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sábado, 30 de mayo de 2020

EL ESPIRITU SANTO Y LA ESPERANZA CRISTIANA



 
La <Carta a los Hebreos> compara la esperanza con un ancla (He 6, 18-19) y a esta imagen podemos añadir la de la vela. Si el ancla da a la barca seguridad y la tiene <anclada> entre las olas del mar, la vela es, sin embargo, lo que la  hace caminar y avanzar en  las aguas. La esperanza es realmente como una vela, recoge el viento del Espíritu Santo y lo transforma en una fuerza motriz que empuja la barca, según los casos, al mar o la orilla”

 
 
 
 
Una reflexión muy acertada y bella del Papa Francisco que visualiza como el don de la esperanza se encuentra en total relación con el Espíritu Santo. En este sentido, recordemos que, en su día, el apóstol san Pablo en la <Carta a los Romanos>, pedía a aquella comunidad cristiana, que orara por él con esperanza, para que la ayuda que llevaba a Jerusalén fuera bien recibida (Rom 15, 30-32): “Hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, os pido que luchéis conmigo orando a Dios por mí / para que me vea libre de los incrédulos que hay en Judea y para que la ayuda que llevo a Jerusalén sea bien recibida por los hermanos / De esta manera, si Dios quiere, iré muy contento a veros y descansaré algo con vosotros”

 
Anteriormente san Pablo, que había escrito esta carta desde Corinto y veía en Roma el carácter universal de la Iglesia, les hablaba en concreto de la salvación de los hombres, pidiéndoles apoyo para los más débiles, en paz y concordia, siguiendo el ejemplo  de Cristo  (Rom 15, 7-13):  “Acogeos los unos a los otros, como Cristo por su parte os acogió a vosotros para gloria de Dios / Digo, en efecto, que Cristo ha sido hecho ministro de la circuncisión  a favor de la veracidad de Dios, para hacer firmes las promesas hechas a los Patriarcas / y que a su vez los gentiles glorifiquen a Dios por razón de su misericordia, según que está escrito: <Por eso te bendeciré entre los gentiles y cantaré tu nombre> (2 Sam 22, 50) /  

 
 
Y otra vez dice: <Regocijaos, naciones, juntamente con su pueblo> (Dt 32, 43) / y de nuevo: <Alabad, naciones todas, al Señor, y ensálcenle todos los pueblos> (Sal 116, 1) / y también dice Isaías (11, 1-2): <Brotará la raíz de Jesé , se levantará para regir las naciones,  y las naciones esperarán en él / Que el Dios de la esperanza llene de alegría y paz vuestra fe, y que la fuerza del Espíritu Santo os colme de esperanza”


Recuerda la <Carta a los Romanos>, de forma insistente, aquello que se cuenta en el Antigua Testamento a cerca de Cristo, por boca de sus elegidos; en particular, recuerda las palabras proféticas de Isaías.
El profeta Isaías ejerció su labor divina en Jerusalén probablemente entre los años 740 y 687, tiempo en que finalizó el reinado de Ezequías, un monarca celoso de la libertad de su nación y de la pureza de la religión y que por ello llenó el corazón del profeta de justificada esperanza.

Este profeta, considerado cristológico por los Padres de la Iglesia, ya que anunció la llegada de Cristo y su mensaje de una forma perfecta, fue modelo del hombre religioso de su época, y debería seguir siéndolo  para los cristianos de hoy en día.  
 
 
 

 
Con sus palabras el profeta Isaías quería infundir esperanza en su pueblo, pero por extensión consigue dar esperanza a todo el pueblo de Dios. La pregunta que surge según el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica <Spe Salvi> entonces, es: ¿De qué genero ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ello? La respuesta del Pontífice a su propia pregunta nos lleva a la certeza de que la fe es la esperanza deseada (Ibid): “La <esperanza> es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes de los textos sagrados, las palabras <fe> y <esperanza> parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la <plenitud de la fe>  con la <firme confesión de la esperanza> (Heb 10, 19-25)”


 
Por tanto, se llega finalmente a la conclusión  de que todos los hombres debemos mantenernos firmes en la esperanza que profesamos, en definitiva, se nos exhorta a la perseverancia (Heb 10, 19-24): “Así pues, hermanos, ya que tenemos libre entrada en el santuario gracias a la sangre de Jesús / que ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne / y ya que tenemos un gran sacerdote de la Casa de Dios / acerquémonos con corazón sincero, con  fe plena, purificando el corazón de todo mal de que tuviéramos conciencia, y lavado el cuerpo con agua pura / Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe / Procuremos estimularnos unos a otros para poner en práctica el amor y las buenas obras”


Sí,  como aseguraba el Papa Benedicto XVI, en su día, la fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que puede venir, y que está todavía totalmente ausente, una futura esperanza. La fe nos da antes algo  más. Nos da ya, ahora, algo de la realidad de la esperanza futura, y esta realidad presente, constituye para el hombre, una prueba de la existencia real de lo que aún no se ve, porque no ha llegado...

 
 
En definitiva, la fe que es esperanza, recoge el viento del Espíritu Santo y lo trasforma en una fuerza motriz que empuja a los seres humanos hacia el sendero de la paz y la concordia, y que en momentos como los presentes, pone en evidencia, más que nunca, la acción del Espíritu de Dios, que actuando sobre los hombres, provoca  la caridad de estos hacia sus hermanos, a pesar de las siempre presentes fuerzas del mal.


Sí porque, los primeros cristianos, pertenecientes a la Iglesia primitiva, llenos de esta fe que es esperanza, fueron mortalmente perseguidos y entre ellos había judíos pero también gentiles que creyeron en el mensaje de Cristo, porque el don de la fe es universal, en definitiva, no es sólo para unos pocos hombres, es para todos, independientemente de su raza o creencia inicial.
Precisamente un incidente narrado en el libro de los < Hechos de los apóstoles>, que implicaba tanto a la cabeza de la Iglesia, San Pedro, como a un centurión romano, llamado Cornelio, ha dejado este hecho bien  establecido desde un principio (Hechos 11, 1-18): “Oyeron los Apóstoles y los judíos que estaban por la Judea que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios / Y cuando subió Pedro a Jerusalén, discutían con él los de la circuncisión / diciendo que había entrado en casa de hombres incircuncisos y comido con ellos/ Más Pedro comenzó a exponer la cosa por su orden, diciendo /

 
 
 
<Yo estaba en la ciudad de Jope orando, y vi en éxtasis una visión: que bajaba una especie de recipiente, a manera de lienzo grande, que, cogido por los cuatro cabos, se descolgaba desde el cielo, y llegó hasta mí / Fijos en él los ojos, estaba observando, y vi los cuadrúpedos de la tierra, y las fieras, y los reptiles y los volátiles del cielo / Y oí, además, una voz que me decía: Levántate, Pedro; sacrifica y come / Y dije: De ninguna manera, Señor, porque cosa profana o impura jamás entró en mi boca / Más respondió la voz por segunda vez desde el cielo: Lo que Dios purificó, tú no lo hagas profano / Y esto se repitió por tres veces. Y fue arrebatado, de nuevo todo hacia el cielo / Y he aquí en el mismo instante tres hombres se presentaron en la casa que yo estaba, enviados a mí desde Cesárea /

 Y me dijo el Espíritu que fuese con ellos, dejada toda vacilación. Vinieron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en la casa del hombre / Y nos refirió como había visto en su casa al ángel, que, estando de pie, le decía: manda recado a Jope y haz venir a Simón que se apellida Pedro /el cual te hablará palabras con las cuales serás salvo tú y toda tu casa /


 
San Pedro lleno de prudencia y sabiduría se enfrentó a aquellos hombres que criticaban su aptitud frente a los gentiles, explicándoles con detenimiento, como hemos recordado, el milagro que se había producido con la llegada del Espíritu Santo sobre los mismos, y como él, había recordado las palabras del Señor. Esto fue suficiente para que todos proclamaran llenos de asombro: ¡Con que también a los gentiles otorgó Dios la penitencia para alcanzar la vida!
En este mismo sentido, podemos leer en la Carta Encíclica del Papa San Juan Pablo II: <Dominum et vivificantem>, dada en Roma en el año 1986: “La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo, que es <Señor y dador de vida>. Así lo profesa el símbolo de la fe llamado <Niceno-Constantinopolitano> por el nombre de dos Concilios: Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381), en los que fue formulado y promulgado...

En ellos se añade también que el Espíritu Santo <hablo por los profetas>. Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. Es muy significativo, por otra parte, el hecho de que aquellos que en el Cenáculo habían recibido el Espíritu Santo hablaran en lenguas extranjeras, de forma que todos los que les oían entendían sus palabras, ello demuestra,  que la Iglesia desde su mismo nacimiento tenía el don de la universalidad, era <católica>, porque el <Mensaje de Cristo> era  esperanza para todos los hombres y el Señor encomendó a sus discípulos la misión de darlo a conocer"

 
 
Así mismo, como podemos leer en el Evangelio de san Mateo (Mt 28, 16-20): “Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado / Y en viéndole, le adoraron: ellos que antes habían dudado / Y acercándose Jesús, les habló diciendo: Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra / Id, pues, amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el final de la consumación de los siglos”

 
Así termina el Evangelio de San Mateo, con estas palabras del Señor que constituyen a los Apóstoles maestros, no sólo de la fe, sino también de la moral, asegurándoles además, su presencia incesante en la Iglesia hasta la llegada de la  parusía. En efecto, como  nos recuerda el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular –la Iglesia de Jerusalén- sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo. Iglesias particulares que son todas, y siempre, actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la <Iglesia universal>. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia…

A este respecto, es preciso añadir la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles, sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén en el día de Pentecostés, San Lucas cita a los <forasteros de Roma> (Hch 2, 10). En ese momento Roma era aún lejana, era <forastera> para la Iglesia naciente: Era el símbolo del mundo pagano en general.

 
 
Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos <hasta los confines de la tierra>, hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando San Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del Imperio y allí anuncia el Evangelio (Hch 28, 30-31). Así el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero, y por eso encarna la idea de <catolicidad> de San Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión”  


Y esto ha sido así y seguirá siendo así hasta el final de los tiempos, porque como asegura el Papa Francisco: “El Espíritu Santo no nos hace solo capaces de esperar, sino también de ser sembradores  de esperanza, de ser también nosotros –como Él gracias a Él - <paráclitos>, es decir consoladores y defensores de los hermanos, sembradores de esperanza. Un hombre puede sembrar amarguras, puede sembrar perplejidad, y esto no es cristiano, y quien hace esto no es un buen cristiano; siembra esperanza: siembra aceite de esperanza, siembra perfume de esperanza y no vinagre de amargura y de desesperanza. El beato cardenal Newman, en un discurso suyo, decía a los fieles: <Instruidos por nuestro mismo sufrimiento, nuestro mismo dolor, es más, por nuestros mismos pecados, tendremos la mente y el corazón ejercitados para cualquier obra del amor hacia aquellos que lo necesitan. Serenos, en la medida de la capacidad, consoladores a imagen del Paráclito – es decir – del Espíritu Santo, y en todos los sentidos que  esta palabra conlleva: abogados, asistentes, portadores de consuelo. Nuestras palabras y nuestros consejos,  nuestra forma de hacer, nuestra voz, nuestra mirada serán gentiles y tranquilizadoras>.

 
 
 
Y son sobre todo los pobres, los excluidos, y no amados, quienes necesitan a alguien, que se haga para ellos <paráclito>, es decir, consolador y defensor, como el Espíritu Santo hace con cada uno de nosotros…Nosotros tenemos que hacer lo mismo con los más necesitados, con los más descartados, con los que más lo necesitan, los que sufren más. Seamos ¡defensores y consoladores!”