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martes, 6 de noviembre de 2018

¡YA LLEGA EL SEÑOR! ¡LA NAVIDAD ESTÁ CERCANA!



 
 


Nuestro Creador escuchó las suplicas de los hombres santos y envió desde el cielo a su Unigénito Hijo <como Señor y como Medico>, en palabras de San Cirilo (Catequesis 11).

Sucedió que en Belén de la Judea en tiempos del rey Herodes vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo,  el Hijo de Dios. Así narraba en su día san Mateo las zozobras sosegadas de san José, con motivo de esta llegada (Mt 1, 18-25):

“La generación de Cristo fue así. Desposada su madre María con José, antes que cohabitasen se halló que había concebido (lo cual fue) por obra del Espíritu Santo / José, su marido, como fuese justo y no quisiese infamarla, resolvió repudiarla en secreto / Estando él en estos pensamientos, de pronto un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: <José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer, pues lo que se engendró en ella es del Espíritu Santo / Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque el salvará a su pueblo de sus pecados / Todo esto ha acaecido a fin de que se cumpliese lo que dijo el Señor por el profeta que dice (Is 7, 14) / <He aquí que  una virgen concebirá y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel>, que traducido quiere decir <Dios con nosotros> / Despertado José del sueño, hizo como le ordenó el ángel del Señor, y recibió consigo a su mujer / la cual, sin que él antes la conociese, dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús”

San José, en principio, ante algo que él no comprendía y no queriendo destruir la honra de su esposa María, decidió prudentemente ponerlo todo en manos de la divina Providencia.



Por su parte María calla humildemente sabedora de la obra del Señor en ella, esperando con fe que Dios revelaría aquel misterio. Y Dios no falló.

Y así, como narra el apóstol, con la generación virginal de María se cumplió la profecía de Isaías, y ello se considera desde siempre una divina garantía sobre el carácter mesiánico del vaticinio (Is 7, 13-14):
-Entonces dijo (Isaías): <Escuchad, pues, casa de David; ¿os parece a vosotros demasiado poco cansar a los hombres para que tratéis  también de cansar a mi Dios?>

-Pues bien, el Señor mismo os dará una señal: <He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, a quién ella denominará con el nombre de Emmanuel>

 



Isaías (S. VIII a. C) es considerado como el más ilustre de los profetas, no solo por sus meritos literarios, sino sobre todo por ser el profeta mesiánico por excelencia. Por sus numerosas profecías mesiánicas ha merecido también el calificativo de evangélico. Especial interés tienen sus profecías sobre el Emmanuel (Dios con nosotros), y las referencias a los padecimientos  y ultrajes a Jesús, cuando se contempla su Pasión y  su Gloria.  

Jesús, el Hijo del hombre, era el Hijo de Dios revestido  de la naturaleza humana, y durante su vida publica este hecho era desconocido de muchos. Él, sabiendo que esto era así,  quería darlo a conocer; por eso, reuniendo a sus discípulos les preguntaba: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (Mat 16, 13).



Solamente Pedro, el cual, más tarde, sería elegido por Jesús como <Cabeza de su Iglesia> contestó con rotundidad (Mc 16, 16):

-Tú eres Cristo. El Hijo de Dios vivo

Y la respuesta del apóstol hizo clamar al Señor (Mat 16, 17):

-Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.

Este conocimiento profundo e íntimo de su Padre, lo tuvo Jesús desde sus más tiernos años y así lo demuestra el pasaje del Evangelio de San Lucas, cuando con doce años se queda en el Templo de Jerusalén, ignorándolo San José y la Virgen María, los cuales le buscaron incesantemente durante tres días entre sus parientes y conocidos, regresando finalmente a Jerusalén, donde le encontraron en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles.

 


Pero ¿de quién habría aprendido Jesús el amor a las <cosas> de su Padre? se preguntaba el Papa Benedicto XVI en su mensaje del <Ángelus>, durante la fiesta de la Santa Familia de Nazaret, celebrada en la plaza de Roma, el domingo 27 de diciembre de 2009.

La respuesta a esta pregunta la razonaba así el Santo Padre:    

“Ciertamente, como Hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios, una profunda relación personal y permanente con Él, pero, en su cultura concreta, seguro que aprendió de sus padres  (de la tierra), las oraciones, el amor al Templo y a las instituciones de Israel.
Así pues, podríamos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el Templo era fruto sobre todo de la educación recibida de María y de José. Aquí podemos vislumbrar el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios.

La familia cristiana debe ser consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por tanto, no pueden considerarse como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan de Dios, está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir <sí> a Dios para hacer su voluntad”.



Seguro que san Joaquín y santa Ana, los padres de la Virgen María lo hicieron así; de una familia santa, de una familia modélica, surgió una virgen elegida por Dios para, en su día,  recibir su Verbo, por obra del Espíritu Santo. Y María respondió al ángel enviado por Dios: <He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra>

La Virgen María y san José junto con el Niño Jesús constituyen la familia ideal, aquella que debe ser el modelo a seguir por todas las familias, porque  como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

“Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador.
La educación de la conciencia es indispensable a los seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas”

                                                 
El Papa Benedicto XVI, siendo aún el cardenal Ratzinger se enfrentó con valentía a las teorías relativistas, cuando por una experiencia propia, se dio cuenta  de que  la <conciencia errónea> tenía como argumento principal la idea de que ésta pretendía proteger al hombre de la <onerosa> exigencia de la verdad, para conducirle a la salvación.

Más aún, según estas teorías, esta <conciencia> dispensaría de tener que conocer la verdad, transformándose en la justificación de la subjetividad, que no admite el cuestionamiento, y por otra parte, conduciría a la justificación del conformismo social.  

Ante tan tremendos dislates el cardenal Ratzinger,  se manifestaba en los términos siguientes:

“Una sola mirada a las Sagradas Escrituras habría podido preservar de una teoría como la de la <justificación  mediante la conciencia errónea>.

En el Salmo (19, 13), se contiene este aserto, siempre merecedor de ponderación: ¿Quién reconoce sus propios errores? ¿Perdóname, Señor, mis pecados ocultos?...
No en vano, en el encuentro con Jesús, el que auto-justifica aparece como quien se encuentra realmente perdido.

 


Si el publicano, con todos sus innegables pecados, se halla más justificado que el fariseo con todas sus obras realmente buenas (Lc 18, 9-14), eso no se debe, a que en cierto sentido, los pecados del publicano no sean verdaderamente pecados, ni a que las buenas obras del fariseo  no sean verdaderamente buenas obras. Esto tampoco significa de ningún modo que el bien que el hombre realiza no sea bueno ante Dios ni que el mal no sea malo ante Él, o carezca en el fondo de importancia.

La verdadera razón de este paradójico juicio de Dios se descubre exactamente desde nuestro problema: el fariseo ya no sabe que también él tiene culpa. Se halla completamente en paz con su conciencia. Pero este silencio de la conciencia lo hace impenetrable para Dios y para los hombres.

En cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, lo hace capaz de verdad y de amor. Por eso puede Jesús obrar con éxito en los pecadores, porque como no se han ocultado tras el parapeto de la conciencia errónea, tampoco se han vuelto impenetrables a los cambios que Dios espera de ellos, al igual que de cada uno de nosotros.
Por el contrario, Él no puede obtener éxito con los <justos>, precisamente porque a ellos les parece que no tienen necesidad de perdón ni de conversión; su conciencia ya no les acusa, sino más bien les justifica…”

 
Magnífico el razonamiento de Benedicto XVI, el cual con valentía se enfrentó a la teoría de una <autoconciencia> del hombre por encima de las verdades de Dios; esta <autoconciencia> puede algunas veces ser el reflejo de una sociedad enferma, por eso en el Catecismo de la Iglesia Católica podemos leer también:
“La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta el niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la moral. Una educación prudente enseña la virtud, preserva o sana del miedo, del egoísmo, del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad, y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón”




Esta educación de la conciencia la deben adquirir los niños y los adolescentes en primer lugar en la familia a la que pertenecen, en la que debería buscarse siempre la santidad de todos sus miembros, siguiendo el ejemplo dado por la Sagrada Familia de Nazaret, como ocurría en el seno de las primeras comunidades cristianas.

A este respecto el Papa san Juan Pablo II en el <Te Deum> de acción de gracias en la Iglesia <Del Gesu> que tuvo lugar el domingo 31 de diciembre de 1978, destacaba las bondades de la familia de Jesús con estas palabras:

“Las páginas del Evangelio describen muy concisamente la historia de esta Familia. A penas logramos conocer algunos acontecimientos de su vida. Sin embargo, aquello que sabemos es suficiente para comprender los momentos fundamentales de la vida de cada familia, y para que aparezca aquella dimensión a la que están llamados todos los hombres que viven la vida familiar: padres, madres, esposos, hijos.
El Evangelio (Lc 2, 40-52) nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la familia.  <Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto…>. Es necesario, en los niños y en edad juvenil, esta sumisión, obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos de la conducta humana familiar.

 
 


De esta manera también <se sometió Jesús> y con esta <sumisión>, con esta prontitud del niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta.

Este es el punto particularmente delicado de su responsabilidad paterna, de su responsabilidad en relación con el hombre, de este pequeño hombre que irá creciendo progresivamente, confiado a ellos por el mismo Dios.
Deben tener presente también todos los acontecimientos acaecidos en la familia de Nazaret cuando Jesús tenía doce años, esto es, ellos educaron a su hijo no sólo para ellos, sino para Él, para los deberes que posteriormente asumiría, Jesús a la edad de doce años respondió a María y José: ¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre? (Lc 2,49)”

 


Algunos años después el Papa san Juan Pablo II volvería a retomar el relato del evangelista san Lucas, como tema a analizar en una de sus Audiencias generales, en concreta en aquella celebrada el miércoles 13 de enero de 1997:

“Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su intención de permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el misterio del sufrimiento que lleva a la alegría, anticipando lo que realizaría más tarde con los discípulos, mediante el anuncio de su Pasión. Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso de María y José a Nazaret, después de una jornada de viaje, preocupados y angustiados por el Niño Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y conocidos.

Vuelven a Jerusalén y, al encontrarlo en el Templo, quedan asombrados porque le ven <sentado en medio de los doctores escuchándoles y preguntándoles>. Su conducta es muy diferente de la acostumbrada. Y seguramente el hecho de encontrarlo el  tercer día revela a sus padres otro aspecto relativo a su persona y a su misión.

Jesús asume el papel de maestro, como hará más tarde en la vida pública, pronunciando palabras que despiertan admiración: <Todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas>.



Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar el arte del diálogo, que será una característica de su Misión salvífica”

Verdaderamente los maestros de la ley de Israel escucharon admirados al Niño Jesús, cosa natural y coherente si tenemos en cuenta que aunque ellos lo  ignoraban, escuchaban a Dios, y las palabras de Dios siempre son justas y admirables (Imitación de Cristo. Tomas de Kempis. Libro II. Capítulo 3):

“Oye, hijo mío mis palabras, palabras suavísimas que exceden a toda ciencia de los filósofos y de los letrados. Mis palabras son espíritu y vida, y no se pueden pensar por humano seso. No se deben traer al sabor del paladar; más se deben oír en silencio, recibirse con humildad y con gran deseo de decir: Bienaventurado es, Señor, el que tú enseñares y mostrares  tu ley, porque lo guardes  los días malos y no sea desamparado en la tierra (Sal 94, 12-13)”.

 




Sí, porque como también aseguraba Benedicto XVI, cuando aún era Cardenal, refiriéndose al encuentro de San Pablo con el Señor, las palabras de Dios cambiaron totalmente su vida, al alejarse del mal, para seguir el trabajo apostólico que le había encomendado (Dios está cerca. Joseph Ratzinger. Crónica Editorial S.L. 2011):

“El encuentro de San Pablo con Cristo en el camino de Damasco, revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus Cartas, después del nombre de Dios, que aparece más de 500 veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por consiguiente, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona, y por tanto, también en nuestra propia vida, En realidad, Jesucristo es el culmen de la historia de la salvación…”