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lunes, 12 de noviembre de 2018

EL DON DE DIOS Y EL PECADO ETERNO



 
 
 
 
 
En el Catecismo de la Iglesia Católica, se nos habla del Espíritu Santo, el <Don de Dios>, en los siguientes términos (nº 733 a 736): "Dios es Amor" (I Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el  primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5) 

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados.
La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en  la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza  divina perdida por el pecado. El nos da entonces las <arras> o las <primicias> de nuestra herencia (Rm  8, 23; 2 Co 1, 21): La Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar <como él nos ha amado> (I Jn 4, 11-12).
Este amor es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos <recibido una fuerza, la del Espíritu Santo  (Hch 1, 8) 

- Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos <el fruto del Espíritu Santo que es  caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza> (Gal 5, 22-23).
<El Espíritu es nuestra Vida>: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más <obramos también según el Espíritu Santo> (Gal 5, 25)

Así es, Dios ha derramado en nuestros corazones el primer don, don del Amor, por el Espíritu Santo, y siendo así, deberíamos estar eternamente agradecidos a nuestro Creador. Este hecho es tan importante para el Señor que nos advirtió  del gravísimo pecado (pecado eterno), qué supondría, negar la autoridad del Espíritu Santo (Paráclito).

 
 
Concretamente en el Evangelio de San Mateo  podemos leer (Mt 12, 31-32): "Por eso os digo: todo otro pecado se perdonará a los hombres; más la blasfemia contra el Paráclito no será perdonada / Y quién dijere palabras contra el Hijo del hombre, se le perdonará; más quién la dijere contra el Paráclito no se le perdonará, ni en este mundo ni en el venidero"


De igual forma,  en el Evangelio de San Marcos leemos (Mc 3, 28-30): "En verdad os digo que se les perdonará a los hijos de los hombres todos los pecados y las blasfemias, cuando quiera que blasfemaren / pero quién blasfemaré contra el Espíritu Santo, no tiene perdón eternamente, sino que será reo de pecado eterno"

 
 
 
Estas palabras de Cristo se producen en un momento de enfrentamiento a Satanás, cuando habiendo curado a un poseso, los fariseos decían que había expulsado los demonios con el poder de Belcebú. Pero el Señor les hacer ver que esto es imposible, y les advierte, con razón, del terrible pecado que significa, atribuir al maligno las obras realizadas por Dios, a través del Espíritu Santo.

Todo aquel, por tanto, que rechaza conscientemente la autoridad del Paráclito, de forma implícita, se niega al arrepentimiento, y al no existir éste, el pecado no puede ser perdonado. Éstas fueron las palabras de Cristo, y por tanto, aquellos que creemos en su Mensaje, deberíamos reflexionar más sobre ellas.

El evangelista san Juan nos recuerda también las siguientes palabras de Jesús al hablar sobre la acción del Espíritu Santo (Jn 16, 8-11):
“Y Él, cuando viniere, convencerá al mundo cuanto al pecado, cuanto a la justicia y cuanto al juicio/

Cuanto al pecado, por razón de que no creen en mí/

Cuanto a la justicia, porque me voy al Padre y ya no me veis más/ 

 y cuanto   al juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”

 
 
 
 
Las palabras del Señor  vienen a aclarar la acción del Espíritu Santo sobre los hombres, siendo <cuanto al juicio> la que nos indica la condena fulminante de Satanás y de todos aquellos que le sigan, despreciando a Cristo y su Mensaje.

Sí, porque siendo así, que el Espíritu Santo al llegar al mundo tiene el poder de convencer a los hombres de los pecados que han cometido, aquellos descreídos que se nieguen a reconocerlos, se encuentran ya bajo poder del maligno, juzgados y condenados por Dios, desde el principio, y por tanto cometen blasfemia contra el Creador.
Renegando de la acción del Espíritu Santo, blasfemando contra la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el hombre comete un pecado que no tiene perdón (pecado eterno). 

Para algunas personas, quizás, esta sencilla explicación del pecado eterno les resulte inaceptable, no porque sea difícil de entender, sino porque cuesta llevar a la práctica las leyes de Dios.
Nuestro compromiso con Cristo es exigente, no es fácil cumplir con las Leyes de nuestro Creador, a pesar de que se encuentran inscritas en el corazón de todo hombre, aunque a veces no se dé cuenta de ello, o simplemente prefiera ignorarlas para conseguir una vida más acomodada a las circunstancias de cada momento de la historia.

Pero ahí es donde está la fuerza del  <Don de Dios>, del Espíritu Santo, Él y sólo Él, es el que hará que el hombre reconozca su pecado y se arrepienta de haberlo cometido, y aquel que se oponga a éste <Don de Dios>, ya se encuentra  en manos del demonio, el cual fue condenado junto con sus seguidores por nuestro Creador…

 
 
Por desgracia se puede decir, sin exagerar por ello, que el mundo en cierta medida se encuentra ya en manos del maligno, el Espíritu Santo no ha convencido a una parte de la humanidad de la maldad del pecado, que se siente a gusto instalada en él.


El reconocimiento del pecado cometido y el firme arrepentimiento de no volver a caer en él, brillan por su ausencia la más de las veces. El enemigo del hombre se apodera de su alma  y así suceden luego tantos hechos atroces: confrontaciones bélicas entre las naciones, entre los pueblos, entre los componentes de la familia, comportamientos inmorales, como la pederastia, crímenes horrendos, terribles atentados y una larguísima lista de calamidades que azotan a una gran parte del género humano.

 
 
El pecado eterno, no es cosa del pasado, está de moda, se podría decir, también, sin exagerar demasiado. Claro que esto, no se reconoce porque una gran mayoría de hombres se encuentran muy a gusto instalados en la <conciencia errónea>, otro problema más, que ha hecho mella en los últimos siglos entre los seres humanos, especialmente en el viejo Continente.


Pero el Espíritu Santo, el Don de Dios, fue dado a los hombres y por lo tanto no tenemos excusas para reconocer nuestros pecados y arrepentirnos de ellos…  

Ya en la antigüedad, los profetas del pueblo de Israel, anunciaron la futura llegada del Espíritu Santo y así por ejemplo, en el siglo VI antes de Cristo, en las profecías de la Restauración del profeta Ezequiel, leemos la siguiente proclamación del Señor (Ez 36, 25-27):
-Y rociaré sobre vosotros agua pura, y os purificaréis de todas vuestras inmundicias, y de todos vuestros ídolos os limpiaré;

-y os daré un corazón nuevo, y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior, y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne
-E infundiré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis en mis preceptos y practiquéis mis dictámenes.

 
Este oráculo de Ezequiel, se refiere a la futura santificación del pueblo de Israel, pero por extensión, también puede aludir al resto de la humanidad a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, y abre un horizonte de esperanza para la salvación de la misma.


 
 
Precisamente el Papa san Juan Pablo II, dedicó una de sus catequesis de los miércoles, a analizar la Tercera Persona del misterio Trinitario, en el Antiguo Testamento (Roma, mayo, 1998): “Durante el destierro en Babilonia, y también después, toda la historia de Israel se presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo elegido, <por su Espíritu, por ministerio de los antiguos profetas>.

El profeta Ezequiel explicita el vinculo entre el Espíritu y la profecía, por ejemplo cuando dice: El Espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo: <Di, así dice Yahveh> (Ez 11,5)…

Pero la perspectiva profética indica sobre todo el futuro, el tiempo privilegiado en el que se cumplirá las promesas por obra del <ruah> divino (Jn 36, 25-27)”

 
 
 
Ciertamente este Pontífice nos habló en varias ocasiones del Espíritu Santo,   concretamente, en el año 1990 ya había comentado los textos de los profetas, que meditaron sobre el  Paráclito y   la necesidad de su presencia en  los  proclamadores de la Palabra, para que no erraran en su propósito y por ejemplo decía:

<Hombre de la Palabra, el profeta debe ser también <hombre del Espíritu>; como lo llama Oseas: debe tener en sí el Espíritu de Dios, y no solo su propio espíritu, debe hablar en nombre de Dios>

El profeta Ezequiel, sin duda cumplía esta condición,  era consciente de que estaba animado personalmente por el Espíritu: <Me invadió el Espíritu mientras me hablaba y me puso en pie>.

El Espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo obliga a ponerse en pie: lo convierte en un testigo de la palabra divina. Lo alza y le obliga a ponerse a actuar: < Entonces el espíritu me levantó y me arrebató…>.
Ezequiel, por otra parte, no deja  de precisar que está hablando del <Espíritu del Señor> (Ezequiel 2,2; 3,12-14; 11,5).

Así mismo y con anterioridad, el profeta Isaías, hacia el año VIII antes de Cristo, después de una visión, en la que Yahveh le confiaba la delicada misión de llevar al pueblo de Judá por el camino correcto de la salvación, hizo una serie de vaticinios, entre los que destacan aquellos que tienen que ver con la llegada del Mesías.


 
 
Por eso, el Papa san Juan Pablo II, en la catequesis anteriormente mencionada recuerda que: “Isaías anuncia el nacimiento de un descendiente sobre el que <reposará el Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor de Yahveh (Is 11, 2-3)”

 
Y es que, como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia católica (nº687):
- Nadie conoce lo intimo de Dios, sino el Espíritu Santo. Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer  a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que <habló por los profetas>, nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos.

No le conocemos sino en la obra mediante  la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe.

El Espíritu de verdad que nos <desvela> a Cristo <no habla de sí mismo> (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué <el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce>, mientras  que los que creen en Cristo lo conocen porque Él mora en ellos (Jn 14, 17)

 
 
Sin duda el Espíritu Santo es Huésped divino del alma del hombre justo, por eso como nos enseñaba el Papa san Juan Pablo II (Audiencia General del miércoles 20 de marzo de 1991): “Podemos decir que, en la base de una vida cristiana caracterizada por la interioridad, la oración y la unión con Dios, se encuentra una verdad que, como toda la teología y la catequesis pneumatológica, deriva de los textos de la Sagrada Escritura y, de manera especial, de las palabras de Cristo y de los Apóstoles: la verdad sobre la <inhabitación del Espíritu Santo>, como Huésped divino, en el alma del justo.

El apóstol san Pablo, en su primera carta a los Corintios, pregunta: ¿No sabéis que sois templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en vosotros? (I Cor 3,16).

El Espíritu Santo está presente y actúa en toda la Iglesia, pero la realización concreta de su presencia y acción tiene lugar en la relación con la persona humana, con el alma del justo en la que Él establece su morada e infunde el don  obtenido por Cristo con la Redención.

La acción del Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el corazón de los fieles y allí derrama luz y la gracia que da vida. Es lo que pedimos en la Secuencia de la misa de Pentecostés:

<Luz que penetra las  almas, fuente del mayor consuelo>.

 
 
El apóstol san Pedro, a su vez, en el discurso de Pentecostés, tras haber exhortado a los oyentes a la conversión y al bautismo, añade la promesa: <Recibiréis el don del Espíritu Santo (Hch 2, 38). Por el contexto se ve que la promesa atañe personalmente a <cada uno> de los hombres (Hch 2, 39): <Pues para vosotros es la promesa, y también para vuestros hijos y para todos los que están lejos, cuantos quiera que llamare a sí el Señor Dios nuestro>.


El don del Espíritu Santo se entiende como un don concedido a cada una  de las personas. La misma constatación tiene lugar en el episodio de la conversión de Cornelio y de su casa (Hch 10, 44): <Estando aún Pedro hablando estas palabras, cayó el Espíritu Santo sobre todos los que oían la palabra>.

El apóstol reconocerá más tarde que (Hch 11, 17): <Sí, pues, el mismo don otorgó Dios a ellos que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿yo quien era para poner vetos a Dios?>.


 
 
Según san Pedro, la venida del Espíritu Santo significa su presencia en aquellos a quienes se comunica y  esto es extraordinario y emocionante ¿Por qué no habríamos de creerlo?,  si  el mismo Señor, próxima ya su Pasión y Muerte, lo anunció a sus apóstoles tal como narra san Juan en su Evangelio (Jn 14, 15-17):

<Si me amareis, guardaréis mis mandamientos/ y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con vosotros perpetuamente/ el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni conoce; vosotros le conocéis, pues con vosotros mora y en vosotros estará>.


Ahora bien, esa presencia del <Don de Dios>, del Espíritu Santo, sólo viene al hombre en función del amor al Padre y al Hijo,  y por eso Jesús habla así a sus discípulos (Jn 14, 23-26):

<Si alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y a él vendremos y en él haremos mansión/ Quien no me ama, no guarda mis palabras. Y la palabra que oís no es mía sino del Padre, que me ha enviado/ Estas cosas os he hablado, mientras permanecía con vosotros/ más el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las cosas que os dije yo>

En efecto, en el discurso de Jesús a sus discípulos, y por extensión a todos los hombres, a lo largo de los siglos, al referirse al Padre y al Hijo, nos habla del <Don de Dios>, al que san Pablo y la Tradición de la Iglesia atribuye la inhabitación  de la Santísima Trinidad, y como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II (Ibid):
“La presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante Amor y, por tanto, en el Espíritu Santo. Precisamente el Espíritu Santo en su unidad Trinitaria, se comunica al espíritu del hombre”