Recordemos que Jesús anunció la presencia real de su carne y su sangre en la Eucaristía en Cafarnaúm, según el evangelio de San Juan, después de haber realizado su quinto signo, concretamente el milagro de su marcha sobre las aguas (Jn 6, 51-52): <Yo soy el pan viviente, el que del cielo ha bajado; quién comiere de este pan vivirá para siempre>.
Por entonces, las gentes le
buscaban sin cesar, porque habían quedado impresionadas desde que hiciera el
cuarto signo, esto es, la multiplicación de los panes y de los peces, lo que hizo
que el Señor exclamara al recibirlas (Jn 6, 26): <Os aseguro que no me
buscáis por los signos que habéis visto, sino porque comisteis pan hasta
saciaros>
Aquella muchedumbre asombrada por
sus palabras, le preguntaban entonces a Jesús, que tenían que hacer para actuar
según el deseo de Dios. Y el Señor, entre otros mensajes, les aseveró que Él
era el <pan de vida>, aquel que al comerlo el hombre no volvería a tener
hambre, ni sed, en una clara alusión al <Sacramento de la Eucaristía>,
que más tarde instituiría.
Estas palabras de Jesús causaron
gran escándalo entre muchos de los presentes, incluso dentro del grupo de sus
discípulos, especialmente cuando además de reconocerse el <pan de vida>,
aseguraba también (Jn 6, 52): <Y el
pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo>. Aquellos que no entendían sus
palabras, se alborotaban y murmuraban a sus espaldas diciendo (Jn 6, 60): ¿Quién puede aceptarlas?
Incluso algunos se alejaban de él, sin reparar en que estas misteriosas
palabras, quizás más tarde tendrían un significado cierto, como así fue, tras
la Pasión y Muerte de Cristo, viniendo a ser el
<compendio y suma de la fe cristiana>.
En efecto, tal como se nos recuerda en el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1323):
“Durante la <Última Cena>, la misma noche en que fue entregado, Jesús, instituyó el Sacramento Eucarístico de su Cuerpo y su Sangre, para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y confiar a su esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección. Sacramento de piedad, Signo de unidad, Vinculo de amor, Banquete Pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”
Precisamente el Papa Benedicto
XVI, siempre preocupado por la correcta interpretación del mensaje de Cristo,
refiriéndose al Sacramento de la Eucaristía se expresaba en los siguientes
términos en su Exhortación Apostólica <Sacramentum Caritatis> (Ed. San
Pablo 2007): “En la Eucaristía, Jesús no da
<algo>, sino a sí mismo, ofrece su
cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente
originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado
por nosotros. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber
dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y de los peces,
dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm:
<Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios
es el que baja del cielo y da vida al mundo> (Jn 6, 32-33)”
Es realmente el <Cuerpo de
Cristo>, tal como nos recuerda el sacerdote al entregarnos la Santa Hostia,
son la <carne y la sangre de Cristo>, los que recibimos y comemos durante
la celebración del Banquete Pascual,
rememorado en la Santa Misa. Como dice también Benedicto XVI
refiriéndose a la liturgia del Santísimo Sacramento del Altar (Ibid): “Puesto que la liturgia de la
Eucaristía es esencialmente <actio Dei> que nos une a Jesús a través del
espíritu, su fundamento no está sometido a nuestro arbitrio, ni puede ceder a
la presión de la moda del momento”
En efecto, quizás hacia el año 56
o 57, durante la estancia de San Pablo en Éfeso, éste recibió noticias alarmantes sobre algunos
abusos llevados a cabo durante la celebración de las <Cenas Eucarísticas>,
y ello motivó la carta, en la que el apóstol afeaba el mal comportamiento de
algunos corintios durante la celebración de aquellos <ágapes>.
Los ágapes eran, desde el primer
momento, cenas fraternales y sobrias de gran tradición entre el pueblo judío,
pero que a partir de la <Pasión, Muerte y Resurrección> del Señor se
celebraban en las comunidades cristianas, en memoria de su <Última Cena>, y
precedía a la celebración de los
Sagrados Misterios.
Todos los fieles participaban,
suministrando los alimentos necesarios, y ayudando los más desahogados económicamente
a aquellos que menos poseían. Pero las costumbres se fueron deteriorando y a
oídos del apóstol llegaron noticias verdaderamente alarmantes que indicaban cierta corrupción en algunos casos, por eso él
se expresaba en los fuertes términos siguientes (I Cor 11-22):
“Al recomendaros esto, no os
alabo, porque no os reunís para vuestro bien espiritual, sino para vuestro daño
/ En primer lugar oigo que, cuando os reunís en asamblea litúrgica, hay
divisiones entre vosotros, y en parte lo creo / pues conviene que haya entre
vosotros disensiones, para que se descubra entre vosotros los de virtud probada
/ Pues, cuando os reunís, no es ya para tomar la cena del Señor / porque al
comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena, y mientras unos pasan
hambre, otros se embriagan /¿Pues qué? ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O
es que menospreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen?
¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo”
Desde siempre los Papas nos han
hablado con amor y respeto de este Sacramento que implica el Sacrificio de la
Cruz y la victoria de la Resurrección de Jesús, así por ejemplo, Benedicto XVI nos recordaba que (Ibid):
“La misión para la que Jesús ha venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio Pascual. Desde lo alto de la Cruz, donde atrae todo hacia sí (Jn 12, 32), antes de entregar el espíritu de su obediencia hasta la muerte, y una muerte en Cruz (Flp 2, 8), se ha cumplido la nueva y eterna Alianza…