristianizó a muchos ingleses, dejando a su muerte otros tantos santos evangelizadores.
La conversión definitiva de Northumbria al cristianismo se produjo, sin
embargo, gracias a misioneros irlandeses, que llegaron al territorio,
convocados por un rey sucesor de Edwin, Oswaldo, el cual reunificó el reino.
Este rey considerado santo, llenó de Iglesias y Monasterios sus territorios y
concedió la isla de Lindisfame como Sede episcopal al misionero irlandés Aidan
para que le ayudara a evangelizar a su pueblo.
Muchos fueron los santos e
incluso mártires que Inglaterra dio a la Iglesia Católica en el siglo VII, cuya
historia se ha conocido, como antes mencionamos, gracias al Venerable San Beda,
proclamado doctor de la Iglesia el 13 de noviembre de 1899 por el Papa León
XIII, lo que contribuyó también a evangelizar a éste y a otros pueblos, tanto
en su época, como en siglos posteriores y hasta nuestros días.
Sí, otros pueblos en siglos anteriores, también se enfrentaron al <espíritu del error>, que hoy conocemos como la <conciencia errónea>; así sucedió con los pueblos anglosajones en el siglo VII, los cuales finalmente reconocieron el <espíritu de la verdad>, porque como aseguró el Papa Benedicto XVI en su mensaje para las Jornadas mundiales de la Misiones en el año 2006:
<En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros, en que el Hijo suyo Unigénito envió Dios al mundo, para que vivamos por Él>.
Después de su Resurrección, Jesús encomendó a los Apóstoles el mandato de difundir el anuncio de este amor, y los Apóstoles transformados el día de Pentecostés por la fuerza del Espíritu Santo, comenzaron a dar testimonio del Señor Muerto y Resucitado. Desde entonces, la Iglesia prosigue esa misma misión que constituye para todos los creyentes un compromiso irrenunciable y permanente”
Así es, por eso, debemos en estos
tiempos de increencia y desasosiego de la sociedad, por su olvido de Jesús, seguir en la brecha de la <nueva
evangelización>, esto es, de la evangelización de aquellas gentes que
habiendo recibido ya el mensaje del Señor se han olvidado o apartado de Él bajo
la acción del mundo, el demonio y la carne.
Para conseguir este propósito, puede servir de ejemplo el dado en tiempos anteriores por otros hombres y mujeres empeñados en cristianizar los pueblos que aún no habían recibido la palabra de Dios o la rechazaban, como sucede en este nuevo milenio.
Volviendo a la Alta Edad Media
recordemos que, prácticamente todos los territorios del Imperio de Occidente,
anteriormente ocupados por los romanos, fueron cristianizados casi en su
totalidad, pero también hay que destacar el hecho de que durante el siglo VII,
la Iglesia se desarrolló aún más gracias
a una buena organización eclesiástica y a los numerosos Concilios provinciales
y nacionales que tuvieron lugar en Francia, España, y en particular Italia, que
seguía siendo el centro de la espiritualidad por encontrarse en Roma el Papa.
Europa, en definitiva acabó por
ser creyente, en una gran mayoría, y su sociedad gozaba de unos principios
morales, y de una religiosidad, verdaderamente envidiables, en comparación con
la de otros siglos posteriores. Durante este siglo, concretamente en Francia,
estaba instalada la dinastía merovingia del rey Clodoveo I, el cual había logrado la
victoria sobre todos los pueblos francos (481-511).
A la muerte de este rey sus cuatro hijos repartieron los territorios que él había reunido y de este modo, Teodorico I se instaló en Reims, Clodomiro en Orleáns, Childeberto I en Paris, y Clotario I en Soissons. Las luchas intestinas entre estos hermanos monarcas fueron numerosas y contribuyeron a oscurecer en parte la historia de esta dinastía. Sin embargo a principios del siglo VII un descendiente de estos, Clotario II hacia el año 613 logró reunir bajo su mandato, de nuevo, los reinos de Austrasia, Borgoña y Neustrasia, y en el año 614 intentó garantizar la tranquilidad en sus posesiones mediante el llamado Edicto de Paris. Posteriormente, hacia el año 623, nombró a su hijo Dogoberto rey de Austrasia y durante el reinado conjunto de estos dos reyes y tras diversas contiendas, el reino de Aquitania se añadió a los anteriores reinos merovingios, al frente del cual Dogoberto I colocó, más tarde, a su medio hermano Clariberto II.
Las luchas por el poder continuaron, no obstante, durante un largo periodo de tiempo, pero a la muerte del rey Dogoberto II, Pipino II de Heristal nacido hacia el año 645, se erigió en cabeza de la aristocracia y tras muchas luchas intestinas se proclamó Mayordomo de Palacio de todo el reino Franco, consiguiendo así reunir todo el poder en su persona. Este hombre que se cree murió hacia el año 714, se dice que ayudó a los primeros evangelizadores de Germania (695).
A la muerte de este rey sus cuatro hijos repartieron los territorios que él había reunido y de este modo, Teodorico I se instaló en Reims, Clodomiro en Orleáns, Childeberto I en Paris, y Clotario I en Soissons. Las luchas intestinas entre estos hermanos monarcas fueron numerosas y contribuyeron a oscurecer en parte la historia de esta dinastía. Sin embargo a principios del siglo VII un descendiente de estos, Clotario II hacia el año 613 logró reunir bajo su mandato, de nuevo, los reinos de Austrasia, Borgoña y Neustrasia, y en el año 614 intentó garantizar la tranquilidad en sus posesiones mediante el llamado Edicto de Paris. Posteriormente, hacia el año 623, nombró a su hijo Dogoberto rey de Austrasia y durante el reinado conjunto de estos dos reyes y tras diversas contiendas, el reino de Aquitania se añadió a los anteriores reinos merovingios, al frente del cual Dogoberto I colocó, más tarde, a su medio hermano Clariberto II.
Las luchas por el poder continuaron, no obstante, durante un largo periodo de tiempo, pero a la muerte del rey Dogoberto II, Pipino II de Heristal nacido hacia el año 645, se erigió en cabeza de la aristocracia y tras muchas luchas intestinas se proclamó Mayordomo de Palacio de todo el reino Franco, consiguiendo así reunir todo el poder en su persona. Este hombre que se cree murió hacia el año 714, se dice que ayudó a los primeros evangelizadores de Germania (695).
A pesar de la impresionante
historia de luchas encarnizadas por el poder entre los propios miembros de las
familias reales durante este siglo en Francia, la evangelización de los pueblos
francos, continuó sin descanso, por parte de los miembros de la Iglesia de
Cristo. Los frutos alcanzados fueron espectaculares, abundando los santos y
santas que dieron su vida por conseguir tan ardua empresa.
En particular vamos a destacar algunos de ellos, empezando por los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, los cuales tienen a su cargo el Magisterio vivo de la Iglesia, en comunión con el sucesor de Pedro, el Papa, Obispo de Roma. En este sentido podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 86-87):
Gran ejemplo nos dieron los Obispos del siglo VII, muchos de los cuales fueron reconocidos santos por la Iglesia, por su modelo de vida y su labor a favor de la evangelización. Así, el Obispo de Noyon, San Eloy (San Eligio) (588-659), que había nacido en las proximidades de Limoges, aprendiendo de niño un oficio que por entonces estaba, por así decir, muy reconocido, esto es, se hizo orfebre, alcanzando gran prestigio por la calidad de sus trabajos.
A oídos del rey Clotario II llegó su fama, el cual
le encargó la elaboración de un trono y el resultado fue, que empleó el oro y
las piedras preciosas con tal arte y maestría, que el rey admirado de su obra
se lo llevó a la Corte para que siguiera trabajando para él y sus cortesanos.
El santo hombre, por supuesto, no debió encontrarse muy a gusto en aquel ambiente tan contrario a su vida austera y devota, pero el rey le permitió vivir apartado en su trabajo sin participar en la vida de la Corte, y de este modo laboró tranquilo en oración y dando pautas de comportamiento entre los cortesanos, que seguramente no podían entender su actitud, pero le admiraban por su santidad. Al mismo tiempo, durante este periodo de su vida nunca se olvidó de los más pobres, entre los que hacia muchas obras de misericordia, así como entre los esclavos a los que siempre trataba de rescatar de su cruel destino.
A la muerte de Clotario II, su sucesor
Dogoberto (628) tomó como consejero al santo, lo cual suscito la envidia entre
algunos miembros de su Corte, pero el rey ayudó siempre a este hombre escogido
de Dios en la realización de sus buenas obras y cuando quedo libre el Obispado
de Noyon, éste fue nombrado titular del mismo.
Reformó
el clero y evangelizó tanto en su Sede, como según se cree, más tarde en
Flandes, bautizando y cristianizando a muchos hombres y mujeres, fundándose por
entonces una gran cantidad de Monasterios y Abadías. La primera de estas
últimas parece que fue la de Solignac, cerca de Limoges, en un terreno donado
por el rey a tal propósito. Consiguió muchas conversiones al cristianismo,
durante los diecinueve años de su gobierno y sus hagiógrafos cuentan que profetizó su muerte y al entristecerse los
discípulos, por ello sobre manera, les dijo: <No os aflijáis hijos míos, he
ansiado este momento y he deseado esta liberación>, lo que demostraba su
gran deseo y confianza en alcanzar la vida que es realmente vida.
Otros muchos Obispos del siglo
VII, fueron también reconocidos por la Iglesia Católica santos de Francia, como
por ejemplo San Arnulfo de Metz (582-640) que durante el reinado de Clotario II
estuvo encargado de la educación de su sucesor
en el trono, convirtiéndose desde
entonces en su fiel consejero, aunque más tarde se retiró a un monasterio en Remiremont ,
donde murió dando ejemplo de vida en completa santidad. Por su parte, San
Modoaldo, Arzobispo de Tréveris, natural de Aquitania, de familia noble,
también fue consejero del rey Dogoberto y amigo personal de San Arnulfo de Metz y de
San Cuniberto Obispo de Colonia. Se cree que San Modoaldo asistió al Concilio
de Reims (625), educó y ordenó a San
Germán de Gramdval ,y que sus dos
hermanas fueron la Beata Iduberga y la virgen Santa Severa.
San Goerico fue también consejero del rey Dogoberto, como
los Obispos anteriores, y a la muerte de Arnulfo, fue nombrado Obispo de la
Sede de Metz. A él se debe la construcción de varias Iglesias y Monasterios, al
igual que San Gaugerico, gran defesor de los cautivos a los que ayudaba a conseguir su libertad.
Podríamos continuar nombrando otros muchos
Obispos que fueron santos durante el reinado de Dogoberto , pero también muchos
otros santos anónimos o no, durante toda
la primera mitad de la Alta Edad Media, tan fructífera para la Iglesia Católica
en Europa, por eso nos preguntamos ¿Cómo es posibles que algunos historiadores
y eruditos, hayan considerado esta época, como oscura y triste?
Todo lo contrario, los hombres realmente sabios deberían entender, tal como han hecho muchos Papas y Padres de la Iglesia, que éste fue un periodo de la historia de enorme vitalidad y alegría, tanto para el cuerpo como para el espíritu, porque realmente los hombres, creían en Dios, y aunque la vida no fuera desde el punto de vista material sencilla ni fácil, en cambio podían esperar con confianza el final de los tiempos.
De cualquier forma, hay que reconocer que la labor de cristianización realizada durante la primera mitad del siglo VII en Europa, es con mucho, la gran desconocida de los católicos y a esto contribuyó muy probablemente la superposición con otros hechos dramáticos a los que la historia ha dado mucha más relevancia. Nos referimos, a la aparición del islamismo predicado por Mahoma, y por sus seguidores a partir de su muerte, que tuvo lugar hacia el año 632.
Esta histórica invasión, ha hecho olvidar, en parte, otros
acontecimientos ocurridos durante la primera mitad del siglo VII, relacionados
con la labor evangelizadora en Europa, donde la dinastía merovingia se
encontraba asentada en lo que hoy sería Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo,
Alemania Occidental y Suiza, esto es, prácticamente todo el centro del Viejo
Continente.
La religión cristiana católica alcanzó por entonces unos niveles de aceptación espectaculares, sustituyendo al paganismo el cual había consiguió atraer con anterioridad a muchos pueblos bárbaros, por su menor exigencia en materia moral, y ello fue posible, como siempre, a la labor incansable de los miembros de su Iglesia, como los Obispos de los que ya hemos recordado a algunos hombres santos, promotores de la vida ascética y monacal a los que se deben tantos Monasterios y Catedrales en el Continente.
La religión cristiana católica alcanzó por entonces unos niveles de aceptación espectaculares, sustituyendo al paganismo el cual había consiguió atraer con anterioridad a muchos pueblos bárbaros, por su menor exigencia en materia moral, y ello fue posible, como siempre, a la labor incansable de los miembros de su Iglesia, como los Obispos de los que ya hemos recordado a algunos hombres santos, promotores de la vida ascética y monacal a los que se deben tantos Monasterios y Catedrales en el Continente.
Esto favoreció en gran medida la vida retirada en
oración, y las costumbres ascéticas, cuyos orígenes se encuentran en las
palabras de Nuestro Señor Jesucristo a
un joven rico que se acercó a él con la intención de ser su discípulo (Mt 10,
17-21):
-Saliendo Él de camino, corrió
uno a preguntarle, arrodillado ante él: Maestro bueno, ¿ qué haré para alcanzar
la vida eterna?
-Jesús le dijo: ¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios
-Conoces los mandamientos: No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falsos testimonios,
no dañarás, honrarás a tu padre y a tu madre.
-Dijo él: Maestro, todo eso
guardo desde mi juventud
-Y Jesús le miro con amor, y le
dijo: una cosa te falta, anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y
tendrás un tesoro en el cielo, y vuelve a acá, sígueme llevando la cruz.
Aunque aquel joven, al oír las
palabras de Jesús, se alejó entristecido de allí, porque tenía muchos bienes y
no quería perderlos, otros hombres y mujeres a lo largo de la historia de la
Iglesia católica aceptaron las palabras del Mesías como norma de vida.
Por tanto, desde los primeros siglos, se practicó el ascetismo en la Iglesia. Más tarde, la corrupción del mundo, las persecuciones y la irrupción de los pueblos bárbaros, contribuyeron a que algunos cristianos se retiraran a lugares solitarios, reavivando así la vida ascética. Estos hombres y mujeres que habían escuchado las palabras del Señor y habían seguido su consejo, recibieron el nombre de ascetas, o de anacoretas (eremitas, ermitaños).
En Oriente los fundadores de este
tipo de vida fueron San Pablo (228 d. C), nacido en la Tebaida de África, y su
seguidor San Antonio Abad natural de Como (Alto Egipto) (251 d. C), sin embargo
fueron los escritos de San Atanasio de Alejandría (294-373), defensor sin
tregua de la divinidad de Cristo, los que al llegar hasta Occidente
contribuyeron en gran medida a propagar la vida monástica con gran éxito.
Un dato interesante que aporta luz a este hecho es que durante el entierro de San Martín de Tours (316-397), santo de la cristiandad muy popular de la época, asistieron a su entierro miles de monjes, ya que durante cierto tiempo, había sido eremita, fundando varios Monasterios en Europa. También los doctores de la Iglesia San Jerónimo (332-420) y San Agustín de Hipona (354-430) favorecieron y contribuyeron a propagar la vida ascética, pero fue sin embargo San Benito de Nursia (480-543) el autentico legislador y fundador de la vida monástica en Occidente.
La orden que lleva su nombre ha dado a la Iglesia gran cantidad de hombres santos, algunos de ellos Papas, entre los que cabe destacar a San Gregorio Magno (540-604), el cual apoyó siempre a los benedictinos encargándoles, como se ha comentado antes, la evangelización de lo que hoy es Inglaterra.
Durante el siglo VII encontramos
muchos ejemplos de hombres y mujeres que alcanzaron la santidad practicando
este tipo de vida, así por ejemplo podemos citar a San Valerio de Leuconay
(595-619), nacido en Auvernia que siendo pastor decidió muy joven hacerse
religioso, ingresando en el Monasterio
de Autume. Posteriormente vivió en otros Monasterios y fue discípulo de San
Columbano, y al igual que éste predicó mucho la Palabra del Señor, obteniendo
la conversión de los que le oía. Otro discípulo de San Columbano fue el Abad San
Eustasio de Luxeull, Padre de más de seiscientos monjes, nacido en Irlanda y
que evangelizando se dice que llegó hasta tierras de Alemania.
Por suerte Irlanda había sido
evangelizada mucho antes por San Patricio (siglos IV y V), natural de Escocia y
San Columbano siguiendo el ejemplo de éste (543-615) se hizo misionero fundando
Monasterios en Francia, Suiza e Italia.
A él se debe la difusión de la regla monástica céltica. Este santo varón sufrió
la persecución de los enemigos de la Iglesia, pero no cejó en ningún momento en
su empeño, dejando tras de sí otros tantos santos, discípulos suyos, que a su
vez evangelizaron con gran éxito en el Viejo Continente.
Resumiendo, se puede decir que el
servicio prestado por el monacato, esto es, la vida religiosa predicada por
fervientes cristianos, primero en Oriente y algo más tarde en Occidente y
básicamente consistente en la soledad y el alejamiento de la depravación del
mundo, fue enorme dando como resultado hombres tan santos como los Abades
anteriormente mencionados, y así mismo numerosas Abadesas entre las que cabe
destacar a: Gertrudis de Nivelles (626-659), Rictrudis de Marchiennes
(614-688), Hilda de Whitby (614-680) y Aldegunda (639-684). De todas estas
mujeres que fueron declaradas santas, sus hagiógrafos cuentan maravillas,
aunque son pocos los datos históricos
fiables disponibles, no obstante se sabe con seguridad que dieron
ejemplo fehaciente con sus vidas de apostolado, beneficiando con ello a la Iglesia de todos los siglos.
Para terminar esta primera parte
dedicada a la evangelización en el siglo VII queremos recordar de nuevo al Papa
San Gregorio Magno, el cual como hemos comentado fue el promotor y protector de la evangelización
de Inglaterra y al que se debe también la consolidación de la religión católica
en el Viejo Continente. Del Papa San Gregorio se ha hecho muchas alabanzas y así por ejemplo
nuestro actual Papa Benedicto XVI en su
Catequesis del 28 de mayo de 2008 decía lo siguiente:
“Era un hombre inmerso en Dios:
en el fondo de su alma estaba siempre vivo el deseo de Dios, y precisamente por
eso estaba siempre muy cercano al prójimo, a las necesidades de las gentes de
su tiempo. En un tiempo desastroso, es más sin esperanza, supo crear paz y dar
esperanza”
“Apenas el Espíritu Santo
desciende sobre los Apóstoles, el día de Pentecostés, <se pusieron a hablar
en otras lenguas> (Hch 2,4). Por tanto, se puede decir que la Iglesia, en el
momento mismo en que nace, recibe como don del Espíritu Santo la capacidad de
anunciar <las maravillas de Dios> (Hch 2,11): es el don de la
evangelización.
Predicar a Cristo bajo el impulso
del único Espíritu, en el umbral del tercer milenio, requiere de todos los
cristianos un esfuerzo concreto y generoso con vista a la comunión plena”