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lunes, 16 de mayo de 2016

JESÚS SU MISERICORDIA Y LA DIVINA PROVIDENCIA (2ª Parte)


 
 
 
 



“Dios no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la <Divina Providencia>” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1884)

Sin embargo, para que esto llegue a ser posible es necesario, a su vez, que siempre se tenga muy presente el hecho extraordinario de que Dios, en su generosidad y misericordia hacia el hombre nos envió a su Hijo unigénito, Jesucristo, para llevarnos por el camino de la salvación, y este camino solo es alcanzable, si el hombre  se alimenta con el <Pan de Vida>.




Jesucristo nos habló del <Pan de Vida> después de su milagro de la multiplicación de los panes, cuando la muchedumbre, tras aquel suceso extraordinario, le siguió hasta Cafarnaún, maravillada y ansiosa por reencontrarse con Él; entonces Jesús les dijo (Jn 6, 27-31):
"Trabajad no por el manjar que perece, sino por el que dura hasta la vida eterna, el que os da el Hijo del hombre; porque a éste, el Padre, Dios mismo, acreditó con su sello / Le dijeron, pues, ¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? / Respondió Jesús: ésta es la obra de Dios, <que creáis en aquel a quién Él envió> / Le dijeron, pues: ¿Qué señal, pues, haces tú para que lo veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tú obra? / Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: <Les dio a comer pan del cielo>"


Durante este diálogo de Jesús con la muchedumbre que le había seguido, después de su primera multiplicación de los panes, se produce lo que podría llamarse el anuncio de la gran promesa eucarística; las personas que seguían al Señor, sin embargo, olvidándose de su previo entusiasmo por la multiplicación de los panes, se atreven incluso, a pedirle una nueva señal, y le preguntan: ¿Cuál es tu obra?

Frente a este  inconsciente comportamiento de aquellos hombres, Jesús  responde resaltando  dos cuestiones; en primer lugar, que el maná no lo dio Moisés a sus antepasados, sino que fue Dios, y en segundo lugar, que el pan que ahora les ofrece Dios es incomparablemente superior a aquel otro alimento que dieron en llamar maná, porque es un pan que desciende del cielo y da vida al mundo  (Jn 6, 32-33).


El Papa Benedicto XVI al referirse a este tema teológico tan importante del Mensaje de Cristo se expresa en los siguientes términos  (Jesús de Nazaret 1ª parte):

“En el desarrollo interno del pensamiento judío ha ido aclarándose cada vez más que el verdadero <Pan del cielo>, que alimentó y alimenta a Israel, es precisamente la Ley, la Palabra de Dios. En la literatura sapiencial, la sabiduría, que se hace presente y accesible en la Ley, aparece como pan (Tr 9,5); la literatura rabínica ha desarrollado más esta idea. Desde esta perspectiva hemos de entender el debate de Jesús con los judíos reunidos en Cafarnaun.

Jesús llama la atención sobre el hecho de que no han entendido la multiplicación de los panes como un <signo>, como era en realidad, sino que todo su interés se centraba en lo referente al comer y saciarse. Entendían la salvación desde el punto de vista puramente material, el del bienestar general, y con ello rebajaban al hombre y, en realidad, excluían a Dios…

Pero el hombre tiene hambre de algo más, necesita algo más. El don que alimente al hombre en cuanto hombre debe ser superior, estar a otro nivel…El <Pan de Dios> es el que baja del cielo y da vida al mundo (Jn 6,33)”

Ciertamente, el relato de San Juan, en el que Cristo se designa a sí mismo como <Pan de Dios> o  <Pan de Vida>, bajado del cielo, alude a la institución del Sacramento de la Eucaristía (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1337):

“El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies, y les dio el mandamiento de amor (Jn 13,1-17).
Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su Muerte y Resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarla hasta su retorno, constituyéndoles, entonces, sacerdotes del Nuevo Testamento” (Concilio de Trento: DS 1740).




Sí, con razón Cristo es la gracia de Dios por excelencia, es la manifestación de la bondad de Dios hacia los hombres por antonomasia, resultado de la <Providencia Divina>, de la misteriosa presencia de Dios en la historia de la humanidad.


Como se asegura en el Concilio Vaticano II (Capítulo I):
“Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en su Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (Ef 2,18; I Te1, 4)”


En efecto, en el Capítulo I del Concilio Vaticano II, se analiza la revelación de Dios en sí mismo, y entre las referencias que toma del Nuevo Testamento, cita la primera <Epístola> de San Pedro y más concretamente, se refiere a la primera parte de la misma, o <Exordio>, en el que el apóstol habla de la <economía de la salud> (I Pe 3-6):



“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva / para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable. Una herencia reservada en los cielos para vosotros / A quienes el poder de Dios guarda mediante la fe para una salvación que ha de manifestarse en el momento final / Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas”

Dios habló muchas veces y de muchas formas, por boca de los profetas, tal como podemos constatar en el Antiguo Testamento, pero posteriormente ya en nuestros días, nos ha hablado a través de Jesús, el Mesías.

Precisamente en la epístola a los <Hebreos>  se ponen de manifiesto los atributos divinos de Jesús, el Mesías, el Hijo del hombre (Heb 1, 1-4):
"Dios, que en los tiempos pasados muy fragmentariamente y variadamente había hablado a los Padres por medio de los profetas / al fin de estos días nos habló a nosotros en la persona del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por quien hizo también los mundos / el cual, siendo irradiación esplendorosa de su gloria y sello de su sustancia, sustentando todas las cosas con la palabra de su poder, después de realizar por sí mismo la purificación de los pecados se sentó a la diestra de la Grandeza en las alturas / hecho, tanto más excelente que los ángeles, cuando con preferencia a ellos ha heredado un nombre más aventajado"
 
 


San Pablo, es el autor al que se ha atribuido, desde antiguo,  esta epístola, dirigida a un pueblo que se encontraba en aquellos momentos, según los antecedentes históricos, en una situación gravemente peligrosa, pues había caído en un gran vacío moral y religioso, aumentado por el temor a las persecuciones.
En ella se expresa, el autor, con gran claridad, al manifestar los <atributos divinos> de Cristo. Él dice, que el Hijo en cuanto hombre, ha sido constituido por Dios heredero, es decir, dueño soberano de todas las cosas. Es la expresión de la universalidad de la creación la que ha sido puesta bajo sus pies.

Por otra parte, él manifiesta con total transparencia que como Señor Soberano y Universal, Cristo está sentado <en las alturas de los cielos> y <a la diestra de Dios>, por encima de todas las jerarquías angélicas, debido a la dignidad de su Persona divina; porque fue <irradiado> de la gloria y del <sello de la sustancia divina>. Por eso Dios, que hizo <los mundos por Él>, nos ha hablado a los hombres por Él y a través de Él.

Ciertamente, tal como podemos leer en la Carta Encíclica del Papa León XIII refiriéndose justamente a  la <naturaleza de Jesucristo> (Carta Encíclica <Libertas Praestantissimum> dada en Roma el 20 de junio de 1988):
“Jesucristo, liberador del género humano, que vino para restaurar y acrecentar la dignidad de la naturaleza, ha socorrido de modo extraordinario la voluntad del hombre y la ha levantado a un estado mejor, concediéndole, por una parte, los auxilios de su gracia y abriéndole por otra, la perspectiva de una eterna felicidad en los cielos”.


Sin embargo, como también nos recuerda el Papa León XIII en esta misma Encíclica:
 


“La libertad, don excelente de la naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males.
Sin duda alguna, el hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntariamente”


Hay que recordar a este respecto, que la misteriosa presencia de Dios en la historia de la humanidad, esto es, la <Divina Providencia> , se produce por la conjunción del don de la <gracia divina> y el don de la <libertad del hombre> y que la <gracia divina> es la  manifestación de la bondad y misericordia de Dios hacia los hombres.

Así es, en el Catecismo de la Iglesia Católica, podemos leer lo que significa la <Divina providencia> y sus <causas segundas> (nº 306, nº307 y nº308):
 


-Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio.

-Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia, confiándoles la responsabilidad de <someter> la tierra y dominarla (Gn 1, 26-28). Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (Cf Col 1,24).
Entonces llegan a ser plenamente “Colaboradores de Dios” (I Co 3,9; I Ts 3,2) y de su Reino (cf Col 4,11).

-Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas:

“Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2,13; I Co 12,6).

Esta verdad lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque “Sin el Creador la criatura se diluye” (GS 36,3); menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la Gracia (Mt 19,26; Jn 15,5; Flp 4,13).




Sí, Dios ha manifestado su bondad y misericordia hacia los hombres desde el mismo momento de su creación, pero esta bondad, esta misericordia divina, ha sido revelada especialmente al hombre a través de su Hijo, tal como manifestó en su día el Papa San Juan Pablo II en su Carta Encíclica <Dives in Misericordia>, dada en Roma el 30 de noviembre de 1980, tercero de su Pontificado:
“<Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó; aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo; por gracia habéis sido salvados> (Ef 2,4-5)...

Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como <Padre de la Misericordia>, nos permite verlo especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría, casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual mediante el Espíritu, actúa en lo más íntimo de los corazones humanos”

Esto decía el Santo Padre San Juan Pablo II a finales del siglo pasado, y sigue siendo válidas sus palabras en estos momentos de la historia de la humanidad, donde la misericordia hacia el prójimo se encuentra muchas veces en tela de juicio, pues muchos hombres se han dejado llevar por caminos muy contrarios a Cristo y a su Mensaje, en alas de una libertad mal entendida, bajo la acción, no lo olvidemos nunca del maligno, el gran enemigo de la humanidad. Sin embargo otros muchos, por suerte, han comprendido que (Ibid):





“La Cruz es la inclinación más profunda de Dios hacia el hombre y todo lo que el hombre, de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos, llama su infeliz destino. La Cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la Sinagoga de Nazaret y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista”

Se refiere el Santo Padre en primer lugar al pasaje de la vida de Jesús en el que habló a sus conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, cuando dijo, según las palabras ya escritas por el profeta Isaías (Lc 4, 18-19):
-El espíritu del Señor sobre mí, por cuanto me ungió; para evangelizar a los pobres me ha enviado, para pregonar a los cautivos remisión, y a los ciegos vista; para enviar con libertad a los oprimidos,

-para pregonar un año de gracia del Señor

En segundo lugar, se refiere San Juan Pablo II en su Carta Encíclica al momento en que San Juan Bautista envió a sus discípulos para peguntar a Jesús si era realmente el Mesías, a lo que Él respondió (Lc 7, 22-28):
-Id e informar a Juan de lo que visteis y oísteis: los ciegos cobran la vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, los pobres evangelizados

-y dichoso el que no encuentre en mí motivo de tropiezo.
-Cuando los mensajeros se fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?

-¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre lujosamente vestido? Los que visten con lujo y se dan buena vida están en los palacios de los reyes.
-¿Qué salisteis entonces a ver? ¿Un profeta? Sí, incluso más que un profeta.

-Éste es de quien está escrito: yo envío mi mensajero delante de ti: él te preparará el camino.






Que aptitud tan positiva y misericordiosa la de Jesucristo hacia su pariente Juan, el cual había dicho de él, cuando se le presentó, junto con otros judíos, a que le bautizara en agua (Mt 3, 14):
<Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes a mí?>;  y  sin embargo, en un momento dado, siente duda respecto a si Jesús es realmente el Mesías que el pueblo de Israel esperaba desde la antigüedad...Es cosa propia de los seres humanos, por más que Juan el Bautista fuera el profeta que había de abrir los caminos del Señor.
Ante una situación tan delicada, Jesús reacciona como siempre de forma misericordiosa poniendo en consideración ante los ojos de sus  discípulos, que el Bautista ha sido el portador y ejecutor de las promesas de los antiguos profetas sobre la venida del Mesías al mundo (Is 35, 5; 61, 1), y que <entre los nacidos de mujer no hay otro mayor>…

Por eso, sigue el Papa San Juan Pablo II diciendo en su Encíclica (Ibid):

“En el misterio Pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su existencia terrena: la Cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la Cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, <el amor vencerá en todos los elegidos, las fuentes más profundas del mal>, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa.
El fundamento del cumplimiento escatológico está encerrado ya en la Cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo <ha resucitado al tercer día>, constituye el signo final de la misión mesiánica signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que pronuncia <un cielo nuevo y una tierra nueva>, cuando Dios  <enjugará las lagrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado>”

Bellas palabras  del Papa San Juan Pablo II, que nos recuerdan una frase del Apocalipsis de San Juan cuando nos habla del Jerusalén celeste (Ap 21, 1-4):

-Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar no existía ya.

-Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, engalanada como una novia que se adorna para su esposo.
 
 


-Y oí una voz potente, salida del trono, que decía: Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos.

-Enjugará las lagrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido.

Desde luego, como sigue diciendo el Papa (Ibid):

“En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que la temporalidad, en la historia del hombre, que es a la vez historia de pecado y de muerte, el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, programa de misericordia, se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia”

 
 
 






  

 

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