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jueves, 14 de agosto de 2014

JESÚS LLAMA AL HOMBRE A SU SERVICIO


 
 


Cuando Dios llamó a Samuel a su servicio, este le respondió así (I Sam  3,10): <Habla, que tu siervo escucha>

Esta frase expresa admirablemente el espíritu de servicio y disponibilidad que todo hombre debe tener, ante el Señor, cuando le  llama a seguir sus pasos, en la búsqueda de la santidad.

Narra el Antiguo Testamento, que desde ese momento, el Señor informó a Samuel de los planes que tenía para el pueblo de Israel y en particular para la estirpe del Sumo Sacerdote Elí, el cual le había decepcionado por su mal comportamiento (I Sam 4,20):

-Así, pues, todo Israel, desde Dam hasta Bersabee, reconoció  que Samuel era verdadero profeta de Yahveh

Dios confía totalmente en los hombres cuando éstos, al igual que hizo Samuel, se dejan guiar por Él. Este pasaje de la Biblia inspiró, a muchos hombres buenos para seguir el camino de la santidad, como por ejemplo al beato Tomas de Kempis, que en su libro “Imitación de Cristo”, tomo, como punto de referencia, la respuesta del profeta Samuel, a la llamada del Señor, para iniciar una bella reflexión sobre como la verdad habla desde dentro del hombre, sin ruido de palabras (T. Kempis, Contemptus mundi, libro III, Cap 2):
 
 


“Decían en el tiempo pasado los hijos de Israel a Moisés: Háblame tú, y oírte hemos; no nos hable el Señor, porque quizá moriremos.

 Yo, Señor, no te ruego así: más como el profeta, con humilde deseo, te suplico: Habla, Señor, que tu siervo oye. No me hable Moisés, ni ninguno de los profetas, más háblame tú, Señor, lumbre de todos los profetas, que tú solo sin ellos puedes enseñar perfectamente; ellos sin ti ninguna cosa aprovechan. Pueden pronunciar palabras, más no dan espíritu. Muy hermosamente dicen, más callando tú, no encienden el corazón. Enseñan letras, más tú abres el sentido. Dicen misterios, más tú abres el entendimiento de los secretos. Pronuncian mandamientos, más tú ayudas a cumplirlos. Muestran el camino, más tú das esfuerzo para andarlo. De fuera obran solamente, más tú instruyes y alumbras los corazones. De fuera riegan, más tú das la fertilidad. Ellos llaman con palabras, más tú das el entendimiento al oído”

El Señor llama siempre a cada hombre por aquél nombre, que Él le ha dado, desde el mismo momento de su creación, a seguir su camino, el camino de la suprema perfección moral. Sólo hay que poner empeño en escucharle y el Espíritu Santo  infundirá la gracia para caminar por el sendero, siempre estrecho, de la santidad, pero que nos ofrece a cambio, disfrutar de la verdadera felicidad, al final de los siglos. Dios habla al corazón del hombre, sin ruido de palabras, mejor que cualquier profeta, porque, como su creador y Padre que es, conoce a los seres humanos perfectamente y desea que todos puedan salvarse de la condenación eterna.
Tomemos ejemplo de aquellas personas, que con éxito, nos han precedido, en este largo y espinoso camino de la búsqueda de la santidad, aunque muchas veces nos parezca casi imposible el conseguirla.



También el apóstol San Pedro, que era hombre como nosotros, en algunas ocasiones, demostró no ser capaz de seguir a Jesucristo en todas las facetas de la vida, sin embargo, fue el primero que corrió, junto con el apóstol Juan, al sepulcro del Señor, cuando las piadosas mujeres avisaron a los discípulos, reunidos en el Cenáculo, de la desaparición del cuerpo de Cristo. Por otra parte, después de su Resurrección, Cristo se apareció a sus Apóstoles y les encomendó, una vez más, la tarea de la evangelización, poniendo a la cabeza de su Iglesia a aquel hombre, Pedro, que le había negado por tres veces, pero antes le preguntó también por tres veces si le amaba y el apóstol le respondió atribulado (Juan 21,25): <Tú sabes que te amo>

Jesús le dijo entonces (Juan 21,15-16): < ¡Apacienta mis ovejas!>

El Señor sabía que él, le amaba, pero quiso su confirmación oral, para que, quedase constancia de que Dios, siempre da a los hombres una nueva oportunidad en el camino de la santidad, aunque como nos dice el Papa san Juan Pablo II, ya no era una cuestión solamente de Pedro y de sus simples fuerzas humanas; se había convertido en una cuestión del Espíritu Santo, prometido por Cristo al que tuviera que hacer las veces de Él sobre la tierra (Cruzando el umbral de la esperanza. Capítulo I).

Si, la búsqueda de la santidad es una cuestión del Espíritu Santo, el cual que ayuda al hombre de buena voluntad a encontrar el camino del bien y alejarse del camino del mal, Pedro dio constancia de ello reconociendo por tres veces que amaba a Jesús y Éste  nombró a Pedro y por extensión a sus sucesores, sus testigos sobre la tierra, como nos recordaba  el Papa Juan Pablo II (Ibid):
 
 


“El Papa, que es testigo de Cristo y ministro de la Buena Nueva, es por eso mismo hombre de alegría y hombre de esperanza, hombre de esta fundamental afirmación del valor de la existencia, del valor de la Creación y de la esperanza en la vida futura. Naturalmente, no se trata ni de alegría ingenua ni de una esperanza vana. La alegría de la victoria sobre el mal no ofusca la conciencia realista de la existencia del mal en el mundo y en todo hombre. Es más, incluso la agudiza. El Evangelio enseña a llamar por su nombre el bien  y el mal, pero enseña también que, <se puede y se debe vencer el mal con el bien>” ( Rm 12,11).

Los antiguos invocaban al Señor contra los magistrados inicuos, que abusaban de su autoridad; con tal motivo, en el salmo 94 del Antiguo testamento leemos lo siguiente (Sal 94, 12):

-Bienaventurado es el varón a quien tú, Yahveh, educas: aquel a quien tú mismo instruyes en tú ley; porque de aciagos días descanso le concedes…

¡Qué sabía es esta bienaventuranza! y ¡como el beato Tomas de Kempis supo aprovecharla! para demostrarnos, una vez más, la necesidad de oír las palabras sin ruido del Señor, con humildad e infinita gratitud (Imitación de Cristo. Tratado tercero):

“Dice el Señor: yo enseñé a los profetas desde el comienzo y no ceso de hablar a todos hasta ahora. Más muchos son duros de corazón y sordos a mi voz. Muchos de mejor grado oyen al mundo que a mí, y antes siguen el apetito de su carne que mí voluntad. El mundo promete cosas temporales y pequeñas, y le sirven con gran deseo; yo prometo cosas grandes y eternas, y se entorpecen los corazones de los mortales…
Escribe tú mis palabras en tu corazón y trátalas con mucha diligencia, que en el tiempo de la tentación las necesitarás…



Porque el que no entiende mis palabras y las desprecia, tiene quien le juzgue en el postrero día…
Hijo, anda delante de mi verdad y búscame siempre con sencillo corazón. El que anda delante de mí  en verdad será defendido de malos encuentros, y la verdad le liberara de los engañadores y de las murmuraciones de los malvados…

Yo te enseñare, dice Dios, las cosas agradables a mí. Piensa tus pecados con gran descontento y tristeza, y nunca te estimes en algo por tus buenas obras, que en verdad pecador eres y obligado a muchas pasiones…, no te parezca gran cosa de cuantas hagas, ni las tengas por preciosas, ni maravillosas, ni las estimes por dignas de reputación, ni por altas…
No hay cosa verdaderamente de loar y desear sino lo que es eterno. Que te agrade sobre todas las cosas, la eterna verdad; que te desagrade sobre todas las cosas tu mal comportamiento.

No temas ni huyas cosa alguna tanto como tus pecados, los cuales te deben disgustar más, que todos los males del mundo”

Sobre el tema del pecado, es interesante recordar el testimonio, del obispo de Nhatrang (1967/1975), posteriormente nombrado, por el Papa Pablo VI, arzobispo coadjutor de Saigón (Hochiminville) y que fue encarcelado, en un campo de <reeducación>,   entre 1975 y 1988   (Card.F.X.Nguyen van Thuan   “Cinco panes y dos peces”. Segundo pez):

“Hay un solo mal que temer: el pecado. Cuando la corte del emperador de Oriente se reunió para discutir el castigo que debía darse a san Juan Crisóstomo por la franca denuncia dirigida a la emperatriz, se sugirieron las siguientes posibilidades:
"a) encarcelarlo; <pero  –decían – tendría la oportunidad de orar y de sufrir por el Señor, como siempre ha deseado>; / b) exiliarlo, <pero, para él no hay ningún lugar donde no habite el Señor> / c) condenarlo a muerte, <pero así  será mártir y satisfará su aspiración de ir al Señor>
<Ninguna de estas posibilidades es para él un castigo; al contrario, las aceptará con gozo> / d) Hay una sola cosa que él teme mucho y que odia con todo su ser: <el pecado, < ¡ pero sería imposible forzarlo a cometer un pecado!>. Si temes sólo al pecado, tu fuerza será inigualable”

 
Hay hombres, como san Juan Crisóstomo, que buscaron el camino de la suprema perfección moral, durante toda su vida y por ello, su único temor era el pecado. Deberíamos tomar ejemplo de ellos, y reflexionar más a menudo sobre las penas que corresponden a los pecados y sobre el hecho de que todos seremos juzgados, al final de nuestros días por Dios.



Entonces no dudaríamos, por un solo momento, de la necesidad perentoria de la búsqueda de la santidad, y de que ésta debería ser nuestra verdadera vocación en este mundo.

Más aún, aunque esto parezca desacertado, en los tiempos que vivimos… nos convendría recordar cuales son las penas que el Señor reserva para aquellos que infligen su ley y no se arrepienten. Actualmente parece algo incorrecto y hasta tremendista tener en cuenta estas cuestiones, sin embargo, el mismo Papa Juan Pablo II, advertía de la necesidad de recordar el “suplicio eterno”, para luchar con fuerza contra los enemigos del alma.

De esta forma responde el Papa, a la pregunta de un periodista sobre la vida eterna (“Cruzando el umbral de la esperanza” Juan Pablo II, capítulo 28):
 
 



“Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, hasta Michail  Bulgakov  y Hans von Balthasar. En verdad que los antiguos concilios rechazaron la teoría de la llamada “apocatástasis final”, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno. Pero el problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo (Mt 25,46), habla claramente de los que irán al suplicio eterno ¿Quiénes serán éstos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre”

Las palabras del Papa, remueven nuestras conciencias y nos hacen pensar con más seriedad en las penas del infierno. Tomas de Kempis nos habla de ellas, con toda la crudeza de la mentalidad medieval, en su libro “Imitación de Cristo (Libro I, Capitulo 24):

“En la cosa que peca el hombre principalmente, será más gravemente punido. Allí los perezosos serán pungidos con aguijones ardientes, los golosos serán atormentados con gravísima hambre y sed, los lujuriosos y amadores de deleites serán envestidos en pez y azufre ardiendo, los envidiosos aullarán con dolor como perros rabiosos.
 
 


No hay vicio que no tenga su propio tormento. Allí los soberbios serán llenos de toda confusión, los avaros serán puestos en miserable necesidad. Allí más grave será pasar una hora de pena que aquí cien años de penitencia amarga…”

Podemos pensar que esto ya no es para nosotros…La Edad Media parece una época tenebrosa para los hombres, y ahora la situación es muy distintas, porque la Ciencia nos ha descubierto tantas cosas… Sin embargo, la duda continua atenazando nuestros corazones, cuando seriamente pensamos en el infierno, aunque en principio nos cueste creer en su existencia

Por eso,  deberíamos recordar el consejo de este Beato de la Iglesia (Libro I, Capitulo 24):
"Aprende ahora a padecer en lo poco, porque después seas librado de lo muy grave. Primero prueba aquí lo que podrás padecer después. Si ahora no puedes sufrir tan poca cosa, cómo podrás después los tormentos eternos?”

Y llevaba toda la razón, porque como nuestro Señor Jesucristo  nos advirtió en su “Sermón de la montaña” no se puede servir al mismo tiempo a dos señores…Y tampoco podemos tener dos paraísos: deleitarse en este mundo y después reinar en el cielo…

Es preferible que, si el amor a Dios no significa nada para desviarnos de la mala senda, al menos el temor al juicio final y sobre todo al infierno nos refrene. Por eso el Papa Juan Pablo II nos habla también en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza”, de este tema, en los siguientes términos (Capitulo 28, Vida eterna ¿todavía existe?):

“Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos –muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio- constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas!.....

De hecho, el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las “cosas últimas”. Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la “secularización” y el “secularismo”, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por el otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los “infierno temporales”, ocasionados por este siglo que está acabando……

Así pues, la <escatología> se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al <hombre contemporáneo>, especialmente en nuestra civilización. Esto, sin embargo, no significa que se haya convertido en completamente extraña la <fe en Dios> como <Suprema Justicia>; la esperanza en Alguien que, al fin, diga la verdad sobre el bien y castigue el mal”
 

 
Por otra parte a la pregunta que inevitablemente nos hacemos todos los hombres: ¿Por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal?

El Catecismo de la Iglesia Católica nos aclara que  (nº 310 y nº 311):

"En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (S. Tomas de Aquino, s.th.I, 25, 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vida” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones.

Por tanto, con el bien físico también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (S. Tomas de Aquino, s. gent. 3,71):
"Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecadores. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa, ni indirectamente, la causa del mal moral"

 



Si, como San Agustín afirma (Enchir. 11,3):
"Porque el  Dios Todopoderoso … por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal "

Y como seguimos leyendo en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 314):
"Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (Gn 2,2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra"

 
Pero entonces tendrá lugar también, el juicio final  y es por ello que nos debemos esforzar al máximo para pasar el examen del Señor con total garantía de alcanzar el descanso eterno, ya que las palabras de Cristo al hablar del juicio final son muy claras (Mt 25, 31-46):
 
 


"Y cuando viniere el Hijo del hombre en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria, / y serán congregadas en su presencia todas las gentes, y las separará unas de otras, como  el pastor separa las ovejas de los cabritos; / y colocará las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda. / Entonces dirá el Rey a los de derecha: 

 ”Venid vosotros los benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino que os está preparado desde la creación del mundo;...
 / Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apartaos de mí, vosotros los malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles…
/E irán éstos al tormento eterno, más los justos, a la vida eterna"

 
Al  leer estas palabras del Señor, comprendemos que la justicia de Dios no solo castiga sino que también premia, en función de  las obras realizadas por el hombre a lo largo de su existencia. Por otra parte, también es seguro, que la sentencia del Señor, se llevara a cabo no sobre las razas, organizaciones sociales, u otro tipo de asociación humana, sino sobre cada ser humano, que tendrá que dar cuenta ante el Juez supremo de sus actos personales.

Se puede decir que el hombre por sí solo no puede salvarse, pero Dios colabora con él, para conseguir este fin, mediante lo que sería un sinergismo. Este sinergismo es positivo siempre, porque le permite al hombre alcanzar el cielo, dándole su autentico nivel de grandeza a los ojos de Dios. Es lógico por ello, que ya en el Antiguo Testamento se alabe de esta forma el santo “temor de Dios” (Salmo 111):

"Bendito es el hombre que teme a Yahveh y que en sus mandatos se alegra de veras; / será su semilla en la tierra potente, de raza de justos será bendecido…
/El malvado, al verlo, habrá de indignarse; crujirá de dientes, se estremecerá /Deseo de impíos caerá en vacío"



El santo “temor de Dios” es el séptimo don del Espíritu Santo, pero aún siendo el último de los dones, no por ello, es el menos importante, sino todo lo contrario. Así nos lo recuerda Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza, Capitulo 35):
“Entre los siete dones del Espíritu Santo, señalados por las palabras de Isaías ( 11,12), el don del temor de Dios está en último lugar, pero eso no quiere decir que sea menos importante, pues precisamente el “temor de Dios” es principio de sabiduría. Y la sabiduría, entre los dones del Espíritu Santo, figura en primer lugar. Por eso, al hombre de todos los tiempos y, en particular, al hombre contemporáneo, es necesario desearle el “temor de Dios”


Pero ese temor de Dios no tiene que consistir en un miedo o terror que esclaviza al hombre, sino un miedo “filial”, como nos sigue diciendo el Papa Juan Pablo II (Ibid):

"En un mundo en que Dios está verdaderamente presente, en el mundo de la sabiduría divina, solo puede estar presente el temor “filial.
El hombre es libre mediante el amor, porque el amor es fuente de predilección para todo lo bueno. El amor, según las palabras de San Juan Evangelista “expulsa todo temor…

La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la historia del hombre. Los <rayos de paternidad> contenidos en ella pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia el hombre y hacia su historia"


La Iglesia, a través de sus teólogos, ha dedicado siempre una especial atención a los “Novísimos”, por lo que se puede asegurar que ha mantenido su condición escatológica, pues de otra manera, hubiera sido infiel a su propia vocación, esto es, a la Nueva Alianza, sellada con Dios a través de su Hijo unigénito, Jesucristo. Y es que en la base del mensaje bíblico, está la revelación de que la relación del hombre con Dios es la de una Alianza, la de un compromiso mutuo, sometido a la lógica natural de la justicia.

La revelación plena, llevada a cabo por Cristo, confirma la doctrina de la “filiación” y demuestra, además, la seriedad con Dios toma la libertad de los actos humanos. Jesucristo es nuestro único salvador y así lo manifestó el mismo apóstol San Pedro, ante el Sanedrín, cuando se tuvo que defender de las falsas acusaciones que los ancianos y jefes de Israel les hacían a él y al apóstol san Juan, a raíz del milagro por ellos realizado al curar a un hombre cojo de nacimiento (Hechos de los Apóstoles, 4, 10-12):



" Sea notorio a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que en el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis, a quien Dios resucito de entre los muertos, en este nombre, está ese aquí delante de vosotros sano / Él es la piedra desechada por vosotros los constructores, la que ha venido a ser piedra angular (Sal, 117, 22) / Y no se da en otro ninguno la salud, puesto que no existe debajo del cielo, otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos"

Por eso, la ignorancia de la hora y el modo con que hemos de morir, exige de nosotros una constante y atenta preparación, para asumir en condiciones optimas, esto es, en condiciones de santidad, los momentos más cruciales de nuestra existencia terrenal. El mismo Jesucristo nos exhorta a esta vigilancia, porque no se conoce ni el día, ni la hora (Lc. 21, 34-36):
"Guardaos, no sea que se apaguen vuestros corazones con la glotonería y la borrachera y las preocupaciones de la vida, y os saltee repentinamente aquel día / como lazo; porque sobrevendrá sobre todos los que moran sobre la haz de la tierra / Velad en todo tiempo, para que logréis escapar de todas estas cosas que van a suceder, y manteneros en pie en presencia del Hijo del hombre"

 
Estas exigentes palabras las decía Jesucristo, a raíz del discurso sobre la llegada de su segundo advenimiento, donde se pondrá de manifiesto la justicia divina (Mt, 24, 36-41).
Convendría por tanto, que pensáramos todos los días, al menos un poco, en nuestras “Postrimerías”, no para deprimirnos, al comprender la debilidad del hombre para regir totalmente su destino final, sino para acatar con humildad los designios de Dios, para motivarnos en el camino de la santidad y sobre todo para empeñarnos en conseguir dicha santidad, que finalmente nos conducirá al bien más deseado, que es encontrarnos en presencia de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.



Para conseguir esta dicha, que el hombre ha dado en llamar gloria, el Señor nos envió a su hijo unigénito, tal como hemos comentado anteriormente y como dice Scott Hahnn en su libro <Comprometido con Dios (La promesa y la fuerza de los Sacramentos)>:

 “Nuestro Salvador no desprecio ninguno de los pasos normales para cualquier otro ser humano: estuvo nueve meses en el vientre virginal de su madre, fue alimentado como cualquier otro recién nacido, creció como adolescente de su edad hasta llegar a la madurez, se hizo hombre con cansancio, con lagrimas, con dolor ¿y todo esto por qué? 

Porque Jesucristo, que es el Redentor del mundo, es también su Creador. Él, que está hecho de materia y espíritu, de cuerpo y de alma, redime la materia y el espíritu, y lo usa además para redimirnos a nosotros, para redimir nuestra materia y nuestro espíritu”.

Y sigue diciendo este autor, teólogo y apologista católico converso estadounidense, en el mismo libro:

“En su vida terrena y en sus misterios sacramentales, Jesucristo, Creador y Redentor del mundo, usa la realidad más material para llevar hasta el final la salvación”

Son muy hermosas las reflexiones de este autor, que reconoce haberse convertido al catolicismo, junto con su esposa, cuando ya era teólogo y ministro presbiteriano con años de experiencia en el ministerio de las congregaciones de la Iglesia Presbiteriana en América, y profesor de Teología en el Seminario Teológico de Chesapeake. Son reflexiones, a tener en cuenta, para que comprendamos mejor, todo lo que Señor fue capaz de hacer por ayudarnos en nuestro camino hacia la santidad.



Por su parte el Catecismo de la Iglesia católica,  sobre la <creación> del hombre  y su salvación, nos enseña que (nº289):
"Entre todas las palabras de la Sagrada Escritura sobre la creación, los tres primeros capítulos del Génesis ocupan un lugar único. Desde el punto de vista literario, estos textos pueden tener diversas fuentes.

Los autores inspirados los han colocado al comienzo de las Escrituras de suerte que expresan, en su lenguaje solemne, las verdades de la creación, de su origen y de su fin en Dios, de su orden y de su bondad, de la vocación del hombre, finalmente, del drama del pecado y de la esperanza de la salvación.

Leídas a la luz de Cristo, en la unidad de la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, estas palabras siguen siendo la fuente principal para la catequesis de los Misterio del “comienzo”, creación, caída, promesa de la salvación

 
 

El hombre, “creado libre “por Dios, tiene que desear ser “salvado”. Tiene que elegir el camino que le conduce hacia su salvación o el camino contrario, que le conduce siempre hacia su perdición.  Sin embargo, no se encuentra solo ante este extraordinario reto, Jesucristo además de constituirse  en Redentor de la humanidad, por los méritos de su Pasión, Muerte y Resurrección, nos dejo instrumentos muy poderosos, que nos permiten avanzar por el largo y peligroso camino de la búsqueda de la santidad.

En primer lugar, nos enseñó a orar bien, dirigiéndonos al Padre con humildad y confianza; fue durante su Sermón de la montaña y a instancias de sus discípulos. Por otra parte, su ejemplo de vida de oración constante al Padre, siendo Él su unigénito Hijo, nos muestra la necesidad de utilizar esta poderosa herramienta para conseguir los designios del Señor.




En segundo lugar, Dios nos dio los “Sacramentos”, a través de Jesucristo y con la colaboración del Espíritu Santo, porque conocía la necesidad que  el ser humano tenía de ellos.
A este propósito, leemos en el libro de Tomas de Kempis (Imitación de Cristo):

"¡Oh cuanta es la flaqueza humana! que siempre esta inclinada a los vicios. Hoy confesamos nuestros pecados y mañana volvemos a ellos. En un momento dado proponemos guardarnos del pecado y no ha pasado ni una hora cuando ya hemos olvidado nuestros buenos propósitos. Con razón nos debemos humillar y no sentirnos nunca satisfechos de nosotros mismos, pues somos tan débiles y tan mudables y es que muy rápidamente se pierde por descuido lo que con mucho trabajo y dificultad ganamos por la gracia del Espíritu Santo"

Como Scott Hahn dice en su libro “Comprometidos con Dios” los Sacramentos son asuntos de vida y de muerte, de cielo o infierno y el mismo Señor al hablar de ellos, lo hace en términos especialmente dramáticos.
Según este mismo teólogo, cuando recibimos un sacramento, Dios jura por nosotros, toma nuestra palabra y realiza una promesa. Cristo mismo es el sacramento verdadero y único. Su vida es la fuente de todos los sacramentos.

Y sigue diciendo el mismo autor en otra parte de su libro:

"Cuando recibimos un sacramento invitamos a Dios a tomar parte activa en nuestra vida diaria. Es nuestra confianza y en Él nos apoyamos. Dios justificará su nombre y a nosotros en Él si somos fieles"