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lunes, 31 de octubre de 2011

SI ALGUNO ME AMARE, GUARDARÁ MI PALABRA, Y MI PADRE LE AMARÁ, Y A ÉL VENDREMOS Y EN ÉL HAREMOS MANSIÓN


 
 


Esta fue la respuesta del Señor a su apóstol Judas Tadeo, cuando le preguntó: ¿Señor, qué ha pasado que vas a manifestarte a nosotros, y al mundo no?
El Papa Juan Pablo II, refiriéndose a este pasaje de la vida del Señor, en su Audiencia General del miércoles 20 de marzo de 1991 se expresaba en los términos siguientes:
“Jesús mismo, la víspera de su partida de este mundo para volver al Padre mediante la cruz y la ascensión al cielo, anuncia a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo:

<Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre> / <el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce> (Jn 14, 16-17).

Pero también dice que esa presencia del Espíritu Santo, su inhabitación en el corazón humano, que implica así mismo la del Padre y la del Hijo, está condicionada por el amor (Jn 14, 23)”
 
 


El Apóstol San Juan,  nos narró en su evangelio, este importante aviso del Señor (Jn 14, 18-21):

"No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros / Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis / Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros / El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él" 
 
 


Jesús en su <Sermón de la Cena>, próxima ya su Pasión y Muerte, hace varias revelaciones a sus discípulos y entre estas destaca, la que se refiere a la llegada del “Consolador”, es decir del Espíritu Santo; pero también les anuncia la llegada del Padre y del Hijo, al corazón de  los creyentes, a lo largo de los siglos; proclamó en definitiva,  la <inhabitación>  de la Santísima Trinidad.

Como asegura el Papa  Juan Pablo II en su Audiencia General (Ibid):
“En el discurso de Jesús, la referencia al Padre y al Hijo incluye al Espíritu Santo, a quien San Pablo y la tradición patrística y teológica atribuye la inhabitación trinitaria, porque es la Persona-Amor y, por otra parte, la presencia interior es necesariamente espiritual.

La presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante el Amor y, por tanto, en el Espíritu Santo. Precisamente en el Espíritu Santo, Dios, en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu del hombre.
Santo Tomás de Aquino dirá que sólo en el espíritu del hombre (y del ángel) es posible esta clase de presencia divina -por inhabitación-, pues sólo la criatura racional es capaz de ser elevada al conocimiento, al amor consciente y al goce de Dios como Huésped interior: y esto tiene lugar por medio del Espíritu Santo que, por ello, es el primero y fundamental don (Summa Theol., I, q. 38, a.1)”


La pregunta que San Judas hizo al Señor, tiene por tanto, el mérito de darnos a conocer el misterio de la inhabitación de la Santísima Trinidad, en el corazón de los hombres, por la respuesta de Jesús; porque como nos sigue diciendo el Papa Juan Pablo II en su Audiencia General, esto es muy importante ya que mediante este hecho misterioso <los hombres se convierten en templos de Dios>:
 
 


“La inhabitación del Espíritu Santo implica una especial consagración de toda la persona humana. San Pablo subraya en (I Corintios 6, 19) una dimensión corporal a semejanza del templo. Esta consagración es santificadora, y constituye la esencia misma de la gracia salvífica, mediante la cual el hombre accede a la participación de la vida trinitaria en Dios.
Así, se abre en el hombre una fuente interior de santidad, de la que deriva la vida <según el Espíritu>, como advierte Pablo en la carta a los romanos (Rm 8,9):
<Más vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros>.
Aquí se funda la esperanza de la resurrección de los cuerpos, porque (Rm 8, 11):
<Sí el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros>"
 
El 28 de octubre celebra la Iglesia la fiesta de los Santos Apóstoles Simón y Judas Tadeo. Los nombres de estos dos santos tienen el mismo significado en hebreo uno y en siriaco el otro, esto es, <Confesión> y en verdad que ambos discípulos del Señor hicieron honor a su nombre confesando la fe de Cristo hasta las últimas consecuencias con sus muertes por martirio.

El Papa Benedicto XVI dedicó una Audiencia General a la presentación de estos dos Apóstoles (Ciudad de Vaticano 11 de octubre de 2006) y en ella se manifestó en los siguientes términos respecto a la pregunta de Judas y la respuesta del Señor:  
 
 


“Es una pregunta de gran actualidad, que también nosotros le preguntamos al Señor ¿Por qué no se ha manifestado el Resucitado en toda su gloria a los adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se ha manifestado a sus discípulos? La respuesta del Señor es misteriosa y profunda. El Señor dice <Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él>. Esto quiere decir que el Resucitado tiene que ser visto y percibido en el corazón, de manera que Dios puede hacer morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por ello su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado”

Jesús, en efecto, se manifestó a sus discípulos, no sólo por sus apariciones después de su Resurrección, sino además, porque constantemente estuvo con ellos, en esa experiencia única e intima que todo hombre siente cuando sabe que el Señor está cerca de él. Todos los hombres de buena voluntad pueden experimentar de igual forma que aquellos primeros discípulos que siguieron a Jesús, la presencia del divino Maestro sobre todo cuando evangelizan a los pueblos y con ello se evangelizan así mismos, con la ayuda inestimable del Espíritu Santo y el patrocinio de la Virgen María.


Las vidas y las obras de los Apóstoles Simón el Cananeo y Judas Tadeo, transcurrieron de forma paralela, pero muy cercanas, y por eso entre otros motivos la Iglesia de Occidente celebra de forma conjunta la festividad de estos dos santos. Muchos hagiógrafos, incluso llegan a insinuar que Simón Cananeo y Judas Tadeo eran hermanos, pero lo cierto es que no existe una base coherente para aceptar este hecho. En los Evangelios se les nombra en la lista de los Doce, siempre juntos (Mt 10,4; Mc 3,18; Lc 6,15) y en los Hechos de los Apóstoles, también San Lucas los nombra así (Hech 1,13), esto no quiere decir, sin embargo, que fueran necesariamente hermanos como algunas veces se ha sugerido, pero sin duda ambos eran parientes cercanos del Señor.
Concretamente, Judas Tadeo se sabe que era hermano de Santiago <el Menor>, el que fuera Obispo de Jerusalén cuando Pedro tuvo que <marchar a otro lugar>, y ambos eran hijos de Alfeo y de María Cleofás (probablemente prima hermana de la Virgen María). Por su parte Simón es nombrado con el apelativo del <Cananeo>, en los Evangelios de Mateo y Marcos, lo cual hace suponer que era natural de Canaán, y recibe el apodo de <Zelote> por parte del evangelista San Lucas, lo que ha hecho creer a algunos historiadores que su procedencia era la secta de los zelotes, existente en aquellos tiempos.


Según Benedicto XVI (Ibid), los dos calificativos significarían lo mismo:
“En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo <qaná> significa <ser celoso, apasionado> y se puede aplicar tanto a Dios en cuanto que es celoso del pueblo al que ha elegido (Cf. Éxodo 20, 5), como a los hombres, que arden de celo en el servicio al Dios único con plena entrega, como Elías (Cf. 1 Reyes 19, 10).
Por tanto, es muy probable que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotes, quizá se caracterizaba al menos por un celo ardiente por la identidad judía, es decir, por Dios, por su pueblo y por su Ley divina”

Los zelotes, existentes en Israel en tiempos de Jesús y sus Apóstoles, defendían unas ideas que en muchos aspectos eran semejantes a las de la secta de los fariseos, pero se diferenciaban de estos en que ellos apostaban por la acción armada contra los romanos, pues pensaban que ésta sería respaldada por Dios. Eran, por tanto, contrarios al pago del tributo a Roma y manifestaban una aversión especial hacia los matrimonios mixtos, entre otras cosas.
Esto demuestra, como dice nuestro actual Papa, que el Señor eligió a sus doce Apóstoles entre todas las clases sociales, e ideologías, sin hacer exclusión de nadie, porque a Él le interesaban los seres humanos y no las categorías sociales, y lo más interesante de ello es que estas personas procedentes de extractos sociales tan diferentes convivieran juntas al lado del Señor, superando todas las posibles dificultes que se pudieran presentar por este hecho y, sólo, porque la presencia de Jesús era más que suficiente para conseguir unirlas  en una misma fe.

Por eso sigue diciendo el Papa Benedicto XVI :
“Hay que recordar que el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que tienen que encontrar espacio todos los carismas, pueblos, razas, todas las cualidades, que encuentran su unidad en la comunión con Jesús”
 


En este sentido, muchos Papas y teólogos de todos los tiempos se han interesado por lo que se ha venido en llamar <ecumenismo>. Así por ejemplo el Papa  Juan Pablo II, que fue una de las personas que más luchó por conseguir la unión de todos los pueblos de Dios, escribió una Carta Encíclica muy interesante sobre este tema en la cual entre otras cosa nos dice (Ut Unum Sint):
“Junto con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, <la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo, a ser para todos> sacramento inseparable de unidad”
Y termina el Papa su Carta Encíclica con el siguiente ruego, dirigido a los hermanos y hermanas de la Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a todos los fieles católicos:
 
 


“Yo, Juan Pablo, humilde <Servus servorum Dei>, me permito hacer mías las palabras del Apóstol Pablo, cuyo martirio, unido al del Apóstol Pedro, ha dado a esta Sede de Roma el esplendor de su testimonio, y os digo a vosotros, <sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros> (2 Co 13, 11-13)”

Los Apóstoles son columnas de la Iglesia de Cristo sobre la que se sustenta la fe, dando ejemplo a los hombres en el camino de la evangelización a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, en los que se ha hecho necesaria una <nueva evangelización>, en palabras del Papa Juan Pablo II, para luchar contra las fuerzas del mal que preconizan una anti-evangelización.
Los Apóstoles Simón Cananeo y Judas Tadeo con su labor apostólica nos sirven de estímulo a este propósito, al igual que los restantes Apóstoles y todos los mártires que en el mundo han sido por defender la fe de Cristo. Ellos fueron fieles seguidores de Jesús  y se dedicaron a evangelizar con todo su amor las distintas regiones del mundo que el Espíritu Santo les había inspirado.

Como asegura el Papa León XIII en su Carta Encíclica <Aeterni Patris Filius>, promulgada en Roma el 4 de agosto de 1879:


“El Hijo Unigénito del Eterno Padre, que apareció en la tierra para salvar el linaje humano e iluminarlo con la divina sabiduría, hizo muy grande y admirable beneficio al mundo cuando, estando para ascender de nuevo al cielo, mandó a sus Apóstoles que fuesen a enseñar a todas las gentes (Mt 28, 19) y dejó a la Iglesia, que él había fundado, para común y suprema maestra de los pueblos. Pues los hombres, a quienes la verdad había libertado, debían ser conservados por la verdad; no hubieran durado por largo tiempo las celestiales doctrinas por las que se logró la salvación para el hombre, si Cristo Nuestro Señor no hubiese constituido un magisterio perenne para instruir los entendimientos de la fe”

La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme <allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso>, como sigue diciendo el Papa Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. Capítulo 18):
“Dios es fiel a su Alianza. Alianza que selló con la humanidad por Jesucristo. No puede ya volverse atrás, habiendo decidido de una vez por todas que el destino del hombre es la vida eterna y el Reino de los Cielos
Quizá la humanidad se vaya haciendo poco a poco más sencilla, vaya abriendo de nuevo los oídos para escuchar la palabra, con la que Dios lo ha dicho todo al hombre. Y en esto no habrá nada de humillante; el hombre puede aprender de sus propios errores. También la humanidad puede hacerlo, en cuanto Dios la conduzca a lo largo de los tortuosos caminos de la historia; y Dios no cesa de obrar de este modo.

Su obra esencial seguirá siendo siempre la Cruz y la Resurrección de Cristo”


Tras estas consoladoras palabras del Papa debemos sentirnos con más fuerzas que nunca, para seguir el ejemplo de aquellos santos varones y mujeres santas, que a lo largo de la historia dieron su vida por el Evangelio. Los Apóstoles del Señor fueron los pioneros en esta dura empresa,  demostrando todos ellos su amor a Cristo y a su Iglesia, por ello recordar sus vidas, puede sernos de gran utilidad también a los hombres de este siglo.
Desgraciadamente la vida de los santos no siempre ha quedado reflejada en las Sagradas Escrituras, siendo excepcionales los casos de San Pedro y San Pablo, cuyos hechos más relevantes fueron contados por el evangelista San Lucas. La vida de los restantes Apóstoles del Señor son menos conocidas y sólo gracias a la Tradición de la Iglesia los hagiógrafos las han podido reconstruir total o parcialmente, por lo que hay que tener mucho cuidado para no caer en errores graves a este respecto.



Lo que es seguro, es que después de la venida del Espíritu Santo, en el caso concreto de Judas Tadeo, fue Mesopotamia el lugar de la Tierra donde le tocó evangelizar, pero también parece que predicó en Libia, en tanto que Simón Cananeo predicaba en Egipto, consiguiendo tanto uno como el otro grandes éxitos al cristianizar estos lugares sumidos en la barbarie religiosa.

Finalmente se cree que ambos Apóstoles se apoyaron mutuamente yendo a evangelizar Persia, país que por aquella época se encontraba en guerra con la India. En este punto, las historias sobre los milagros sorprendentes de ambos Apóstoles son muy abundantes, pero desgraciadamente las fuerzas del mal se impusieron sobre las del bien y ambos evangelizadores fueron martirizados y asesinados. Se cree que a Simón el Cananeo le mataron cortándole por el tronco con una sierra, mientras que a Judas Tadeo le mataron cortándole la cabeza con un hacha, estos terribles hechos tuvieron lugar hacia el año 62 después de Cristo.
Por otra parte, a Judas Tadeo se le atribuye la Epístola que lleva su nombre, perteneciente al grupo de las denominadas <Católicas>, porque no estaban dirigidas a una Iglesia local determinada, sino a un círculo mucho más amplio de feligreses.
La autoría de la Epístola es clara, teniendo en cuenta que el propio Apóstol en su salutación a las gentes a la que va dirigida lo manifiesta así (Jds 1, 1-2):
<Judas, esclavo de Jesucristo y hermano de Santiago, a los llamados, amados en Dios Padre y conservados por Jesucristo / misericordia, paz y caridad sean con vosotros multiplicadas>
 
 
 


Por su parte, nuestro actual Papa Benedicto XVI confirmó, refiriéndose a esta carta,  en su Audiencia General del 11 de octubre de 2006 que:
“A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las Cartas del Nuevo Testamento que son llamadas <Católicas>, pues no están dirigidas a una sola Iglesia local, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige <a los que han sido llamados, amados de Dios Padre, y guardados para Jesucristo>”
Ciertamente, como nos recuerda el Santo Padre los destinatarios de esta Carta son aquellos hombres que ha escuchado la palabra del Señor y han conservado  su fe con ayuda del Espíritu Santo, aunque temporalmente hayan podido apartarse de ella, por causa del maligno. Precisamente, la época en la que fue escrita dicha Carta se caracterizó por la existencia de una serie de herejías que atacaban sin cesar a la Iglesia de Cristo.
No puede extrañarnos por tanto  que  San Judas en su Epístola arremetiera contra estas herejías en los términos siguientes (Jds 3-7):

"Queridos, tenía yo un gran interés en escribiros acerca de nuestra común salvación; pero ahora me he visto obligado para exhortaros a combatir en defensa de la fe, que de una vez por todas ha sido transmitida a los creyentes / Y es que se ha infiltrado entre vosotros unos hombres cuya condenación está de antiguo anunciada en las Escrituras. Son unos impíos que han convertido en libertinaje la gracia de nuestro Dios y reniegan de nuestro único Dueño y Señor Jesucristo /
  
 
Ya sé que lo conocéis todo perfectamente. No obstante quiero recordaros que el Señor, después de salvar al pueblo de la opresión egipcia, hizo perecer a los incrédulos / Y a los ángeles que no supieron conservar su dignidad y renunciaron a la que era su propia mansión, los mantiene bajo el poder de la tiniebla perpetuamente encadenados en espera del gran día del juicio / Igualmente Sodoma y Gomorra, junto con las ciudades circunvecinas, que se entregaron lo mismo que ellas a la lujuria y a vicios antinaturales, sufrieron la pena de un fuego eterno, para escarnio de los demás" 

En palabras de Benedicto XVI, la inquietud principal del Apóstol, en  este escrito, estriba en hacer ver a los hombres la necesidad de apartarse de la depravación generada por las herejías existentes, en aquellos momentos, entre el pueblo elegido por Dios, en efecto, el dice (Ibid):
“La preocupación central de esta carta consiste en alertar a los cristianos ante todos los que toman como  excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a los hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia <alucinados en sus delitos> (versículo 8), así define Judas a sus doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos, y con términos fuertes dice que <se han ido por el camino de Caín>”

San Judas Tadeo y San Simón Cananeo, entregando  su vida por la causa del Evangelio, y por eso la Iglesia los honra como mártires y son ejemplos a seguir para toda la cristiandad. Se puede decir que el inmenso sacrificio que supone el martirio como fuente de gracia salvadora, ha sido y será siempre un ejemplo aleccionador para todas las generaciones, conducente en tantas ocasiones al deseo de realizar con más fuerza y voluntad la tarea de la evangelización a la que los hombre  han sido llamados; por otra parte, como decía el Papa León XIII la inteligencia humana debe entregarse totalmente a la autoridad divina para vivir cristianamente (Carta Encíclica <Tametsi futura prospicientibus> , dada en Roma  en el año 1900):



“Téngase, pues, por cosa cierta que ha de entregarse totalmente la inteligencia humana, para vivir la vida de cristiano, a la autoridad divina. Y si por aquello de que la razón ceda a la autoridad, aquel orgullo íntimo que tanta fuerza tiene en nosotros, se revela y lamenta con dolor, se comprende que es más necesario todavía al cristiano el sacrificio del entendimiento que el de la voluntad.
Y por esto queremos recordar que aquellos que se forjan en su mente una ley y manera de sentir y obrar más ancha y muelle en la vida cristiana, de preceptos más suaves y conforme con su floja inclinación y más benigna con la humana naturaleza, no han de ser jamás tolerados ni oídos con benevolencia. No comprenden los tales la fuerza de la fe y las instituciones cristianas, no ven que a cada paso la Cruz nos sale al encuentro, como estandarte perpetuo y ejemplar para todos aquellos que real y verdaderamente, y no sólo de nombre, quieren seguir a Cristo”
 
 


Las palabras del Papa León XIII nos recuerdan,  las de San Judas Tadeo en su carta (Judas 9-13):
"El arcángel Miguel, cuando, altercando con el diablo, le disputaba el cuerpo de Moisés, no osó pronunciar sentencia contumeliosa, sino dijo: <Mándate callar el Señor> /
Éstos, empero, blasfeman de lo que ignoran, y lo que naturalmente saben, como los brutos animales, en eso se corrompen / ¡Ay de ellos! Porque anduvieron por el camino de Caín, y por la esperanza del lucro se precipitaron en los extravíos de Balaán, y perecieron con la sublevación de Coré / Estos son los que mancillan vuestros ágapes, cuando con vosotros banquetean sin recato, hombres que se apacientan a sí mismos, nubes sin agua que los vientos se llevan, árboles de otoño que fenecen, desprovistos de frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz / olas bravías del mar, que echan las espumas de sus torpezas; astros errantes, a los cuales está reservada la lobreguez de la tinieblas eternas"

Todas estas desgracias de las que habla el Apóstol son consecuencia del pecado de concupiscencia, que conlleva  la ambición,  la avidez,  la codicia,  la incontinencia,  la liviandad, etc., cosas todas por desgracia actualmente muy presentes en nuestra sociedad del desarrollo, totalmente apartada la más de las veces de Dios, pero como nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica “Spe Salvi”, dada en Roma en noviembre de 2007: "El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza...

 


Un reino de Dios instaurado sin Dios, un reino, pues, sólo del hombre, desemboca inevitablemente <en el final perverso> de todas las cosas descritas por Kant. Pero tampoco cabe dudar que Dios entre realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se encuentran mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión…
La parte central del Credo de la Iglesia, que trata del misterio de Cristo desde su nacimiento eterno del Padre y el nacimiento temporal de la Virgen María, para seguir con la Cruz y a Resurrección y llegar hasta su retorno, se concluye con las palabras: <de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos>. Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios”