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sábado, 6 de abril de 2019

EL RETO DE LA EVANGELIZACION: SIGLO XVII (2ª Parte)


 
 


La labor evangelizadora de la Iglesia se ha visto siempre condicionada por los hechos acaecidos a lo largo de la historia de la humanidad, desde el inicio de su fundación por Nuestro Señor Jesucristo, hasta nuestros días, después de más de veinte siglos…

Esto hace necesario recordar, una vez más, aunque solo sea de forma sumaria, algunos acontecimientos que llevaron a hacer del siglo XVII, uno de los más adversos para los seres humanos, tanto desde un punto de vista material, como espiritual.

Los cuarenta primeros años de este siglo estuvieron marcados por el desarrollo de una gran guerra que dejo <hambre, sudor y lágrimas> como se suele decir, en numerosos países de Europa, aunque tampoco faltaron crueles confrontaciones en otros continentes; en los años cuarenta del siglo XVII, se  produjo  una gran escases de alimentos y  terribles enfermedades, como consecuencia, entre otros factores, quizás no menos importantes, de fenómenos climáticos extremos, que por entonces tuvieron lugar en todo el globo terráqueo.

Durante estos aciagos años el índice de mortalidad creció considerablemente en muchos países, y en especial en aquellos pertenecientes al viejo continente, debido a las pérdidas de cosechas por el mal tiempo y  la aparición de enfermedades infecciosas, como la peste, por  las pésimas condiciones higiénicas por entonces existentes en el continente europeo.
 


El problema fue especialmente importante en las zonas rurales, lo que dio lugar a una disminución demográfica considerable en las mismas, independientemente de otros estragos causados por procesos bélicos  que pudieran estar ocurriendo en aquellos años.

El Papa Pablo V (Camilo Borghese) murió  en el año 1621 y su sucesor en la Silla de Pedro fue Gregorio XV (Alessandro Ludovisi) (1621-1623), también jurista y de carácter recio, el cual luchó por los intereses de la Iglesia de Cristo, siguiendo el ejemplo de su antecesor.

La guerra de los <Treinta años> estalló el mismo año de su muerte (Periodo danés), pero su labor como Vicario de Cristo había sido incansable en el corto periodo de tiempo que duró su Pontificado. Estableció una nueva normativa para la elección del Papa que constaba de tres etapas: escrutinio, compromiso y aclamación. Fundó la Sagrada Congregación  para la Propagación de la Fe y canonizó a muchos hombres y mujeres de vidas ejemplares para la Iglesia, entre ellos estaban santa Teresa de Ávila, fundadora del Carmelo, san Francisco Javier y san Ignacio de Loyola,



fundadores de los jesuitas, y san Felipe Neri fundador del Oratorio.

A la muerte de Gregorio XV, el Papa Urbano VIII (Maffeo Barberini) (1623-1644) ocupaba la Silla de Pedro; este futuro Pontífice, habiendo perdido a su padre a muy corta edad fue educado por su tío, Francesco Barberini que tenía el importante cargo de protonotario apostólico.

Durante su Pontificado canonizó a santa Isabel de Portugal el 25 de mayo de 1625 y a san Andrés Corsini el 22 de abril de 1629; también beatificó entre otros a san Francisco de Borja (1624), san Juan de Dios (1630) y san Josaphst Kunceoya (1643).

Sin duda para este Pontífice  las canonizaciones y beatificaciones eran, como en el caso de sus antecesores, temas prioritario, por el deseo de demostrar a su grey, lo importante que eran los santos;  y no sé equivocaba, pues sin duda ellos nos muestran las características que todo buen evangelizador debe tener, para cumplir con los deseos del Señor, y de esta forma ser perfectos colaboradores de la verdadera alegría  (Papa Benedicto XVI; Cuando Dios Llama; Ediciones Rialp, S.A. Madrid 2010):


“Según la concepción de san Pablo, aparecen en sus Cartas tres características principales que le convierten a él y a los demás en apóstoles:

La primera es <haber visto al Señor>, es decir, haber tenido con Él un encuentro decisivo para la propia vida…

La segunda característica es <haber sido enviado>… se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal…

El tercer requisito es <el ejercicio del anuncio del Evangelio>…
La misión de todos los evangelizadores, en todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de Cristo, colaboradores de la verdadera alegría…”



Todas estas características las poseía sin duda  el Papa Urbano VIII, tal como prueba el gran esfuerzo que realizó al promover la evangelización en países lejanos, no pertenecientes al continente europeo. Para ello se apoyo en los padres jesuitas, de los que había recibido sus primeras enseñanzas, a los que les encargó la cristianización de América y el Oriente.

Así mismo se apoyo en los padres dominicos para que la evangelización llegara a más pueblos, alejados por entonces del Dios verdadero; todos ellos lograron grandes éxitos, pues se llegaron a abrir un gran número de misiones, por allí donde pasaban, consiguiendo que se convirtieran muchos nativos.

Concretamente en Japón los jesuitas llegaron a abrir más de treinta colegios y en Etiopia el éxito alcanzado por estos esforzados misioneros fueron extraordinarios si se tiene en cuenta la gran oposición que encontraron por parte de los partidarios de otras religiones paganas allí establecidas.
 


Así mismo, a él, se debe también, el empeño de restablecer el catolicismo en Inglaterra ya que por entonces, literalmente estaba separada de Roma desde que Enrique VIII (1509-1547), resolviera, sobre la base establecida con anterioridad por su padre Enrique VII, la disolución de los monasterios católicos ingleses, declarando así el país prácticamente independiente del Pontificado romano.

Recordemos que en 1603 Inglaterra era ya un país claramente protestante, y que además había un número considerable de fieles esperando una segunda reforma para situar a su iglesia, más próxima al calvinismo. Otros en cambio se resistían a éste nuevo ataque al cristianismo católico.

Jacobo Estuardo, como rey  estaba obligado a mediar en estos conflictos y se puede decir que lo hizo relativamente bien en algunos aspectos…

Así por ejemplo, en Escocia consiguió que la Iglesia reformada conservara a sus obispos, mientras que en Inglaterra fomentó más bien la doctrina calvinista. Este delicado equilibrio religioso mantenido por Jacobo I se rompió sin embargo en 1625 por el acceso al trono de su único hijo, Carlos I, el cual contrajo matrimonio con  Enriqueta María, la hija católica del rey Luis XIII de Francia, con el beneplácito del por entonces Papa, Urbano VIII.

Sin embargo los escoceses se revelaron  y en 1640 su ejército marchó hacia  el sur hasta Inglaterra para exigir la retirada de las reformas religiosas a favor de la Iglesia católica.



En el año 1644 moría el Papa Urbano VIII, y en este mismo año el ejército parlamentario se reorganizó; sin embargo las fuerzas realistas sufrieron un duro golpe y en 1646 el rey se vio obligado a rendirse y poco después  fue abolido el episcopado y se estableció en toda Inglaterra una Iglesia con doctrina  absolutamente calvinista.

El Conclave para la elección de un nuevo Papa se puede decir que fue tormentoso, debido en parte, a la enemistad existente en aquellos tiempos entre España y Francia (en 1635 Francia declaró la guerra  a España, guerra que duró hasta 1659).

Durante el Conclave para elegir al nuevo Papa, la fracción francesa había acordado no dar el voto a nadie que fuera amigo de España, pero luego temiendo que fuera elegido finalmente como Pontífice un enemigo de Francia, los cardenales franceses se pusieron de acuerdo con los españoles para elegir a Giambattista Pamphili  que fue nombrado nuevo sucesor de la Silla de Pedro con el nombre de Inocencio X (1644-1655); natural de Roma, miembro de las Comisiones del Concilio de Trento y con una carrera eclesiástica muy importante que le había conducido finalmente a ser nombrado cardenal-presbítero de san Eusebio (1629).
 
 


El nuevo Pontífice quiso corregir la situación económica de la Iglesia a consecuencia de la mala gestión del Pontífice anterior que favoreció quizás en exceso los gustos y caprichos de sus pariente más cercanos, si bien hay que tener en cuenta que muchos de los gastos producidos correspondían a construcciones de edificios importantes pertenecientes a la Iglesia, como por ejemplo <Castel Gandolfo>.

En este sentido, una de las primeras acciones de Inocencio X fue aclarar la situación del cardenal Francesco Barberini (pariente cercano de Urbano VIII), por posible apropiación de dinero público. Para escapar del castigo del nuevo Papa,  Barberini huyó a Paris, junto con sus simpatizantes, donde fueron bien acogidos por el cardenal Mazarino (1641-1661).

El Papa Inocencio X confiscó entonces sus posesiones y emitió una bula ordenando que todos los cardenales que habían abandonado o abandonasen en un futuro los Estados Pontificios sin permiso del Papa y no volviesen  en un periodo de tiempo de seis meses, fueran privados de sus beneficios eclesiásticos y hasta del cardenalato.



El Parlamento francés no estando de acuerdo con las disposiciones del nuevo Papa, declaró nulas e invalidadas las ordenanzas del mismo. El Papa no se amilanó ante esta difícil situación, sin embargo finalmente tuvo que ceder ante el peligro de que el cardenal Mazarino enviara tropas a Italia para invadir los Estados Pontificios…

No obstante, algún tiempo después, cuando el cardenal Mazarino arrestó al cardenal Retz (1652), el Papa Inocencio X protestó valientemente ante este claro acto de violencia  y protegió al cardenal cuando huyó de Francia. Todo esto demuestra que en aquellos momentos, las relaciones del Pontificado con el país galo  eran muy tirantes.

En cambio, la relación con Venecia, que había sido mala durante el Pontificado de Urbano VIII mejoró notablemente,  gracias a que el nuevo Papa, ayudó a los venecianos económicamente para la lucha contra sus enemigos.
 
 


Una de las medidas tomadas por el nuevo Pontífice más favorable a la Iglesia católica fue la emisión de una bula (Zero domus Dei) en la que se declaraba invalidados los artículos de la paz de Westfalia (Guerra de los Treinta años) contrarios a la fe de Cristo.

Mediante otra bula el Papa Inocencio X (Cum ocasione, 1653), condenó el jansenismo de nuevo (Urbano VIII ya lo había hecho con anterioridad), iniciándose así grandes controversias entre los que estaban de acuerdo con las ideas defendidas por este movimiento religioso y los que estaban en contra, esto es, la mayor parte de la Iglesia católica, que lo había condenado como herético.

El autor de este movimiento herético dentro del seno de la Iglesia fue el teólogo y obispo Cornelio Jansenius (1505-1638) el cual interpretando mal las enseñanzas de san Agustín escribió un libro, el <Agustinus>, que provocó que algunos religiosos se apartaran del mensaje de Cristo.



Así por ejemplo los religiosos del convento cisterciense de Port Royal lo acogieron como norma, siendo así que la iglesia católica lo había condenado con sus Pontífices a la cabeza, por contener tesis muy peligrosas especialmente contra el tema de la salvación, puesto que llegaban a negar la libertad que Dios ha dado al hombre para conseguirla.

El Papa Inocencio X  que había estudiado jurisprudencia, como es natural amaba sobre todas las cosas la justicia, y era un hombre de una moral muy elevada, todo ello le llevó a tener que imponer orden y concierto, como se suele decir, entre los componentes de su grey, lo que le llevó a tener muchos enemigos. Estos enemigos le acusaron de haber sido excesivamente condescendiente con algunos de sus parientes más cercanos y en especial con su cuñada (Olimpia Maidalchini), la cual en algún sentido, ejerció por desgracia cierta influencia sobre él.

Esta mujer de conducta despreciable, a la muerte del Papa (1655), se cuenta que sustrajo de las dependencias del Papa todo lo que de valor pudo encontrar, estando aún presente su cadáver. Gracias a los amigos del Pontífice este pudo ser por fin enterrado en la basílica patriarcal del Vaticano, aunque más tarde fue trasladado a otro lugar por su sobrino.


Fabio Chigi, natural de Siena (Italia), fue elegido nuevo Papa a la muerte de Inocencio X, tomando el nombre de Alejandro VII (1655-1667) y pertenecía, como en el caso de su antecesor, a una familia poderosa e ilustre italiana.

De constitución frágil, su niñez se caracterizó por un sufrimiento grande, que se prolongó en el tiempo ya  avanzada su juventud, provocándole graves problemas de salud, e impidiéndole su asistencia a la escuela como cualquier otro niño o joven.

La primera educación la recibió de su madre, una mujer devota y preocupada por el futuro de su hijo y posteriormente de los sucesivos tutores que ella buscó para su mejor desarrollo, los cuales enseguida pudieron comprobar que aquel niño de apariencia débil y enfermiza poseía una gran inteligencia y capacidad de estudio. Con solo 27 años se doctoró en filosofía, derecho y teología. En 1626 inició su carrera eclesiástica en Roma y un año después el Papa Urbano VIII le asignó un cargo importante en Ferrara, a partir del cual progresó rápidamente en su carrera eclesiástica.

Durante el Pontificado de Inocencio X  fue nombrado enviado extraordinario del Papa a la Conferencia de Münster donde defendió enérgicamente los intereses de la Iglesia católica, en las negociaciones entre naciones que dio lugar a la paz de Westfalia tras la guerra de los <Treinta años>,  y 1652 fue llamado a Roma con el nombramiento de Secretario de Estado, alcanzado el Cardenalato un poco después.

Con una carrera eclesiástica tan excelente no es de extrañar que a la muerte de Inocencio X los Padres del Conclave lo eligieran a él como nuevo representante de Cristo sobre la tierra, aunque tras largas deliberaciones, poniendo en él todas sus esperanzas a favor de la Iglesia.
 


Al Papa Alejandro VI (1655-1667), le toco defender y guiar a la Iglesia de Cristo durante un periodo de tiempo muy difícil para la misma, a causa de las denigrantes imposiciones sobre los clérigos, por parte de algunos nobles y grandes estadistas,  consecuencia del nepotismo social que entonces imperaba.

El nuevo Papa se impuso una vida austera, lejos de festejos o vida social depravada; se alejó de sus parientes inmersos en aquel mundo, pero la situación jurídica del Pontificado era débil y se encontraba en grave riesgo en medio de las llamadas <guerras de religiones>. Esto hizo que el Consistorio romano decidiera atraer a la familia del Papa, noble, rica y con gran influencia política a Roma, por miedo a los enemigos de la Iglesia; sin embargo esta fue quizás una mala decisión porque aumentó el nepotismo y el pueblo romano lo sufrió.

El Papa incapaz de oponerse a sus familiares más cercanos, se vio inmerso en graves problemas con Francia, especialmente debido a la mala influencia que el consejero de Luis XIV, el cardenal Mazarino, ejerció sobre el soberano, el cual durante toda su vida se negó a enviar la normal embajada de obediencia al nuevo Pontífice y obstaculizó el nombramiento de un embajador francés en Roma.

Animados los jansenistas franceses con este comportamiento de su rey, presentaron de nuevo cara al Papa, declarando que las proposiciones condenadas por la Iglesia en 1653 no se encontraban en el libro <Augustinus> escrito por Cornelius Janse. El Papa en respuesta a este comportamiento herético, en 1665 confirmó con energía la postura de la Iglesia, condenando mediante una Bula, <Ad Sacram>, nuevamente el jansenismo con la idea de erradicarlo cuanto antes.

Los enemigos de la Iglesia han tratado de ensombrecer la excelente gestión realizada por el Papa Alejandro VI durante el tiempo que ocupó la Silla de Pedro; quizás fue débil con sus familiares en algún momento, pero él dio ejemplo de vida austera y favoreció en todo momento la situación de su grey, dejando además muy mejorado el aspecto de la capital del cristianismo, promocionando la labor de  grandes arquitectos, como el genial Bernini.

Su sucesor en la Silla de Pedro Clemente IX (Giulio Rospigliosi) solo permaneció en la misma escasamente dos años (1667-1669). Todo un intelectual, a los 23 años obtuvo el doctorado en la Universidad de Pisa. Nombrado profesor de filosofía en esta Universidad, llevaba una vida ascética dedicada al estudio y la oración. Por todo esto llamó pronto la atención de la corte romana, en unos años en los que los Pontífices tenían una gran influencia social.

Disfrutó de la simpatía del Papa Urbano VIII y a la muerte de éste, durante el Pontificado de Inocencio X se retiró de nuevo del mundo cortesano para seguir una vida de recogimiento.

Durante el Papado de Alejandro VII, éste le llamó a Roma, nombrándole secretario de estado y cardenal sacerdote. Por su vida virtuosa y su extremada caridad para con los mas desahuciados, el pueblo llano le tenía gran afecto por lo que a la muerte de Alejandro VII fue elegido Papa por votación unánime del Sacro Colegio.


Era gran defensor y practicante de los Sacramento, especialmente se interesaba por el de la confesión o reconciliación, que el impartía en la Iglesia de San Pedro, escuchando la confesión de cualquier persona que quisiera acercarse a su confesonario, al menos una vez por semana.

Visitaba con frecuencia los hospitales y socorría a los pobres de Roma. Además en tiempos en los que el nepotismo entre las clases altas estaba de moda, él se negó a favorecer a sus familiares y su humildad era tan extrema que incluso nunca quiso que su nombre apareciera en los edificios de la iglesia construidos bajo su mandato.

Era aficionado a la música y escribió varios libretos para operas con argumentos religiosos, especialmente sobre temas relacionados con la vida de los santos. De esta forma colaboró sin duda con el tema de la evangelización haciendo del teatro una excelente herramienta.

Por supuesto que también se interesó por la beatificación y la canonización de  hombres y mujeres de vidas intachables, como por ejemplo santa María Magdalena de Pisa, san Pedro Alcántara o santa Rosa de Lima, todo ello en el corto plazo de tiempo de dos años; sus hagiógrafos aseguran que murió de forma repentina a causa de gran disgusto, como consecuencia de algún hecho histórico de relevancia, del momento…
 

Santa Rosa de Lima, es la primera santa americana y un ejemplo extraordinario para todas las personas que aman a Cristo. Natural de Lima (Perú) (1586-1617), fue bautizada con el nombre de Isabel, pero su gran belleza hizo que la llamaran Rosa desde muy niña.

Su familia era humilde pero vivían bien, hasta que  el fracaso de su padre en el negocio de la minería, quedó en la pobreza más absoluta. Para ayudar a su familia cultivaba el huerto de unos amigos y por las noches hacia trabajos de costura, sin olvidarse nunca de ayudar a los que eran más pobres que ella, pues consideraba que sirviéndoles a ellos, servía a Jesús.

Desde que era niña demostró poseer el maravilloso don de la paciencia en el sufrimiento, así como su deseo de mortificación por amor a Cristo. Sus hagiógrafos cuentan las cosas que hacía en este sentido, como el ayuno extremo u otras prácticas de ascetismo. No deseando casarse a pesar de que eran muchos los pretendientes a su mano, quiso entrar en la Tercera orden de las dominicas. Así lo hizo, ocupando una pequeña celda en la que practicaba con asiduidad la oración contemplativa.

Por su comportamiento ascético y santo, sufrió el <acoso y derribo> de muchas personas que en otro tiempo fueron sus amigos y sobre todo el diablo celoso de su amor a Cristo la asaltaba con violencia sometiéndola a constantes tentaciones.

Pero ella fue fiel a Cristo y su Mensaje, y por ello el Señor la recompensó con creces. Hasta el último momento de su vida, sometida a una gravísima enfermedad le fue fiel a Cristo y se cuenta que en oración ésta era su plegaria:



<Señor incrementa mis sufrimientos y con ello tu amor en mi corazón> 

 

 

  

    

 

  

 

 

 

 

 

miércoles, 3 de abril de 2019

EL RETO DE LA EVANGELIZACION: SIGLO XVII (1ª Parte)


 
 




Antes de empezar a hablar sobre la labor evangelizadora de la Iglesia  a lo largo de un tiempo pasado, parece conveniente recapitular, aunque solo sea de pasada, sobre los hechos históricos, más relevantes, que  tuvieron lugar durante el mismo.

Sin duda, en el caso concreto del siglo XVII, se hace difícil esta labor, debido al enorme estado de convulsión que por entonces, el mundo entero sufrió, dando lugar a  terribles confrontaciones armadas, hambrunas asoladoras y pobreza infinita de los más humildes, abandonados por los poderosos; todo ello acompañado de grandes cambios climáticos, en todo el globo terráqueo.

Quizás lo más conveniente, para un análisis somero sobre la situación general de esta época podría ser, ir poco a poco, pero eso sí, haciendo siempre hincapié en el tema que nos interesa, esto es, los grandes avances en la evangelización de los pueblos.

En este sentido, hay que reconocer que la deriva del protestantismo, resultante del movimiento religioso que hizo su aparición en Europa Occidental en el siglo XVI, en el ámbito  filosófico, en el político y sobre todo en el religioso, provocó un gran confusionismo que condujo finalmente al llamado racionalismo; una corriente filosófica que acentúa el papel de la razón en la adquisición del conocimiento, en contraposición con el sentido de la percepción a través de la experiencia o empirismo. 

Por otra parte, las diferencias religiosas entre los cristianos, llevaron por desgracia, en muchas ocasiones, a persecuciones, y luchas sangrientas y sobre todo dieron lugar en el caso concreto del continente europeo  a una larguísima y destructora conflagración entre  pueblos, que se dio en llamar, la  Guerra de los Treinta años.
 


Sucedió que durante el Sacro Imperio Romano Germánico, tanto católicos como protestantes, no estaban de acuerdo con la solución que se había dado a la pugna  religiosa, por entonces, existente entre ellos, con la aquiescencia del emperador Carlos V (1500-1558); mientras los primeros se agrupaban en la <Liga Católica>, los segundos lo hacían en la <Unión Evangélica>.

Por otra parte, los emperadores de la época, adoptaron una actitud política indefinida respecto a ambos bandos; mientras que Fernando I (1558-1564), hermano de Carlos V, parecía que toleraba bien la situación creada, Maximiliano II (1564-1576), se suponía que favorecía  la restauración católica y Rodolfo II (1576-1612) concedió a Bohemia la Carta  Majestad, por la que se establecía la libertad de cultos y la posibilidad de que, los protestantes pudieran edificar iglesias en lugares reales.

Por todo esto, muchos historiadores opinan que la guerra de los Treinta años fue la última de las confrontaciones de carácter religioso, que transformó el equilibrio europeo, para pasar  la dirección de Europa de los Austria a Francia.

Por otra parte, mientras en el Imperio no era posible resolver la pugna religiosa, ni limitarla a un problema exclusivamente interior, debido a la acción  de las potencias rivales de la Casa de Austria, en cambio, en  Francia por el buen talante político de sus dirigentes, se pudo acabar con los hugonotes y así estar preparados para una posterior contienda global.

La guerra de los Treinta años se suele subdividir en cuatro etapas o periodos más o menos definidos: Bohemio-Palatino (1618-1623), Danés (1623-1629), Sueco (1629-1639) y Francés (1634-1648). Esta tremenda guerra se cerró aparentemente de forma definitivamente con la llamada Paz de Westfalia en 1648.


España y Holanda firmaron la paz de La Haya, por la que reconocían ambos países la independencia de la última, mientras que los tratados llevados a cabo en las ciudades westfalianas de Osnabruck  y Munster, ratificaron aquellos aspectos religiosos que estaban en juego, la paz de Augsburgo, con la libertad religiosa de los príncipes, que podían imponer en su territorio la religión que ellos profesaban. Además se concedía plena libertad a los estados alemanes, convirtiéndose el emperador en un soberano prácticamente sin autoridad…

De esta forma el Imperio perdía toda posibilidad de una futura unificación. Finalmente hay que destacar también el hecho de que se produjeron  visibles cambios territoriales, así por ejemplo al elector de Brandeburgo se le adjudicó Pomerania Oriental y Magdeburgo, mientras que Suiza se quedaba con   la desembocadura del Weser y del Oder  y la Pomerania Occidental.

En cuanto a Francia se le reconocía la posesión de los tres Obispados de Metz, Toul y Verdúm, que ya estaban en su poder, y conseguía Alsacia. Así mismo se reconocía la independencia de Suiza y Holanda.

Haciendo balance sobre la situación en que quedaron las distintas naciones después de este singular reparto de poderes, y tras una guerra tan mortal y devastadora, los historiadores del tema aseguran  que las grandes ciudades y poblaciones del entorno quedaron totalmente destruidas, y las gentes se encontraban en situaciones muy comprometidas de subsistencia además de muy disminuidas desde el punto de vista de la natalidad, como consecuencia de la terrible confrontación acaecida, y  los graves cambios climáticos que también por entonces tuvieron lugar en todo el Planeta.
 


Uno de los grupos civiles que más sufrieron las consecuencias de un ambiente tan adverso para la existencia humana fueron, como casi siempre, las mujeres y los niños; las mujeres quedaron en muchos casos viudas y con hijos a los que alimentar y proteger de tamaña indigencia. Y no solo esto, fue causa de grandes sufrimientos para ellas y sus hijos, según consta en los archivos de la historia, muchas de ellas murieron sin haber participado directamente en los combates que tuvieron lugar a lo largo de estos interminables treinta años…

Los estudiosos de este siglo, cuentan que en 1642, ciertos gobiernos protestantes, que por entonces luchaban contra las tropas de los católicos, ordenaron a sus soldados que no perdonaran la vida a ninguna mujer, creyente católica, porque eran muy activistas e incitaban a sus propios esposos a tomar partido en la guerra, y además eran perturbadoras del nuevo sistema implantado en la sociedad (El Siglo maldito; Geoffrey Parker; Editorial Planeta, S. A. 2017):

“Una viuda alemana se refería en 1654 a estas víctimas indirectas de la guerra: ella era, se lamentaba, <una pobre mujer con sólo un pequeño terreno a su nombre> que debía por tanto <ganarse amargamente la vida>. Si ella, o cualquier otra mujer, que viviera sola, infringía la ley, los hombres que presidían los tribunales locales las sentenciarían a trabajos forzados; si no se comportaban de una forma servil y dócil, sus vecinos varones la proscribirían; y aunque la permitieran quedarse, lo normal era que le negaran la oportunidad de aprender o ejercer un oficio y competir de este modo con ellos. Una vida amarga sin lugar a dudas”

Ciertamente, ante tanta falta de caridad y amor al prójimo, el panorama social y político del siglo XVII, no fue nada halagüeño para la Iglesia católica, ante la aparición de numerosas desviaciones respecto de sus enseñanzas. En efecto, algunos visionarios lanzaron al aire diversas interpretaciones, todas ellas erróneas, en contra del Mensaje de Cristo.



Entre ellas destacaremos especialmente el jansenismo, debida a Jansenio, un profesor de Lovaina y obispo de Iprés; los principales puntos de la  doctrina defendida por éste, eran: la falta de libertad del hombre, la imposibilidad de cumplir determinados mandamientos de la Ley de Dios y la consideración de que Jesucristo no murió por todos los hombres, sino solamente por los predestinados. Sus hipótesis, no demostrables en manera alguna, fueron totalmente revocadas por la Iglesia a cuya cabeza por entonces se encontraba el Papa Inocencio X (1644-1655), el cual así lo manifestó. Sin embargo, Jansenio no  tomó en cuenta la revocación de sus peregrinas ideas y siguió propagándolas, con el beneplácito de sus seguidores, pero fueron de nuevo condenadas por el Papa Clemente XI en el año 1713.

Un ideario que también surgió en éste siglo fue el Absolutismo, el cual concedía al primer poder del Estado, una facultad de gobierno omnímoda y por encima de todo derecho, aún el espiritual. Nacida en Francia, quedó perfectamente definido por la célebre frase  de Luis XIV: <L´etad c´est moi> (El Estado soy yo) …

Se extendió este ideario por España, donde recibió el nombre de Regalismo, en Austria donde recibió el nombre de Josefismo, en Alemania con el nombre de febronianismo, y en Italia sin un nombre concreto, provocando una separación total de ideas entre los intelectuales y la Iglesia, que culminó con el Sínodo diocesano de Pistoya (Toscana) en el año 1786 convocado por el obispo Scipione de Ricci. Su objetivo era la reforma de la Iglesia católica adoptando de nuevo doctrinas del jansenismo. Fueron condenadas sus resoluciones en el año 1794 mediante la bula <Auctorem Fidei>, bajo el Pontificado de Pio VI.

Concretándonos a la historia de España a partir de la paz de Westfalia, se puede decir  que entre ésta, y Francia, continuaron las hostilidades, durante al menos diez años más, hasta  la paz de los Pirineos, en la que España perdió Artois, Rosellón y Cerdeña y finalmente Francia pasó a tener en Europa la supremacía en sus manos.

El siglo XVII es uno de los más gloriosos  en el aspecto cultural, para España, pero al mismo tiempo marcó su declive en el campo de la política, a nivel mundial. Entre las posibles causas de este agotamiento se puede citar la falta de un desarrollo económico capaz de apoyar la pujanza política que se logró a principios del siglo XVI, a causa de las continuas guerras.

Recordemos de nuevo, que en Alemania,  Lutero  fue el iniciador de una reforma de la Iglesia (protestantismo), y que muchos de los príncipes de Europa la siguieron; concretamente en Inglaterra se extendió esta doctrina por motivos personales del monarca reinante, en Holanda vieron en ella un buen motivo favorecedor para conseguir su autonomía, mientras que en Francia, dividida por la lucha religiosa entre protestantes y católicos, no llegó a existir una posición dominante.


Únicamente España pudo mantener el espíritu religioso de unidad, por lo que políticamente se vio enfrentada al resto de Europa. Desde este punto de partida surgió seguramente el movimiento cultural y religioso de la Contrarreforma.

Frente a la posición crítica intelectual y fatalista de los protestantes, se desarrolló un sentido de exaltada actividad religiosa y cultural en general, que se puede apreciar ya, de forma evidente, en san Ignacio de Loyola (1491-1556) y santa Teresa de Ávila (1515-1582).

A principios del siglo XVII fue elegido Papa un hombre de origen noble llamado Camilo Borghese, con el nombre de Pablo V (1605-1621). Había nacido en Roma el 17 de septiembre de 1550 y su educación fue esmerada dentro de una familia rica. Estudió jurisprudencia en las ciudades de Perugia y Padua llegando a ser un canonista con gran preparación y habilidad en este campo del saber.

En el año 1596 fue hecho Cardenal por el Papa Clemente VIII (1592-1605) y se convirtió en el Cardenal-Vicario de Roma. Alejado, en principio, de los conflictos políticos de la época dedicaba su tiempo libre a seguir estudiando, siempre en el tema de la jurisprudencia, por lo que llegó a ser una persona con grandes conocimientos al respecto. Quizás esto influyera también algo a la hora de su elección como Papa a la muerte repentina de León XI (1605), que solo llegó a estar en la silla de Pedro unos pocos días…

Fue prudente al no mezclarse personalmente en las querellas entre Francia y España, pero tuvo graves problemas con el estado de Venecia, a cuya <Signoría> excomulgó, entre otras causas, por no querer reconocer la exención del clero a la jurisdicción de las cortes civiles y por promulgar leyes contrarias a la Iglesia romana.

En 1600 este Papa pronunció la sentencia de excomunión contra el dogo, el senado y el gobierno de Venecia, aunque más tarde, aceptó un reducido espacio para la sumisión, tras lo cual impuso una censura eclesiástica sobre la ciudad.
 


Ante esta situación el clero se vio obligado a tomar una clara postura a favor o en contra del Papa. Exceptuando los jesuitas, los teatinos y los capuchinos, que fueron expulsados inmediatamente del estado, el cuerpo entero del clero secular y regular permaneció con el gobierno, y continuó administrando los sacramentos y celebrando misas, a despecho de la censura eclesiástica emitida por el Pontífice.

El cisma duró cerca de un año y la paz se  logro por mediación de Francia y España. A partir de ese momento, la republica prometió <conducirse a sí misma con su piedad acostumbrada>…

Tras estas oscuras palabras, el Papa se vio obligado a declararse satisfecho y retiró las censuras el 22 de marzo de 1607, permitiéndose entonces, el regreso de los capuchinos y los teatinos, pero no se admitió nuevamente a los jesuitas.

Este Pontífice fue realmente una persona que lucho mucho por los derechos de nuestra santa madre Iglesia frente a la problemática de la época, que llevaba a los distintos países a estar inmersos en sus propios intereses.

Sin embargo, se ha censurado a menudo a esta gran figura del cristianismo, por favorecer de forma exagera, eso dicen los críticos, a la nobleza del momento, muchos de cuyos personajes eran realmente parientes suyos. Sí, esto puede ser cierto, sin embargo hay que reconocer también, que estos mismos nobles consagraron sus rentas publicas al embellecimiento de Roma y en particular colaboraron en todas las obras emprendidas por la Iglesia en este sentido.
 
 



Concretamente, durante este Pontificado se finalizo la Basílica de san Pedro, después de varios siglos de la iniciación de tan magna empresa y se enriqueció con nuevas obras de arte para alabanza y culto a Dios a lo largo de los siglos:

“El templo es el lugar donde mora Dios, espacio de su presencia en el mundo. Por eso es el lugar de reunión donde se realiza constantemente la Alianza.

Es  punto de reunión de Dios con su pueblo, que en Él se encuentra también consigo mismo.

Es el lugar donde resuena la palabra de Dios, donde se implanta el código de sus preceptos y queda visible a todos.

Es, finalmente, lugar de la gloria de Dios. Esta gloria de Dios brilla en la pureza de la Palabra; pero aparece también en la belleza festiva del culto”



(Papa Benedicto XVI; Un canto nuevo para el Señor; Ediciones Sígueme S.A.U., 1995)

El Papa Pablo V, beatifico o canonizo, a muchos hombres y mujeres que habían realizado una labor evangelizadora enorme por Cristo y su Iglesia, dando muchas veces la propia vida,  en defesa de la Palabra. Además bajo su Pontificado se enriqueció la Biblioteca Vaticana y se fundó un amplio número de institutos para la educación y la caridad que añadieron un gran valor social a la Iglesia de todo los tiempos.

Este Papa murió en el año 1621 y ya había estallado por entonces la gran guerra de los Treinta años: Periodo Bohemio-Palatino (1618-1623); su sucesor  fue Gregorio XV (1621-1623), que también era jurista y de carácter recio como su predecesor, por lo que siguió luchando a favor siempre de los derechos de la Iglesia de Cristo.

El Periodo Danés de la guerra de los Treinta años estalló en 1923, el mismo en que murió este Pontífice, el cual dejo tras de sí un gran trabajo, a pesar del corto tiempo que estuvo en la Silla de Pedro. Cabe destacar, dentro de su labor, el hecho de haber establecido una nueva normativa para la elección del Papa y la fundación de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. 

Favoreció, por otra parte, las canonizaciones de varios hombres y mujeres que demostraron su santidad,  evangelizando a los pueblos con entusiasmo, durante los tiempos revueltos que les toco vivir, y que aún hoy en día siguen haciéndolo a través del ejemplo dado;

 


entre ellos se encuentran, santa Teresa de Ávila (1515-1582), doctora de la Iglesia y fundadora de la orden carmelita reformada, san Ignacio de Loyola (1491-1556)

 
 


y san Francisco Javier (1506-1552), fundadores de la orden de los jesuitas.

Los Papas de todos los tiempos se han preocupado de forma muy particular  por los temas de beatificación y canonización, porque los hombres y mujeres santos, que en el mundo  han sido, nos protegen del enemigo común y nos sostienen y conducen en nuestro caminar hacia Dios.

El Papa Francisco en su reciente Exhortación Apostólica, <Gaudete et exsultate> (19/3/1918), nos ha hablado de las beatificaciones y canonizaciones en los términos siguientes:



“En los procesos de beatificación y canonización, se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio, y también los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenida hasta la muerte. Esa ofrenda  expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración de los fieles”

Sin duda los dos Papas del siglo XVII que acabamos de recordar, tuvieron en cuenta todas estas cosas de las que el Papa Francisco nos habla en su Exhortación, a la hora de llevar a cabo  beatificaciones y canonizaciones durante sus respectivos Pontificados. 

Durante este siglo hubo también, en el viejo continente,  hombres y mujeres, que cumplieron con creces los requisitos necesarios para su canonización por la Iglesia. Recordaremos a algunos para que nos sirvan de ejemplos de vida, aunque como es natural hubo muchísimos más, sin contar, por supuesto, aquellos que también fueron santos, pero de forma totalmente anónima.

San Roberto Belarmino (1542-1621) nació en Montepulciano (Italia); su madre era hermana del Papa Marcelo II (1555), el cual ocupó solo unos días  la Silla de Pedro, según se cuenta, a causa de su carácter, sumamente virtuoso y muy riguroso…Tenia por tanto este santo, un ejemplo familiar muy importante, lo que sin duda le sería de gran ayuda en los primeros años de su vida.

Estudió y se preparo intelectualmente bien, en el seno de una familia acomodada y creyente y cuando llegó el momento supo defender a la Iglesia católica. Hombre inteligente y observador de los sucesos históricos de la época que le tocó vivir, evangelizaba de palabra y por escrito de tal manera que sus enemigos espantados comentaban al leer sus libros: <Con escritores como éste, estamos perdidos. No hay como responderle>
 


Sus enemigos eran numerosos, y por este motivo el padre Aquaviva considero conveniente alejarlo de las esferas políticas y burocráticas del Vaticano, para  que permaneciera tranquilo dentro de la Compañía de Jesús. Le nombró director espiritual del Colegio romano y allí pudo conocer a san Luis Gonzaga (+1591), pero sus cualidades morales e intelectuales habían llegado a oídos del Papa Clemente VIII (1592-1605) que le nombro cardenal.

 


Él en principio se negó a aceptar semejante dignidad, por otra parte, incompatible con su voto de jesuita, pero el Papa Clemente le obligo a aceptar.

Sin embargo, Roberto siguió viviendo sencillamente como venía haciéndolo siempre. Los últimos años de su vida los dedico a rezar y a obedecer como si fuera un sencillo novicio en el noviciado de los jesuitas donde se había retirado con permiso del Papa.

Quizás uno de sus legados mejores fue el catecismo en forma de diálogo que sirvió para evangelizar a muchas generaciones de niños. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621;

 
 


el Papa Pio XI (1922-1939), lo canonizo y le declaró doctor de la Iglesia, por su defensa de la Iglesia y su vida ejemplar, dedicada a dar a conocer la Palabra de Dios.

Como es natural, hubo muchos más hombres santos, sin contar como antes hemos recordado, aquellos que no fueron beatificados y canonizados, pero sobre los que el Espírito Santo derramo sus dones con largueza. No obstante los nombrados y brevemente recordados sirven de ejemplo preclaro de cómo en los tiempos revueltos también la santidad está presente en la Iglesia de Cristo.

Por supuesto que también hubo mujeres que cumplieron con los requisitos necesarios para su canonización y/o su beatificación por la Iglesia, y que vivieron en el siglo XVII. Entre ellas queremos recordar a  santa Juana Francisca Chantal (1572-1641) la cual dio ejemplo de caridad inmensa hacia los más desfavorecidos y realizo una gran labor evangelizadora siguiendo el ejemplo de san Francisco de Sales al cual tomo como confesor, fundando la orden de la Visitación que tanta gloria dio a la Iglesia de Cristo.

Santa Juana Francisca nació en el seno de una familia creyente, y aunque perdió a su madre muy pronto, su padre un hombre de gran nivel cultural (fue presidente del parlamento de Burgundy), se cuido de ella y de sus hermanos de tal forma que no necesitaron instructores, especialmente en el aspecto religioso.

Se caso muy joven con el barón  de Chantal (oficial del ejército francés), pero quedó viuda muy pronto, con un hijo pequeño y tres hijas (tenía entonces veintiocho años), y ya había padecido con anterioridad la muerte de tres hijos en su infancia. Al principio de su viudez vivió en casa de su suegro con sus hijos, pero pasado un corto periodo de tiempo sintió la llamada de Dios a la vida religiosa. Por entonces había crecido la fama de san Francisco de Sales, célebre autor del libro de piedad <Introducción a la vida devota>  y tuvo ocasión de conocerlo con motivo de unos ejercicios espirituales que el santo Doctor dio en Dijon.

A partir de entonces, todo el trabajo de esta santa mujer se centró  en cooperar en el proyecto de Francisco de Sales, que no era otro que la fundación de la orden de la Visitación. El santo Doctor redactó su Regla.


La primera casa que fundó se encontraba en Annecy y poco después se unieron a su orden otras santas mujeres, que colaboraron con ella en el ejercicio de la caridad con los más necesitados. Durante el tiempo en que la peste azotó la zona, ella y sus hermanas no abandonaron la congregación y gracias a sus numerosas limosnas se pudo aliviar en parte tan tremenda calamidad para la población.

Murió la santa en 1641 y se cuenta que sus hijas le descubrieron, grabado en el pecho, el nombre de Jesús.



Sin duda, los santos beatificados o canonizados por la Iglesia son ejemplos extraordinarios que nos ayudan en el ejercicio de la labor evangelizadora y sobre todo en la santificación de nuestras vidas; todos ellos, como los que hemos recordado de este siglo XVII merecen ser estimados y considerados nuestros intercesores a través de Cristo para lograr la gloria, pero pensemos también en esos otros santos anónimos que están, como dice el Papa Francisco, por todas partes, a lo largo de los siglos, por la gracia del Espíritu Santo (Exhortación Apostólica <Gaudete et exúltate>; dada en Roma el 19 de marzo de 2018):

“El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel a Dios, porque <fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente>” (Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9)

 


 

 

domingo, 31 de marzo de 2019

LA IGLESIA DEBE CONTINUAR HASTA EL FINAL DE LOS SIGLOS LA OBRA EVANGELIZADORA DEL SALVADOR


 
 
 
 
 
Ciertamente, por importante que sea la labor social de la Iglesia, para paliar las necesidades materiales de la humanidad, y más en tiempos de crisis económica como la actual, el verdadero <núcleo>, la <verdadera razón de ser> de la Iglesia de Cristo,  es  ser <Misterio>, ser <Sacramento universal de salvación>. En este sentido, resulta interesante recordar  las enseñanzas del Papa Benedicto XVI  (Un canto para el Señor. Cardenal Joseph Ratzinger. Ed. Sígueme. Salamanca 2011):


“La situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis <Jesús sí, Iglesia no> parece típica del pensamiento de una generación… Detrás de esta difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia, late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de afrontar no se expresa con la fórmula <Jesús sí, Iglesia no>, habría que decir  <Jesús sí, Cristo no>, o <Jesús sí, el Hijo de Dios no>… La separación entre Jesús y Cristo, es a la vez, separación entre Jesús e Iglesia; se deja a Cristo a cargo de la Iglesia; parece ser obra suya… Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con él una nueva clase de libertad, de redención…”

 
 
 
La pregunta que surge ante esta denuncia del Cardenal que más tarde sería  Pontífice es: ¿Cuáles son las raíces de esta separación entre Jesús y Cristo? Ésta es una cuestión que viene de lejos, de los inicios de la Iglesia, tal como podemos leer en la  primera Carta del Apóstol San Juan, con ocasión de las desviaciones del Mensaje del Mesías, por parte de algunos que llamándose creyentes, se comportaban como verdaderos anticristos.


A la cabeza de todos ellos se encontraba un líder de una secta próxima al gnosticismo,  que para desprestigiar la figura de Cristo mantenía, entre otras herejías, que Éste había venido en agua, pero no en sangre…

San Juan rebatía sus herejías y  en una Carta preguntaba (I Jn 2, 22): ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo, y más tarde en esta misma epístola llega a decir (Jn 4, 2-3): <En esto podréis conocer al Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del anticristo>.

Entre las causas, que han podido contribuir al empeño  de desprestigiar la figura de Jesús, Benedicto XVI menciona en primer lugar, la construcción del llamado <Jesús histórico> (Ibid):

“El principio constructivo sobre el que emerge este Jesús excluye lo divino de él, siguiendo el espíritu de la ilustración. Este <Jesús histórico> no puede ser Cristo ni Hijo…

La Iglesia queda así descartada; solo puede ser una organización humana que  intenta utilizar con más o menos habilidad la filantropía de Jesús. Desaparecen también los Sacramentos…

Detrás de este despojo de Jesús que es el <Jesús histórico>, hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión: imagen moderna del mundo”

 
 
 
Como segunda causa de la separación entre Jesús y Cristo, en la sociedad moderna, el Santo Padre menciona la tendencia de los hombres, de tratar de explicar todo bajo el ámbito del empirismo (Ibid): “El hombre de hoy no entiende ya la doctrina cristiana de la Redención. No encuentra nada parecido en su propia experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de los términos como expiación, transcendencia y reparación…

La confesión de Jesús como Cristo cae por tierra. A partir de ahí, se explica también el enorme éxito de las interpretaciones psicológicas del Evangelio, que ahora pasa a ser el anticipo simbólico de la curación psíquica…

La teología de la liberación –hoy fracasada prácticamente- descansa en las mismas razones. La Redención es sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra”

Por último, como tercera causa que resume y encaja las dos anteriores, el que sería Papa  Benedicto XVI, señala  la <perdida de la imagen real de Dios> (Ibid):

“Ya no resulta posible concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido original del Universo, si es que lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece ridículo imaginar que nuestra acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del Universo. Parece mitológico atribuirle una acción en el mundo...”

 
 
 
Como consecuencia de todas estas cuestiones denunciadas por el futuro Papa  ha quedado como secuela entre algunos cristianos, cierta inseguridad e incluso increencia sobre la acción de Dios en la historia y sobre el papel primordial de su Iglesia.

Es conveniente por tanto recordar también a este respecto las palabras del Papa San Juan  Pablo II (Carta <Dominicae Cenae> Vaticano 24 de febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980):

“La Iglesia ha sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que, en la última Cena, han participado del Cuerpo y de la Sangre del Señor, bajo las especies del pan y del vino. Cristo les había dicho: <tomad y comed>…<tomad y bebed>. Y ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna. Desde ese momento y hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna…
 
 
La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión fraternal, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos <la muerte del Señor hasta que Él venga> (I Cor 11, 26). Y luego cuando compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio. En la Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión con Él, que es don y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en Él a la unidad de su Cuerpo, que es su Iglesia.


Solamente de esta manera, mediante la fe y disposición de ánimo, se realiza esa construcción de la Iglesia, que según la conocida expresión del Concilio Vaticano II, halla en la Eucaristía la <fuente cumbre de la vida cristiana> “

 
 
 
El ejemplo de tantos santos que ha dado la Iglesia de Cristo, han servido de aliento a todos los creyentes en su caminar hacia Dios. Sí, porque como también decía el Papa San Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. El reto de la nueva evangelización. Círculo de lectores):

“La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra que  <la lucha por el alma de este mundo>. Si de hecho por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por otro hay una poderosa <anti-evangelización>, que dispone de medios y de programas, que se oponen con gran fuerza al Evangelio. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí, donde el espíritu de este mundo parece más poderoso.

En este sentido, en la Carta <Redemptoris missio>, se habla de los modernos areópagos, es decir, de los nuevos púlpitos. Estos areópagos, son hoy en día el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas.

La evangelización  renueva el encuentro de la Iglesia con el hombre, está unida al cambio generacional. Mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de su Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, a los que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecen rechazar”   

 
 
 
Bellas y consoladoras palabras del Papa que fue el impulsor y alentador de las Jornadas mundiales de la Juventud, las JMJ, que tantos frutos ha dado a la Iglesia de los últimos siglos.

Las Jornadas mundiales de la juventud, originadas sobre una idea del Papa Pablo VI, un Vicario de Cristo, también muy preocupado por la juventud, que en el Año Santo de 1975  reunió en Roma a varios miles de personas jóvenes en su mayoría, de todo el mundo, posteriormente fueron potenciadas de forma decisiva por el Papa San Juan Pablo II, siendo apodado por ello con el apelativo cariñoso del <Papa de los jóvenes>.
Estos grande encuentros en los que participan con gran interés la juventud de tantos Países, para escuchar las catequesis de los sucesores de Pedro y dar al mundo, con ello, muestras evidentes de que la Iglesia de Cristo está viva, y es aceptada y amada por las nuevas generaciones, se vienen realizando con regularidad cada dos o tres años.

Algunos se pueden aún preguntar qué significa todo esto; la respuesta del Papa San Juan Pablo II es esclarecedora y contundente (Ibid):
 
 
 
“Significa que el Espíritu Santo obra incesantemente ¡Que elocuentes son las palabras de Cristo!:  <Mi Padre obra siempre y yo también obro> (Jn 5, 17). El Padre y el Hijo obran en el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad, y la verdad no cesa de ser fascinante para el hombre, especialmente para los corazones jóvenes. No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas. Para Cristo lo importante son las obras de caridad...


La Iglesia a pesar de todas las pérdidas que sufre <no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro>. Tal esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espíritu siempre se mide con el metro de estas palabras apostólicas: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!”

Esta bella frase se debe al Apóstol San Pablo y ha quedado recogida en su primera Carta a los Corintios. San Pablo se sintió, después de la llamada del Señor, impelido de inmediato a realizar la tarea evangelizadora que Éste le había destinado entre los pueblos paganos, sintiéndose atraído  por la idea de convertir a los habitantes de Corinto, porque le pareció desde el primer momento el lugar ideal para llevar el Mensaje de Jesucristo, dado el grado de corrupción que por entonces  allí existía.

Fueron casi dos años los necesarios para conseguir los deseos del Apóstol, siendo los gentiles y los más pobres de la ciudad, los que de manera preferente se dejaron arrastrar por sus enseñanzas, pero al fin consiguió fundar la Iglesia de Corinto, la cual en un principio dio muy buenos frutos para la cristiandad de la época; más tarde, y bajo la acción del maligno, surgieron graves problemas en el seno de esta Iglesia tan floreciente, porque la inmoralidad y costumbres licenciosas volvieron a tomar carta de naturaleza.
 
 
 
Enterado el Apóstol de lo que sucedía y muy apenado por ello escribió esta primera Carta a los Corintios, que en realidad según los estudiosos sería la segunda ya que de la primera no ha quedado constancia escrita, en la Pascua hacia el año 56 d. C. Es en la segunda parte de dicha Carta, donde San Pablo pronuncia esta famosa frase (I Co 9, 16-19):


-Porque si predico no es para mí gloria ninguna; obligación es la que pesa sobre mí; pues ¡ay de mí si no predicare el Evangelio!

-Pues si  por mi propia iniciativa hiciera esto, recibiría mi salario; mas si por imposición ajena, eso es puro desempeño de un cargo que me ha sido confiado.

-¿Cuál es pues mi salario? Que al predicar el Evangelio lo pongo de balde, para no hacer valer mi estricto derecho en la predicación del Evangelio.

-Porque siendo yo libre de todo a todos me esclavicé, para ganar a los más

Gran humildad y sabiduría la del Apóstol San Pablo. Él se nos muestra como sumiso totalmente a los deseos de Cristo, sin pedir nada a cambio por su labor de emisario divino, debido a una fuerza irresistible ejercida sobre su corazón por causa del amor a Jesucristo y a la humanidad (<Dios está cerca>.  

 
 
En efecto, como asegura Benedicto XVI Ed. Chronica 2011): “Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunidad entera estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, San Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo Crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente,  la debilidad y la humildad de quién confía sólo en el <poder de Dios> (I Co 2, 1-5)”

 
 
 
 
 
Éste es el gran ejemplo a seguir por todos los miembros de la Iglesia católica porque como muy bien advertía el Papa San Juan Pablo II (Ibid): “La Iglesia evangeliza, la Iglesia anuncia a Cristo, que es camino, verdad y vida; Cristo único mediador entre Dios y los hombres. Y a pesar de las debilidades humanas, la Iglesia es incansable en este anuncio. La gran oleada misionera, la que tuvo lugar en el siglo pasado, se dirigió a todos los continentes y en particular, hacia el continente africano.


Aún en ese continente tenemos muchas tareas que hacer con una Iglesia indígena ya formada. Son numerosas ya las generaciones de Obispos africanos. África se convierte así, en un continente de vocaciones misioneras. Y las vocaciones, gracias a Dios, no faltan. Todo lo que disminuye en Europa, otro tanto aumenta allí, en África o en Asia.
 
 
 
Quizás algún día se revelen verdaderas las palabras del Cardenal Hyacinthe Thiandoum (natural de Poponguine dentro de la Arquidiócesis de Dakar, Senegal. 1921-2004), que planteaba la posibilidad de evangelizar al <Viejo Mundo>, con misioneros negros y de color. Y por eso hay que preguntarse si no será ésta una prueba más de la <permanente vitalidad de la Iglesia”


Así ha sido y así será, con la ayuda del Espíritu Santo, desde el mismo momento de su institución por nuestro Señor Jesucristo, hasta el final de los siglos.
La Iglesia tiene como principal cometido conservar y propagar el Mensaje de Cristo, pero además como recordaba el Papa León XIII (Carta Encíclica <Satis Cognitum> 29 Junio 1896):

“Por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina, fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la sola fe; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende sobre todo, el sacrificio divino y la participación en los Sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina.
Todo esto debe encontrase en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el final de los siglos las funciones del Salvador; la religión que por voluntad de Dios, en cierto modo tomó cuerpo en ella, es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia, son necesarios a los hombres, sólo ella es quien los procura”      

 
 
 
 
Palabras de un Papa de tiempos pasados pero que representan en la Iglesia de Cristo un ítem de referencia para todas las generaciones en el presente y en el futuro, porque como también aseguraba el Papa Benedicto XVI la Iglesia <vive de la Palabra de Dios> . (Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre. Benedicto XVI. Ed. Chronica S. L. 2011):

“La Iglesia sabe bien que Cristo vive en las Sagradas Escrituras. Precisamente por eso, como subraya la Constitución, ha atribuido siempre a las divinas Escrituras una veneración semejante a la que reserva al Cuerpo mismo del Señor (cf. Dei Verbum, 21). Por ello, San Jerónimo, citado por el documento conciliar, afirmaba con razón que desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo (cf. Ibid, 25).

La Iglesia y la Palabra de Dios están inseparablemente unidas. La Iglesia mira la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios resuena en la Iglesia, en sus enseñanzas, y en toda su vida. Por eso el Apóstol San Pedro nos recuerda que <ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana; sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios> (I Pedro 1, 20).

La Iglesia siempre debe renovarse y rejuvenecerse, y la Palabra de Dios que no envejece, ni se agota jamás, es el medio privilegiado para este fin. En efecto, es la Palabra de Dios la que, por la acción del Espíritu Santo, nos guía siempre de nuevo a la verdad completa (cf. Jn 16, 13)”