Una reflexión
muy acertada y bella del Papa Francisco que visualiza como el don de la
esperanza se encuentra en total relación con el Espíritu Santo. En este sentido,
recordemos que, en su día, el apóstol san Pablo en la <Carta a los Romanos>,
pedía a aquella comunidad cristiana, que orara por él con esperanza, para que
la ayuda que llevaba a Jerusalén fuera bien recibida (Rom 15, 30-32): “Hermanos,
por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, os pido que
luchéis conmigo orando a Dios por mí / para que me vea libre de los incrédulos
que hay en Judea y para que la ayuda que llevo a Jerusalén sea bien recibida
por los hermanos / De esta manera, si Dios quiere, iré muy contento a veros y
descansaré algo con vosotros”
Y otra vez
dice: <Regocijaos, naciones, juntamente con su pueblo> (Dt 32, 43) / y de
nuevo: <Alabad, naciones todas, al Señor, y ensálcenle todos los pueblos>
(Sal 116, 1) / y también dice Isaías (11, 1-2): <Brotará la raíz de Jesé ,
se levantará para regir las naciones, y
las naciones esperarán en él / Que el Dios de la esperanza llene de alegría y
paz vuestra fe, y que la fuerza del Espíritu Santo os colme de esperanza”
Recuerda la <Carta a los Romanos>, de forma insistente, aquello que se cuenta en el Antigua Testamento a cerca de Cristo, por boca de sus elegidos; en particular, recuerda las palabras proféticas de Isaías.
Este profeta,
considerado cristológico por los Padres de la Iglesia, ya que anunció la
llegada de Cristo y su mensaje de una forma perfecta, fue modelo del hombre
religioso de su época, y debería seguir siéndolo para los cristianos de hoy en día.
Sí, como aseguraba el Papa Benedicto XVI, en su día, la fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que puede venir, y que está todavía totalmente ausente, una futura esperanza. La fe nos da antes algo más. Nos da ya, ahora, algo de la realidad de la esperanza futura, y esta realidad presente, constituye para el hombre, una prueba de la existencia real de lo que aún no se ve, porque no ha llegado...
En definitiva,
la fe que es esperanza, recoge el viento del Espíritu Santo y lo trasforma en
una fuerza motriz que empuja a los seres humanos hacia el sendero de la paz y
la concordia, y que en momentos como los presentes, pone en evidencia, más que
nunca, la acción del Espíritu de Dios, que actuando sobre los hombres,
provoca la caridad de estos hacia sus
hermanos, a pesar de las siempre presentes fuerzas del mal.
Sí porque, los primeros cristianos, pertenecientes a la Iglesia primitiva, llenos de esta fe que es esperanza, fueron mortalmente perseguidos y entre ellos había judíos pero también gentiles que creyeron en el mensaje de Cristo, porque el don de la fe es universal, en definitiva, no es sólo para unos pocos hombres, es para todos, independientemente de su raza o creencia inicial.
<Yo estaba
en la ciudad de Jope orando, y vi en éxtasis una visión: que bajaba una especie
de recipiente, a manera de lienzo grande, que, cogido por los cuatro cabos, se
descolgaba desde el cielo, y llegó hasta mí / Fijos en él los ojos, estaba
observando, y vi los cuadrúpedos de la tierra, y las fieras, y los reptiles y
los volátiles del cielo / Y oí, además, una voz que me decía: Levántate, Pedro;
sacrifica y come / Y dije: De ninguna manera, Señor, porque cosa profana o
impura jamás entró en mi boca / Más respondió la voz por segunda vez desde el
cielo: Lo que Dios purificó, tú no lo hagas profano / Y esto se repitió por
tres veces. Y fue arrebatado, de nuevo todo hacia el cielo / Y he aquí en el
mismo instante tres hombres se presentaron en la casa que yo estaba, enviados a
mí desde Cesárea /
En ellos se
añade también que el Espíritu Santo <hablo por los profetas>. Son
palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. Es muy
significativo, por otra parte, el hecho de que aquellos que en el Cenáculo
habían recibido el Espíritu Santo hablaran en lenguas extranjeras, de forma que
todos los que les oían entendían sus palabras, ello demuestra, que
la Iglesia desde su mismo nacimiento tenía el don de la universalidad, era
<católica>, porque el <Mensaje de Cristo> era esperanza para todos los hombres y el Señor encomendó
a sus discípulos la misión de darlo a conocer"
Así mismo, como
podemos leer en el Evangelio de san Mateo (Mt 28, 16-20): “Los once discípulos
se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado / Y en viéndole,
le adoraron: ellos que antes habían dudado / Y acercándose Jesús, les habló
diciendo: Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra / Id, pues,
amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. Y sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el
final de la consumación de los siglos”
A este
respecto, es preciso añadir la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles,
sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados
en Jerusalén en el día de Pentecostés, San Lucas cita a los <forasteros de
Roma> (Hch 2, 10). En ese momento Roma era aún lejana, era <forastera>
para la Iglesia naciente: Era el símbolo del mundo pagano en general.
Pero la fuerza
del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos <hasta los confines de
la tierra>, hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina
precisamente cuando San Pablo, por un designio providencial, llega a la capital
del Imperio y allí anuncia el Evangelio (Hch 28, 30-31). Así el camino
de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma
representa el mundo entero, y por eso encarna la idea de <catolicidad> de
San Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la
continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión”
Y esto ha sido así y seguirá siendo así hasta el final de los tiempos, porque como asegura el Papa Francisco: “El Espíritu Santo no nos hace solo capaces de esperar, sino también de ser sembradores de esperanza, de ser también nosotros –como Él gracias a Él - <paráclitos>, es decir consoladores y defensores de los hermanos, sembradores de esperanza. Un hombre puede sembrar amarguras, puede sembrar perplejidad, y esto no es cristiano, y quien hace esto no es un buen cristiano; siembra esperanza: siembra aceite de esperanza, siembra perfume de esperanza y no vinagre de amargura y de desesperanza. El beato cardenal Newman, en un discurso suyo, decía a los fieles: <Instruidos por nuestro mismo sufrimiento, nuestro mismo dolor, es más, por nuestros mismos pecados, tendremos la mente y el corazón ejercitados para cualquier obra del amor hacia aquellos que lo necesitan. Serenos, en la medida de la capacidad, consoladores a imagen del Paráclito – es decir – del Espíritu Santo, y en todos los sentidos que esta palabra conlleva: abogados, asistentes, portadores de consuelo. Nuestras palabras y nuestros consejos, nuestra forma de hacer, nuestra voz, nuestra mirada serán gentiles y tranquilizadoras>.
Y son sobre
todo los pobres, los excluidos, y no amados, quienes necesitan a alguien, que
se haga para ellos <paráclito>, es decir, consolador y defensor, como el
Espíritu Santo hace con cada uno de nosotros…Nosotros tenemos que hacer lo
mismo con los más necesitados, con los más descartados, con los que más lo
necesitan, los que sufren más. Seamos ¡defensores y consoladores!”