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sábado, 23 de julio de 2011

YO OS DIGO VERDAD: OS CONVIENE QUE ME VAYA


 
 



Esta afirmación del Señor aparece en el Evangelio de San Juan cuando explica a sus apóstoles la acción del Espíritu Santo (Jn 16, 5-8):
-Mas ahora voy al que me envió, y ya ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas?
-Antes, por haberos dicho estas cosas, la tristeza ha llenado vuestro corazón.
-Pero yo os digo  verdad: os conviene que me vaya; porque, si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré
-Y Él, cuando viniere, convencerá al mundo cuanto al pecado, cuanto a la justicia y cuanto al juicio.
Según las palabras de Cristo, la venida del Espíritu Santo estaba condicionada a su Muerte y Resurrección, porque como nos indica el Papa León XIII, en su Carta Encíclica “Divinum illud Munus”, dada en Roma en el año 1897:
“Aquella divina misión, recibida del Padre en beneficio del género humano, que tan santísimamente desempeñó Jesucristo, tiene como último fin hacer que los hombres lleguen a participar de una vida bienaventurada en la gloria eterna; y como fin inmediato, que durante la vida mortal vivan de la gracia divina, que al final se abre florida en la vida celestial…
Más, según sus altísimos decretos, no quiere Él completar por sí solo incesantemente en la tierra dicha misión, sino que, como Él mismo la había recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevase a perfecto término. Place, en efecto, recordar las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante sus Apóstoles…”
 
 


Jesucristo anunció la llegada del Espíritu Santo, en varias ocasiones, pero además, precisó su llegada y les pidió a sus discípulos que esperarán su recepción, todos juntos, después de su Pasión, Muerte y Resurrección; solamente de esta forma estarían preparados, para realizar la labor evangelizadora que les había encomendado, con total garantía de fidelidad a la fe de Dios y productividad entre todos los hombres de buena voluntad.
En efecto, tal como sigue diciendo el Papa León XIII, en la Carta Encíclica anteriormente mencionada, la razón principal de la separación de Jesús de sus discípulos y de su vuelta al Padre, era el provecho que éstos habían de recibir del Espíritu Santo, al mismo tiempo que con ello mostraba, que Él mismo había sido enviado por el Padre y por tanto el Espíritu Santo procedía tanto, de Él, como del Padre, y como abogado, consolador y maestro, éste concluiría la obra que había iniciado durante su vida mortal.
Un aspecto muy interesante, que no deberíamos olvidar al hablar del Espíritu Santo, es que Jesús además de anunciar su llegada y precisarla, también nos advirtió del gravísimo pecado, que supondría, el negar la autoridad de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, esto es, lo que se denomina <el pecado eterno>. 
En el Evangelio de San Mateo, se explica lo que significa la blasfemia contra el Espíritu Santo, según revelación de Jesucristo (Mt 12, 31-32)
-Por eso os digo: todo otro pecado se perdonará a los hombres; más la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada.
-Y quién dijere palabras contra el Hijo del hombre, se le perdonará; más quién la dijere contra el Espíritu Santo no se le perdonará, ni en este mundo ni en el venidero.

Igualmente en el Evangelio de San Marcos podemos leer (Mc 3, 28-30):
-En verdad os digo que se les perdonará a los hijos de los hombres todos los pecados y las blasfemias, cuando quiera que blasfemaren;
-pero quién blasfemaré contra el Espíritu Santo, no tiene perdón eternamente, sino que será reo de pecado eterno.
 

Estas palabras de Cristo se producen en un momento de enfrentamiento a Satanás, cuando habiendo curado a un poseso, los fariseos decían que había expulsado los demonios con el poder de Belcebú. Pero el Señor les hacer ver que esto es imposible, y les advierte, con razón, del terrible pecado que significa, atribuir al maligno las obras realizadas por Él, por la fuerza del Espíritu Santo.

Todo aquel, por tanto, que rechaza conscientemente la autoridad del Espíritu Santo, de forma implícita, se niega al arrepentimiento, y al no existir éste, el pecado no puede ser perdonado.
 
Ya en la antigüedad, los profetas del pueblo de Israel, anunciaron la futura llegada del Espíritu Santo y así por ejemplo, en el siglo VI antes de Cristo, en las profecías de la Restauración del profeta Ezequiel, podemos leer (Ez 36, 25-27):
-Y rociaré sobre vosotros agua pura, y os purificaréis de todas vuestras inmundicias, y de todos vuestros ídolos os limpiaré;
-y os daré un corazón nuevo, y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior, y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne
-E infundiré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis en mis preceptos y practiquéis mis dictámenes.
Este oráculo de Ezequiel, se refiere a la futura santificación del pueblo de Israel, pero por extensión, también se refiere al resto de la humanidad en todos los tiempos y abre un horizonte de esperanza para la salvación de la misma.



Precisamente el Papa Juan Pablo II, dedicó una de sus catequesis de los miércoles, en Roma, a analizar la Tercera Persona del misterio Trinitario. En dicha catequesis, entre otras muchas cosas interesantes aseguraba (Roma, mayo, 1998):
“El destierro en Babilonia, y también después, toda la historia de Israel se presenta como un largo diálogo entre Dios y el pueblo elegido, <por su espíritu, por ministerio de los antiguos profetas>. El profeta Ezequiel explicita el vinculo entre el espíritu y la profecía, por ejemplo cuando dice:<El Espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo>: <Di, así dice Yahveh> (Ez 11,5). Pero la perspectiva profética indica sobre todo el futuro, el tiempo privilegiado en el que se cumplirá las promesas por obra del <ruah> divino”
En el año 1990, el Papa Juan Pablo II, ya había comentado el texto del profeta Ezequiel, haciendo mención al Espíritu Santo y la necesidad de su presencia en aquellos hombres que deseen hablar en nombre de Dios, es decir, aquellos evangelizadores de su palabra que anhelen no errar en su propósito (La Biblia de Juan Pablo II. La Esfera de los libros, S.L., 2008):
“Hombre de la palabra, el profeta debe ser también <hombre del espíritu>, como lo llama Oseas: debe tener en sí el espíritu de Dios, y no solo su propio espíritu, debe hablar en nombre de Dios.
Este concepto está desarrollado, sobre todo, por Ezequiel, que deja traslucir la toma de conciencia que ya se ha producido con respecto a la misión profética. Hablar en nombre de Dios requiere, en el profeta, la presencia del espíritu de Dios…
Ezequiel es consciente de que está animado personalmente por el espíritu:



<<Me invadió el espíritu mientras me hablaba y me puso en pie>>. El espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo obliga a ponerse en pie: lo convierte en un testigo de la palabra divina. Lo alza y le obliga a ponerse a actuar: << Entonces el espíritu me levantó y me arrebató…>>.
Ezequiel, por otra parte, no deja  de precisar que está hablando del <<Espíritu del Señor>> (Ezequiel 2,2; 3,12-14; 11,5)”

Por su parte, el profeta Isaías, hacia el año VIII antes de Cristo, después de una visión, en la que Yahveh le confiaba la delicada misión, de llevar al pueblo de Judá por el camino correcto de la salvación, hizo una serie de profecías, entre las que destacan aquellas que tienen que ver con la llegada del Mesías. Por eso, el Papa Juan Pablo II, en la catequesis anteriormente mencionada, sigue razonando de la siguiente forma:
“Isaías anuncia el nacimiento de un descendiente sobre el que <reposará el espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yahveh (Is 11, 2-3). Este texto, como escribí en mi encíclica <Dominum et vivificantem>, es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de espíritu entendido ante todo como aliento carismático, y el Espíritu como persona y como don, don que para la persona <El Mesías de la estirpe de David (del trono de Jesé)>, es precisamente aquella persona sobre la que se posará el Espíritu del Señor”
 
 
 
 
El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús, durante su Bautismo en el Jordán, suministrado por San Juan Bautista (el último profeta), fue  el signo de que Él era el que debía de venir, el Mesías (Mt 3,13-17); (Jn 1, 33-34).
Habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, toda su vida, y toda su misión se realizaron en comunión total con el Paráclito, que el Padre, sin medida le envío, tal como relató San Juan Evangelista (3, 34-36):
-Porque aquel a quien Dios envió habla las palabras de Dios, porque no con medida da el Espíritu.  
-El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en sus manos.
-Quien cree en el Hijo tiene vida eterna, más el que niega su fe al Hijo no gozará la vida, sino que la ira de Dios posa sobre él.

Según el Santo Padre, Juan Pablo II, la revelación del Espíritu Santo, como persona distinta del Padre y del Hijo, vislumbrada en el Antiguo Testamento, se hace clara y explícita en el Nuevo (Catequesis de Juan Pablo II del miércoles 20 de mayo de 1998). El Papa nos remite, con el propósito de confirmar esta idea a la lectura del Evangelio de San Lucas, el cual según su magisterio, toca el tema con más frecuencia, que los restantes evangelistas sinópticos (Mateo y Marcos).

Así por ejemplo, San Lucas muestra desde un principio que Jesús es el único que posee en plenitud el Espíritu Santo  y es concebido por su obra (Lc 1,35), y así mismo también nos narra en su Evangelio, que al ser bautizado  por San Juan Bautista, una paloma bajada del cielo, esto es, una forma corporal del  Espíritu Santo, se posó sobre Él (Lc 3,2).
Todavía el evangelista San Lucas, insistiendo sobre este tema, subraya que Jesús no sólo va a enfrentarse a las pruebas del desierto, antes de emprender su misión <llevado por el Espíritu Santo>, sino que va <lleno del Espíritu Santo> (Lc 4,1), obteniendo la victoria sobre Satanás y alcanzando la <fuerza del Espíritu Santo> (Lc 4,14).
 


Con mayor claridad, si cabe, San Lucas nos habla en su Evangelio del pasaje de la vida de Cristo en el que, Él mismo, asegura estar lleno del Espíritu Santo, aplicando a su persona la profecía de Isaías (Lc 4, 18-22):
-Y fue a Nazaret, donde se había criado, y entró, según su costumbre, el día de sábado en la sinagoga, y se levantó a leer.
-Y le fue entregado el libro del profeta Isaías, y abriéndolo, el libro, habló el lugar en el que está escrito (61, 1-2; 58, 6):
-El Espíritu del Señor sobre mí, por cuanto me ungió; para evangelizar a los pobres me ha enviado, para pregonar a los cautivos remisión, y a los ciegos vista; para enviar con libertad a los oprimidos,
-para proponer un año de gracia del Señor.
-Y habiendo arrollado el volumen, lo entregó al ministro. Y se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban clavados en Él.
-Y comenzó a decirles que <Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír>
-Y todos daban testimonio a su favor y se maravillaban de las palabras que salían de sus labios…
 
 

Jesús, no sólo fue concebido por obra del Espíritu Santo, sino que también fue santificada su alma, mediante la llamada <Unción>.

En el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 691), se dice:
“Jesús es Cristo, <Ungido>, porque el Espíritu Santo es su <Unción> y todo lo que le sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud…
La noción de <Unción> sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu… de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe (San Gregorio Niceno, Epir. 3,1)”  

Así mismo, el Papa León XIII, en su Carta Encíclica <Divinum illud Munus>, dada en Roma en el año 1897, dice lo siguiente a este respecto:



“Entre todas las obras de Dios <ad extra> , la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aún cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como <propio> al Espíritu Santo, y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo, y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina, que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: <Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito>...
Por obra del Espíritu Santo tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada la unción en los Sagrados Libros, y así es como toda acción suya se realiza bajo el influjo del mismo Espíritu, que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: <Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios>...  
Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inunden el alma de Cristo. Puesto que en Él hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en Él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias <gratis datas>, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en la profecía de Isaías”



Por otra parte, según nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (2ª Parte. La celebración del misterio cristiano), la plenitud del Espíritu Santo no debería permanecer únicamente en el Mesías, sino que debería ser comunicada a todo el pueblo mesiánico. Por eso, Jesús prometió esta efusión del Espíritu Santo en varias ocasiones a lo largo de su ministerio. 
Una de las ocasiones más relevantes en que sucedió esto, fue aquella en la que intervino un fariseo, insigne maestro de la Ley, llamado Nicodemo (miembro del sanedrín). El dialogo que tuvo lugar entre este hombre honrado, de recto comportamiento frente a Jesús, fue narrado por el Apóstol San Juan en su Evangelio.
Conoció Nicodemo, sin duda, los milagros y las enseñanzas de Jesús, quedando muy impresionado, aunque todavía lleno de dudas y deseoso de hablar con el Señor para manifestarle sus vacilaciones, le visitó llegada la noche, seguramente para evitar las críticas de sus amigos y compañeros fariseos, con objeto de interrogarle sobre algunos dilemas que se le habían presentado. Concretamente se presentó al Señor con estas palabras (Jn 3, 2): "Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él"
Jesús contestó entonces diciendo (Jn 3, 3): "En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios"



Nicodemo, hombre culto, quizás escriba o doctor de la Ley, se sintió confundido ante estas palabras del Señor y por eso le respondió a su vez (Jn 3, 4): "¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?"

A lo que Jesús  contestó lleno de sabiduría y de gracia del Espíritu Santo (Jn 3, 5-8):
"En verdad, en verdad te digo, quien no naciere de agua y Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios / Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es / No te maravilles de que te haya dicho: Es necesario que nazcáis de nuevo / El aire sopla donde quiere, y oyes su voz, y no sabes de donde viene ni donde va: así es todo el que ha nacido del Espíritu"
No quedó no obstante, muy convencido Nicodemo con estas palabras del Maestro y por eso le interrogó una vez más en estos términos (Jn 3, 9): "¿Cómo puede ser eso?"
La respuesta de Jesús es cortante y compilatoria (Jn 3, 10-15):
"¿Tú eres el maestro de  Israel, y esto no sabes? / En verdad, en verdad te digo que lo que sabemos, esto hablamos; y lo que hemos visto, esto testificamos; y nuestro testimonio no lo aceptáis / Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis, ¿cómo me vais a creer si os dijere cosas celestiales / Y nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo / Y como Moisés puso en alto la serpiente en el desierto, así es necesario que sea  puesto en alto el Hijo del hombre / para que todo el que crea en Él alcance la vida eterna en Él"


Precisamente la salvación de los hombres vino a través del sacrificio salvador de Jesucristo por la acción del Espíritu Santo, pero quizás algunos hombres no hayan entendido todavía, todo el alcance de este pasaje del Evangelio de San Juan, en el que se manifiesta tan claramente que solo Cristo crucificado podía librar a los hombres de la muerte eterna, si creían en Él.

Esta revelación hecha por Jesús a Nicodemo, fue comentada por el Papa Juan Pablo II en los siguientes términos (La Biblia de Juan Pablo II. La Esfera de los libros, S.L., 2008):


“Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto, pero al mismo tiempo dispuesto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de la Cruz: <<tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna>> (Jn 3, 16)
La Cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva: En el camino del pensamiento humano dirigido hacia Dios, en el camino de la comprensión de Dios se cumple un vuelco radical. Nicodemo, hombre noble y honesto y, al mismo tiempo, seguidor del Antiguo Testamento y versado en la Ley, ha tenido que sentir un terremoto interior.
Para todo Israel, Dios era, ante todo, Majestad y Justicia. Estaba considerado como un juez que recompensa y castiga. El Dios del que habla Jesús es un Dios que envía a su propio Hijo no <<para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él>>. Es el Dios del amor, el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre”.

Nada se dice en los Evangelios de si este insigne fariseo acabó convencido con el magisterio de Jesús, sin embargo si sabemos que le amó desde aquel momento, demostrándolo después cuando  
fue a buscar su cadáver y quiso perfumarlo y  envolverlo en un lienzo  costoso  para que descansara en un sepulcro nuevo.


En otra ocasión, al realizar Jesús su tercer viaje a Jerusalén, durante la celebración de la fiesta de los Tabernáculos (Escenopagía), la cual duraba ocho días, y en la que los judíos habitaban en chozas de ramaje, para recordar cómo habían vivido sus padres, bajo tiendas, por espacio de cuarenta años en el desierto,  el día de la fiesta  más relevante, llegó hasta el lugar y daba grandes voces diciendo (Jn 7, 37-39):
-Quien tenga sed, venga a mí y beba
-Quien cree en mí, como dijo la Escritura (Is 44,3; 55,1; Ez 47,1-3) manarán de sus entrañas ríos de agua viva
-Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él. Porque todavía no había Espíritu, puesto que Jesús no había sido aún glorificado.

Para entender mejor este pasaje del Evangelio de San Juan, hay que tener en cuenta las circunstancias que rodeaban la fiesta de los Tabernáculos. En dicha fiesta, todos los días, un sacerdote se acercaba hasta la fuente de Siloé, acompañado por la muchedumbre, para sacar agua de la misma, la cual luego vertía en el templo, delante del altar. Esto se hacía cantando el himno de acción de gracia de Yahveh, salvador del profeta Isaías (Is 12,1-4):
-Y dirás aquel día: Alábote, Yahveh, porque te has enfurecido contra mí y se ha pasado tu cólera y me has consolado.
-He aquí el Dios de mi salvación; confiaré y no temeré, pues mi fuerza y aquel al que canto es Yahveh, y ha sido (para mí) salvación.
-Sacaréis agua con alegría de la fuente de la salvación
-y diréis aquel día: Alabad a Yahveh, invocad su nombre; dad,  a conocer sus acciones entre los pueblos, confesad que su nombre es excelso…

Precisamente la frase de este texto: <Sacaréis agua con alegría de la fuente de la salvación>, representaba la promesa cierta de la gracia salvadora que Jesucristo traería al mundo, cosa que se cumplió aquel día en que Jesús, en la fiesta de los Tabernáculos dijo aquello de: <Quien tenga sed, venga a mí y beba>. La <fuente de agua viva> de la que habla Cristo, en el Evangelio de San Juan, es el Espíritu Santo, como el mismo dice, y éste al ser recibido por los hombres a través del Señor, morará en el corazón de los creyentes, después de su Muerte y Resurrección.
 
 


El Papa Benedicto XVI, en su libro “Jesús de Nazaret” (Primera parte) (La Esfera de los libros S.L., 2007), en el capítulo 8, titulado <Las grandes imágenes del Evangelio de San Juan>, dice refiriéndose al pasaje anteriormente mencionado (Jn 7, 37-39):
“El séptimo día los sacerdotes daban siete vueltas en torno al altar con la vasija de oro antes de derramar el agua sobre él. Estos ritos del agua se remontan, de una parte, al origen de la fiesta en el contexto de las religiones naturales: en un principio la fiesta era una súplica para implorar la lluvia, tan necesaria en una tierra tan amenazada por la sequía; pero más tarde el rito se convirtió en una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores.
El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dones básicos de la vida...
Jesús responde a esta esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: Él es nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta de modo similar a lo que ha hecho ante la samaritana como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de la vida, de <vida…en abundancia>; una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? <El que cree en mí…>. La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”
 
 

Recordaremos todavía una tercera ocasión, en la que Jesús habló de la llegada del Espíritu Santo a sus Apóstoles; fue, cuando terminada la Última Cena, una vez denunciada la traición de la que sería objeto por parte de Judas Iscariote,  habiéndose ya ausentado éste, presa de Satanás, tomando la palabra, dio un Sermón recogido por San Juan en su Evangelio (Jn 13, 31-35), en el cual entre otras muchas cosas, de enorme importancia para los creyentes, habló de nuevo de la eminente venida del Paráclito, en los términos siguientes:
-Si me amaréis, guardaréis mis mandamientos;
-y yo rogaré al Padre, y os daré otro Abogado, para que esté con vosotros perpetuamente:
-el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni conoce; vosotros le conocéis, pues con vosotros mora y en vosotros estará

Y más adelante, sigue diciendo el  Señor (Jn 14, 25-26):
-Estas cosas os he hablado, mientras permanecía con vosotros;
-más el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas la cosas que os dije yo.
Con estas reveladoras palabras, Jesús nos prometía a todos los creyentes, por extensión, una vez más, la llegada del Espíritu Santo, algo muy importante si tenemos en cuenta como éste se sigue manifestando, a través de los siglos, continuamente a la humanidad, aunque no toda ella escuche su mensaje, desaprovechando la ocasión de santificarse.

La promesa de Jesús, de la llegada del Paráclito a todo el pueblo mesiánico, se realizó en primer lugar, el día de Pascua, cuando se apareció a los discípulos, estando ausente Tomás, tal como nos narra San Juan en Su Evangelio (Jn 20, 19-23):
-Siendo, pues, tarde aquel día, primero de la semana, y estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas de la casa donde estaban los discípulos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dice: Paz sea con vosotros…
-Esto dicho, sopló sobre ellos, y les dice: Recibid el Espíritu Santo
-A quienes perdonéis los pecados, perdonados le, son; a quienes los retuviereis, retenidos quedan

De esta forma, el Señor instituyó el Sacramento de la Confesión, pero la plena efusión del Espíritu Santo, la reservaría para más tarde, el día de de la fiesta de Pentecostés, tal como leemos en el libro de San Lucas (Hechos de los Apóstoles 2, 1-4).
El Papa Juan Pablo II, en su catequesis del miércoles 20 de mayo de 1998, refiriéndose a este importantísimo acontecimiento de la Iglesia se expresaba así:
 


“Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de Pentecostés: Quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Así se realiza la profecía de Joel: <En los últimos días-dice Dios-derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestra hijas (Hech 2,17). San Lucas considera a los Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos finales, y subraya con razón que este Espíritu de profecía se derramará en todo el pueblo de Dios”

En esta misma catequesis del Papa Juan Pablo II, menciona también a San Pablo Apóstol, el cual, según nos dice pone de relieve la dimensión renovadora y escatológica de la acción del Espíritu Santo, que se presenta como fuente de vida nueva y eterna, comunicada por Jesús a su Iglesia (I Co 15, 45), finalizando la misma con una reflexión fundamental y tan importante, que deberíamos tenerla presente siempre todos los creyentes:
“El pecado fundamental del que el Paráclito convencerá al mundo es el no haber creído a Cristo. La justicia que señala en (Jn 16,7), es la que el Padre ha hecho a su Hijo crucificado, glorificándole con la resurrección y ascensión al cielo. El Juicio, en este contexto, consiste en poner de manifiesto la culpa de cuantos, dominados por Satanás, príncipe de este mundo, (Jn, 16,11), ha rechazado a Cristo, el que orienta las mentes y los corazones de los discípulos hacia la plena adhesión, a la <verdad> de Jesús”.

En la antigüedad, en la noche del sábado al domingo en que se celebraba la fiesta de la llegada del Paráclito, durante la llamada <vigilia de Pentecostés>, eran bautizados en Roma, todos aquellos creyentes que por una u otra causa no  habían recibido este Sacramento por Pascua. Por este motivo en los textos litúrgicos de la Iglesia aparecen unidos estos dos acontecimientos y por eso se dice que los cristianos somos bautizados en el Espíritu Santo.



Es interesante recordar en este sentido a San Lucas en su libro de los Hecho de los Apóstoles, cuando nos relata los acontecimientos sucedidos, al Apóstol San Pablo, durante su recorrido de Éfeso, estando ausente su discípulo Apolo (Hech 19, 1-6):

-Y aconteció que, mientras que Apolo estaba en Corinto, Pablo, recorriendo las regiones superiores, bajó a Éfeso y halló algunos discípulos.
-Y les dijo: -¿Recibisteis, al creer, el Espíritu Santo? Ellos a él: -- Es que ni siquiera nos enteramos de que haya Espíritu Santo.
-El dijo: -¿Con qué bautismo, pues, fuiste bautizados? Ellos dijeron:- Con el bautismo de Juan.
-Dijo Pablo: -Juan bautizó con bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir tras él, es decir Jesús.
-Oído esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús.
- Y habiéndolos Pablo impuesto las manos, vino el Espíritu Santo sobre ellos y hablaban en lenguas y profetizaban
 


La fiesta de Pentecostés que se celebra en la actualidad podría asimilarse a la proclamación oficial y pública de la Iglesia Católica, en la que los enviados de Cristo, llenos del Espíritu Santo, salen de la oscuridad hasta entonces vivida, para dedicarse a la predicación del Evangelio de Jesús.

Recordemos, a este respecto, que el Catecismo nos dice que el Sacramento de la Confirmación, confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal. En una palabra, nos introduce más profundamente en la filiación divina, que nos hace decir <Abba>, <Padre>, nos une más firmemente a Cristo y aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo, vinculándonos de forma más perfecta a la Iglesia y sobre todo, nos concede una fuerza especial para la evangelización de las gentes, esto es, para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras, como verdaderos testigos de Jesucristo, sin sentir jamás vergüenza de la Cruz.
 

El Papa Benedicto XVI, en su libro “Juan Pablo II mi amado predecesor”, al hablar de las Encíclicas Trinitarias de su antecesor en la Cátedra de San Pedro, y más concretamente refiriéndose a la Carta Encíclica <Redemptor  hominis >, dice lo siguiente:
“La unción de la Iglesia de Cristo, no es la vinculación con un pasado, sino más bien el vinculo con Aquel que es y da futuro, e invita a la Iglesia a abrirse a un nuevo Periodo de fe…
La implicación personal, la esperanza, pero también su profundo deseo de que el Señor pueda darnos un nuevo Pentecostés, se evidencia cuando, casi como una explosión, Juan Pablo II, prorrumpe en la siguiente invocación: ¡Ven Espíritu Santo!, ¡Ven!, ¡Ven!”. 

Sí, porque como decía León XIII, en su Carta Encíclica, <Divinum illud munus>:



“Nada confirma tan claramente la divinidad  de la Iglesia, como el glorioso esplendor del carisma que por todas partes la circunda, corona magnifica que ella recibe del Espíritu Santo. Basta, por último, saber que si Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: <Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es su iglesia>.
Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia tiene ya la máxima, que ha de durar hasta que, desde el estadio de la milicia terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial”

Para terminar nuestra reflexión sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad queremos recordar a la Virgen del Rocío, la <Blanca Paloma>, apelativo este último que los antiguos moradores del pueblo de Almonte (Huelva), dirigían al Espíritu Santo: ¡Viva esa Blanca Paloma! En efecto, la <Blanca Paloma>, así aclamada por las gentes del lugar, era el Espíritu Santo, pues aunque en la actualidad muchos devotos de la Virgen del Rocío ignoren este hecho el apelativo de la Virgen <Blanca Paloma>, tiene un profundo significado teológico, ya que ella es mediadora en la salvación de los hijos de Dios.