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martes, 1 de agosto de 2017

DOCTRINA Y USO DE LAS INDULGENCIAS



 
 
 
 
 
 
 
El Papa Honorio III reconoció oficialmente la Orden de los carmelitas a principios del siglos XIII y se cuenta que habiendo solicitado a la Virgen un signo de protección, por mediación del sexto general de la Orden,san Simón Stock, Ella se le apareció un 16 de julio de 1251, entregándole el <Santo Escapulario>, como símbolo material de su amor de madre.


El escapulario se puede considerar como el vestido que los carmelitas y otros religiosos han llevado sobre sus hombros desde tiempos lejanos, del cual no es más que una reducción el que se da a los seglares.
Cuantos reciben el escapulario participan de los méritos y oraciones de la Orden, y pueden esperar verse pronto libres del Purgatorio si cumplen las obligaciones señaladas por el Papa Juan XXII, en la Bula del 3 de mayo de 1322, llamada Sabatina (Indulgencia)  

Recordemos que el Papa Francisco en la Bula de convocatoria del Jubileo extraordinario de la Misericordia: <Misericordiae Vultus> (dada en Roma el 11 de abril del 2015), nos enseñaba que:

 
 
 
 
“El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la Muerte y Resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz  incluso de destruir el pecado del hombre. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del misterio pascual y la mediación  de la Iglesia. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado.


Sabemos que estamos llamados a la perfección  (Mt 5, 48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencias de nuestros pecados.


 
 
En el Sacramento de la Reconciliación, Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestro comportamiento y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto.


Ella se transforma en <Indulgencia> del Padre, que a través de la Esposa de Cristo (la Iglesia), alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado”

 
Por otra parte,  la Constitución Apostólica del Papa Pablo VI: <Indulgentiarum Doctrina> (1 de enero de 1967)  nos informa ampliamente sobre  la doctrina de la Iglesia  respecto a las indulgencias y el uso de las mismas, cuestión importante de la que muchos fieles cristianos  desconocen incluso su valor y su eficacia, y de la que algunos en la actualidad,  han llegado a pesar  que se trata sólo de costumbres litúrgicas del pasado.

Los que piensan así se equivocan pues son importantes para la salvación del hombre, como nos ha recordado recientemente  el Papa Francisco, y además están  sólidamente basadas, en la <Revelación divina> (Papa Pablo VI; Ibid):

 
 
 
“La doctrina y uso de las indulgencias, vigente en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos están fundamentadas sólidamente en su <Revelación divina> que, legada por los apóstoles, <progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo>, mientras que <la Iglesia en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios”

Antes de continuar hablando sobre este tema tan  relevante, deberíamos tener muy claro que concepto tenemos sobre el mismo y para ello nada mejor que recurrir, como en otras ocasiones, al Catecismo de la Iglesia católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II. Más concretamente, en el nº 1471 podemos leer:

 
 
“La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del Sacramento de la Penitencia. <La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos>.

<La indulgencia es parcial o plenaria según libre de la pena temporal debida a los pecados en parte o totalmente>.
<Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias> (CIC, can. 992-994)

 
 
 
Resumiendo: <las indulgencias son las remisiones ante Dios de las penas temporales por los pecados> y esto es así porque cuando pecamos nos hacemos culpable de dos cosas: la primera es la ofensa o injuria que hacemos a Dios; la segunda es la pena o castigo que merecemos. Mientras que el pecado mortal provoca una ofensa <injuria grave a Dios>, el pecado venial hace a Dios una ofensa o injuria leve y merece una pena o castigo del purgatorio, la cual, como tiene que acabar algún día, se llama temporal.


Por otra parte, según la doctrina de la Iglesia, cuando Dios nos borra una ofensa o una injuria grave <pecado mortal>, nos perdona el castigo del infierno, pero exige que le recompensemos por una parte de esta pena, como pena temporal, que debemos satisfacer en este mundo o en el purgatorio.

Tristemente esta forma de entender el pecado y sus consecuencias ha perdido vigencia  para una gran parte del pueblo de Dios. Los hombres y mujeres de este siglo se sienten fuera del tema cuando dicen: Dios es infinitamente misericordioso y perdona siempre independientemente del tipo de pecado (mortal o venial), que haya cometido la persona; y esto es cierto, pero olvidando el hecho de que también será nuestro Juez al final de los siglos, y como tal deberá imponer algunas sanciones por los pecados cometidos, sanciones que por su bondad infinita pueden quedar reducidas a una pena temporal y allí es donde las indulgencias son tan útiles y necesarias.

 
 
Como aseguraba el Papa Pablo VI, para el correcto entendimiento de esta doctrina y de su saludable uso, es conveniente recordar algunas cosas en las que siempre ha creído la Iglesia Católica, entre las que se encuentran las comentadas anteriormente y que este Pontífice nos recuerda en su <Constitución Apostólica>: <Indulgentiarum Doctrina>. Entre las muchas cuestiones tratadas por este santo varón debemos destacar también, aunque sean lacerantes, las que se refieren a las penas que pueden sufrir los hombres por los graves pecados cometidos:

“Según nos enseña la divina revelación, las penas son consecuencias de los pecados, infringidos por la santidad y justicia divina, y han de ser purgadas bien en este mundo… o bien por medio las penas <Catharterias> en la vida futura… Por ello los fieles, siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas dificultades y que es  áspero, espinoso y nocivo para los que andaban por él.

Estas penas se imponen por justo y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y restituir la gloria de Dios en su plena majestad. Pues todo pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana.

Para toda mente cristiana de cualquier tiempo, siempre fue evidente que el pecado era no sólo una trasgresión de la ley divina, sino además, aunque no siempre directa y abiertamente, el desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre, y una verdadera ofensa de Dios, cuyo alcance escapa a la mente humana;  más aún, un ingrato desprecio del amor de Dios que se nos ofrece en Cristo, ya que Cristo llamó a sus discípulos amigos y no siervos”

 

 
 
Ante estas severas, pero oportunas, palabras del Papa Pablo VI, en las que hemos omitido algunos conceptos que pudieran escandalizar a mentes estrechas, como por ejemplo el fuego del infierno, debemos reconocer la necesidad de restaurar la amistad con nuestro Creador por medio de un arrepentimiento sincero de nuestras faltas y expiar las ofensas que le hemos infringido, restaurando así mismo todos los bienes personales y sociales destruidos por nuestros pecados para que de esta forma resplandezca la bondad y gloria de nuestro Señor:

“La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa (Nm 20,12; 27, 13-14); pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que <hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión> (Concilio de Lyón II; sección IV: DS 856).

Las mismas preces litúrgicas, empleadas desde tiempos remotos por la comunidad cristiana reunida en la sagrada misa, lo indican suficientemente diciendo: <pues estamos afligidos por nuestros pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre> (oración del domingo septuagésimo y tras  la comunión después del tercer domingo de cuaresma).

Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática <Lumen Gentium> sobre la Iglesia, nº. 40), y, por ello están necesitadas de la misericordia de Dios para verse libres de las penas debidas por los pecados”

Esta catequesis del Papa Pablo VI sobre las indulgencias, dada en la  Constitución Apostólica <Indulgentiarum Doctrina>, se apoya en las enseñanzas del Antiguo Testamento que tratan sobre este delicado y controvertido tema de la Iglesia. Así, por ejemplo, en el libro histórico <Números> se pone de manifiesto la justicia de Dios en el episodio de la vida de Moisés y sus compatriotas en el desierto cuando ya estaban próximos a entrar en la tierra prometida.


 
 
Sucedió que al llegar a la montaña de los Abarím, cadena de montañas situadas al este del mar Muerto, desde donde se contempla muy bien la tierra prometida, Yahveh dijo a Moisés (Nm 27, 12-14): “Sube a esta montaña de los Abarím y otea la tierra que he dado a los hijos de Israel / Después que la hayas contemplado te reunirás también a tu pueblo, como se reunió  Aharóm tu hermano, /por cuanto en el desierto de Sin, cuando la rebelión de la comunidad, contravinisteis mi orden de glorificar a sus ojos mi santidad en el episodio del agua (se refiere a las aguas de Meribá de Cadês, en el desierto de Sin)”

De la lectura de estos versículos del libro Números,  se desprende que Dios le anuncia a Moisés su próxima reunión  con su pueblo, como le sucedió con anterioridad a su hermano Aharóm, es decir, le advierte de su próxima muerte para que ponga en orden sus negocios sobre la tierra, porque le ha servido bien, sin embargo sólo le deja <otear> la tierra prometida, no le dejará entrar en ella en recuerdo de su falta de confianza en Él, en un episodio anterior durante su errar por el desierto.

 
 
 
 
El Señor ha perdonado a Moisés por su falta gravísima, porque ha dudado de las Palabras divinas, y no lo glorificó frente a la comunidad en rebeldía; le deja ver la tierra prometida, pero sin embargo, no le permite entrar en ella, de donde se deduce, como recuerda el Papa Pablo VI, que las reliquias del pecado cometido permanecen aún después de su remisión y de ahí, el comportamiento lógico de Dios al negar la entrada a ambos hermanos en la tierra prometida al pueblo de Israel.

El incidente en el que tuvo lugar el pecado de Moisés y de su hermano Aharóm, que Dios menciona al negar la entrada en la tierra prometida, aparece relatado, también, en el libro <Números> del Antiguo Testamento (Nm 20, 7-13):

-Yahveh habló a Moisés diciendo:

-<Toma la vara y reúne a la comunidad, junto con Aharóm, tu hermano. Hablaréis a la roca a la vista de ellos, y darás su agua. Harás manar para ellos agua de la roca y darás de beber a la comunidad y a su ganado.

-Y sacó Moisés la vara de delante del Señor, como Él lo había mandado.

-Moisés y Aharóm reunieron a la asamblea delante de la roca, y les dijeron: escuchad, rebeldes: ¿Acaso podemos hacer manar agua de esta roca para vosotros?

-Moisés levantó su mano y golpeó la roca con la vara dos veces, y manó agua en abundancia; y bebió la comunidad y su ganado.

-El Señor dijo a Moisés y a Aharóm: <puesto que no habéis creído en mí y no me habéis santificado a los ojos de los hijos de Israel, por eso no haréis entrar a esta asamblea en la tierra que les he dado.

-Estas son las aguas de Meribá donde los hijos de Israel se rebelaron contra el Señor, y el mostró su santidad ante ellos>

 
 
 
San  Agustín y otros Padres de la Iglesia ven en la pregunta de Moisés: ¿Acaso podemos hacer  manar agua de esta roca para vosotros? cierta desconfianza en las palabras de Dios por parte de ambos hermanos, ello sería tanto como decir que Dios podría estar engañándolos, pecado gravísimo en contra del Creador. Por eso Dios no les permite entrar en la tierra prometida. Primero es Aharóm el que recibe el castigo, pues va a morir poco después de estos acontecimientos tal como dictaminó Yahveh (Nm 20, 22-26):

-Los hijos de Israel, toda la comunidad, partieron de Cadês y llegaron al monte Hor.

-Y en el monte Hor, en la frontera de la tierra de Edóm, el Señor habló a Moisés y a Aharóm:

-que se reúna Aharóm con los suyos, pues no entrará en la tierra que daré a los hijos de Israel, puesto que despreciasteis mi orden en las aguas de Meribá.

-Toma a Aharóm y a Eleazar, su hijo, y hazlos subir al monte Hor.

-Despoja a Aharóm de sus vestidos y viste con ellos a su hijo Eleazar, pues Aharóm se reunirá con los suyos y morirá allí.

El  mensaje divino es claro, el pecado puede ser perdonado pero quedan reliquias del mismo que hay que purificar mediante la pena del purgatorio, son las llamadas penas temporales por los pecados ya perdonados y que pueden ser reducidos mediante la concesión de indulgencias por la Iglesia;  como administradora de la redención,  la Iglesia aplica y distribuye estas indulgencias con autoridad.


 
 
Es un tema importante para la salvación de los hombres aunque ciertamente como aseguraba el Papa San Juan Pablo II, el hombre de los últimos siglos se ha hecho poco sensible a las cosas últimas. Más concretamente, ya no desea recordar el tema  de los “Novísimos” (muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio) (Papa San Juan Pablo II <Cruzando el umbral de la esperanza>; Editado por Vittorio Messori; licencia editorial para el Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores; 1995):

“Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los <infiernos temporales>, ocasionados en estos últimos siglos. Después de las experiencias de los campos de concentración y los bombardeos, sin hablar de las catástrofes naturales: ¿Puede el hombre esperar algo peor que en el mundo? ¿Un cúmulo aún mayor de humillaciones y de desprecios?, en una palabra ¿Puede esperar un infierno?”

Estas preguntas, son algunas de las  que muchas personas se formulan a la vista de tanto horror sobre la tierra, y la respuesta a ellas   la ha dado  Dios; a través de su  Hijo Unigénito lo ha revelado a los hombres, por eso el Papa San Juan Pablo II asegura (Ibid):

“En Cristo, Dios ha revelado al mundo que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4), esta frase de la primera Carta a Timoteo tiene una importancia fundamental para la visión y el anuncio de los <Novísimos>.

Si Dios desea esto, si Dios por esta causa entrega a su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el Espíritu Santo ¿Puede ser el hombre condenado?, ¿Puede ser rechazado por Dios?” (Papa San Juan Pablo II. Ibid)
Son las preguntas que el hombre se hace ante las cosas últimas, el hombre que aún tiene en cuenta la existencia real de estas cosas…Y el razonamiento, al respecto,  del Papa San Juan Pablo II es (Ibid):


 
 
 
“Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, Michail Bulgakov (1891-1940) y Hans Urs von Balthasar (1905-1988). En verdad que los antiguos Concilios rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis final, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno.


Pero el problema permanece ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (Mt 29,46) ¿Quiénes serán estos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano…”

 
 
 
De cualquier forma lo que sí  sabemos, porque lo ha dicho Cristo, es que aquellos que no se arrepientan de sus pecados y hagan penitencia por estos, pueden ir al infierno, un lugar terrible que en la Santa Biblia se denomina <gehena>,  y que la mente humana no alcanza a saber cómo es; preferible es por lo tanto llevar una vida recta y cumplir los mandamientos de nuestro Creador, y si caemos en pecado mortal, bajo la acción del maligno, arrepentirnos  con dolor de corazón, propósito de enmienda, y confesarnos de ellos en cuanto ello sea posible y recordar que para acortar la pena temporal que aún permanece después de la remisión del pecado, tenemos la inestimable ayuda de las indulgencias de la Iglesia.


En este sentido, según la <Audiencia> del Papa San Juan Pablo II del miércoles 29 de septiembre de 1999: “El punto de partida para comprender las indulgencias es la abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la Cruz de Cristo. Jesús crucificado es la <gran indulgencia>, que el Padre ha ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (Jn 1, 12-13), en el Espíritu Santo (Ga 4,6; Rm 5,5; 8, 15,16).

Ahora bien, este don en la lógica de la Alianza, que es el núcleo de toda la economía de la salvación, no nos llega sin nuestra aceptación y nuestra correspondencia.

A la luz de este principio no es difícil comprender que la reconciliación con Dios, aunque está fundada en un ofrecimiento gratuito y abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un proceso laborioso, en el que participan el hombre, con su compromiso personal, y la Iglesia, con su ministerio sacramental. Para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, ese camino tiene su centro en el Sacramento de la Penitencia, pero se desarrolla también después de su celebración.

 
 
En efecto, el hombre debe ser progresivamente sanado con respecto a las consecuencias negativas que el pecado ha producido en él, y que la tradición teológica llama penas y restos del pecado. A primera vista, hablar de penas después del perdón sacramental podría parecer poco coherente. Con todo, el Antiguo Testamento nos muestra que es normal sufrir penas reparadoras después del perdón.

En efecto, Dios, después de definirse <Dios misericordioso y clemente,  que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado> añade: <pero no les deja impunes> (Ex 34, 6-7),  en el segundo libro de Samuel, la humilde confesión de David después de su grave pecado,  le alcanza el perdón de Dios, pero no elimina el castigo anunciado (2 Sm 12, 11-12). El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del bien mismo del hombre (Hb 12, 14-11)”

Por otra parte, las indulgencias nos perdonan algún tiempo de las penas del purgatorio pero no sabemos cuánto tiempo, porque no sabemos cuanta pena hemos de satisfacer a Dios. Sólo en la eternidad lo sabremos, y sólo allí nos daremos perfecta cuenta del valor que tienen las indulgencias a las cuales tan poco caso solemos hacer en este mundo.

Las indulgencias plenarias son concedidas por los Sumos Pontífices y pueden ganarlas todos los católicos de todo el mundo, a no ser que las concedan para algunas personas o lugares determinados. Recordaremos ahora la <indulgencia plenaria> dada por el Papa Pío XII para la <consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María>, porque nos parece muy útil y apropiada en estos momentos, dada la situación  tan dolosa por la que camina  la sociedad en general, en tantos lugares de nuestro planeta:

“¡Oh Reina del Santísimo Rosario, auxilio de los cristianos, refugio del género humano, vencedora de todas las batallas de Dios! Ante vuestro trono nos postramos suplicantes, seguros de impetrar misericordia y de alcanzar gracia y oportuno auxilio en las presentes calamidades, no por nuestros méritos, de los que no presumimos, sino por la inmensa bondad de vuestro materno corazón.

En esta grave hora de la historia, a vos, a vuestro Corazón nos entregamos, y consagramos, no sólo en unión de la Santa Iglesia, Cuerpo místico de vuestro Hijo Jesús, que sufre en tantas partes y de tantos modos atribulada y perseguida, sino también de todo el mundo que sufre atroces discordias, abrasado en incendio de odios, víctimas de sus propias iniquidades.

Que os conmuevan tantas ruinas morales y materiales, tantos dolores, tantas angustias, tantas almas turbadas, tantas en peligro de perderse eternamente. Vos, Oh madre de misericordia, impetradnos de Dios la reconciliación cristiana de los pueblos, y ante todo las gracias que pueden convertir en un momento los corazones humanos, las gracias que prepare, consoliden y aseguren estas suspirada pacificación. Reina de la paz, rogad por nosotros, y dad al mundo la paz y la verdad, en la justicia, en la caridad de Cristo. Dadle sobre todo la paz de las almas, para que en la tranquilidad del orden se dilate el Reino de Dios.

 
 
 
Conceded vuestra protección a los infieles y a cuantos yacen aún en las tinieblas de la muerte; y haced que brille para ellos el sol de la verdad y puedan repetir con nosotros, ante el único Salvador del mundo: <Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad> A los pueblos separados por el error o por la discordia, especialmente a aquellos que os profesan singular devoción, dadles la paz y haced que retornen al único redil bajo el único y verdadero Pastor. Obtened completa libertad a la Santa Iglesia de Dios; defendedla de sus enemigos; detened la inundación por la lluvia de la inmoralidad; suscitad en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y el celo apostólico, afín de que aumente en número y en méritos el pueblo de los que sirven a Dios.

Finalmente, así como fueron consagrados al Corazón de Jesús la Iglesia y el género humano, para que, puestas en Él todas las esperanzas, fuera para ellos prenda y señal de victoria y de salvación, de igual modo, también nos consagramos para siempre a Vos, a vuestro Inmaculado Corazón, Oh madre nuestra, Reina del mundo, para que vuestro amor y patrocinio aceleren el triunfo del Reino de Dios, y todas las gentes, pacificadas entre sí y con Dios, os proclamen bienaventurada y proclamen de un polo al otro extremo de la tierra el eterno Magníficat de amor, de reconocimiento al corazón de Jesús, en sólo el cual pueden hallar la verdad, la vida y la paz”.