Los últimos años del siglo VI,
estuvieron marcados por el desarrollo de terribles guerras, la hambruna de los
pueblos y las epidemias que hacían desaparecer a poblaciones enteras. Sin embargo, pese al acumulo de tantas
desgracias, siempre brilló la luz de la evangelización en la Iglesia de Cristo,
que tuvo como máximo exponente al Papa San Gregorio Magno (590-604), primer
Pontífice benedictino, gran asceta de origen noble.
Este santo varón al ser nombrado sucesor de la Silla de Pedro, tras la muerte de Pelagio II a causa de una epidemia, dejó todo su patrimonio a la Iglesia y se hizo llamar: <Siervo de los siervos de Dios>
“Reconociendo, en cuanto había
sucedido, la voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al
trabajo con empeño. Desde el principio reveló una visión singularmente lúcida
de la realidad con la que debía medirse, una extraordinaria capacidad de
trabajo al afrontar los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante
equilibrio en las decisiones, también valientes, que su misión le imponían.
Se conserva de su gobierno una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja su diario interés por los complejos interrogantes que llegaban a sus manos. Eran cuestiones que procedían, de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado.
Entre los problemas que afligían
en aquel tiempo a Italia y particularmente a Roma había uno de gran relevancia tanto en el
ámbito civil como eclesial: la cuestión lombarda. A ella dedicó el Papa toda
energía posible con vistas a una solución verdaderamente pacificadora.
A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los lombardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, San Gregorio veía a esta gente con los ojos del buen pastor.
A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los lombardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, San Gregorio veía a esta gente con los ojos del buen pastor.
Preocupado por anunciarles la palabra de salvación, estableció con ellos
relaciones de fraternidad orientadas a una futura paz fundada en el respeto
recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y lombardos.
Se preocupó de la conversión de los jóvenes pueblos y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los Francos, los Sajones, los inmigrantes en Bretaña y los lombardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora”
Posteriormente, en años sucesivos creó otra serie de monasterios en algunas de sus posesiones en la isla de Sicilia, tomando como carisma, en todas ellas, la regla de San Benito.
A la muerte del Papa Pelagio II
(579-590), como hemos comentado anteriormente, San Gregorio fue proclamado su
sucesor, pasando a ocuparse con ardor, como
ha reconocido el Papa Benedicto
XVI, de todos los asuntos que por su cargo, Cristo le había encomendado.
Se puede decir que durante todo
su Pontificado, este Papa, realizó una labor apostólica extraordinaria, y así
por ejemplo, envió al monje benedictino Agustín de Canterbury junto con otros
cuarenta monjes, en el año 597 a evangelizar Inglaterra, que aunque ya había sido
evangelizada, desde el siglo V se encontraba en graves dificultades debido a
las invasiones de anglos y sajones, paganos.
San Agustín tras una dura lucha
contra el paganismo reinante consiguió la conversión del rey Ethelberto de
Kent y a partir de este momento sus
súbditos siguieron, en gran mayoría, su ejemplo.
Cantérbury fue el lugar elegido
finalmente por el santo para fijar su residencia, donde con ayuda real inició
la construcción de la Iglesia que sería después la Catedral de Cantérbury. San
Agustín siempre tuvo el apoyo incondicional del Papa San Gregorio, el cual le
envió a dos sacerdotes para que le ayudaran en su intensa labor evangelizadora,
estos fueron Melitón que llegó a ser el primer Obispo de Londres y Justo que
fue el primer Obispo de Rochester.
Por otra parte, la obra evangelizadora del Papa San
Gregorio, quedó reflejada también en sus
escritos entre los que cabe destacar además de su extensa obra epistolar, ya mencionada,
otras obras, tal como recordaba el Papa Benedicto XVI (Catequesis del 4 de junio de 2008):
“Escritos de carácter exegético,
entre los que se distinguen el Comentario moral a Job, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías
sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter
hagiográfico, <Los Diálogos>, escrita por San Gregorio para edificación
de la reina lombarda Teodolinda. Sin embargo, la obra principal y más conocida
es sin duda la <Regla pastoral>, que el Papa redactó al comienzo de su Pontificado
con finalidad claramente programática”
En cuanto a las enseñanzas
teológicas de San Gregorio, el Papa Benedicto XVI nos recuerda también en la misma catequesis que: “Haciendo un rápido repaso a sus
obras observamos, ante todo, que en sus escritos San Gregorio jamás se muestra
preocupado por trazar una doctrina “suya”, una originalidad propia. Más bien intenta hacerse eco de la
enseñanza tradicional de la Iglesia, quiere sencillamente ser la boca de Cristo
y de su Iglesia, en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios”
Por otra parte, San Gregorio,
logró por dos veces la retirada de los lombardos que asediaban Roma y la reina
bávara Teodolinda creyente cristiana le ayudó en la conversión de su esposo Leutario, el
cual renunció al arrianismo y con él, muchos de sus vasallos. Así mismo, hay
que recordar su gran caridad en favor de los más pobres, doce de los cuales, se
cuenta que, compartían cotidianamente su mesa y los demás eran atendidos en sus
necesidades.
Por todo esto y mucho más, para
que la labor evangelizadora realizada por San Gregorio Magno (590-604) siga
siendo un ejemplo vivificador en la Iglesia del siglo XXI, recordaremos
la siguiente oración a él dirigida por esta:
“Señor Dios, que cuidas a tu
pueblo y lo gobiernas con amor, te pedimos que, por intercesión del Papa San
Gregorio Magno, concedas el Espíritu de sabiduría a quienes has establecido
como maestros y pastores de la Iglesia”
Sí, porque dando un gran salto en la historia, a mediados del siglo IX tuvo lugar el llamado Cisma de Focio, durante el Papado de Nicolás I (858/867), siendo Patriarca de Constantinopla el Obispo Ignacio. Por cuestiones familiares, el emperador Miguel III y su ministro Bardas, expulsaron de su Sede de Constantinopla a San Ignacio, que constantemente les reprendía por su mal comportamiento y los sustituyeron por Focio. Éste era un hombre erudito pero de condición moral relajada que recibió, en muy poco tiempo, todas las ordenes de la Iglesia de Oriente, y que se sublevó contra el Papa de Roma, declarándose a continuación Patriarca Universal.
Tras diversos incidentes, se
produjo la ruptura y el rechazo de la
Primacía de Roma, lo que provoco la excomunión de Focio por parte del Papa. Tras
un largo periodo de desencuentros e incertidumbres, Focio fue aislado
finalmente en un monasterio, donde murió en el año 886.
El Patriarca Antonio Kauleas,
venerado como santo, estableció en un Sínodo, de nuevo, la unión total con
Roma, repuso el nombre del Papa en el Canon y renovó unas relaciones buenas con
la Iglesia de Occidente, aunque siempre algo distantes, que dieron lugar a
fricciones y que por desgracia terminaron con la escisión total de ambas
Iglesias en el año 1054.
En este año el Papa León IX (1049-1054), amenazado por los normandos, trato de encontrar una nueva alianza con Bizancio y mando una embajada a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto Silva Candida.
En este año el Papa León IX (1049-1054), amenazado por los normandos, trato de encontrar una nueva alianza con Bizancio y mando una embajada a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto Silva Candida.
Los legados Papales al llegar a
Constantinopla, negaron el titulo de Patriarca a Miguel I Cerulario (1043-1058),
poniendo en duda la legitimidad de su elección, debido a su deficiente
formación teológica, lo cual, le había llevado al límite de la herejía en
algunas ocasiones. Se puede decir que en
esta ocasión la delegación Papal, obro con alguna ligereza, sin sopesar cuales
serian las consecuencias posteriores, cuando se marcharon de forma brusca,
dejando la Bula conminatoria al Patriarca sobre el Altar Mayor de su Iglesia,
sin siquiera dialogar primero, para tratar de encontrar una solución al
problema.
El 24 de Julio del nefasto año
1054, el Patriarca de Constantinopla, Miguel I Cerulario sumamente ofendido,
respondió a todo lo sucedido, excomulgando a su vez, al Cardenal Humberto de
Silva y a su sequito, quemando públicamente la Bula romana, con lo que, sé
confirmo definitivamente, el llamado gran Cisma de Oriente.
A partir de aquel momento hubo
algunos intentos, bien intencionados, de unir de nuevo a las iglesias en
conflicto, pero todos ellos fracasaron debido, por una parte a la incomprensión
y recelo surgidos a lo largo del tiempo entre ambas y por otro al hecho de que
a su vez la Iglesia de Oriente se dividió en tres ramas principales: la iglesia
de Constantinopla, la iglesia Griega y la iglesia Rusa.
A la Iglesia de Constantinopla se
agregaron aparentemente las Iglesias de Antioquía, de Jerusalén y de Alejandría.
De cualquier forma, la Iglesia cismática en su totalidad, conserva aun en día,
inalterados, los Dogmas de la fe que tenían antes de separarse y que son
prácticamente los mismos que profesa la Iglesia Romana. No por ello deja de
existir grandes diferencias, en otros aspectos, entre ambas Iglesias, como el referido al Espíritu Santo:
La Iglesia griega sostiene que
el Espíritu Santo procede del Padre y no del Hijo y rechazan la palabra “Filioque”.
A este respecto recordaremos que el año 589, durante el 3ª Concilio de Toledo,
donde tuvo lugar la solemne conversión al catolicismo de los visigodos, se
produjo la introducción de esta palabra, en el Credo de la iglesia, por lo que
se aceptaba la idea de que el Espíritu Santo procede, no exclusivamente del
Padre, a través del Hijo, como decía el Credo proclamado en el Concilio de Nicea,
sino del Padre y del Hijo.
Por otra parte, la Iglesia cismática no reconoce la autoridad suprema del Papa y, sus Patriarcas y aunque sus obispos están sometidos a la ley de celibato, a sus presbíteros les está permitido el matrimonio, siempre que se haya contraído antes de la recepción de las órdenes sagradas.
Sin embargo, se puede señalar el
hecho de que en 1274, en el 2º Concilio de Lyon y en 1439, en el Concilio de
Basilea, ambas Iglesias, Oriental y Occidental, hicieran un gran esfuerzo por
limar las desavenencias surgidas en siglos pasados, aunque sin gran éxito.
Más recientemente, algunas Iglesias
Orientales decidieron aceptar la Primacía del Papa y se han denominado Iglesias
Orientales Católicas.
Recordaremos también, que a partir
del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica Romana, ha iniciado, bajo el
influjo de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, así como por parte del Papa Benedicto XVI, y en la actualidad el Papa Francisco un programa
de acercamiento hacia las Iglesias Orientales y es de esperar que se puedan apreciar los frutos de esta gran
labor con la ayuda del Espíritu Santo.
Recordemos así mismo que en el
siglo X, una vez conseguida la conversión de los barbaros, la Iglesia de Cristo
comienza a propagarse con gran profusión, que aumenta progresivamente durante
los siglos XI y XII, e incluso principios del siglo XIII, donde aparecen lo que
se ha dado en llamar, los Grandes Papas (Nicolás I, León IX, Nicolás II,
Gregorio VII e Inocencio III) que desde la silla de Pedro, dieron a la Iglesia
de Cristo un florecimiento muy considerable.
Se puede decir también, que
durante este periodo de la edad Media, a pesar del Cisma de Oriente, con el
reconocimiento del poder temporal de los Pontífices, la Iglesia se desarrollo
plenamente, llevando sus enseñanzas a las instituciones laicas, renovando y
unificando la liturgia de los pueblos cristianos.
En este sentido el Papa San Juan
Pablo II, en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza “, aseguraba que: ”Uno de los más grandes
acontecimientos en la historia de la evangelización fue sin duda alguna, la
misión de dos hermanos provenientes de Tesalónica, San Cirilo monje, y Metodio
obispo (869 y 884)”.
"Estos Santos
ejercieron su labor evangelizadora en el imperio de la Gran Moravia (nacido a
principios del siglo IX), traduciendo al eslavo las Sagradas Escrituras y otros
libros litúrgicos. El <patrimonio de su evangelización ha permanecido en las vastas regiones de la
Europa central y meridional, en tantas naciones eslavas, que aun hoy, reconocen
en ellos no solamente a los maestros de la fe, sino también a los padres de la
cultura>"
Verdaderamente durante el primer
milenio después de la llegada del Mesías, en sus emigraciones los distintos
pueblos tuvieron ocasión ponerse en contacto con núcleos cristianizados,
aceptando su fe, aunque muchas veces no estuvieran aún en disposición de
entender del todo la formulación del Misterio de Cristo…
A mediados del siglo XV, sobre
todo de España y Portugal, una nueva oleada de evangelización partirá hacia
tierras desconocidas…El afán misionero que se manifestó más allá del océano,
llegó a un nuevo continente. Con el descubrimiento de América se produjo una
gran obra evangelizadora que dio extraordinarios resultados para el futuro de
la humanidad…
Sí, como diría el Papa San Juan
Pablo II (Ibid):
“La Iglesia renueva cada día,
contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra cosa que la
<lucha por el alma del mundo>…La lucha por el alma del mundo
contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo aparece más
poderoso…Mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de la
Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, o las que
ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre al futuro; sale, sin
detenerse, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda
claridad que las nuevas generaciones acogen lo que sus padre parecían rechazar”