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martes, 2 de septiembre de 2014

EL HOMBRE Y LA FELICIDAD ETERNA


 
 



Con razón Jesús en su discurso eucaristico aseguraba (Jn 6, 51):

<Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come este pan, vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo>

Ciertamente, como muy bien dijo el  Papa Pio XII (1876-1958) en su Carta Encíclica <Mediator Dei>
(20 de noviembre de 1947):

“Cristo nuestro Señor, <Sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec> (Sal109, 4), <como hubiera amado a los suyos que vivían en el mundo> ( Jn 13, 1), < en la última cena, en la noche en que se le traicionaba, para dejar a la Iglesia  su amada Esposa un sacrificio visible, como la naturaleza de los hombres pide, que fuese representación  del sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la cruz, y para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros pecados cotidianos…



ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre, bajo la presencia del pan y del vino, y los dio a los Apóstoles, constituidos entonces sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que, bajo estas mismas especies, lo recibiesen, al mismo tiempo que les ordenaba, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen>  (Conc. Tridentino, ses. 22 c.l.).
El augusto sacrificio del Altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante una inmolación incruenta, repite lo que una vez Jesús hizo en la Cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, victima gratísima”


En efecto, como recordábamos al principio, Jesús anunció la presencia real de su carne y su sangre en la Eucaristía,  durante su discurso en Cafarnaúm, concretamente después del milagro de su marcha sobre las aguas (Jn 6, 51).
Por entonces, las gentes le buscaban sin cesar, porque habían quedado impresionadas desde que hiciera el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, lo que hizo que el Señor exclamara (Jn 6, 26):

<Os aseguro que no me buscáis por los signos que habéis visto, sino porque comisteis pan hasta saciaros>.

Y más tarde pronuncio estas sentidas  palabras (Jn 6, 27):

<Esforzaos, no por conseguir el alimento transitorio, sino el permanente, el que da vida eterna. Este alimento os lo dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, lo ha acreditado con su sello>.

Aquella muchedumbre asombrada y quizás sobrecogida con sus palabras, le preguntaban entonces a Jesús que tenían que hacer para actuar según el deseo de Dios. Y es entonces cuando el Señor, entre otros mensajes, les aseveró de nuevo que Él era el <pan de vida>, aquel que al comerlo el hombre no volvería a tener hambre, ni sed, en una clara alusión al Sacramento de la Eucaristía, que más tarde instituiría.
 


Las palabras de Jesús causaron gran escándalo entre muchos de los que las habían escuchado, incluso dentro del grupo de sus discípulos, especialmente cuando además de reconocerse el <pan de vida>, aseguró también (Jn 6, 52):

<Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo>

Aquellos que no entendieron sus palabras, se alborotaban, murmurando a sus espaldas  diciendo (Jn 6, 60): ¿Quién puede aceptarlas? Incluso algunos se alejaban de él, sin reparar en que estas misteriosas palabras, quizás más tarde tendrían un significado cierto, como así fue, tras la Pasión y Muerte de Cristo, viniendo a ser el  <compendio y suma de la fe cristiana>.

Ciertamente, como se nos recuerda en el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1323):

“Durante la <Última Cena>, la misma noche en que fue entregado, Jesús instituyó el Sacramento Eucarístico de su Cuerpo y su Sangre, para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y confiar a su esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección. Sacramento de piedad, Signo de unidad, Vinculo de amor, Banquete Pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”  
 
 

 
El Papa Benedicto XVI, siempre preocupado por la correcta interpretación del mensaje de Cristo, refiriéndose al Sacramento de la Eucaristía se expresaba en los siguientes términos en su Exhortación Apostólica <Sacramentum Caritatis> (Ed. San Pablo 2007):

“En la Eucaristía, Jesús no da <algo>, sino a sí mismo,  ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros.

En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y de los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: <Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo> (Jn 6, 32-33)…
En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación. En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (I Jn 4, 7-8), se une permanentemente a nuestra condición humana”

Ante estas palabras del Papa Benedicto XVI, todos los creyentes, y también los no creyentes, deberían reflexionar sobre el significado real de este gran Misterio que es Sacramento de la Eucaristía, instituido por Cristo poco antes de su Pasión, Muerte y Resurrección.

Es realmente el <Cuerpo de Cristo>, tal como nos recuerda el sacerdote al entregarnos la Santa Hostia, son la <carne y la sangre de Cristo>, los que recibimos y comemos durante la celebración del Banquete  Pascual, rememorado en la Santa Misa.    



Como aseguraba Benedicto XVI refiriéndose a la liturgia del Santísimo Sacramento del Altar (Ibid):
“Puesto que la liturgia de la Eucaristía es esencialmente <actio Dei> que nos une a Jesús a través del espíritu, su fundamento no está sometido a nuestro arbitrio, ni puede ceder a la presión de la moda del momento…

A partir de la experiencia del Resucitado y de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia celebra el Sacrificio Eucarístico obedeciendo el mandato de Cristo”

 
Recordemos a este respecto que, ya en tiempo de las primeras comunidades cristianas, algunos fieles celebraban la <Cena eucarística>, sin llegar apreciar del todo su enorme significado. El Apóstol San Pablo al enterarse de esta aptitud poco definida, tuvo que recriminarla con energía, concretamente mediante  la carta dirigida a la Iglesia de Corinto, fundada por él a principios de los años cincuenta d. C, durante su segundo viaje apostólico.
 


Se cree, que el Apóstol tuvo que emplear dos años, al menos, para fundar esta Iglesia, la cual al principio dio frutos extraordinarios, tras la corrección de numerosas costumbres execrables y eliminación  las corruptelas que minaban aquella sociedad de tantos contrastes, donde unos pocos vivían en la opulencia, mientras otros muchos eran muy pobres.

La comunidad judía presente en la ciudad opuso gran resistencia a la predicación del Evangelio, pero finalmente éste enraizó, especialmente entre los paganos y los pobres de la ciudad, produciéndose numerosas conversiones. No obstante quizás hacia el año 56 o 57, durante la estancia de San Pablo en Éfeso, como recordábamos anteriormente,  éste recibió noticias alarmantes sobre algunos desmanes y abusos llevados a cabo durante la celebración de las <Cenas eucarísticas>, y ello motivó la carta, en la que el Apóstol afeaba el mal comportamiento de algunos corintios durante la celebración de aquellos <ágapes>.

Los ágapes eran, desde el primer momento, cenas fraternales y sobrias de gran tradición entre el pueblo judío, pero que a partir de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor se celebraban en las comunidades cristianas,  en memoria de su <Última cena>, y precedía  a la celebración de los Sagrados Misterios. Todos los fieles participaban en ellos, suministrando los alimentos necesarios, y ayudando los más desahogados económicamente a aquellos que menos poseían. Pero las costumbres se fueron deteriorando y a oídos del Apóstol llegaron noticias verdaderamente alarmantes que indicaban  cierta corrupción en algunos casos, por eso él se expresaba en los fuertes términos siguientes (I Cor 11-22):
"Al recomendaros esto, no os alabo, porque no os reunís para vuestro bien espiritual, sino para vuestro daño / En primer lugar oigo que, cuando os reunís en asamblea litúrgica, hay divisiones entre vosotros, y en parte lo creo / pues conviene que haya entre vosotros disensiones, para que se descubra entre vosotros los de virtud probada / Pues, cuando os reunís, no es ya para tomar la cena del Señor / porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena, y mientras unos pasan hambre, otros se embriagan / ¿Pues qué? ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que menospreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo"

 
Y es que Jesús en la Última Cena dio un sentido nuevo a aquellas celebraciones, instituyendo el Sacramento de la Eucaristía, y dando una nueva dimensión a la bendición del pan y del vino. Ya no era aquel un ágape cualquiera, sino el recordatorio de lo que sería su Pasión, y Muerte. No es de extrañar, por tanto, el disgusto del Apóstol San Pablo cuando recriminaba a los corintios por haber olvidado los principios fundamentales sobre los que la Iglesia  celebra esta liturgia.


También ahora Jesús nos pide fe en el Santísimo Sacramento del Altar; nos pide que al comulgar tengamos la creencia absoluta de que es su Carne y su Sangre las que recibimos, porque como se dice en la oración de Santo Tomás de Aquino, en el Sacramento de la Eucaristía,<se equivocan nuestros sentidos, pues no vemos con los ojos a Cristo, tampoco lo gustamos y el tacto no lo encuentra en absoluto, pero sin embargo creemos con toda seguridad lo que el oído nos dice, pues el Hijo de Dios nos ha hablado de su presencia en la Santa Hostia, y nada hay más veraz que Él, que es la Palabra de la Verdad >

 


Una hermosa oración del santo  que fue proclamado por la Iglesia <Angelicus Doctor>. Era natural de una población de Nápoles e hijo de una familia noble,  que por desgracia, se opuso desde un principio a su vocación religiosa. Finalmente después de sufrir cruel confinamiento, y habiendo pasado por duras pruebas contra su virtud probada, pudo ingresar en la orden de los dominicos y dedicó toda su vida a estudiar y a enseñar con sus libros y sus catequesis las verdades de la fe cristiana, siempre inspirado por el Espíritu Santo. Era un gran amante del Sacramento de la Eucaristía y sus hagiógrafos cuentan que con frecuencia, sobre todo cuando ya estaba próxima su muerte experimentaba el fenómeno de la levitación, y sucedió que habiendo terminado su <Tratado sobre la Eucaristía> (en el año 1273), durante una de ellas, algunos hermanos le escucharon hablar con el crucifijo que había en el Altar. El Señor le dijo estas palabras:

<Has escrito bien de mí, Tomás, que recompensa deseas>, a lo que el santo se dice que respondió: <Nada más que a Ti, Señor>.

En aquel tiempo, el Papa Urbano IV (1195-1264) instituyó la fiesta del Santísimo Corpus Christi, para rendir homenaje al Sacramento y Sacrificio de la Sagrada Eucaristía y encargó la liturgia de esta celebración al Doctor de la Iglesia Santo Tomás de Aquino, liturgia que según el Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel: “Es un modelo de oración, una de las más perfectas composiciones en todo el Breviario y en todo el Misal” (Misal y devocionario del hombre católico. Ed. Aguilar 1959). 



Por eso es conveniente que pongamos en valor, aquellas amonestaciones de la carta de San Pablo a la comunidad  de Corinto, en la que también les explicaba, una vez más,  lo que El Señor le había trasmitido acerca del  Sacramento de la Eucaristía (I Co 11, 23-32):
"Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan / y dando gracia, lo partió y dijo: <Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía> / Y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo:< Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía> / Porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga / Así pues quién coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor / Examínese, por tanto, cada uno así mismo, y entonces coma el pan y beba el cáliz / porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación / Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles, y mueren tantos / Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos condenados / Pero al ser juzgados, somos corregidos por el Señor, para no ser condenados con el mundo"

 


Desde siempre los Papas nos han hablado con amor y respeto de este Sacramento que implica el Sacrificio de la Cruz y la victoria de la Resurrección de Jesús.  Benedicto XVI dejaba testimonio de ello (Ibid):

“La misión para la que Jesús ha venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio Pascual. Desde lo alto de la Cruz, donde atrae todo hacia sí (Jn 12, 32), antes de entregar el espíritu de su obediencia hasta la muerte, y una muerte en Cruz (Flp 2, 8), se ha cumplido la nueva y eterna Alianza…

En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la <nueva y eterna Alianza>, estipulada en su sangre derramada (Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20)...

Al instituir el Sacramento de la Eucaristía, anticipa e implica el sacrificio de la Cruz y la victoria de la Resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la fundación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (I Ped 1, 3-12)”

Alude aquí el Papa al primer Pontífice la  Iglesia, el Apóstol San Pedro, el cual entre los años 64 a 67 escribió esta primera carta dirigida a la Iglesia de Asia Menor, fundada y evangelizada por San Pablo, por entonces ausente, y que en aquellos momentos se encontraba con graves dificultades debido a las constantes persecuciones y atropellos, por parte de las comunidades  gentiles no creyentes.

 


En esta carta San Pedro exhorta a su grey, poniendo especial atención a los más jóvenes, para que sean constantes en la fe y la esperanza recibidas, asegurándoles que padecer como cristianos, no es un deshonor, sino la gloria más suprema (I Ped 1, 3-12):
"Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado, para una esperanza viva... / Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas / así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata al fuego, merece premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo / sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante / alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas.Sobre esta salvación estuvieron explorando e indagando los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros / tratando de averiguar a quién y a qué momento apuntaba el Espíritu de Cristo que había en ellos, cuando atestiguaban por anticipado la pasión del Mesías y su consiguiente glorificación / Y se les reveló que no era en beneficio propio, sino en el vuestro por lo que administraban estas cosas que ahora os anuncian quienes os proclaman el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo. Son cosas que los mismos ángeles desean contemplar"

 


Por otra parte, también, el Papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica <Sacramentum Caritatis>, recordaba las palabras de San Pedro referidas a la santidad de vida (I Ped 1, 17-21):

"Y si llamáis Padre al que sin hacer acepción de personas juzga a cada uno según sus obras, comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación / sabiendo que habéis sido rescatados de vuestra conducta vana, heredada de vuestros mayores, no con bienes corruptibles, plata u oro / sino con  la Sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha / predestinado ya antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos para vuestro bien / para quienes por medio de él creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le glorificó, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza se dirijan a Dios"

Así es, el hombre ha sido rescatado  del pecado por Cristo, mediante su sacrificio en la Cruz, como <cordero sin defecto ni mancha>, de ahí que el Sacramento de la Eucaristía reciba también el nombre de <Santo Sacrificio> (C.I.C. nº 1330):

“Porque actualiza el <Único sacrificio>, de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia”

En efecto, por el Sacramento de la Eucaristía, Jesús incorpora a los fieles a su propia <hora>; de esta forma quiere mostrarnos en todo su esplendor, la  unión indeleble que existe entre Él y su Iglesia (E. Apostólica <Sacramentum Caritatis>. Benedicto XVI):
“Cristo mismo, en su sacrificio de la Cruz, ha engendrado a la Iglesia como su esposa y su Cuerpo. Los Padres de la Iglesia han meditado mucho sobre la relación entre el origen de Eva del costado de Adán mientras dormía (Gen 2, 21-23) y de la nueva Eva, la Iglesia, del costado abierto de Cristo,



sumido en el sueño de la muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua (Jn 19, 34), símbolo de los Sacramentos…Por ellos, la Iglesia <vive de la Eucaristía>”


Los Padres de la Iglesia y los Pontífices de todos los tiempos han hablado a los creyentes y no creyentes del Santísimo Sacramento del Altar, del Sacramento de la caridad, en el que Jesucristo de forma admirable se ha donado a los hombres para ayudarles en su camino hacia la salvación con esperanza.

Sí, la Iglesia vive de la Eucaristía tal como también nos recordaba el Papa Juan Pablo II (Carta Encíclica <Ecclesia Eucharistia> (17 de abril de 2003):

“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el <núcleo del misterio de la Iglesia>. Ésta experimenta con alegría como se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: <He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo> (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y del vino, en la carne  y la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única.



Desde Pentecostés, la iglesia, pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la Patria celestial; este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.

Con razón  el Concilio Vaticano II, ha proclamado que el Sacrificio Eucarístico es <fuente y cima de toda la vida cristiana> (Cons. Dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11). <la Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del espíritu Santo (Conc. Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5).

Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del Altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor”    

El Papa Juan Pablo II, en su vigésimo quinto año de Pontificado, escribió esta Carta Encíclica con la intención, por él mismo reconocida, de involucrar más plenamente a toda la Iglesia en la liturgia y adoración del Santísimo Sacramento del Altar, y reflexionar sobre este gran misterio de fe, así como dar gracias a Dios por el don Eucarístico y por el del sacerdocio (Ibid):
 


“La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la marcada atención que le ha prestado siempre al Ministerio Eucarístico. Una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el Concilio de Trento (1545-1563)?

Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y crecimiento del pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía. Ya en tiempos más cercanos a nosotros, se han de mencionar tres Cartas Encíclicas: <Mirae Caritatis> de León XIII (28 de mayo de 1902), <Mediator Dei> de Pio XII (20 de noviembre de 1947) y la <Mysterium Fidei> de Pablo  VI (3 de septiembre de 1965).
El Concilio Vaticano II, aunque no ha publicado un documento especifico sobre el Misterio Eucarístico, ha ilustrado también sus diversos aspectos a lo largo del conjunto de sus documentos, y en especial en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia <Lumen Gentium> y en la Constitución  sobre la sagrada Liturgia <Sacrosantum Concilium>”

 
Un año después de que el Papa Juan Pablo II, escribiera esta magnífica Carta Encíclica, que todos los creyentes de una u otra forma deberíamos leer alguna vez en el transcurso de esta vida, el Pontífice siempre preocupado por su grey, encargó a la Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos, que en colaboración con la Congragación para la Doctrina de la Fe, prepararan una instrucción en la que se trataran algunas cuestiones referentes a la disciplina del Sacramento de la Eucaristía.



Como consecuencia de ello, vio la luz la Instrucción <Redemptionis Sacramentum>, con ocasión de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el 25 de marzo de 2004.

En este interesantísimo documento se denunciaban, entre otras cuestiones, los abusos muchas veces importantes, que han cuestionado la celebración de la liturgia de la Misa y de los Sacramentos, así como se oponían a la tradición de la Iglesia, con graves daños  en no pocas ocasiones. A todo esto se tenía que sumar por desgracia, el hecho de que dichos abusos, han podido convertirse en costumbres difíciles de erradicar, que pudieran hacer olvidar el sentido real de la liturgia, y oscurecer en alguna medida, la recta fe de la doctrina católica sobre el admirable Sacramento de la Eucaristía. Ya en la Introducción de este documento se menciona la importancia de la observancia de las normas promulgadas por la Iglesia sobre la Sagrada Liturgia y las profundas consideraciones sobre las que han sido basadas (Introducción Redemptionnis Sacramentum. Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos. Roma 25 de marzo de 2004):

“La observancia de las normas que han sido promulgadas por la autoridad de la Iglesia exige que concuerden la mente y la voz, las acciones externas y la intención del corazón. La mera observancia externa de las normas, como resulta evidente, es contraria a la esencia de la Sagrada Liturgia, con la que Cristo quiere congregar a la Iglesia, y con ella <formar un solo cuerpo y un solo espíritu>.

Por esto la acción externa debe estar iluminada por la fe y la caridad, que nos une con Cristo y los unos con los otros, y suscitan en nosotros la caridad hacia los pobres y necesitados. Las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que Él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón. Cuanto se dice en esta Introducción, intenta conducir a esta conformación de nuestros sentimientos con los sentimientos  de Cristo, expresados en las palabras y ritos de la Liturgia”              

 


Ciertamente como se suele decir <con pocas palabras basta>, entendemos pues, desde el principio,  la importancia de un documento como este, y lo que ha supuesto para la Iglesia, ante la violación esporádica de los Decretos sobre la Liturgia de la Iglesia. Por otra parte, el mismo Papa Juan Pablo II nos advirtió también que <el hombre siempre está tentado de reducir  a su propia medida el Sacramento de la Eucaristía, mientras que es él quien debe abrirse a las dimensiones de tal Misterio. La Eucaristía es un don demasiado grande como para someterlo   a ambigüedades o reducciones> (Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia. 17 de abril de 2003).
Sí, porque el hombre desea conseguir la felicidad, aunque casi nunca sabe cómo debe alcanzarla, absorto en los bienes terrenales, olvidado completamente de los bienes eternos. Pues bien, como nos aseguraba el Papa Juan Pablo II y tantos otros Pontífices de la Iglesia, el Banquete eterno en la Jerusalén celeste, solo se puede pregustar en el Santísimo Sacramento del Altar.

Así lo recordaba en su día, las bellas palabras del Papa León XIII, en su Carta Encíclica <Mirae Caritatis> (28 de mayo de 1902):



“Como quiera que esta que llamamos vida celestial y divina tiene manifiesta semejanza con la vida natural del hombre, así como ésta se sostiene y robustece con el alimento, así aquella conviene que tenga también un alimento o comida que la sustente y fortalezca. Oportuno es recordar aquí en que tiempo y forma Cristo movió y preparó el ánimo del hombre para que recibiese convenientemente y fructuosamente el <pan vivo> que había de darle…

Para establecer en los espíritus el vigor y el fervor de la fe, nada más apropósito, que el misterio Eucarístico, llamado con toda propiedad <Misterio de Fe>; pues ciertamente, cuánto hay de admirable y singular en los milagros y obras sobrenaturales se contiene en éste: El Señor misericordioso hizo compendio de todas sus admirables obras, dio comida a los que acogen su palabra”

Por otra parte, el Papa Pablo VI, muy comprometido también con el Mensaje de Cristo, quiso poner de manifiesto algunas denuncias respecto a este Sacrosanto Misterio:

“Sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este Sacrosanto Misterio, hay algunos que divulgan ciertas opiniones de las misas privadas, del Dogma de la Transustanciación y del culto eucarístico, que perturban las almas de los fieles, causándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como si a cualquiera le fuera licito  olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia, o interpretarla de modo que el genuino significado de la palabra o la reconocida fuerza de los conceptos, queden enervados (faltos de fuerza o argumentos)”
 


El Papa Pablo VI, con esta Carta Encíclica, pretendía poner las ideas claras, aunque ya estaban clarísimas desde los primeros siglos entre las comunidades cristianas católicas, tal como los Padres de la Iglesia han enseñado, con respecto al Misterio de la Santísima Eucaristía (Ibid):

“Es lógico que al investigar este Misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la cual el Divino Redentor ha confiado la palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete, convencidos de que aunque no se indague con la razón, aunque no se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde la antigua edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia”

 Recuerda el Papa Pablo VI, en su Encíclica, al gran doctor de la Iglesia San Agustín,  nacido  en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, en el año 354; gran luchador contra  herejías de su época, tales como el montanismo, el donatismo, el pelagianismo o el arrianismo; San Agustín es, uno de los sabios de la Iglesia más prolijos, ya que escribió muchas obras y abarcó todos los ámbitos de pensamiento.

A él se deben, por ejemplo, las siguientes palabras (De Civ. Dei 10, 23 PL 41, 300):“Los filósofos escriben, hablan libremente, y en las cosas más difíciles de entender, no temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla determinada, no sea que el abuso de las palabras engendre alguna opinión impía, aún sobre las cosas allí significadas”
 
 

 
Excelente y sensato consejo del Santo Doctor de la Iglesia que fue Obispo de Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia) desde el año 396 hasta el año 430 en que murió, durante el asedio de los vándalos a dicha ciudad,  que debería ser un ejemplo a seguir por los hombres de todos los tiempos. Dice Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica <Sacramentum Caritatis> en el apartado dedicado a la <Celebración de la Eucaristía como obra del Christus Totus>, que el Padre más grande de la Iglesia latina, San Agustín, se expresaba en los términos siguientes:
“Este pan que vosotros veis sobre el Altar, Santificado por la Palabra de Dios, es el Cuerpo de Cristo. Este Cáliz, mejor dicho, lo que contiene el Cáliz, Santificado por la Palabra de Dios, es Sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su Cuerpo y su Sangre, que derramó para la remisión de los pecados. Si lo habéis recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido (Sermo 227, 1: PL 38, 1099)”

 
Sin duda todos los Papas de la Iglesia, empezando por San Pedro han mostrado su devoción y amor a la Santísima Eucaristía y así en los últimos siglos algunos de ellos se han distinguido por sus enseñanzas sobre este Misterio mediante sus escritos. Juan Pablo II, como ya hemos recordado con anterioridad, destacaba entre otros a Pio XII y su Carta Encíclica <Mediator Dei>. En dicha carta es de resaltar, de aquella sección dedicada a la potestad de los sacerdotes para celebrar este Sagrado Misterio, el párrafo siguiente (Carta Encíclica <Mediator Dei> Pio XII dada en Roma  en el año 1947):

”De hecho el Divino Redentor ha establecido su reino sobre los fundamentos del orden sagrado, que es un reflejo de la jerarquía celestial.

Sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha confiado la potestad sacerdotal, y en virtud de ella, así como representan al pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios…

Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en el estado de victima sobre el Altar, la realiza solo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene representación de todos los fieles.
 
 


Más al poner el sacerdote sobre el Altar la Divina Victima, la ofrece a Dios Padre como una oblación, a gloria de la Santísima Trinidad y para bien de la Iglesia. En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto; pues no solo por manos, sino en cierto modo, junto con él, ofrecen el Sacrificio; con la cual participación también la oblación del pueblo pertenece al culto litúrgico.

Que los fieles ofrezcan el Sacrificio por las manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del Altar representa la persona de Cristo que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la Victima por medio de Cristo”

El Papa Pio XII sigue desgranando en esta carta la doctrina de la Iglesia en materia de la Sagrada liturgia, siendo un modelo y guía extraordinario para el buen desarrollo de las ceremonias del Sacrificio del Altar y que aclara perfectamente cualquier duda que pueda surgirle al creyente, evitando de esta forma posibles errores  que sobre la práctica de la Santa Misa  y de la Comunión, pudieran surgir. Verdaderamente todos los Santo Padres de los últimos siglos se preocuparon de manera muy especial por el buen desarrollo del rito Eucarístico, como ha quedado reflejado muchas veces en sus escritos en forma de Homilías, Encíclicas, Exhortaciones etc.



Debemos dar por ello gracias a Dios que ha guiado por el Espíritu Santo a su Iglesia y recordar con alegría todas las ocasiones en las que nos ha protegido a lo largo de los siglos, también en el tema litúrgico que ahora estamos recordando. 

Ciertamente los creyentes debemos tener muy presentes todas  las enseñanzas  de los Santos Padres y de los Papas, sobre el Misterio del Sacramento de la Eucaristía y recordar que nuestra actitud durante su liturgia debe ser tal que nunca por <nuestras palabras, silencios, o gestos, quede desvaída en nosotros o en nuestro entorno la fe en Cristo Resucitado presente en la Eucaristía>.

Recordemos el ejemplo dado en este sentido por tantos hombres y mujeres mártires de la Iglesia  por amor al santísimo sacramento del Altar; el Papa Benedicto nos hablaba en su Exhortación Apostólica (Ibid) del caso concreto de unos mártires del siglo IV en el norte de África,  en Abitinia (Túnez) donde el culto cristiano estaba prohibido por las autoridades imperiales en tiempos del emperador Diocleciano (hacia el año 304).

Saturnino (Presbítero) y todos sus fieles, entre los que se encontraban varias mujeres y un niño de corta edad, fueron apresados mientras se celebraba la Eucaristía y  murieron en prisión por efecto de los malos tratos recibidos, mientras declaraban que no podían vivir sin recibir la Sagrada Hostia:
“Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo Resucitado.
Nosotros tampoco podemos vivir sin  participar en este Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser <iuxta dominicam viventes>, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el Misterio de la Eucaristía? (<Sacramentum Caritatis>)”


  
  

 

 

 

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