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viernes, 25 de enero de 2019

LA UNIDAD, INDISOLUBILIDAD Y LA APERTURA A LA FECUNDIDAD SON ESENCIALES AL MATRIMONIO



 
 


Como  diría en su día el Papa Francisco, tras el importante Sínodo de los Obispos en el que se estudió en amplitud y con detenimiento los temas relacionados con la familia y por tanto con el sacramento del matrimonio (Exhortación apostólica postsinodal <Amoris Laetitia>; dada en Roma el 19 de marzo de 2016):

“Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad…

En algunas sociedades todavía está en vigor la práctica de la poligamia; en otros contextos permanece la práctica de los matrimonios combinados…

En numerosos contextos, y no sólo occidentales, se está ampliamente difundiendo la praxis de la convivencia que precede al matrimonio, así como convivencias no orientadas a asumir la forma de un vínculo institucional.

En varios países, la población facilita el avance de una multiplicidad de alternativas, de manera que un matrimonio con notas de exclusividad, indisolubilidad y apertura a la vida, termine apareciendo como una oferta anticuada entre otras muchas.

Avanza en muchos países una destrucción jurídica de la familia que tiende a adoptar formas basadas casi exclusivamente en el programa de la autonomía de la voluntad.

Si bien es legítimo y justo que se rechacen viejas formas de familia <tradicional> caracterizadas por el autoritarismo e incluso la violencia, esto no debería llevar al desprecio del sacramento del matrimonio sino al redescubrimiento  de su verdadero sentido y a su renovación”

 


En esta denuncia clara y sentida del Papa Francisco se encierra toda una explicación de por qué el matrimonio elevado por Jesús a la categoría de sacramento, entre otros aspectos no despreciables,  es indisoluble, como así lo expuso Él a lo largo de toda su vida pública…

Para los cristianos  católicos debería estar sumamente claro este tema, que aparece muy bien explicado en el Catecismo de la Iglesia,  escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II (C.I.C. nº 1664 y nº 1665):

“La unidad, indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo en la fecundidad priva a la vida conyugal de su <don más excelente>, el hijo (GS 50,1) / Contraer un nuevo matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos, contradice el plan y la ley de Dios, enseñados por Cristo.

Los que viven en esta situación no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder a la comunión cristiana. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a los hijos en la fe”

 


El problema surgido a raíz, hace ya bastantes años, de la paganización y deshumanización de las sociedades en general, afectó también  al tema de la indisolubilidad o no, del matrimonio; esto es algo que debería preocuparnos a todos los cristianos.

Sí, porque este tema refleja la situación moral de una población, independientemente de sus características especiales. Ya sabemos que en ciertos países la poligamia, ha sido y es, la forma de unión del hombre y la mujer, pero eso no vale para los cristianos, Cristo no dijo eso, y si no lo dijo el Hijo Unigénito de Dios y Dios mismo, deberíamos  aceptar que la ley de Dios debe cumplirse por encima de cualquier otra circunstancia.

Así lo han manifestado a lo largo de los años los Padres y Pontífices de la Iglesia Católica y en este sentido ahí tenemos el ejemplo inestimable de los <Vicarios de Cristo> cuando dirigían sus discursos a los miembros del Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la apertura del año judicial.



Concretamente en el discurso del año 1999 el Papa san Juan Pablo II recordaba con dolor algunos de los problemas que ya por entonces  aquejaban al sacramento del matrimonio.

No era uno de los menores, el hecho de pretender atribuir una <realidad conyugal>, a la unión entre personas del mismo sexo:

“Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano.

Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer.

Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada uno de ellos, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psicofísica. 

Desde esta perspectiva, el amor no es un fin en sí mismo, y no se reduce al encuentro corporal entre dos seres; es una relación interpersonal profunda, que alcanza su culmen en la entrega recíproca plena y en la cooperación con Dios Creador, fuente última de toda nueva existencia humana”

 
Verdaderamente las personas algunas veces se dejan llevar por sus primeros impulsos, bajo la presión del medio en que desarrollan su exitencia,  desviándose así de la ley natural, inscrita por Dios en todo ser humano. Como seguía recordando el Papa san Juan Pablo II (Ibid):

“Todo creyente debe saber que la libertad es, como dice Dante, <el mayor don que Dios, por su largueza, hizo al crear, y el más conforme a su bondad; pero es un don que hay que utilizar bien, no convertirlo en ocasión de obstáculo para la dignidad humana>

Concebir la libertad como licitud moral e incluso jurídica para infringir la ley divina, significa alterar su verdadera naturaleza.

En efecto, ésta consiste en la posibilidad que tiene el ser humano de aceptar responsablemente, es decir, como una opción personal, la voluntad divina expresada en la ley, para asemejarse así cada vez más a su Creador”

 
Sí, porque en la ceremonia que tiene lugar durante el sacramento del matrimonio, la Iglesia llama a los novios a ser cooperadores con el Creador, dando vida a un ser semejante a ellos y a contribuir, de esta forma, a la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo <nacido de mujer>.

Así lo explicaba el Papa san Juan Pablo II en su <Carta a las Familias> del 2 de febrero de 1994:

“Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealogía de cada hombre: la genealogía de la persona…

Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación <sobre la tierra>.



En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella <imagen y semejanza>, propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación.

Así pues, tanto la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un <gran misterio> (Ef 5,32). También el nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida <en la verdad y en el amor>.

Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía de la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobre el vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia humana”

 
Es por eso que existe un íntimo vínculo entre la Iglesia de Cristo y la familia, tal como aseguraba el Papa Francisco (Ibid):

“La bendición y la responsabilidad de una nueva familia, sellada en el sacramento eclesial, conlleva la disponibilidad a ser en el seno de la comunidad cristiana defensores y promotores  de carácter general de la alianza entre hombre y mujer: en el ámbito del vínculo social, de la generación de los hijos, de la protección de los más débiles, de la vida común.

Esta disponibilidad requiere una responsabilidad que tiene derecho a ser sostenida, reconocida y apreciada.

En virtud del sacramento cristiano cada familia se convierte, a todos los efectos, en un bien para la Iglesia, que por su parte pide ser considerada un bien para la misma familia que nace.

En esta perspectiva ciertamente será un don precioso, para el hoy de la Iglesia, la humilde disposición a considerar más equitativamente esta reciprocidad del <bonum  ecclesiae>: la Iglesia es un bien para la familia, la familia es un bien para la Iglesia…



La Iglesia, maestra segura y madre atenta, aunque reconozca que para los bautizados no hay otro vínculo nupcial que no sea el sacramental, y que toda ruptura de éste va en contra la voluntad de Dios, también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos, a los que les cuesta el camino de la fe.

<<Por tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día…

Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades.

A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas>> (EG, 44)”