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viernes, 3 de junio de 2016

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO IX (2ª Parte)







Dice el Papa Benedicto XVI en su libro <Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre>: 
"Para la Iglesia la misión evangelizadora, continuación de la obra que quiso Jesús nuestro Señor, es necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza…

Esta misión ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los lugares, la situaciones y los momentos históricos…” (Benedicto XVI. Ed. Chronica S.L. 1ª Edición, enero de 2011).
Esto es lo que hace tan interesante recorrer los rumbos de la Iglesia de Cristo a lo largo de los distintos momentos históricos, por los que una humanidad trashumante ha buscado el camino de la salvación.

El siglo IX, allá por la Alta Edad Media, quizás no fuera uno de los más brillantes para la historia de la evangelización, especialmente a partir del desmembramiento del Imperio de Occidente, que tuvo lugar tras la muerte del emperador Carlomagno, gran protector de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, la Iglesia prevaleció, como siempre, a los ataques de sus enemigos, por encima de las bajezas y maldades  del diablo y sus acólitos.

 
 
Por otra parte, y a pesar de todo, dio muestras de gran vitalidad y ejemplaridad a través de algunos grandes hombres y mujeres que destacaron por su santidad, la búsqueda del bien común y en definitiva el amor a Dios y a sus semejantes.


Éste sin duda fue el caso del Papa San León III,  tan denostado por los enemigos de la Iglesia, por el cual sin embargo y cabalmente gracias a  él, el cristianismo floreció en este siglo, como hacía mucho tiempo que no lo hacía, a consecuencia fundamentalmente de los problemas heréticos que se habían producidos en Oriente durante el siglo VIII.

Sucedió que a principios del siglo VIII, el Emperador León III el Isaúrico, prohibió el culto a las imágenes; mandó retirarlas de todas la Iglesias y monasterios, pero cuando esta orden llegó a Roma, el pueblo se amotinó y en contra de las órdenes del por entonces Exarca (representante del emperador, para Italia) impidió que éstas se destruyeran.

La herejía llamada iconoclastia fue muy dañina para toda la Iglesia de Cristo hasta bien mediado el siglo IX. Ya entonces se estaba produciendo  un sensible distanciamiento entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Por una parte, a causa de temas de orden político, y por otra, debido al alejamiento físico de la capital del imperio (Constantinopla) de Roma. Además de todo esto, existieron motivos teológicos que llegaron  a su culmen con la aceptación de la iconoclastia impuesta por los emperadores de la época. En este sentido, los romanos se defendieron como pudieron, pero de cualquier forma iba tomando peso, entre los mismos, la idea de que lo más conveniente sería la separación de Italia de Bizancio y la creación de un estado independiente.

En el año 751, Astolfo rey de los lombardos, invadió el Exarcado de Rávena y amenazó a Roma. El Papa Esteban II pidió auxilia al emperador, por entonces Constantino V Caprónimo, pero éste se la negó.

 
 
Gracias al rey de los francos Pipino el Breve, se pudo evitar el desastre y conseguir reconquistar los territorios ocupados por los enemigo; territorios que fueron donados por el rey franco, a título de perpetuidad al Pontífice Romano; se constituyó de esta forma lo que se ha dado en llamar el Patrimonio de San Pedro.

Carlomagno, primogénito de Pipino el Breve, se dedicó desde el principio de su mandato, como rey de los francos, a afianzar y a ampliar su reino. Para ello, con objeto de defender sus territorios de la amenaza de los pueblos nórdicos, y de los pueblos provenientes del sur, combatió sin cuartel hasta fortalecer las fronteras  de los mismos. Dominó a los sajones, un pueblo levantisco y rebelde, después de treinta años de guerra continuadas con ellos, llegando a apoderarse de toda la Europa central hasta el Báltico.

Carlomagno, también se desplazó hacia la Península Ibérica, llegando a invadir parte de Zaragoza pero se encontró con una fuerte resistencia que le impidió seguir adelante, y su ejército sufrió una gran derrota cuando ya se retiraban de la Península en Ronces Valles. Sin embargo, logró finalmente dominar al pueblo lombardo que constantemente trataba de apoderarse del territorio perteneciente al Patrimonio Pontificio. El Papa León III tan agradecido estaba a este rey cristiano defensor a toda costa de la Iglesia, que en la noche de la navidad del año 800, le impuso la corona de emperador Romano.

Carlomagno se tomó muy en serio su papel de primer emperador alemán del Sacro Imperio Romano, aceptando como objetivo primordial, como hasta entonces había hecho, la defensa de la Iglesia frente los enemigos de ésta, aunque muchos historiadores excesivamente críticos  han considerado que sus verdaderos propósitos eran sólo de carácter imperialista.

 
 
 
Pero el Sacro Imperio Romano, de la nación Alemana, no subsistió tras la muerte de Carlomagno, acaecida en el año 814, debido primordialmente a la mala cabeza y desunión de sus herederos. Así, en el año 911, la mitad oriental del Imperio vio desaparecer al que sería el último emperador carolingio.

El hijo de Carlo Magno, Ludovico Pío, carecía de las cualidades de mando de su padre, y durante el período de su reinado (814-840) fue incapaz de continuar su obra política. A la muerte del mismo, como  herederos, quedaron sus tres hijos: Lotario, Pipino y Luis, así como un cuarto hijo nacido de su segundo matrimonio. La lucha por el poder fue tremenda entre los distintos hermanos, conduciendo finalmente a la fragmentación del Imperio.

En el primer reparto de los territorios que constituían en ese momento el Imperio de Occidente, a Carlos el Calvo le correspondió los territorios Atlánticos, a Luis, la Germania y Lotario recibió una gran franja de terreno comprendida desde el norte del Imperio hasta Italia (para entonces Pipino había muerto). Este reparto se realizó mediante el llamado tratado de Verdún (843). A la muerte de Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, se repartieron los territorios por el llamado tratado de Mersen (870) pasando a este último el título de emperador, por decisión del Papa, por entonces, Adriano II (867-872), el cual se encontraba en esos momentos amenazado por las tropas islámicas.

Posteriormente a la muerte de Carlos el Calvo y puesto que su hijo y heredero era muy pequeño para reinar, el Papa nombró emperador a Carlos el Gordo (884-887), hijo de Luis el Germánico, y de esta forma se volvió a reunir bajo el mandato de un solo emperador la herencia de Carlomagno, siendo ya Pontífice San Adriano III (884-885). Sin embargo esta unión duró poco porque la nobleza se negó a aceptar a Carlos el Gordo y lo depuso, de manera que la Germania y Francia se separaron. Para la Germania fue elegido Arnulfo nieto bastardo de Luis el Germánico mientras que en Francia subió al trono el hijo de Carlos el Calvo, que recibió el nombre de Carlos el Simple.

La reflexión sobre los acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante la dinastía carolingia, sólo nos llevaría, a reconocer como lógico, el hecho de que la propia Iglesia de Cristo se viera involucrada en ellos de forma profunda y en algunos casos de manera negativa.

 
 
Ya en la época de Carlomagno, la Iglesia agradecida concedió a este emperador cristiano ciertos privilegios, que luego heredaron sus sucesores, los cuales hicieron, en ocasiones, un uso desafortunado e inadecuado de los mismos. Sin duda, a cambio, se obtuvo la protección de la Iglesia de los ataques constantes que sufría por parte de los pueblos bárbaros, pero esto fue a costa también de la degeneración, a la larga, de los atributos concedidos a los emperadores, así como, a algunas autoridades eclesiástica. Desgraciadamente esta situación contribuyó a un autoritarismo desmesurado por parte de los emperadores, que se arrogaron incluso el derecho y facultad de conferir la <investidura espiritual> por la concesión del báculo y el anillo, es decir, la elección del Sumo Pontífice.

Como consecuencia de todo ello, se produjeron elecciones muchas veces arbitrarias de las autoridades de la Iglesia, nombradas simplemente por el privilegio que se auto reconocían los emperadores del momento. Se puede decir que éste fue un período negro para la Iglesia, a lo largo del cual (finales del siglo IX y parte del  siglo X) algunos Pontífices, desgraciadamente, no siempre tuvieron las cualidades  que el insigne servicio, al que eran llamados, exigía como representantes de Cristo sobre la tierra; pero también otras tantas veces fueron eliminados,  sin razón, por procedimientos nada ortodoxos, sufriendo en sus propias carnes actos criminales.

Este reconocimiento no nos debe llevar a los cristianos de hoy en día a entristecernos o pensar que la Iglesia también tiene sus fallos… Son las personas, los hijos de la Iglesia que no la Iglesia como institución, los que cometieron faltas muchas veces graves e injustificables. La Iglesia de Cristo a pesar de todo, y por encima de todas las dificultades, siempre bajo la acción del Espíritu Santo, siguió adelante porque los hombres pueden fallar, pero quien creó la Iglesia, Jesucristo, nunca falla y la protegerá hasta el final de los siglos.



 
 
No obstante, y a pesar de esta historia negra del Papado, durante el siglo IX, la Iglesia gozó  también de hombres santos que fueron ejemplos inestimables para las gentes de su época y para las de siglos posteriores, evangelizando a los pueblos paganos de entonces, porque  la aportación específica y fundamental de la Iglesia, es predicar la existencia de Dios, siempre y en todo momento; de un Dios que nos ha dado la vida como aseguraba el Papa Benedicto XVI: “Sólo Él, es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: <Sólo Dios basta>"

Sí, el pueblo de Dios, y en particular, los pueblos europeos que fueron de los primeros en recibir la Palabra de Cristo a través de sus apóstoles, deben seguir la tradición de la evangelización, que es más necesaria que nunca en este siglo XXI, donde parece imperar la desunión y el escepticismo y donde la Palabra de Cristo está siendo olvidada y muchas veces hasta sometida a blasfemia en el viejo Continente.

Analizar el siglo IX y los sucesos que entonces tuvieron lugar, puede suministrarnos ejemplos importantes de actuación para este siglo XXI y al mismo tiempo, puede mostrarnos la fuerza de la Iglesia, ya que a pesar de las desviaciones y desenfrenos del pasado, la Iglesia salió adelante gracias a la labor evangelizadora de tantos hombres y mujeres que merecen ser recordados y tenidos en cuenta como modelos  inestimables para seguir en la brecha, sin miedo, como nos pidió Jesucristo, mostrando el camino de la verdad y la salvación a toda la humanidad.

Un hermoso ejemplo lo podemos encontrar en San Benito Aniano, hijo de Aigulf, conde Languedoc; sirvió a Carlomagno y también a su padre Pipino el Breve, en calidad de copero. El copero era un servicio de alto rango en la corte, ya que tenía como misión servir las bebidas en la mesa del emperador o rey en su caso. Ello implicaba una gran consideración y confianza por parte de los soberanos, pues era la persona de la que dependía, sus vidas, debido al alto número de envenenamientos que se solían producir por esta causa entre los mismos. 
 
 
 
 
 
Muy joven fue llamado por Dios y decidió retirarse de la corte e ingresó en la Abadía de San Seine, donde tomó los hábitos de monje. Tras algunos años de ayunos y abstinencia severos, fue reconocido por sus hermanos como un hombre verdaderamente santo, y quisieron nombrarlo Abad, al morir el que hasta  entonces había ocupado este puesto. Él no quiso aceptar el cargo debido a que aquellos monjes eran contrarios a una reforma de la orden. Regresó a Languedoc donde construyó una ermita pequeña en un arrollo del Aniano, en este mismo estado. Vivió en este lugar durante algún tiempo, siempre en extrema pobreza, atrayendo a esta vida a otros hombres que se quisieron poner bajo su orden espiritual. Todos ellos se ganaban la vida trabajando, y sólo comían pan y bebían agua, excepto los sábados y en las grandes solemnidades religiosas, en las que añadían a su frugal alimentación, algo de vino y de leche, que siempre obtenían de las limosnas procedentes de las almas caritativas del lugar.

Con el tiempo, el número de discípulos aumentó, cosa extraña, si tenemos en cuenta la clase de vida que llevaban estos monjes, y la situación caótica del momento histórico (principio del siglo IX), lo que llevó a esta comunidad de hombres santos a construir un nuevo monasterio, en un lugar más espacioso, en las cercanías del anterior. Al poco tiempo, el monasterio se llenó de hombres deseosos de seguir la vida religiosa de aquellos monjes, y San Benito los dirigía con prudencia, al mismo tiempo que también había recibido el encargo imperial de inspeccionar otros monasterios situados en la Provenza, Languedoc y Gasconia.

El emperador Luis I el Piadoso (Ludovico Pio), que sucedió a su padre Carlomagno en el año 814, acabó por encargar a San Benito la supervisión de todas las abadías de su reino, y para tenerlo más cerca de él, ordenó construir el monasterio de Kornelimünster, junto al pequeño rio Inde.

San Benito Aniano intervino en la reforma para la disciplina de los monjes en los monasterios no sólo de Francia, sino también de Alemania, siguiendo como ejemplo los estatutos de la regla de San Benito de Nursia (480-543), el fundador de la orden. Escribió el Código de Reglas; colección de todas las regulaciones monásticas, que existían hasta aquel momento. Este gran restaurador de las órdenes monásticas en Occidente, durante toda su vida estuvo aquejado de continuas enfermedades hasta el último período de su vida, comportándose siempre con gran resignación, amor a Dios y al prójimo. Murió en el año 821 a la edad de 71 años, dejando tras de sí, una gran obra por la que Europa siempre deberá estarle agradecida.

Otro gran santo de la primera mitad del siglo IX, del Imperio de Occidente, fue Pascasio Radberto, el cual, al nacer fue abandonado a las puertas de la Iglesia de Notre Dame de Soissons, donde fue recogido por unos monjes del convento de San Pedro; fue bautizado con el nombre de Radberto y educado por los santos hombres que lo habían salvado de una muerte segura.
Siendo aún muy joven, y habiéndose criado en un ambiente muy adecuado para ello, sintió la llamada de Dios y se hizo monje, ingresando en la abadía benedictina de Corbie, con el nombre de Pascasio.
Desde muy tierna edad, demostró sus capacidades intelectuales y su preferencia por los libros, de manera que sus maestros, le consideraron uno de sus mejores alumnos. Más tarde demostraría su actividad intelectual a través de sus obras literarias, entre los que destacaremos el <Comentario al libro de las Lamentaciones y De Córpore et Sanguine Domini>, escrito entre los años 831 a 844, con el objetivo de instruir a los monjes. Se trata probablemente de la primera monografía doctrinal, sobre el Sacramento de la Santa Eucaristía.

 
 
 
 
En el año 847, el santo escribió la obra <De Partu Virginis> donde hablaba de la virginidad y el carácter sobrenatural del misterio de la Encarnación del Verbo, y de la Santa Eucaristía. Entre sus obras de carácter exegético, destacan los comentarios al evangelio de San Mateo, y en su libro <De Nativitate Santae Mariae> defiende la natividad santa de Cristo, desde el vientre de su Madre virgen. Otras muchas obras de este escritor cristiano se perdieron, y no han llegado hasta nuestros días desgraciadamente.


También tuvo tiempo este santo varón para llevar a cabo viajes misioneros por Francia, Alemania e Italia, con objeto de cristianizar a los paganos de su época. En el año 843, fue elegido Abad del monasterio de Corbie, pero renunció al cargo para dedicarse plenamente a sus trabajos y estudios de teología y filosofía. Murió según se dice en el año 865, y por voluntad propia fue enterrado en el osario  de los más pobres sirvientes de la abadía.

Como asegura el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“La historia de la Iglesia está marcada por la intervención del Espíritu Santo, que no solo la ha enriquecido con los dones de la sabiduría, profecía y santidad, sino que también la ha dotado de formas siempre nuevas de vida evangélica a través de las obras de fundadores y fundadoras que han transmitido su carisma a una familia de hijos e hijas espirituales. Gracias a ello, hoy, en los monasterios y en los centros de espiritualidad, monjes, religiosos y personas consagradas ofrecen a los fieles oasis de contemplación y escuelas de oración, de educación en la fe y de acompañamiento espiritual.

Pero, sobre todo, continúan la gran obra evangelizadora y de testimonio en todos los continentes, hasta la vanguardia de la fe, con generosidad y a menudo, con el sacrificio de la vida hasta el martirio” 

Así es, sin duda, por eso es justo y necesario que recordemos a aquellos hombres y mujeres que en siglo pasados prepararon el camino para los hombres del futuro, y un futuro incierto…Concretamente, en el año 865, en el que  murió San Pascasio, falleció otro santo hombre de la Iglesia del siglo IX, que había nacido en Amiens, Austrasia en el año 801. Nos referimos al Obispo y misionero San Oscar, el cual llegó a ser el primer Arzobispo de Hamburgo, y ha sido considerado santo patrono de Escandinavia.

Sucedió que el emperador, Ludovico Pío, envió a éste santo varón a cristianizar Suecia, lo cual llevó a cabo con tal éxito, que terminó siendo Arzobispo de Hamburgo, en al año 832. No obstante, este éxito inicial se vio frustrado cuando los normandos restituyeron el paganismo en los países cristianizados previamente por San Oscar; sin embargo, el santo no se acobardó por ello y volvió a intentar evangelizar a aquellos pueblos, tan volubles, en varias ocasiones más, con resultados diversos. San Remberto sucedió a San Oscar en el Arzobispado de Hamburgo y  de Bremen, desde el año 865 hasta su muerte, y escribió la biografía de su antecesor en este puesto.

San Remberto, fue un gran misionero de Cristo, recorriendo regiones paganas de Suecia y de Francia, al mismo tiempo que continuó la labor realizada, en este sentido, por San Oscar en tierras de Dinamarca. Tanto en Suecia como en Francia, se reconoce la santidad de este gran hombre, gran evangelizador, que se preocupó también por los cautivos, siendo muchas las anécdotas que sus hagiógrafos cuentan respecto a las duras situaciones en que se vio comprometido, al rescatar esclavos cristianos. Por todo esto, este santo varón, tiene el honor de ser considerado y conocido, como el Segundo Apóstol del norte. Su muerte tuvo lugar hacia el año 868, manteniendo su labor evangelizadora hasta que la ancianidad le impidió atender sus diócesis adecuadamente.

 
 
 
 
Fueron muchos los hombres que en el siglo IX, dedicaron toda su vida a la hermosa tarea de la evangelización de los pueblos paganos de Europa, y que dejaron su vida en este supremo esfuerzo, ya que aquellas gentes eran muy difíciles de cristianizar, y de una rudeza enorme en el trato, lo que hacía casi imposible conseguir que no odiaran a la Iglesia de Cristo, que se basa en el amor entre los hermanos, y el amor a Dios sobre todas las cosas.También hubo mujeres santas en el siglo IX, aunque de ellas se tienen muchos menos datos, recordaremos sin embargo dos casos sumamente importantes, como son el de Ricarda de Andlau (Reina consorte Carolingia) y Santa Solange, una simple pastora cuya belleza era tal, que fue causa de su martirio.

Sí, el Señor llama a todos sus hijos, independientemente de su categoría social, como es el caso de estas dos santas ejemplares. Porque como aseguraba el Papa Benedicto XVI  (Ibid):

“La historia de la Iglesia está llena de testigos que se entregaron sin medida por los demás, a costa de duros sufrimientos. Cuanto mayor es la esperanza que nos anima, tanto mayor  es también en nosotros la capacidad de sufrir por amor a la verdad y del bien, ofreciendo con alegría las pequeñas y grandes pruebas de cada día e insertándolas en el gran compadecer de Cristo”

Santa Ricarda de Andlau (840-895), fue la esposa de Carlos III el Gordo (Hijo de Luis el Germánico y nieto de Carlomagno). Esta emperatriz, consorte de los francos, había nacido en Alsacia, de familia noble pues su padre fue el Conde de Nordgau. El año 862, Ricarda  se casó con Carlos III el Gordo, pero no tuvieron hijos. Desde siempre esta santa mujer deseaba haber hecho vida ascética, por lo que finalmente cuando tuvo ocasión para ello, se retiró a la Abadía de Andlau, la cual ella misma había fundado.


Fue canonizada por el Papa León IX, en el año 1049, y sus restos descansan actualmente en dicha abadía. Se la considera patrona de Andlau, y protectora contra los incendios, por la prueba de fuego que tuvo que soportar siendo emperatriz, para demostrar su inocencia al ser acusada por su esposo Carlos, y los cortesanos, de adulterio.

En cuanto a la Santa Solange, se sabe que nació en el seno de una familia humilde pero muy devota, en la ciudad de Villemont, cerca de Bourgues. Desde muy niña fue llamada por el Señor, y consagró su virginidad a Él. Sus hagiógrafos aseguran que poseía poderes de curación por solo su presencia desde su más tierna infancia, y era de gran belleza. Esta pastora cautivó el corazón de un hombre poderoso, hijo del Conde de Poitiers, que intentó seducirla, pero ella lo rechazó, y este rechazo le enfureció de tal forma que la raptó, y cuando iba con ella   huyendo a caballo, la santa muchacha se defendió, cayendo ambos al río por el cual cruzaban. El raptor asesino le cortó la cabeza, y la tradición cuenta que Solenge en ese instante invocó al Santo nombre de Jesús, y se produjo un milagro, porque ella con la cabeza cortada, se desplazó hasta la Iglesia de Saint Martín, donde se desplomó ya completamente muerta.

A partir del mismo momento de su muerte, la gente la consideró Santa, atribuyéndole gran número de milagros por su intersección, y en el año 1281, se erigió un altar en la Iglesia de Saint Martín en su honor, en la que se guarda su cabeza como reliquia. Es patrona de Francia, de la lluvia, de las víctimas de violación y de los pastores.
 
 
 
Santa Solange, como otros muchos santos y santas de este siglo IX, acogió en su corazón, el Santo nombre de Jesús, y eso la salvó para siempre del mortal enemigo. La Iglesia de Cristo a lo largo de toda su historia, y desde el mismo momento de su fundación, ha pedido a la humanidad, que acoja este Santo nombre, porque no hay otro futuro para la salvación del hombre, como decía San Pedro al declarar ante el Sanedrín que le juzgó junto a San Juan. (Hch 4, 11-12)

Si lo hacemos así, frente a los problemas de cada día, el rostro de Cristo será cada vez más visible en nuestro corazón y en el de los que están en nuestro entorno familiar. En este sentido los Santos y las Santas que llenan la historia de la Iglesia son ejemplos magníficos y nos ofrecen luz y consolación para afrontar las dificultades de la vida.


 
 
 
Como aseguraba el Papa San Juan Pablo II durante la Homilía de la misa celebrada con motivo de la clausura de la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos (23 de octubre de 1999):
 
“Nuestro Señor Jesucristo lo había prometido: <El que crea en mí, hará Él también las obras que yo hago, y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre> (Jn 14, 12). Los Santos son la prueba viva del cumplimiento de esta promesa, y nos animan a creer que ello es posible también en los momentos difíciles de la historia"

 
 

domingo, 29 de mayo de 2016

SI NEGARAMOS LA RESURRECCIÓN DE CRISTO VANA SERÍA NUESTRA FE Y LA IGLESIA SE DERRUMBARIA



 
 
 
 
En pleno siglo XXI, hombres con conciencia erronea, siguen  insistiendo, sobre el hecho de que Jesús no muriera en la Cruz, y solo sufriera un desmayo, o algo parecido, y que por tanto no hubiera lugar para hablar de su posterior Resurrección.

Esta nefasta pretensión, de aquellos que probablemente ya han caído en brazos del maligno, llevaría sin duda al derrumbamiento de la Iglesia Católica; precisamente en el siglo I, el Apóstol San Pablo ponía en guardia a sus seguidores, sobre este asunto, asegurándoles que negar este acontecimiento transcendental de la historia de Jesús, conduciría a la falta de fe, y por consiguiente a la perdición de la humanidad (I Co 15, 17-20):
" Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe: todavía estáis en vuestros pecados / y, por tanto los cristianos que han muerto están perdidos / Si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados / Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren / Porque como por un hombre vino la muerte, así, por un hombre, la resurrección  de los muertos.   

 
 
 
 
Por eso, el Papa Benedicto XVI, sobre este dogma tan importante de la fe cristiana aseguraba que (Jesús de Nazaret  2ª Parte. Editorial Encuentros S.L. 2011): “La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, como viene a decir  San Pablo. Y sólo si lo entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección  en el Nuevo Testamento”

Estas palabras del Papa vienen a corroborar que , después de la muerte, existe vida, y vida eterna; la <resurrección de la carne> significa que <después de ésta, no habrá vida solamente  del alma inmortal, sino que también nuestros cuerpos mortales volverán a tener vida>, como, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 989):
“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán  para siempre con Cristo Resucitado y que Él les resucitará en el último día (Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad”

 
 
 
San Pablo es el Apóstol que más ha recordado,  esta  doctrina de la Iglesia, para que los hombres, de todos los tiempos, tuviéramos esperanza plena en la misma, y así, en su Carta dirigida a los romanos, cuando les enseñaba que toda la existencia cristiana debe estar orientada al encuentro definitivo con el Señor, y que ello supondría la participación plena en el gran misterio de la Muerte y  Resurrección de Cristo, se expresaba en los siguientes términos (Rm 8, 11-14):

"Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros / Así pues, hermanos, no somos deudores de los bajos instintos para tener que vivir de acuerdo con ellos / Porque si vivís según los bajos instintos, moriréis; pero si, conforme al Espíritu, y dais muerte a las acciones carnales, viviréis / Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" 

 
 
Desde el punto de vista histórico, la primera Carta de san Pablo a los moradores de Corinto, es probablemente una de las más interesantes del apóstol, en el sentido de que en ella, mejor que en otras, se transluce el estado de las Iglesias primitivas, con sus problemas, pero también con sus virtudes, y por ello ha servido de ejemplo a seguir a los cristianos, a lo largo de todos estos siglos.

Casi dos años tuvo que emplear el Apóstol para evangelizar a sus gentes, pero no fue tiempo en balde, porque logró fundar una Iglesia pujante que dio grandes frutos, a pesar de la corrupción de las costumbres de algunos sectores de la población, y la oposición de ciertos grupos de hombres  no creyentes presentes entre ellos en aquellos tiempos.

Los primeros años de esta Iglesia fueron extraordinarios, pero más tarde, surgieron dificultades a causa de los lamentables abusos de algunos de sus feligreses. Enterado el Apóstol de la situación, les escribió una primera carta que no se ha conservado, y por lo tanto la primera que ha llegado hasta nuestros días se ha tomado desde siempre  como la primera, y en ella trata de animar a la comunidad para que remedien  los graves problemas surgidos entre sus componentes, como  el detestable pecado de la fornicación (I Co 6, 12-20):
 
 
"Todo me es lícito, pero no todo me aprovecha. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada / El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo / Y Dios Resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros con su poder / Huid de la inmoralidad. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca contra su propio cuerpo / ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis / pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto ¡glorificad a Dios con vuestros cuerpos!"   


Desde luego el Apóstol se pronuncia con claridad en su Carta, nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, no nos pertenecen, pertenecen a nuestro Creador, tal como les recordaba  a los corintios, y  la fornicación es una grave ofensa a la castidad. Ya el judaísmo tradicional prohibía las relaciones sexuales fuera del matrimonio, y para los cristianos bautizados la castidad es un tema esencial. 

 
 
Como decía San Pablo <el cristiano se ha revestido de Dios> (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Por eso, tras la recepción del Sacramento del Bautismo, el cristiano se compromete, por sí mismo, o por sus representantes en el caso de los niños, a dirigir su afectividad en  castidad.

Sí, recordemos que:

“La perfecta victoria es vencerse a sí mismo. El que tiene obediente la sensualidad a la razón, y la razón a todas las cosas, dice el Señor, aquel es verdadero vencedor de sí mismo…
Del amor desordenado del hombre por sí mismo, depende casi todo lo que se ha de vencer; lo cual vencido y señoreado, suministra gran paz y sosiego…” (Beato Tomás de Kempis)


Estas cosas las sabían los antiguos estupendamente, cuando todavía recordaban las enseñanzas de Cristo y la evangelización de sus Apóstoles, aunque también éstos, como le ocurrió a San Pablo tuvieron graves problemas al realizar la misión que el Señor les había encomendado.

Así por ejemplo, tras una serie de graves incidentes dentro de la comunidad cristiana de Corinto, que pusieron incluso en <tela de juicio>, la autoridad del Apóstol para proclamar la Palabra de Dios, éste justamente ofendido y sobre todo muy preocupado por aquellas gentes tan queridas, y evangelizadas por él en tiempos no tan lejanos, les escribió una nueva Carta, tratando de poner <orden y concierto>,  en la que destaca  su clásico estilo apocalíptico, finalizando su misiva con una serie de amonestaciones, recordándoles: que él es ministro de Cristo, y que como Cristo fue Resucitado, así también su ministro vive por la fuerza de Dios y posee la fuerza del Señor (II Co 13, 2-4):
 
 
"Repito ahora, ausente, lo que dije en mi segunda visita a los que pecaron antes y a todos en general: que cuando vuelva no tendré miramientos / tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí; y él no es débil con vosotros, sino que muestra su fuerza en vosotros / Pues es cierto que fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo que nosotros: somos débiles por él, pero vivimos con él por la fuerza de Dios para vosotros"


Son palabras del Apóstol dirigidas a una Iglesia, en cierta medida, muy parecida a la nuestra,  ya en el tercer milenio de la venida del Señor. Sería bueno, por tanto, que como aquellos fieles, también nosotros, escucháramos su testimonio, sus consejos y su anuncio escatológico  (II Co 4, 13-15):
"Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: <Creí, por eso hablé>,  también nosotros creemos y por eso hablamos; / sabiendo que quién Resucitó al Señor también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él / Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios"

 
 
Un cariz completamente distinto tiene la Carta que San Pablo dirigió a los Filipenses, un pueblo que siempre gozó de su afecto y reconocimiento. La Iglesia de Filipos (ciudad de Macedonia), fue probablemente la primera que fundó el Apóstol, bajo la acción del Espíritu Santo, en el año 49 ó 50 d. C, y estaba habitada fundamentalmente por ciudadanos romanos que gozaban de ciertos privilegios especiales otorgados por el Cesar Octavio Augusto.


Fue probablemente la primera Iglesia fundada por San Pablo en el Continente europeo, y quizás  por eso, tuvo siempre gran predilección por la misma, lo que explica también el hecho de que, años después, esta comunidad contribuyera con sus donativos a paliar las necesidades del Apóstol retenido por entonces, en contra de su voluntad, en Roma.
 
En tales circunstancias les envió una Carta de agradecimiento, mencionándoles cariñosamente algunas de las prácticas religiosas necesarias  para alcanzar la concordia y la caridad  con los semejantes. Para ello, empieza su misiva con una serie de exhortaciones previniéndoles contra las herejías de la época, recordándoles que la lucha contra el pecado  nunca es en vano y que la esperanza de <resucitar de entre los muertos> siempre debe estar presente en el hombre creyente, en aquel que como él mismo, renunció a todo por Cristo (Fil. 3, 8-11):


"Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo / y ser hallado en Él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe / Todo para conocerlo a Él, y la fuerza de su Resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte / con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos"

La resurrección de la carne es un misterio revelado,  a través de los siglos, por Dios a su pueblo; concretamente en la época en que vivió Jesús algunas sectas como la de los fariseos se encontraban ya esperanzadas en la resurrección de la carne, y sabemos también, que Jesús habló en numerosas ocasiones sobre este misterio, como pone de relieve el Apóstol San Marcos en su Evangelio, cuando el Señor respondía a una pregunta insidiosa  de los saduceos (no creían en la resurrección), sobre la pertenencia de una mujer que hubiera estado casada sucesivamente con siete hermanos tras la muerte de cada uno de ellos.

 
 
 
En realidad la pregunta de estos saduceos, teóricamente posible desde el punto de vista de la ley del levítico, trataba de ridiculizar las enseñanzas de Jesús sobre la resurrección de los muertos, y por eso, el Señor dándose cuenta enseguida de sus perversas intenciones les respondía así (Mc 12, 24-27):
"Estáis en un error, porque no entendéis la Escrituras ni el poder de Dios / Porque, en la resurrección, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en los cielos / Y acerca de la resurrección de los muertos ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le dijo Dios: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? / No es un Dios de muertos, sino de vivos. ¡Estáis en un grande error!"


 
 
Igual de grave es el error de aquellos, que a estas alturas de la historia de la humanidad, siguen aferrándose a la idea de que después de la muerte ya no hay nada…Para ellos el alma del hombre no tiene significación alguna, sólo el cuerpo tiene valor y éste desaparece porque  suelen recordar estas palabras: <polvo eres y en polvo te convertirás>.

Pero no, porque la Resurrección de Cristo es la prenda cierta de la resurrección de los muertos y la <clave de bóveda> del cristianismo, tal como han manifestado en los últimos tiempos los Papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Así por ejemplo este último, en la Audiencia General del 26 de marzo de 2008 aseguraba que:

 
 
“La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con que Él nos ha amado, hasta el sacrificio por nosotros; pero solo su Resurrección es <prueba segura>, es certeza, de que lo que afirma (Mc 12, 24-27), es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al Resucitar, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: <Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos serás salvo> (Rm 10,9).

Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan.

 
 
El debilitamiento de la fe en la Resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo Muerto y Resucitado, cambia la vida, e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos”


Hermosas enseñanzas las expresadas por Papa Benedicto XVI, el gran teólogo de la Iglesia, que tanto nos ha ayudado a superar dudas y controversias en los tiempos que corren, pero es verdaderamente doloroso comprobar la certeza de las mismas, porque aún entre los mismos miembros de la Iglesia han surgido dudas y hasta extrañas teorías que tratan de minimizar la importancia de la Resurrección de Cristo y aún la niegan.

Muchas veces da la sensación de que ciertos estudiosos de las Sagradas Escrituras nunca hubieran leído los Evangelios, ni supieran nada de los testimonios dados por sus Apóstoles y posteriormente por los Padres de la Iglesia, respecto a este maravilloso suceso de la historia de la humanidad. Realmente deberíamos dar gracias a Dios que nos dio la victoria sobre la muerte por nuestro Señor Jesucristo.
 
 
Por su parte el Papa San Juan Pablo II, demostró a lo largo de todo su Pontificado un enorme interés por el sentido escatológico de la Iglesia y nos habló con gran acierto sobre el tema primordial de la Resurrección de Cristo y su relación con el Sacramento de la Eucaristía, por ejemplo, en la Audiencia general del 15 de marzo  del año 1989:

“La Resurrección de Cristo y, más aún, el <Cristo Resucitado>, es finalmente <principio y fuente de nuestra futura resurrección>. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía  como Sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: <El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día> (Jn 6, 55). Y al murmurar los que le oían, Jesús les respondió: < ¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…? (Jn 6, 61-62). De este modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que las reciben <participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado”
 
 
 
 
Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (Jn 5, 24-25, 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviéndole la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (Jn 2, 19-22). Anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (Mc 10, 34).


Con razón el Papa Benedicto XVI hace notar en su libro <Jesús de Nazaret. Segunda parte> que:
“La Resurrección despierta el recuerdo, y el recuerdo, a la luz de la Resurrección, deja aparecer el sentido de la Palabra que hasta entonces permanecía incomprendida, volviéndola a poner en relación con el contacto de toda la Escritura…

La Resurrección enseña una nueva forma de ver; descubre la relación entre la palabra de los Profetas y el destino de Jesús. Despierta el recuerdo, esto es, hace posible el acceso al interior de los acontecimientos, a la relación entre el hablar y el obrar de Dios”

Verdaderamente Jesús Resucitó de entre los muertos, sus discípulos fueron testigos privilegiados de este acontecimiento esencial para los hombres, ellos dieron testimonio desde el principio del mismo, aunque con ello ponían en grave riesgo sus vidas ante sus mismos conciudadanos, pero no tuvieron miedo, como les había pedido el Señor y propagaron la <Buena Nueva >, en todo Israel y entre otros pueblos del mundo entonces conocido.

 
 
Por su parte, San Pedro, nombrado por Jesús Cabeza de la Iglesia, fue el primero en manifestar a la multitud expectante, después de los acontecimientos de Pentecostés, el portentoso milagro acaecido, y así, hablaba a las gentes, después de que él mismo en compañía de San Juan hubieran curado a un cojo de nacimiento que pedía limosna a las puertas del Templo de Jerusalén (Hechos 3, 13-15):
"El Dios de Abraham y de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros pueblos, glorificó a su siervo, Jesús, al que vosotros entregasteis y negasteis ante Pilatos, quién juzgaba que debía soltarlo / más vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida / mientras matasteis al autor de la vida, a quien Dios Resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos"


Un hombre santo, un hombre mártir, un hombre como el elegido por Cristo para dirigir su Iglesia, San Pedro, nos habla a través de los siglos de los hechos históricos acaecidos, de los que él mismo y los demás discípulos del Señor fueron testigos presenciales, y sin embargo algunos hombres siguen opinando que todo esto es una patraña inventada por los seguidores de Jesús y en cambio están dispuestos a creer en cualquier cosa inventada por sus congéneres, sin conocimiento de causa... 

 
 
A estas personas sólo podemos responder con las palabras de San Juan Pablo II: “La Iglesia, en Cristo Jesús a la que todos estamos llamados, y en la cual por medio  de la gracia de Dios conseguimos la santidad, no tendrá su cumplimento sino en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la Restauración de todas las cosa, y con el género humano también la creación entera que está íntimamente unida con el hombre y por medio de Él alcance su fin <será perfectamente renovada en Cristo>.
Porque Cristo, cuando fue levantado sobre la tierra, atrajo hacia así a todos (Jn 2,32); Resucitando de entre los muertos infundió en los Apóstoles su Espíritu vivificador; por medio de Él constituyó su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal Sacramento de Salvación; estando sentado a la derecha del Padre, obra continuamente en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por medio de ella unirlos más estrechamente a sí mismo y con el alimento del propio Cuerpo y la propia Sangre, hacerlos participes de su vida gloriosa” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Ed. Vittorio Messori. Círculo de lectores).