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martes, 19 de junio de 2012

JESÚS ELEVO LA ALIANZA MATRIMONIAL A LA DIGNIDAD DE SACRAMENTO ENTRE LOS BAUTIZADOS


"Y acercándose unos fariseos, le preguntaban con ánimo de tentarle: ¿Si es lícito al marido repudiar a su mujer? / El respondiendo, les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? / Ellos dijeron: Moisés permitió escribir libelo de divorcio y repudiar / Más Jesús les dijo: En razón de vuestra dureza de corazón os escribió este precepto / Más desde el principio de la creación <varón y hembra los hizo / por causa de esto dejará el hombre su padre y madre / y se harán los dos una sola carne>. Así que ya no son dos, sino una sola carne / Lo que Dios, pues, juntó, el hombre no lo separe  / Y en llegando a casa de nuevo, los discípulos le interrogaban acerca de esto / Y les dice: Quien repudiare a su mujer y se casase con otra, comete adulterio contra la primera / y si la mujer repudiare a su marido y se casase con otro, comete adulterio"


Las palabras del Señor señalan con transparencia que el matrimonio es un Sacramento que implica indisolubilidad del vínculo, como elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo en signo eficaz de la gracia (Catecismo de la Iglesia Católica; nº 1601):

“La alianza matrimonial, por la que al varón  y  la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de Sacramento entre los bautizados”

Precisamente el Papa Pio XI en su Carta Encíclica <Casti Connubii>, defendió la indisolubilidad del matrimonio, en unos momentos en los que las <crisis matrimoniales> ya se dejaban sentir en la sociedad de manera alarmante (Casti Connubii, dada en Roma el 31 de diciembre de 1930. Año noveno de su Pontificado):

 
 
“En primer lugar, como fundamento firme e inviolable quede asentado, que el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina, que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, y ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges.


Esta es la doctrina de la Santa Escritura, ésta la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición solemne del Santo Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras, del texto Sagrado, expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a Dios (Conc.Trid.sess.24)”

 
 
 
En el libro del Génesis (Antiguo Testamento), podemos leer las palabras que recordó Jesús a los fariseos, sobre la naturaleza del hombre y de la mujer y el vínculo entre ambos (Gen 1, 26-28): "Entonces dijo Dios: Hagamos un hombre a imagen nuestra, con forme a nuestra semejanza, porque domine en los peces del mar, en las aves del cielo, y en los ganados, y en todas las fieras de la tierra, y en todo reptil que repta sobre la tierra"

"Creó, pues, Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios creólo, macho y hembra los creó / Y los bendijo Dios y díjoles: Procread y multiplicaros, y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en toda bestia que se mueve sobre la tierra"

 
 
 
 
En este sentido, el gran Papa León XIII, que tanto combatió por la Iglesia de Cristo en el siglo XIX y principios del siglo XX, dijo recordando también el libro del Génesis y los Evangelios,  y exhortando, en particular, a sus Obispos para que actuaran a favor del matrimonio (Carta Encíclica <Arcanum Divinae Sapientiae>. Dada en Roma el 10 de febrero de 1880):
“Para todos consta, venerables hermanos, cual es el verdadero origen del matrimonio. Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana traten de desconocer la doctrina constante de la Iglesia acerca de este punto y se esfuerzan ya desde tiempo por borrar la memoria de todos los siglos, no han logrado, sin embargo, ni extinguir, ni siquiera debilitar la fuerza de la luz de la verdad.

Recordemos cosas conocidas de todos y de las que nadie duda: después del sexto día de la creación formó Dios al hombre del limo de la tierra e infundió en su rostro el aliento de vida, quiso darle una compañera, sacada admirablemente de él mismo mientras dormía (Gen 2, 1-21).  

 


Y aquella unión del hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera a los sapientísimos designios de Dios, manifestó desde ese mismo momento dos principalísimas propiedades, nobilísimas sobre todo y como impresas y grabadas ante sí: unidad y perpetuidad (Gen 2, 24-25).

Y esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos, y a los apóstoles que el matrimonio, por su misma institución sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer; que estos dos vienen a resultar como una sola carne, y que el vínculo nupcial está tan íntima y tan fuertemente atado por la voluntad de Dios, que por nadie de los hombres puede ser desatado o roto.

 
 
 
Se unirá <el hombre a su esposa y serán dos en una misma carne. Por consiguiente, lo que Dios
unió, el hombre no lo separe>  (Mt 19, 5-6)  

¿Qué pensaría el Papa León XIII si escuchará y viera las atrocidades que se dicen y se hacen con el sagrado Sacramento del matrimonio en la actualidad? Solo se explica tal comportamiento admitiendo que el hombre ha perdido como se suele decir <el norte>, más aún, se ha dejado arrastrar por su naturaleza, siempre tendiente al mal, olvidándose de sus deberes para con el Creador.

Tal parece, en esto, como en otros temas de la vida, que se aproximan los tiempos finales, pues Satanás se encuentra presente, ya ni siquiera de forma solapada, sino abiertamente, en cualquier ocasión, llevando a la ruina a las familias que deberían ser el bien más preciado de la humanidad.

No obstante, hay que admitir que este comportamiento de los hombres, en contra de lo establecido por Dios, respecto a la unión entre hombre y mujer, en tiempos de Jesucristo ya había pasado por situaciones igualmente perversas, fue por ello que Jesús elevó este vínculo a la categoría de Sacramento.
En efecto, también San Mateo en su Evangelio, narró lo sucedido al inicio del viaje del Señor hacia Jerusalén desde Galilea, cuando se le acercaron los fariseos con ánimo de ponerle en un compromiso, al hacerle la  pregunta: ¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo?

Jesús les respondió con las palabras que el Papa León XIII recordaba en su carta Encíclica, las cuales ponían en evidencia la unidad matrimonial. Pero los fariseos no se conformaron con su repuesta e insistieron: ¿Cómo ordenó Moisés dar libelo de divorcio y repudiar? A lo que el Señor les respondió <por la dureza de vuestro corazón, os lo permitió Moisés, más desde el principio no fue así>.  

 
 
A propósito de estas palabras del Señor, el Papa León XIII, en la Carta Encíclica mencionada anteriormente, recordaba también a todos los miembros de la Iglesia, la corrupción de la unión matrimonial en la antigüedad, después de haberse deteriorado ésta, a lo largo de los siglos:

“Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y superior, comenzó poco a poco a corromperse y desaparecer entre los pueblos gentiles; incluso entre los mismos hebreos pareció nublarse y oscurecerse.

Entre éstos, en efecto, había prevalecido la costumbre de que fuera lícito al varón tener más de una mujer, y luego, cuando, por la dureza de corazón de los mismos, Moisés les permitió indulgentemente la facultad de repudio, se abrió la puerta a los divorcios.

Por lo que toca a la sociedad pagana apenas cabe creerse cuánto degeneró y que cambios experimentó el matrimonio, expuesto como se hallaba al oleaje de los errores y de las más torpes pasiones de cada pueblo.
 
 
Todas las naciones parecieron olvidar, más o menos, la noción y el verdadero origen del matrimonio, dándose por dondequiera leyes emanadas, desde luego, de la autoridad pública,  pero no las que la naturaleza dicta.

Ritos solemnes, instituidos al capricho de los legisladores, conferían a la mujeres, el título honesto de esposas o el torpe de concubinas; se llegó incluso a que determinara la autoridad de los gobernantes a quiénes les estaba permitido contraer matrimonio y a quiénes no, leyes que conculcaban gravemente la equidad y el honor.

La poligamia, la poliandria, el divorcio, fueron otras tantas causas, además, de que se relajara enormemente el vínculo conyugal. Gran desorden hubo también en lo que atañe a los mutuos derechos y deberes de los cónyuges, ya que el marido adquiría el dominio de la mujer y muchas veces la despedía sin motivo alguno justo, en cambio, a él, entregado a una sensualidad desenfrenada e indomable, le estaba permitido discurrir impunemente entre lupanares y esclavas, como si la culpa dependiera de la dignidad y no de la voluntad (San Jerónimo. Opera t.1 co 1.455.).

 
 
 
 
Imperando la licencia marital, nada era más miserable que la esposa, relegada a un grado de abyección tal, que se consideraba como un instrumento para la satisfacción del vicio o para engendrar hijos.

Impúdicamente se compraba y se vendían a las que iban a casarse, cual si se tratara de  cosas materiales, concediendo a veces al padre y al marido incluso la potestad de castigar a la esposa con el último suplicio.

La familia nacida de tales matrimonios necesariamente tenía que contarse entre los bienes del Estado o se hallaba bajo el dominio del padre, a quien las leyes facultaban además, para proponer y concertar a su arbitrio los matrimonios de sus hijos, y hasta para ejercer sobre los mismos la monstruosa potestad de vida y muerte”.

El panorama histórico sobre la unión matrimonial, que tan magníficamente describe el Papa León XIII, de forma resumida, es devastador, pero no por ello menos extremadamente cierto. Estas cosas son las que sucedieron en los tiempos antiguos, antes de la venida del Mesías a la Tierra, para salvar a los hombres.

Sin embargo si lo pensamos bien, nos damos cuenta que en muchos aspectos, y en particular en lo referente al tema del divorcio, en el momento actual las cosas han retrocedido a la época del paganismo, a pesar de que Cristo ennobleciera el vínculo del matrimonio elevándolo a Sacramento y transmitiera esta doctrina a sus Apóstoles, porque deseaba que los esposos, a través de los siglos fueran fieles a esta unión libremente elegida.

Por ello ante la aptitud de la sociedad moderna frente al matrimonio,  es necesario seguir recordando lo que  el Papa León XIIII enseñaba en su carta Encíclica:
“Tan numerosos vicios, tan enormes ignominias como mancillaban el matrimonio, tuvieron, finalmente, alivio y remedio, sin embargo, pues Jesucristo, restaurador de la dignidad humana,  y perfeccionador de la ley mosaica, dedicó al matrimonio un no pequeño ni el menor de sus cuidados.

Ennobleció, en efecto, con su presencia las bodas de Caná de Galilea, inmortalizándolas con el primero de sus milagros (Jn 2, 1-11), motivo por el que, ya desde aquel momento, el matrimonio parece haber sido perfeccionado con principios de nueva santidad.
 


Por todo ello, después de refutar las objeciones fundadas en la ley mosaica, revistiéndose de la dignidad de legislador supremo, estableció sobre el matrimonio esto: <Os digo, pues, el que abandona a su mujer, a no ser por causa de fornicación, y toma otra, adultera, y el que toma  a la abandonada, adultera> (Mat 19, 9)” 

Las mujeres pertenecientes a los llamados <movimientos feministas>, deberían sentirse contentas, si leyeran los Evangelios, en lugar de criticar a la Iglesia de Cristo por sus normas de moralidad en lo referente a la unión matrimonial, porque en modo alguno se podría decir que su Fundador no fuera defensor de los derechos de las mujeres, elevando la unidad conyugal hasta el nivel de la gracia sacramental, para evitar las enormes tropelías que se producían en el antigüedad sobre esta institución divina.

También los Apóstoles y sus sucesores, los Obispos de todos los siglos, han defendido la institución del matrimonio y la dignidad de la mujer dentro y fuera de él, tal como demuestran las cartas Encíclicas, las Homilías y demás escritos de los Santos Pontífices, como en el caso del Papa que ahora estamos recordando, León XIII, que luchó denodadamente por el bien de las familias, denunciando los extravíos de las sociedades antiguas y modernas en lo referente al sagrado mandato de Jesucristo.

El Papa León XIII habló de manera clara y sin igual sobre este Sacramento, destacando cómo, por desgracia, los hombres de su siglo atacaban a la Iglesia, negándole su potestad sobre el mismo.

Por tanto, la cosa viene de lejos, es decir, ya en el siglo XIX, los divorcios fueron creciendo de forma dolorosa y a ello contribuyó, sin duda, el hecho de haberle arrebatado a la Iglesia católica la potestad de instituir y de dictar leyes sobre este tema, olvidando los poderes civiles, el origen divino del matrimonio que durante tanto tiempo, desde que Jesucristo lo ennobleció, había llenado de luz la vida de las civilizaciones durante largos siglos.

Pero que se puede decir, por desgracia, de los siglos posteriores al siglo XIX y en particular de los inicios del siglo XXI en los que actualmente nos encontramos, respecto a la Sagrada institución del matrimonio cristiano…

La situación del Sacramento del matrimonio ha llegado ya a límites insospechados, el número de divorcios crece de día en día entre los no católicos, y también entre los católicos, y las leyes civiles que los regulan son cada vez más injustas y desproporcionadas, pues olvidan muchas veces, incluso, el bien de los hijos.

 
 
Y con ser terrible esta situación, todavía lo es más, el hecho de que muchos hombres y mujeres, desde hace ya tiempo, han aceptado como normal la misma; y todavía para mayor desgracia, entre  algunos católicos existe un cierto resentimiento contra la Iglesia de Cristo por no aceptar las nuevas corrientes que un laicismo desmedido toma como modelo a seguir en aras de la modernidad.

Muchos incluso, critican la situación dentro de la Iglesia de las parejas divorciadas que vuelven a contraer nupcias con otras personas por las leyes civiles, o simplemente se juntan para convivir en concubinato.

Se extrañan  y denuncian el hecho de que estas personas, estando bautizadas, no puedan recibir el Sacramento de la Comunión. Así, por ejemplo, lo ponía de manifiesto un periodista que entrevistando al Papa Benedicto XVI, cuando todavía era el Cardenal Joseph Ratzinger, le preguntaba por el tema.  

Y es que durante su Cardenalato el Papa Benedicto XVI  fue Prefecto de la Congregación para la propagación de la fe (1981), trabajando con ahínco sobre temas tan espinosos y desafortunados para la Iglesia, como la <teología de la liberación>, la <ordenación sacerdotal de las mujeres>, el <celibato de los sacerdotes>, la <utilización de los preservativos> y las <sectas>, entre otros muchos problemas de gran actualidad durante el tiempo que ocupó su puesto por encargo del Papa Juan Pablo II.
 
 
Por ello, la respuesta dada por el entonces Cardenal, luego Benedicto XVI, al periodista está llena de rigor y conocimiento de causa (La sal de la tierra Joseph Ratzinger. Libros Palabras. 11ª Edición. Noviembre 2009):
“Debo precisar, antes de nada, que estos cónyuges desde un punto de vista puramente jurídico no están excomulgados formalmente. La excomunión es un conjunto de medidas punitivas eclesiales, una limitación en la participación de la vida de la Iglesia. Pero esas sanciones no se les impone a ellos (se refiere el Cardenal a los cónyuges que, divorciados, luego se casan civilmente en matrimonio no reconocido por la Iglesia). Aunque lo que salta más a la vista, es decir, no poder comulgar, les afecta. Pero, como decía, no están excomulgados en el sentido jurídico. Esas personas siguen siendo miembros de la Iglesia, pero, por unas determinadas circunstancia de sus vidas, no pueden recibir la comunión. No cabe duda que esto es un grave problema para nuestra sociedad en la que el número de matrimonios deshechos va en aumento…

Las cosas se juzgarían de distinto modo si volviera a ser manifiesto que hay otros que también dicen: <así no puedo comulgar>, <no tengo la conciencia limpia>, y así, como dijo San Pablo, antes de recibir el Cuerpo de Cristo, cada uno debe examinar su conciencia, entonces se juzgaría de otro modo. Esta es una condición, la otra es que esas personas deben experimentar que, a pesar de todo, la Iglesia les acoge y sufre con ellas”.

Sí, porque las palabras de Cristo, a este respecto, fueron muy claras y contundentes (Mc 10, 12). Por tanto, como sigue diciendo el Papa (siendo todavía el Cardenal Ratzinger):
 
 



Pero el principio fundamental es definitivo, es decir, que el matrimonio es indisoluble, y el que abandona un matrimonio válido, el Sacramento, para volver a contraer matrimonio, no puede comulgar. Esto es un principio válido de modo definitivo”


Esta última reflexión del entonces Cardenal Ratzinger, es muy importante, porque uno de los bienes fundamentales del matrimonio es el hecho de ser un Sacramento, y esto evita que este se disuelva y que el abandonado o abandonada, o ambos a la vez, se junten con otras parejas, aún sin intención de tener más hijos, en perjuicio de la institución de la familia, tal como recordaba el Papa Pio XI (Carta Encíclica <Casti Connubii>:
 
 
 
 
“Se completa el cúmulo de grandes beneficios (unidad, castidad, caridad…) y por decirlo así, hallase coronada (la alianza matrimonial), con aquel bien del matrimonio que en frase de San Agustín, hemos llamado Sacramento, palabra que significa tanto la indisolubilidad del vinculo, como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndole signo eficaz de la gracia.

Porque este Sacramento, no solamente aumenta la gracia santificante, principio permanente de la vida sobrenatural, sino que añade peculiares dones, disposiciones y gérmenes de gracia, elevando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, de suerte tal que los cónyuges pueden no solamente atender bien, sino íntimamente saborear, retener con firmeza, querer con eficacia y llevar a la práctica todo cuanto pertenece al matrimonio y a sus fines y deberes; y por ello le concede, además, el derecho al auxilio actual de la gracia, siempre que la necesiten, para cumplir con las obligaciones de su estado”.

Sí, porque el matrimonio, por desgracia, también se encuentra sometido a la esclavitud del pecado, y solamente con la ayuda de la gracia que el Sacramento instituido por Jesucristo proporciona, los cónyuges pueden luchar con perspectivas de triunfo contra los males que constantemente les acechan: celos, espíritu de dominio, infidelidad, espíritu de discordia, y multitud de conflictos que pueden llevar hasta el odio y la ruptura final de la pareja.

En tales circunstancias, el don de la gracia recibido con el Sacramento del matrimonio queda en parte anulado y por ello los cónyuges deben, desde el principio, cultivar este don recibido de manera que éste se refuerce con el paso del tiempo y de lugar a la santificación de la vida matrimonial. Porque como también dijo el Papa Pio XI en la Carta Encíclica mencionada anteriormente:

“Los mismos cónyuges, no ya encadenados, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados con el lazo de oro del Sacramento, deben procurar resueltamente que su unión conyugal, no sólo por la fuerza y la significación del Sacramento, sino también por su espíritu y su conducta de vida, sea siempre imagen, y permanezca ésta viva, de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia, que es en verdad, el misterio venerable de la perpetua caridad”
 
 

 
 Estas palabras del Papa están en consonancia con aquellas otras pronunciadas por el Apóstol San Pablo, en su <Carta a los Efesios>, la cual iba destinada probablemente a la Iglesia del Asía proconsular, pero que por extensión incumbe a todos los católicos a lo largo de los siglos, y cuyo tema central es el <misterio> de la universalidad de la salvación,  y donde se refiere a los deberes conyugales de la pareja (Ef 5, 25-27)  

 
Sin embargo, la pregunta que surge en el momento actual, en el que el número de divorcios sigue creciendo en forma exponencial es: ¿Cuál puede ser la causa o los motivos de una situación tan alarmante?
 
 


En realidad el tema de las crisis matrimoniales no es nuevo, como ya hemos recordado en palabras del Papa León XIII, el cual con su clarividencia característica y asistido sin duda por el Espíritu Santo, también mencionaba en su Carta Encíclica los móviles existentes ya en el siglo XIX, los mismos, por cierto, que existen en el siglo XXI, junto a otros que han aumentado la lista de los anteriores, con los que el divorcio causan estragos entre las familias:


“Si se considerara a que fin tiende la divina institución del matrimonio, se vería con toda claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud publicas…grandes y valiosos beneficios produjo realmente el matrimonio mientras que conservó sus propiedades de santidad, unidad, y perpetuidad, de los que recibe toda su fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que hubiera producido semejantes e iguales, si siempre en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad de la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades.

Más, al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos divino y natural, no sólo comenzó a desvanecerse la idea y la noción nobilísima a que la naturaleza había impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado mucho aquella fuerza procreadora de tan grande bienes ¿Qué de bueno puede reportar, en efecto, aquellos matrimonios de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de todos los bienes, que nutre e impele a cuanto puede honrar a un ánimo generoso y noble?"

Quizás habrá personas que  un momento de la historia en que se ataca con saña al cristianismo, se asombren o incluso  puedan escandalizarse ante esta pregunta acuciante de un Papa del siglo XIX. No obstante, la respuesta a su pregunta la podemos deducir sin grandes dificultades, observando el discurrir cotidiano de los matrimonios en este siglo. En efecto, los estudios estadísticos llevados a cabo sobre el tema del divorcio, nos señalan un aumento muy preocupante de las crisis matrimoniales que finalmente conducen, casi siempre, a una ruptura definitiva, con las terribles consecuencias que se desprende, de este hecho, para las familias rotas, y en particular para los hijos habidos en las misma, que suelen llevarse la peor parte.
 
 
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no siempre las familias rotas pertenecen a aquel grupo que se ha desviado de la religión católica, aunque sí es cierto, que en la mayoría de estos casos, al menos se constata, un apartamiento de las propuestas morales de la Iglesia, en aras del materialismo y relativismo de la sociedad actual.

Ello conduce en ocasiones a una falta de religiosidad que finalmente provoca un total, o parcial alejamiento de las buenas costumbres de sociedades anteriores. Por todo ello, no es exagerado, ni falto de realismo el mensaje que el Papa León XIII daba en su Carta Encíclica <Arcanum divinae sapientae>, la cual deberían leer las nuevas generaciones, para estar prevenidos de los peligros que acechan al Sacramento del matrimonio, en el momento actual.
Porque desterrada y rechazada la religión y sin otra defensa en el momento actual, que la bien poca eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y en la tiranía de las pasiones:

"De esta fuente han manado múltiples calamidades, que han influido no solo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades, ya que, perdido el saludable temor de Dios, y suprimido el cumplimiento de los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto que en la religión cristiana, con frecuencia ocurre, cosa fácil en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parecen a penas soportables y muchos ansían liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad de separarse" (Papa León XIII; Ibid).     

 
 
 
Ratificando las palabras del Papa León XIII, algunos años después otro Pontífice, Pio XI en los albores del siglo veinte, tras muchos años en los que la falta del santo temor de Dios había dado como resultado la posibilidad civil de ruptura del vínculo matrimonial, con la consiguiente catástrofe para el régimen familiar, aseguraba en su Carta Encíclica <Casti Connubii>:      

“A la sola luz de la razón natural, y mucho mejor si se investigan los vetustos monumentos de la historia, si se pregunta a la conciencia constante de los pueblos, si consultan las costumbres e instituciones de todas las gentes, consta suficientemente que hay, aún en el matrimonio natural, un algo sagrado y religioso, <<no advenedizo, sino ingénito; no procedente de los hombres, sino innato, puesto que el matrimonio tiene a Dios por autor, y fue desde el principio como una especial figura de la Encarnación del Verbo de Dios>> (León XIII; C. E. Arcanum Divinae Sapintiae).

Esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan estrechamente ligada con la religión y las cosas sagradas, se deriva del origen divino arriba recordado; de su fin que no es sino el de engendrar y educar hijos para Dios, y unir con Dios a los cónyuges mediante  un mutuo y cristiano amor, y, finalmente, del mismo natural oficio del matrimonio, establecido con providentísimo designio del Creador, a fin de que fuera algo así como el vehículo de la vida, por el que los hombres cooperaran en cierto modo con la divina omnipotencia. A lo cual, por razón del sacramento, debe añadirse un nuevo título de dignidad que ennoblece extraordinariamente al matrimonio cristiano, elevándolo a tal alta excelencia que para el Apóstol aparece como un misterio grande y en todo honroso”.
 
 
 
 

"Persevere el amor fraterno / No olvidéis la hospitalidad, ya que por ella, algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles / Acordaos de los presos, como encadenados con ellos; de los afligidos, como que también vosotros estáis en el cuerpo / Tened todos, el matrimonio, en gran honor, y el lecho conyugal sin mancilla; pues Dios juzgará a los fornicadores y adúlteros"

Por eso, el Papa, continúa diciendo en su Encíclica:
“Este carácter religioso del matrimonio, con su excelsa significación de la gracia y la unión entre Cristo y la Iglesia, exige de los futuros esposos una santa reverencia hacia el matrimonio, y un cuidado y celo también santos, a fin de que el matrimonio que intentan contraer, se acerque lo más posible, al prototipo de Cristo y de la Iglesia…”

 
 
 
Teniendo en cuenta las enseñanzas de Cristo, de los Apóstoles, y de los santos Padres de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia Católica, cita entre las ofensas a la dignidad del matrimonio, el divorcio, el cual atenta contra la inviolabilidad de este Sacramento (Mc 10, 2-2):
“Entre bautizados católicos, el matrimonio rato y consumado, no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte (Canon 1141)”.


Por ello el divorcio, es una ofensa grave a la ley natural, ley que por cierto, hoy en día se trata de conculcar en otras muchas ocasiones... 
Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de unión hasta la muerte y  además, el divorcio atenta contra la Alianza de salvación, de la cual el matrimonio sacramental es un signo.
El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocido civilmente, aumenta, sin duda, la gravedad de la ruptura y entonces el cónyuge de nuevo casado, se encuentra en situación de adulterio público y perenne (C.I.C nº 2384).
Y Todavía más, como sigue diciendo el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2385):

“El divorcio adquiere también un carácter inmoral, a causa del desorden que introduce en la célula familiar, y en la sociedad. Este desorden  entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres,  y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social”

Las estadísticas hablan por sí solas, en Bélgica, por ejemplo, entre 1971 y 1985 el porcentaje de divorcios creció desde un 10% a un 32%; también en Francia tuvo lugar un crecimiento en el número de divorcios desde un 12% a un 40% entre esos mismos años, así mismo, en Holanda, el crecimiento en el número de divorcios en ese mismo periodo de tiempo, fue desde un 9% a un 30%. A pesar de todo, fueron los Estados Unidos y Dinamarca los países con peores datos, en este mismo periodo de tiempo, pues el número de casos de divorcios fue cercano al 50% (Estadísticas del <Demografhic Yearbook> de 1990 de Naciones Unidas).
 
 Por otra parte, en  Alemania Federal, cuya ley de divorcio se dictó en 1976, la tasa de rupturas matrimoniales aumentó desde el 22% hasta el 32%, en Canadá cuya ley de divorcio se dictó en 1968 el número de rupturas creció desde un 8% hasta un 40% y en Estados Unidos cuya ley de divorcio data de 1969 el número de fracasos conyugales paso de un 28% hasta un 50%, respectivamente. Y así sucesivamente…Por eso, los especialistas en temas de la familia, han llamado a este fenómeno <plaga del divorcio>, <espiral del divorcio>, ó <efecto bola de nieve del divorcio>…


Ante estos hechos es importante <la presentación positiva de la unión indisoluble para redescubrir el bien y la belleza, pero ante todo es necesario superar la visión de la indisolubilidad como un límite de la libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso que en algún momento puede resultar insoportable>, en palabras  del Papa Juan Pablo II (Discurso ante el Tribunal de la Rota Romana. En la inauguración del año judicial. Lunes 28 de enero de 2002).
 
 
 
 
Al Papa Juan Pablo II le también le preocupaba mucho la situación del Sacramento del matrimonio, que ya en  su tiempo, muy cercano al nuestro, era sumamente peligrosa, y que con anterioridad también habían preocupado a otros Pontífices, aun cuando las cosas no habían llegado a la permisividad actual, pero que sin embargo, ya anunciaba el desastre que se avecinaba.

 
Por eso, en su discurso al Tribunal de la Rota (Ibid), advertía también que:
 
“No hay que rendirse a la mentalidad divorcista; lo  impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales dados por Dios al hombre. La actividad pastoral, debe sostener y promover la indisolubilidad. Los aspectos doctrinales son transmitidos, aclarados y defendidos, pero son aún más importantes las acciones coherentes.

Cuando una pareja atraviesa una dificultad, la comprensión de los Pastores y de los otros fieles debe estar unida a la claridad y fortaleza para recordar que el amor conyugal es la vía para resolver positivamente la crisis.

Precisamente porque Dios los ha unido mediante un ligamento indisoluble; marido y mujer, empleando con buena voluntad  todos los medios humanos, pero sobre todo, fiándose de la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de desconcierto”


 
 
Por último debemos tener presente que la Iglesia al mismo tiempo que enseña las exigencias de las leyes de Dios, de la misma manera nos habla de la salvación si cumplimos con ellas y nos advierte que los Sacramentos, también el del matrimonio, es un camino que nos conduce a la santidad y como el Papa Pablo VI aseguraba en su Carta Encíclica <Humanae vitae> (dada en Roma el 25 de julio de 1968):

“Los esposos cristianos, dóciles a su voz, deben recordar que su vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el Sacramento del matrimonio.

Por lo mismo, los cónyuges quedan corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y para dar un testimonio, propio de ellos, delante del mundo.

A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley, que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana”