Como diría en su día el Papa Francisco, tras el importante Sínodo de los Obispos en el que se estudió en amplitud y con detenimiento los temas relacionados con la familia y por tanto con el sacramento del matrimonio (Exhortación apostólica postsinodal <Amoris Laetitia>; dada en Roma el 19 de marzo de 2016):
“Ya no se advierte con claridad
que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una
función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la
fecundidad…
En algunas sociedades todavía
está en vigor la práctica de la poligamia; en otros contextos permanece la
práctica de los matrimonios combinados…
En numerosos contextos, y no sólo
occidentales, se está ampliamente difundiendo la praxis de la convivencia que
precede al matrimonio, así como convivencias no orientadas a asumir la forma de
un vínculo institucional.
En varios países, la población
facilita el avance de una multiplicidad de alternativas, de manera que un
matrimonio con notas de exclusividad, indisolubilidad y apertura a la vida,
termine apareciendo como una oferta anticuada entre otras muchas.
Avanza en muchos países una
destrucción jurídica de la familia que tiende a adoptar formas basadas casi
exclusivamente en el programa de la autonomía de la voluntad.
Si bien es legítimo y justo que
se rechacen viejas formas de familia <tradicional> caracterizadas por el
autoritarismo e incluso la violencia, esto no debería llevar al desprecio del sacramento
del matrimonio sino al redescubrimiento
de su verdadero sentido y a su renovación”
En esta denuncia clara y sentida
del Papa Francisco se encierra toda una explicación de por qué el matrimonio
elevado por Jesús a la categoría de sacramento, entre otros aspectos no
despreciables, es indisoluble, como así lo
expuso Él a lo largo de toda su vida pública…
Para los cristianos católicos debería estar sumamente claro este
tema, que aparece muy bien explicado en el Catecismo de la Iglesia, escrito en orden a la aplicación del Concilio
Ecuménico Vaticano II (C.I.C. nº 1664 y nº 1665):
“La unidad, indisolubilidad, y la
apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es
incompatible con la unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha
unido; el rechazo en la fecundidad priva a la vida conyugal de su <don más
excelente>, el hijo (GS 50,1) / Contraer un nuevo matrimonio por parte de
los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos, contradice el plan y la
ley de Dios, enseñados por Cristo.
Los que viven en esta situación
no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder a la comunión cristiana.
Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a los hijos en la fe”
El problema surgido a raíz, hace
ya bastantes años, de la paganización y deshumanización de las sociedades en
general, afectó también al tema de la
indisolubilidad o no, del matrimonio; esto es algo que debería preocuparnos a
todos los cristianos.
Sí, porque este tema refleja la
situación moral de una población, independientemente de sus características
especiales. Ya sabemos que en ciertos países la poligamia, ha sido y es, la
forma de unión del hombre y la mujer, pero eso no vale para los cristianos,
Cristo no dijo eso, y si no lo dijo el Hijo Unigénito de Dios y Dios mismo,
deberíamos aceptar que la ley de Dios
debe cumplirse por encima de cualquier otra circunstancia.
Así lo han manifestado a lo largo
de los años los Padres y Pontífices de la Iglesia Católica y en este sentido
ahí tenemos el ejemplo inestimable de los <Vicarios de Cristo> cuando
dirigían sus discursos a los miembros del Tribunal de la Rota Romana con
ocasión de la apertura del año judicial.
Concretamente en el discurso del año 1999 el Papa san Juan Pablo II recordaba con dolor algunos de los problemas que ya por entonces aquejaban al sacramento del matrimonio.
No era uno de los menores, el
hecho de pretender atribuir una <realidad conyugal>, a la unión entre
personas del mismo sexo:
“Se opone a esto, ante todo, la
imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la
transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma
estructura del ser humano.
Asimismo, también se opone a ello
la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida
por el Creador tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente
psicológico, entre el varón y la mujer.
Únicamente en la unión entre dos
personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada uno de
ellos, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psicofísica.
Desde esta perspectiva, el amor
no es un fin en sí mismo, y no se reduce al encuentro corporal entre dos seres;
es una relación interpersonal profunda, que alcanza su culmen en la entrega
recíproca plena y en la cooperación con Dios Creador, fuente última de toda
nueva existencia humana”
Verdaderamente las personas algunas veces se dejan llevar por sus primeros impulsos, bajo la presión del medio en que desarrollan su exitencia, desviándose así de la ley natural, inscrita por Dios en todo ser humano. Como seguía recordando el Papa san Juan Pablo II (Ibid):
“Todo creyente debe saber que la
libertad es, como dice Dante, <el mayor don que Dios, por su largueza, hizo
al crear, y el más conforme a su bondad; pero es un don que hay que utilizar
bien, no convertirlo en ocasión de obstáculo para la dignidad humana>
Concebir la libertad como licitud
moral e incluso jurídica para infringir la ley divina, significa alterar su
verdadera naturaleza.
En efecto, ésta consiste en la
posibilidad que tiene el ser humano de aceptar responsablemente, es decir, como
una opción personal, la voluntad divina expresada en la ley, para asemejarse
así cada vez más a su Creador”
Sí, porque en la ceremonia que tiene lugar durante el sacramento del matrimonio, la Iglesia llama a los novios a ser cooperadores con el Creador, dando vida a un ser semejante a ellos y a contribuir, de esta forma, a la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo <nacido de mujer>.
Así lo explicaba el Papa san Juan
Pablo II en su <Carta a las Familias> del 2 de febrero de 1994:
“Mediante la comunión de
personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la
familia. Con ella se relaciona la genealogía de cada hombre: la genealogía de
la persona…
Al afirmar que los esposos, en
cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación
de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos
subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está
presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación <sobre
la tierra>.
En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella <imagen y semejanza>, propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación.
Así pues, tanto la concepción
como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un <gran
misterio> (Ef 5,32). También el nuevo ser humano, igual que sus padres, es
llamado a la existencia como persona y a la vida <en la verdad y en el
amor>.
Esta llamada se refiere no sólo a
lo temporal, sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía de
la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del
Evangelio sobre el vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado
de la familia humana”
Es por eso que existe un íntimo vínculo entre la Iglesia de Cristo y la familia, tal como aseguraba el Papa Francisco (Ibid):
“La bendición y la
responsabilidad de una nueva familia, sellada en el sacramento eclesial,
conlleva la disponibilidad a ser en el seno de la comunidad cristiana
defensores y promotores de carácter
general de la alianza entre hombre y mujer: en el ámbito del vínculo social, de
la generación de los hijos, de la protección de los más débiles, de la vida
común.
Esta disponibilidad requiere una
responsabilidad que tiene derecho a ser sostenida, reconocida y apreciada.
En virtud del sacramento
cristiano cada familia se convierte, a todos los efectos, en un bien para la
Iglesia, que por su parte pide ser considerada un bien para la misma familia
que nace.
En esta perspectiva ciertamente
será un don precioso, para el hoy de la Iglesia, la humilde disposición a
considerar más equitativamente esta reciprocidad del <bonum ecclesiae>: la Iglesia es un bien para la
familia, la familia es un bien para la Iglesia…
La Iglesia, maestra segura y madre atenta, aunque reconozca que para los bautizados no hay otro vínculo nupcial que no sea el sacramental, y que toda ruptura de éste va en contra la voluntad de Dios, también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos, a los que les cuesta el camino de la fe.
<<Por tanto, sin disminuir
el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia
las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día
a día…
Un pequeño paso, en medio de
grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades.
A todos debe llegar el consuelo y
el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada
persona, más allá de sus defectos y caídas>> (EG, 44)”