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domingo, 3 de mayo de 2015

JESÚS Y SUS SIGNOS (III)



 
 



Como en su día diría el Papa Benedicto XVI:

“Al escrutar los signos de los tiempos, vemos que nuestro primer deber en este momento histórico es anunciar el Evangelio de Cristo, ya que el Evangelio es fuente auténtica de libertad y humanidad. El Señor mismo indica el núcleo de este anuncio con palabras brevísimas, que deben ser el corazón de toda evangelización.
Al principio de su vida pública, Cristo resume así la esencia de su Evangelio: <El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio> (Mc 1,15)”. (Papa Benedicto XVI. <El elogio de la conciencia. La verdad interroga el corazón>. Ed. Palabra S.A. 2010).

Tal como narra San Mateo en su Evangelio, Jesús envió a sus discípulos a predicar el Evangelio a todo el género humano, bautizándoles en nombre del Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y enseñándoles todo lo que Él les había expuesto, durante el tiempo de su estancia junto a ellos.

Con esta intención, San Juan Evangelista nos narra los siete milagros-Signos realizados por Jesús, siendo el séptimo la resurrección de Lázaro, uno de los mayores  de cuantos hizo durante su vida pública. El prodigioso suceso de la resurrección de Lázaro, el amigo del Señor, es considerado por San Juan, una señal, un símbolo, que Cristo utiliza para mostrarnos algo esencial a los hombres. Este milagro-Signo realizado por Jesús, por desgracia como ya estaba escrito, precipitó su apresamiento y condena de muerte, porque los Sumos Sacerdotes y los fariseos  asustados  ante semejante prodigio, se decían entre sí, (Jn 11,47-54):

-¿Qué hacemos? Pues ese hombre obra muchas maravillas.

-Si le dejamos así, todos creerán en Él y vendrán los romanos y arruinarán nuestro templo y nuestra nación.

-Uno de ellos, Caifás, que era aquel año Sumo Sacerdote, les dijo: vosotros no sabéis nada

-No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera.

-Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser Sumo Sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación;

-Y no sólo por la nación sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.

- Y aquel día decidieron darle muerte.

-Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.

 

Ciertamente el hombre réprobo y sin conciencia que era Caifás, fue un instrumento en las manos de Dios, porque movido, tal vez, por un sentido profético que su categoría de Sumo Sacerdote le otorgaba, pero no porque verdaderamente supiera lo que sus palabras llegarían a significar para el futuro de la humanidad, dijo aquella frase: <No sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos>, refiriéndose a la salvación del pueblo judío, y por extensión a todo el género humano. Sin duda Jesús trajo la alegría de la salvación a los hombres, con su Pasión, Muerte y Resurrección; tal como el Papa San Juan Pablo II aseguraba, el Creador del hombre, es también su Redentor y por eso:

“La salvación no sólo se enfrenta con la maldad en todas las formas de su existencia en el mundo, sino que proclama la victoria sobre el mal. <Yo he vencido al mundo>, dice Cristo (Jn 16,33). Son palabras que tienen su plena garantía en el Misterio Pascual, en el acontecimiento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Durante la vigilia de Pascua, la Iglesia canta como transportada: ¡O feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan gran Redentor!” (San Juan Pablo II. <Cruzando el Umbral de la Esperanza>. Círculo de lectores 1995).

 

Se refiere el Santo Padre a las palabras que Jesús pronunció ante sus Apóstoles al despedirse de ellos: <Yo he vencido al mundo> (Jn 16,28-33):

-Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre.

-Le dicen sus discípulos: <Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones.

-Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios>.

-Les contestó Jesús: < ¿Ahora creéis?

-Pues mirad: Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre.

-Os he hablado esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo>.

 

Con la confesión de fe recogida en el versículo (16,30) del Evangelio de San Juan, los discípulos aceptan que Jesús ha salido de Dios, por eso el Señor les habla con ternura, les anima asegurándoles que Él ha vencido al mundo, y les advierte de los peligros que encontraran en su tarea evangelizadora al enfrentarse al maligno. Así fue, porque ya en tiempo de San Juan Evangelista, varias terribles herejías intentaron minar los cimientos de la iglesia de Cristo, como por ejemplo  el ebionismo y el gnosticismo.

La herejía del ebionismo, promovida en el siglo I, tenía influencia judaizante (deseaban interpretar el cristianismo según el judaísmo, sin tener en cuenta, correctamente, la plenitud de la revelación de Cristo).

Los llamados ebionistas también recibían el sobrenombre de nazaretos, a causa de su ideal de vida en pobreza, pero negaban la divinidad de Cristo y rechazaban las enseñanzas del Apóstol San Pablo, al que consideraban apóstata por haber traicionado, según ellos, el hebraísmo. Muchos ebionistas asumieron también errores provenientes de otras herejías de la época, algunas tan peligrosas como las promovidas por Cerinto (líder de una secta de finales de siglo I o principios del siglo II).

Las enseñanzas de Cerinto y sus seguidores fueron rechazadas por la Iglesia desde un inicio y, según el Padre de la Iglesia San Ireneo, San Juan escribió precisamente su Evangelio relatando los siete Signos de Jesús, para refutar los numerosos errores sostenidos por el líder de esta secta (gnosticismo) y sus seguidores, a petición de las Iglesias de Oriente y Occidente, que se dirigieron al Apóstol y le solicitaron testimonios escritos para luchar mejor contra las herejías que iban surgiendo sobre la Persona y el Mensaje de Jesús.

 Algunos papiros hallados en Egipto de comienzo de siglo II, sugieren que el cuarto Evangelio debió de escribirse hacia finales del siglo I después de Cristo,  pero además, desde tiempos de San Ireneo (+C. 202)( probablemente discípulo del padre apostólico San Policarpo de Esmirna, que a su vez podría haber sido discípulo directo del Apóstol San Juan) la Iglesia ha considerado autor de dicho Evangelio al Apóstol San Juan, aunque no han faltado hombres poco ortodoxos y <suspicaces eruditos> de la Santa Biblia que han rechazado esta realidad, aceptada desde antiguo por toda la cristiandad, basándose en hipótesis poco acertadas.

A este respecto, hay que tener en cuenta que el cuarto Evangelio fue escrito en koiné, lengua común, frecuentemente utilizada en el mundo helenístico, que impregnaba el lenguaje empleado para orar de los judíos, tal como se hacía en el Jerusalén de la época en que vivieron Jesús y sus Apóstoles.

Por otra parte, el cuarto Evangelio tiene descripciones verdaderamente ajustadas a la realidad de los lugares visitados por Jesús, cuando realizaba la proclamación del Reino de Dios; además, los argumentos utilizados en el mismo se encuentran fundamentados en el conocimiento profundo del Antiguo Testamento, cuestiones todas que avalan también la autoría  de San Juan Evangelista.

Algunos investigadores, sin embargo, apoyándose en el hecho de que este cuarto Evangelio es como si dijéramos un mundo aparte, respecto a los llamados sinópticos, por el elevadísimo contenido teológico y la estructura específica del mismo, siendo el Apóstol San Juan, en principio, un simple pescador del que no cabría esperar una obra tan grandiosa en el contenido y la forma, y olvidándose de que el verdadero autor del Nuevo Testamento es el Espíritu Santo han seguido negando su autoría.

El Papa Benedicto XVI esgrimió diversos y acertados argumentos, en contra de éstas desviadas hipótesis, especialmente respecto a aquellas, que datan de tiempos posteriores al Concilio Vaticano II, en su libro <Jesús de Nazaret. 1ª Parte>. Uno de los argumentos del Pontífice, más bellos y que nos ha parecido con más sentido, es aquel que apunta hacia la idea de que los conocimientos de San Juan provenían del mismo corazón de Jesús, ya que estuvo apoyado sobre su pecho, durante la celebración de la Última Cena, en aquellos momentos en que el Señor les anunció la presencia de un traidor entre los Doce y, les reveló su divinidad, cuando se presentó ante ellos como <Yo soy>  (Jn 13, 19-26):

-Ya os lo digo ahora, para que cuando esto se cumpla, creáis que <Yo Soy>

-en verdad, en verdad os digo, que el que recibe al que yo enviaré, a mí recibe y quien me recibe a mí, recibe al que me envió.

-Dicho esto, se turbó en su espíritu y declaró: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me entregará.

-Los discípulos se miraban unos a otros, no sabiendo de quién hablaba.

-Uno de ellos, el amado de Jesús, estaba a la mesa junto al pecho de Jesús;

-Simón Pedro le dijo por señas: Pregúntale de quién habla.

-Este, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: Señor ¿Quién es?

-Respondió Jesús: Aquel a quién yo dé el bocado que voy a mojar. Y mojando el bocado, lo tomó y se lo dio a Judas, el hijo de Simón Iscariote.

 

El Papa Benedicto XVI recordando este conmovedor pasaje del Evangelio de San Juan asegura (Ibid):

“Estas palabras están formuladas en un paralelismo intencionado con el final del Prólogo del Evangelio de San Juan, donde dice sobre Jesús: <A Dios nadie lo ha visto jamás>. El Hijo Único, que está en el Seno del Padre es quién lo ha dado a conocer (Jn 1,18) como Jesús, el Hijo conoce el misterio del Padre porque descansa en su corazón, de la misma manera el Evangelista San Juan, por decirlo así, adquiere también su conocimiento del corazón de Jesús, al apoyarse en su pecho”

 

Realmente es una idea, la que defiende el Papa, muy plausible y sobre todo maravillosa, no obstante, a pesar de ésta, y a pesar de otros claros indicios que conducen a considerar que  el único autor admisible del cuarto Evangelio es el <Apóstol amado>, esto es, Juan Zebedeo el hermano de Santiago el Mayor, ha habido <rigurosos exegetas>, empeñados en encontrar otras respuestas, esgrimiendo el origen, supuestamente poco intelectual, de este Apóstol.

A este respecto, el Papa Benedicto XVI hace un análisis profundo basándose en los siguientes argumentos (Ibid):

“Los sacerdotes ejercían sus servicios por turnos semanales dos veces por año (en tiempos de Cristo y sus Apóstoles). Al finalizar dichos servicios el sacerdote regresaba a su tierra, y por ello no era inusual que entonces ejerciera una profesión para ganarse la vida.

Además, del Evangelio se desprende que Zebedeo (padre de Juan y Santiago) no era un simple pescador, sino que daba trabajo a diversos jornaleros, lo que hacía posible el que sus hijos pudieran dedicarse a otros menesteres: <Zebedeo, pues, puede ser muy bien un sacerdote, pero al mismo tiempo tener también una propiedad en Galilea, donde la pesca, en el lago, es abúndate y esto le ayudaría a ganarse la vida… (Communio 2002, p.481)”.

 

Así mismo, se sabe que durante la época del Tetrarca Herodes había en Jerusalén algunos ciudadanos pertenecientes a la burguesía judía muy influenciados por la cultura griega, por lo que no es de extrañar que el autor del cuarto Evangelio pudiera haber sido una persona próxima a la aristocracia sacerdotal de Jerusalén, cuestión ésta, que estaría de acuerdo con el posible nivel cultural del Apóstol San Juan, hijo de Zebedeo, un hombre con cierto estatus social.

Esta hipótesis podría estar corroborada, así mismo, por los hechos acaecidos después de la Última Cena, narrados también en el cuarto Evangelio, tal como nos recuerda el Papa Benedicto XVI (Ibid):

 “En él se narra cómo Jesús, después que lo prendieron, fue llevado a los Sumos Sacerdotes para interrogarlo y cómo, Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús para enterarse de lo que iba a ocurrir. Sobre el otro discípulo se dice: <Este discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el palacio de éste>. Sus contactos en la casa del Sumo Sacerdote eran tales que le permitieron facilitar el acceso también a Pedro, dando lugar a la situación que acabó con la negación de conocer a Jesús. En consecuencia, el círculo de los discípulos se extendía de hecho hasta la aristocracia sacerdotal, cuyo lenguaje resulta ser, en buena parte, también, el del cuarto Evangelio”

 

De cualquier forma el cuarto  Evangelio ha sido llamado el <Evangelio Espiritual>, porque en él se siente más que en ningún otro el <Soplo del Espíritu Santo>. Sin embargo, no es ajeno a los Evangelios sinópticos, confirmando muchos de los hechos en ellos relatados y, complementándolos en otros muchos en aspectos, más teológicos.

Por otra parte, es lógico y muy reconfortante para el espíritu, aceptar la idea de que el Apóstol San Juan, que al principio habría evangelizado, al igual que los otros discípulos del Señor, mediante la predicación oral, más tarde, y debido a las circunstancias especiales de la sociedad en que vivió, puesto que conocía personalmente los hechos de Cristo y su Mensaje, bajo la dirección del Espíritu Santo, pusiera por escrito, todos los recuerdos que el Señor había depositado en su corazón.

Una de las cuestiones que el Evangelio de San Juan pone en evidencia, y no es la menor, es el hecho de que Cristo se retira a lugares apartados para hablar con su Padre, aunque otras veces, la oración de Jesús va unida a su increíble capacidad sanadora, no sólo del cuerpo,  sino también del espíritu. Un ejemplo importante de esta gracia de Cristo, más aún, de su poder para dar vida a un muerto, es la resurrección de su querido amigo Lázaro. Este séptimo Signo, realizado por Jesús, estuvo, precisamente, acompañado por su oración al Padre. En efecto, como señala el Papa Benedicto XVI en su Audiencia General del miércoles 14 de diciembre de 2011):

“La participación humana de Jesús en el caso de Lázaro tiene rasgos particulares. En todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como con sus hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: <Lázaro, nuestro amigo, está dormido, voy a despertarlo> (Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo, lo ponen de relieve las hermanas de Lázaro, al igual que los judíos (Jn 11,3 ; 11,36); se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús ante el dolor de Marta y María y de todos los amigos de Lázaro, y desemboca en el llanto (tan profundamente humano) de Jesús al acercarse a la tumba: <Jesús, viéndola llorar a ella (Marta), y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y, profundamente emocionado, dijo: ¿Dónde lo habéis enterrado? Le contestaron: <Señor, ven a verlo>. Jesús se echó a llorar (Jn, 11, 33-35)”  

 

Jesús es el Hijo de Dios, y Dios mismo, Jesús es <Amor>, y como aseguraba el Papa Benedicto XVI, ello se pone claramente en evidencia en todos sus actos y Palabras:

“La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y sobre todo con su Muerte y Resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor es una fuerza extraordinaria que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta” (Papa Benedicto XVI <Los caminos de la vida interior>. Ed. Crónica S.L. 2011).

 

 Al releer este milagro-Signo de la resurrección de Lázaro, nos impresiona el dolor que Jesús, como Dios-hombre, siente al percibir el dolor de los parientes y conocidos de su amigo y sobre todo ante el cadáver del mismo, hecho que  está íntimamente ligado a una continua e intensa relación con el Padre. Por otra parte, también podemos observar en este importante episodio de la vida de Jesús que la muerte de Lázaro va a suponer la posibilidad de realizar un nuevo Signo, en esta ocasión, relacionado con su propia identidad y misión y, con la glorificación que le espera (Jn 11,1-16):

-Había un enfermo, Lázaro  de Betania, la aldea de María y Marta su hermana

-Era María la que había ungido con perfume al Señor y enjugado sus pies con sus propios cabellos, cuyo hermano, Lázaro, ahora estaba enfermo

-enviaron, pues, las hermanas a Él un recado, diciendo: <Señor, mira el que amas está enfermo.

-Oído esto, Jesús dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios.

-Estimaba Jesús a Marta y a su hermana y a Lázaro.

-Como oyó, pues, que estaba enfermo, por entonces quedó aún dos días en el lugar donde estaba;

-luego, tras éstos, dice a sus discípulos: Vamos a Judea otra vez.

-Dicen los discípulos: Maestro, ahora trataban de apedrearte los judíos, ¿Y otra vez vas allí?

-Respondió Jesús: ¿No son doce las horas del día? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo;

-más si uno camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.

-Esto dijo, y tras eso les dice: Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido, pero voy a despertarlo.

-Le dijeron, pues, los discípulos: Señor, si duerme sanará.

-Jesús había hablado de su muerte, más ellos pensaron que hablaba del sueño natural.

-Entonces, pues, dijo Jesús abiertamente: Lázaro murió,

-y me alegro por vosotros de no haber estado allí para que creáis. Pero vamos a él.

-Dijo, pues Tomás, el llamado Dídimo, a los discípulos: Vamos también nosotros para morir con Él.

 

El Papa Benedicto XVI analizó en profundidad los versículos que narran este momento especial, de la vida del Señor en el libro anteriormente mencionado:

“Jesús acoge con profundo dolor humano el anuncio de la muerte de su amigo, pero siempre en estrecha referencia a la relación con Dios y a la misión que se le ha encomendado dice: <Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros…>.

En el momento de la oración explícita de Jesús al Padre, ante la tumba, se encuentra  el desenlace natural de todo el suceso, tejido sobre este doble registro, de la amistad con Lázaro y de la relación filial con Dios”.

 

Lo que sucedió después, es bien conocido de todos los creyentes, Lázaro en efecto había muerto, y llevaba ya varios días enterrado, por lo que sus dos hermanas, Marta y María y una gran cantidad de judíos amigos de la familia lloraban con desconsuelo su pérdida. Fue Marta la primera de las dos hermanas, la que salió al encuentro de Jesús y le dijo dolida: <Señor, si estuvieras aquí no se hubiera muerto mi hermano; no obstante, ahora sé que cuanto pidieres a Dios, Dios te lo otorgará> (Jn 11, 21-22).

Como dijo San Juan Pablo II (Homilía en la misa para el mundo del trabajo celebrada en el hipódromo Talkahuano, Concepción (Chile) el 5 de abril de 1987):

“Marta pide, de esta manera confiada, un milagro; pide a Jesús que resucite a su hermano Lázaro, que lo devuelva a la vida, entre sus seres más queridos, aquí en esta tierra.

Jesús responde con palabras que se refieren a la vida eterna: <El que vive y cree en mí, no morirá eternamente ¿Crees tú esto?> (Jn 11,26).

No se trata sólo de restituir un  muerto a la vida sobre la tierra. Se trata de la vida eterna; de la vida de Dios. La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y Dios es eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss).

Podría decirse que, cuando Jesús de Nazaret, algunos días antes de morir en la cruz, acude ante el sepulcro de su amigo y lo resucita, está pensando en cada hombre, en nosotros mismos.

Tiene ante sí ese gran enigma de la existencia humana sobre la tierra, que es la muerte.

Jesús ante el misterio de la muerte, nos recuerda que Él es un amigo y se nos muestra así mismo como la puerta que da acceso a la vida”

 

Se refiere, San Juan Pablo II al pasaje de la vida del Señor, anterior a la muerte de Lázaro, donde pronuncia aquellas bellas palabras: <Yo soy la puerta>, <Yo soy el buen pastor> (Jn 10, 1-21). El Señor había realizado con anterioridad su sexto milagro-Signo, con la curación del ciego de nacimiento, y los judíos lo habían expulsado sin razones de la sinagoga, refutando este milagro, e incluso acosándole con preguntas al escucharle decir: <Para juicio vine yo a éste mundo, para que los que no vean, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos>. Ellos le preguntaron entonces ¿Es que también nosotros estamos ciegos? A lo que Jesús respondió: <Si fuerais ciegos, no tuvierais pecado; más ahora decís, vemos; vuestro pecado subsiste> (Jn 9,39-41).

Se podría decir que el discurso que Jesús pronunció, poco después, según el Evangelio de San Juan, a la multitud que le seguía, venía como <anillo al dedo> ante tanta incredulidad y juicio temerario (Jn 10, 11-21):

-En verdad, en verdad os digo, el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése, ladrón es y salteador;

-más el que entra por la puerta es pastor de las ovejas…

-Ésta alegoría les propuso Jesús: Más ellos, no entendieron lo que hablaba.

-Les dijo, pues, de nuevo Jesús: En verdad, en verdad os digo que Yo soy la puerta de las ovejas.

-Todos cuantos vinieron antes de mí, ladrones son y salteadores…

-Yo soy el buen pastor, y conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen,

-como me conoce mi Padre y, yo conozco a mi Padre; y doy mi vida por las ovejas…

 

“Cristo se presenta asimismo con la imagen humilde y cercana del buen pastor. Una imagen que nos remite a cuidados y noches en vela, una imagen que inspira confianza…

 El Señor, a diferencia de los falsos caudillos del pueblo, que huyen como mercenarios en el momento de la verdad, se presenta como el pastor bueno y verdadero, porque está dispuesto a dar la vida por sus ovejas. El testimonio supremo y la prueba más noble de Cristo como <Buen Pastor> es la de dar la vida por sus ovejas: Y lo hará sobre la Cruz, sobre la que ofrece el sacrificio de sí mismo por los pecados de todo el mundo. Esta Cruz y este sacrificio distinguen de forma radical y transparente al que es buen pastor del que no lo es, del que es sólo un mercenario…

En este momento de la historia, en el que estamos asistiendo a profundas transformaciones sociales y a una nueva configuración de muchas regiones del planeta, es preciso proclamar que cuando pueblos enteros se sentían sometidos bajo la opresión de ideologías y de sistemas políticos de faz inhumana, la Iglesia, continuadora de la obra de Cristo, <Buen pastor>, ha elevado siempre su voz y actuado en defensa del hombre, de cada individuo en concreto y de toda la humanidad, sobre todo de los más débiles e indefensos. Ha defendido toda la verdad sobre el hombre, ya que <El hombre es el camino de la iglesia>, como ya dije al inicio de mi Pontificado.

La defensa de la verdad sobre el hombre le ha acarreado a la Iglesia como le sucedió al <Buen Pastor>, sufrimientos, persecuciones y muerte…” (Viaje Apostólico a México y Curacao. Celebración Eucarística para los fieles de la Diócesis de Netzahualcóyotl en la explanada Xico de Chalco. Homilía de San Juan Pablo II. Lunes 7 de mayo 1990).

 

Con sus palabras Jesús se manifiesta dispuesto a morir, a dar la vida por sus ovejas,  compara además la intimidad de vida que existe entre el pastor, esto es, él mismo, y sus ovejas (los hombres), con aquella que existe entre el Hijo y el Padre. Pero antes de responder a las circunstancias cruciales que rodean  la vida y la muerte del hombre sobre la tierra, con su propia Muerte y Resurrección, Jesús va a realizar el séptimo Signo, según el Evangelio de San Juan. En efecto, como recuerda el Papa San Juan Pablo II:

 “Resucita a Lázaro. Le ordena salir fuera del sepulcro, mostrando a los presentes el poder de Dios sobre la muerte. La resurrección de Betania es un definitivo pre-anuncio del misterio Pascual, de la Resurrección de Jesús, del paso, a través de la muerte, hacia la vida, que ya no se acaba: <Quién cree, aunque muera vivirá> (Jn 11-25)” (Cruzando el umbral de la esperanza. Papa San Juan Pablo II. Círculo de lectores 1995)

 

Esta es, la afirmación a Marta, de Jesús: <Quién cree en mí, aún cuando muera vivirá>,  cuando ésta, aún incrédula, pero esperanzada en un posible milagro del Señor, le dice <Sé que resucitará (refiriéndose a Lázaro) cuando la resurrección universal, el último día>. A lo que Él responde de forma misteriosa y con una pregunta: <Todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre ¿Crees esto? (Jn 11,25)>:

“¿Crees esto? Pregunta Jesús a Marta. Y con ésta pregunta está interrogando a los discípulos de todos los tiempos; lo pregunta a cada uno de nosotros…

La fe en la victoria de la gracia sobre el pecado, en la victoria de la vida sobre la muerte, del cuerpo y del alma, es explicada por San Pablo en su carta a los romanos (Rm 8,10)

Jesús, en efecto, dijo en Betania: Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá eternamente…Cuando Cristo pregunta: ¿Crees tú esto?, la Iglesia, su esposa, su Cuerpo místico, responde de generación en generación, con las palabras del <Símbolo apostólico>: <Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna>

Creemos, por tanto, que esa vida eterna, esa vida divina, de la que es signo la resurrección de Lázaro, está ya operante en nosotros, gracias a la Resurrección de Cristo, esa perspectiva, soteriología y escatología, difícil de aceptar por los sabios de este mundo, pero que es acogida con alegría por los pobres y sencillos, es la que hace posible descubrir el valor sobrenatural que se puede encerrar en toda situación humana” (Papa San Juan Pablo II (Ibid)).

 

Es lo que sucedió en el milagro-Signo de la resurrección de Lázaro, presentado por Jesús como argumento decisivo de su mesianidad, en total comunión con el Padre, a través de la oración (Jn 11,41-45):

-Quitaron, pues la piedra (que cerraba el sepulcro de Lázaro). Jesús alzó sus ojos al cielo y dijo: Padre, gracias te doy porque me oíste

-yo ya sabía que siempre me oyes; más lo dije por la muchedumbre que me rodea, a fin de que crean que tú me enviaste

-y dicho esto, con voz poderosa clamó: Lázaro, ven fuera.

-Y salió el difunto atado de pies y manos con vendas, y su rostro estaba envuelto en un sudario. Y les dice Jesús: Desatadle y dejadle andar.

-Muchos, pues, de los judíos, que habían venido a casa de María viendo lo que hizo creyeron en Él.

 

Al releer esta última parte de la narración de San Juan sobre la resurrección de Lázaro, comprendemos cuál debe ser la actitud del hombre a la hora de pronunciar una oración, a la hora de pedirle, con fe, algo al Padre. Dice Benedicto XVI en la Audiencia del 14 de diciembre de 2011:

“Cada uno de nosotros está llamado a comprender que en la oración de petición a Dios no debemos esperar una realización inmediata de aquello que pedimos, de nuestra voluntad, sino más bien encomendarnos a la voluntad del Padre, leyendo cada acontecimiento en la perspectiva de su gloria, de su designio de amor con frecuencia misterioso a nuestros ojos. Por ello, nuestra oración, petición, alabanza y acción de gracia, deberían ir juntas, incluso cuando nos parece que Dios no responde a nuestras perspectivas concretas. Abandonarse al amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes de fondo de nuestro diálogo con Él…

Antes que el don sea concedido, es preciso adherirse a Aquel que dona; el Donante es más precioso que el don, también para nosotros, por lo tanto, más allá de lo que Dios nos da, cuando lo invocamos, el don más grande que puede otorgarnos es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que se ha de pedir y custodiar siempre”