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martes, 2 de febrero de 2016

JESÚS Y LA SANTA MISA: SACRIFICIO EXPIATORIO PERFECTO


 
 
 
 
 
Cada vez que en la celebración de la Santa Misa, según el Papa Benedicto XVI, nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a la Virgen María que, adhiriéndose plenamente al Sacrificio de la Cruz (Sacrificio expiatorio perfecto), lo ha acogido para toda la Iglesia:



Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la Salvación. María de Nazaret, Icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Papa Benedicto XVI. Los caminos de la vida interior. Ed. Chrónice)

 
 
 
Más recientemente el Papa Francisco nos ha recordado, también, que la Santa Misa es una “teofanía” y por tanto ella nos conduce a la participación en el <misterio divino> de su presencia durante la liturgia de su celebración (Homilía Santa Misa en la Capilla de la “Domus Sanctae Marthe” Vaticano 10 de febrero de 2014):


“Cuando celebramos la Misa, no hacemos una representación de la Última Cena; no, no es una representación. Es otra cosa; es exactamente la Última Cena. Es vivir de nuevo la Pasión y Muerte redentora del Señor. Es una teofanía: El Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre para la salvación del mundo. Nosotros escuchamos o decimos: <Pero, yo no puedo ahora…; debo ir a Misa…; debo ir a escuchar Misa…>. La Misa no se escucha, se participa. Y se participa en esta teofanía, en este misterio de la presencia del Señor entre nosotros…La Misa, es una celebración real, es decir una teofanía: Dios se acerca y está con nosotros y nosotros participamos en el misterio de la redención…”

 
 
 
 
 
Por eso el protagonista principal, el único protagonista, debe ser para todos los presentes en la santa Misa, el Señor, y de ahí que sea tan importante la manera de cómo se lleva a cabo y cómo se recibe la liturgia que implica la presencia del Señor entre sus hijos. Se trata de una teofanía y esto es una cosa muy seria, no se puede hacer de la santa Misa un divertimiento para atraer a más gente a la misma, eso es un gran error.


En estos tiempos que corren se ha puesto de moda enriquecer la liturgia de la santa Misa con procedimientos poco o nada ortodoxos, que sí, son muy atrayentes para aquellas personas que no reparan en que la santa Misa es una teofanía, y como tal requiere un decoro y una atención supremas para que nuestro cuerpo  y nuestro espíritu se pongan en contacto con nuestro Creador, sí, la santa Misa es mucho más, es una teofanía. 
En distintas ocasiones, el Papa Francisco nos recuerda en su Homilía, que en la santa Misa se participa en una teofanía, aunque quizás este concepto teológico no esté, del todo, al alcance de algunos < feligreses de a pie>, cómo se suele decir vulgarmente, por eso recordaremos  lo según el Catecismo de la Iglesia Católica significa esta palabra (C.I.C. nº 707):

“Las teofanías  son manifestaciones de Dios que iluminan el camino de la Promesa, desde los Patriarcas hasta Moisés, y desde Josué hasta las visiones que inauguran la misión de los grandes Profetas. La tradición cristiana siempre ha reconocido que en estas teofanías, el Verbo de Dios se deja ver y oír, a la vez revelado y cubierto con la nube del Espíritu Santo”

 
 
 
 
 
Las teofanías son paradigmas del Antiguo Testamento, son ejemplos preclaros de la presencia divina entre los hombres; especialmente las encontramos relatadas en los <Libros Proféticos>, cómo en el de Ezequiel (Siglo VI a.C. Visión de los pecados de Israel. Ez 8,1-6); pero también están presentes en el libro del <Éxodo>, concretamente en la manifestación de Dios en la zarza ardiente (Ex 3, 1-8):


"Moisés apacentaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Medián; solía conducirlo al interior del desierto, llegando hasta Horeb, el monte de Dios / El ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía pero no se consumía / Y se dijo Moisés: <Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: porque no se consume la zarza> / Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza: <¡Moisés, Moisés!> y respondió él: <Heme aquí> / Y dijo Dios: <No te acerques aquí: quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada> / Y añadió: <Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob>. Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a Dios"  

 




Otras muchas teofanías son relatadas en el Antiguo Testamento, pero quizás una de las más conocidas es la que tuvo lugar durante la entrega, por Dios, de las Tablas de la Ley (Decálogo) a Moisés, en el Monte Sinaí, allí  el Creador se manifestó al pueblo elegido a través de este Patriarca tal cómo podemos leer en el libro que relata el  Éxodo de los judíos hacia la tierra prometida (Ex 19, 16-22):



"Al tercer día, al amanecer, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la montaña; se oía un fuerte sonido de trompeta y toda la gente que estaba en el campamento se echó a temblar / Moisés sacó al pueblo del campamento, al encuentro de Dios, y se detuvieron al pie de la montaña / La montaña del Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre ella en medio del fuego. Su humo se elevaba cómo un horno y toda la montaña, temblaba con violencia / El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno / El Señor descendió al monte Sinaí, a la cumbre del monte. El Señor llamó a Moisés a la cima de la montaña y Moisés subió / Y dijo el Señor a Moisés: <Baja, intima al pueblo para que no traspase los límites para ver al Señor, pues perecerían muchos / Los sacerdotes que se han de acercar al Señor, que se purifiquen también, para que el Señor no arremeta contra ellos…>"

 
 
 
 
 
“En la teofanía del Sinaí, el Señor se hace presente por medio de fenómenos naturales: la tormenta, el volcán… Visto en su conjunto este pasaje contiene los elementos de una  celebración litúrgica… El Señor se presenta al pueblo, en toda su majestad, para manifestarle su voluntad” (Nota a pie de página de la Santa Biblia. Ed. San Pablo 1988).


También en el Nuevo Testamento tienen lugar un gran número de manifestaciones divinas ó teofanías, así por ejemplo, recordaremos el hecho trascendental durante el cual Jesús es bautizado con agua, por San Juan Bautista, en el río Jordán.


 
 
 
 
 
En ese momento, hay una manifestación clarísima de la presencia de Dios, más concretamente del Dios Trinitario; una paloma se posa sobre la cabeza de Jesús y ésta  desde  antiguo se ha asociado a la Tercera Persona, esto es, al Espíritu Santo; el Hijo está presente, pues es el mismo Jesús, y el Padre está también presente y dice: <Tú eres mi hijo, el amado; en ti me complazco> (Lc 3, 21-22):


"Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos / bajó el Espíritu Santo sobre Él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: <Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco>"


Se podrían citar otros muchos ejemplos de la presencia divina entre los hombres, pero que mejor ejemplo que el de la Santa Misa; podemos asegurar como nos recordaba, el Papa Francisco que durante ésta, tiene lugar una teofanía, es decir una manifestación de Dios.

 
 
 
 
 
“En primer lugar, la Santa Misa, es un recuerdo de Jesucristo en la hora más solemne de su vida, cuando se preparaba a dar su sangre por la redención de los hombres. Siempre que entramos en la Iglesia para asistir al Santo Sacrificio, debe presentarse ante nuestra mente la imagen del Cenáculo. En un momento grave y solemne: Los apóstoles están sentados entorno del Salvador, Cristo toma el pan, lo convierte en su propio Cuerpo y lo reparte entre los discípulos. Haciendo otro tanto con el vino, y luego pronuncia estas solemnes palabras: <Haced esto en memoria mía>. Estas palabras se dirigen también a ti cristiano de este siglo. Piensa en ellas, y verás con qué fervor, con qué respeto asistirás, los domingos, a la Santa Misa. Pero además de un recuerdo, la Misa es un Sacrificio"


Todos los pueblos han tenido noción de sacrificio, y lo han practicado. Todos han sustraído de su uso un bien terreno, un objeto cualquiera, que les pertenecía para ofrecérselo a la divinidad…

 
 
 
 
 
El sacrificio arranca de la conciencia del pecado. El hombre quiere expiar su culpa. Comprende que es indigno de vivir después de haber ofendido a su Hacedor, y, en lugar suyo, ofrece a Dios la vida de un animal. Pero no hay ser en la tierra que sustituya al hombre. Sólo Dios puede realizar la sustitución. Sólo un Dios hecho hombre. Por eso y para eso vino nuestro Señor Jesucristo. Con Él apareció sobre la tierra el Sacrificio expiatorio perfecto. Cómo hombre, Jesús pudo morir por los pecadores; cómo Dios, pudo ofrecer una satisfacción completa

 
 
 
 
 
"La muerte de Cristo en la Cruz es el único Sacrificio expiatorio perfecto, valedero por todos los pecados de los hombres, pues bien: Este Sacrificio, ofrecido en la Cruz, y anticipado en la Última Cena, se renueva para nosotros y se hace presente, actual, todos los días en cada Misa que se celebra. Por ella, se nos comunican los tesoros divinos conquistados por Cristo en el Sacrificio de la Cruz. El Sacrificio de la Cruz y el de la Santa Misa son esencialmente uno mismo…” (Misal y devocionario del hombre católico. Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel)


Ciertamente Cristo es el Sumo Sacerdote y puede realmente liberarnos del pecado, más aún, es el Único Sacerdote Perfecto; los sacerdotes del Antiguo Testamento y los de religiones naturales eran sólo prefiguraciones de Jesucristo. Cómo aseguraba el Apóstol San Pablo en la Carta a los Hebreos: <Jesucristo es Sacerdote según el orden de Melquisedec>.
Recordemos que Melquisedec fue un rey de Salem (Jerusalén) y sacerdote del Dios Altísimo nombrado en el Génesis por su acogida al Patriarca Abrahán y a sus hombres después de la derrota que éstos infringieron a Quedorlaomer (dirigente de una confederación de reyes de Mesopotamia y del Norte de Siria que invadió la Trans-Jordania), y bendecirles en nombre del Altísimo (Heb 7,1-3).

 
 
 

San Pablo,  asegura también, en esta misma Carta, refiriéndose a la <imperfección del sacerdocio levítico> (Heb 7, 11- 19):

"Por tanto si la perfección se realizara por medio del sacerdocio levítico, ya que bajo él fue dada la Ley al pueblo, ¿qué necesidad habría aún de que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec y que no se denominara según el orden de Aarón? / Porque si cambia el sacerdocio, es necesario que tenga también lugar un cambio de la Ley / Y aquel del que se dicen éstas cosas, pertenecía a otra tribu, de la cual nadie sirvió al Altar / porque es bien sabido que Nuestro Señor descendía de Judá, y de aquella tribu, Moisés no dijo nada relativo al sacerdocio / y todo esto es aún más evidente si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec / que ha sido constituido  no según las normas de una ley carnal sino según la fuerza de una vida indestructible / Porque se afirma: <Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec> / Se deroga, por tanto, el prefecto anterior por su debilidad e inutilidad / Porque la Ley no llevó nada a la perfección: Es la introducción a una esperanza mejor por la cual nos acercamos a Dios"

 
 
 
Así pues, el Sacrificio de la Cruz, y el de la Santa Misa son esencialmente uno mismo, y por esto, para participar dignamente en el mismo, debemos ser conscientes de lo que éste significa y unirnos a Cristo (Sacerdote Único, según el orden de Melquisedec) en éste <Sacrificio Expiatorio Perfecto>, porque el cristiano vive no para sí mismo sino <con y en Cristo> (Gal 2,20).  


El Papa Benedicto XVI (Ibid), a este respecto, nos ha recordado sobre todo en los últimos tiempos de su Pontificado, la necesidad que tenemos todos los cristianos de leer con frecuencia, no sólo la Sagrada Biblia sino además el Catecismo de la Iglesia,  surgido a raíz del Concilio Ecuménico Vaticano II. Si lo hiciéramos así, tendríamos una conciencia más clara respecto al significado del Sacrificio de la Santa Misa, y el respeto, admiración y devoción que una teofanía nos debe merecer a todos los que participan en ella (C.I.C. nº 1333):
“En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación al Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre der Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso lo que Él hizo la víspera de su Pasión: <Tomó pan y después de pronunciar la bendición, lo partió, se lo dio a sus discípulos y dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo>. Y <tomando el cáliz y habiendo dado gracias, se lo dio diciendo: Bebed todos de él porque esta es mi sangre… > (Mt 26,26-27).

Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio de la Santa Misa, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf, Salmo 104, 13-15), fruto <del trabajo del hombre>, pero antes, <fruto de la tierra> y de la< vid>, dones del Creador. La Iglesia ve en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que ofreció pan y vino (Gn 14,18), una participación de su propia ofrenda”

Así es, el catecismo de la Iglesia Católica (nº 1340) nos recuerda también, que al celebrar la Última Cena con los Apóstoles, Jesús en el transcurso de este banquete Pascual dio un nuevo y definitivo sentido a la Pascua celebrada por los judíos en el día de los Ácimos, en el que había que inmolar un cordero:
“El paso de Jesús a su Padre por su Muerte y Resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía, y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la <Gloria del Reino>”

De todo esto se comprende, que la Última Cena celebrada por Jesús junto a sus Apóstoles, el Sacrificio del Calvario que posteriormente tuvo lugar y el Sacramento de la Eucaristía instituido por Jesús durante la Última Cena están íntimamente relacionados. Porque:

 “Cristo, nuestro Dios y Señor se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo cómo intercesor sobre el Altar de la Cruz, afín de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, cómo su muerte no debería poner fin a su sacerdocio, en la Última Cena en la noche en la que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un Sacrificio visible (cómo lo reclama la naturaleza humana), donde sería representado un sacrificio sangriento, que iba a realizarse una única vez en la Cruz, cuya memoria se perpetua hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día”

 
 
 
Son palabras del Concilio Ecuménico de Trento celebrado en el siglo XVI después de Cristo, (Cc. de Trento: DS 1740), que han sido recogidas en el Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II, celebrado en el siglo XX. De ello se deduce que, la Iglesia avanza con los signos de los tiempos, pero permanece inmutable en aquellas verdades que son el reflejo de la vida y el mensaje de Cristo.


Así es, la Santa Misa, por supuesto, cómo nos ha recordado el Papa Francisco, además de una ceremonia conmemorativa de la Última Cena del Señor, es una teofanía, porque Cristo está presente en ella, junto a su pueblo y de nuevo se Sacrifica en la mesa del Altar por su salvación; cuando comulgamos, con la Eucaristía recibimos a Cristo mismo que se ofrece por nosotros. El Papa Benedicto XVI (Ibid),  lo expresa de esta forma:

“<Éste es el Misterio de la fe> palabras pronunciadas por el celebrante de la Santa Misa después de la consagración…Proclama (el celebrante) el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es <misterio de la fe> por excelencia, es <el compendio y suma de nuestra fe>. La fe de la iglesia es esencialmente fe Eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía…

Por eso, el Sacramento del Altar está siempre en el centro de la vida eclesial: <gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace de nuevo>. Cuanto más viva es la fe Eucarística en el pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia Eucarística del Señor en medio del pueblo”