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domingo, 1 de mayo de 2016

EL VALOR DE LA SANCION COMO ESTIMULO




 
 
 
 
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica <Amoris laetitia> nos recuerda el valor de la sanción como estímulo, refiriéndose concretamente a la educación de los niños y de los adolescentes, para que adviertan que las malas acciones tienen consecuencias:

“Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones –a las conductas antisociales agresivas- pueden cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón  y repare el daño  realizado a los demás…”
 
 

 
Este es el espíritu que movía desde antiguo al Sacramento de la confesión, de la reconciliación  o de la penitencia, tanto aplicado a los niños y  los jóvenes, como al hombre en general, cualquiera que fuera su edad. En concreto el tema de la reconciliación debería estar estrechamente relacionado con el de la penitencia, así fue sugerido durante el Sínodo que tuvo lugar en el año 1984, el cual dio lugar a una Exhortación Apostólica del entonces Papa San Juan Pablo II (Reconciliatio et Paenitentia).
 
 
El Papa refiriéndose al concepto de la penitencia llegaba a decir que era cuestión muy difícil de definir; más concretamente el aseguraba que:

 
 
“Si lo relacionamos con <metánoia>, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el <cambio profundo> del corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. Pero penitencia quiere decir también cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un camino, a un continuo caminar hacia lo mejor.


Sin embargo, hacer penitencia es algo autentico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superarse en sí mismo lo que es carnal, a fin de prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo. La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano”          


Es conveniente quizás recordar, en este sentido, que:
“A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el ministerio de la reconciliación (2 Co 5,18) concedido mediante los Sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre, como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal.

 
 
 
La celebración del Sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del ministro, solamente un Obispo o un presbítero que juzga y absuelve, atiende y cura en nombre de Cristo, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción…


El sujeto capaz del Sacramento de la Penitencia es todo hombre que cometa después del Bautismo un pecado mortal o venial. Para que el sujeto pueda hacer una buena confesión, es preciso que la haga con <dolor y detestación> de los pecados cometidos y con <propósito> de no volver, a cometerlos de nuevo. Es necesario, además, que la confesión sea <fiel, vocal e integra> en cuanto sea posible.

Después de la confesión, el penitente está obligado a cumplir la <satisfacción> o <penitencia> que le hubiere impuesto el confesor. Esta obligación es de suyo grave” (Misal y Devocionario del hombre católico. Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel).
 
 
 
 
A lo largo de la historia, la forma concreta, según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha ido variando algo. Así, durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados graves, después del Bautismo, como por ejemplo: idolatría, homicidio, adulterio, etc., estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer “penitencia pública”, por sus pecados, a menudo durante largos años, antes de recibir el Sacramento.


A comienzos del siglo III, esta penitencia eclesiástica, años después del bautismo, ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en la Iglesia de lengua griega, cómo en la de lengua latina. A pesar de todo, hubo hombres, como Montano, propagadores de  ideas de tendencia apocalíptica y gnóstica, que condujeron a  herejía a muchos fieles.

La Iglesia luchó desde el primer momento contra el montanismo que tardó algún tiempo en desaparecer y que tristemente, ha resurgido como desviación de la verdadera fe, en algunas sectas actuales, y que entre otras cosas manifiestan la proximidad del fin del mundo, al estilo gnóstico, y se oponen a las disposiciones penitenciales de la Iglesia Católica sobre el Sacramento de la Confesión.
 
 
 
 
Tanto la Iglesia oriental, como la occidental, hasta finales del siglo VI, solo reconocían la “penitencia publica” la cual fue denominada por Tertuliano, Padre de la Iglesia, por desgracia convertido al montanismo durante algún tiempo (se cree que finalmente se retractó), la “Segunda tabla de salvación”.


La festividad del <miércoles de Ceniza> es un recuerdo de la Iglesia de Cristo a esta forma de <penitencia pública> a la que se sometían los pecadores en los primeros siglos. Según cuentan los historiadores de la Iglesia, antes de ser apartado de los fieles, el pecador era salpicado con cenizas, símbolo de penitencia, y vestido con el humilde hábito penitencial. Cuestiones ambas que en nuestros días parecerían impropias y exageradas.

 
 
 
Por su parte, San Agustín Obispo de Hipona (396/430), ofreció la primera teoría  acerca de la eficacia de la reconciliación penitencial, según él fruto, de la <conversión>, la cual a la vez  obra la <gracia divina>, que actúa en el interior del hombre, pero es la <caridad> difundida por el Espíritu Santo en la Iglesia, la que perdona los pecados a sus miembros.


Durante los siglos VI y VII, bajo la influencia de las comunidades monásticas, acaban por implantarse nuevas normas penitenciales, que se han dado en llamar “penitencias privadas”. Estas no exigían la realización pública y prolongada de obras de penitencia, antes de recibir la reconciliación, que le permitiría a los apartados por un tiempo de la Iglesia, volver a recibir el Sacramento de la Eucaristía. Desde entonces, el Sacramento de la Penitencia se ha tendido a realizar de una manera más <secreta>, entre el penitente y el sacerdote, con lo cual se ha evitado, entre otras cosas, la tardanza en recibir este Sacramento, que algunos hombres, por miedo al <qué  dirán>,  posponían antiguamente, hasta casi el momento de su muerte.

Por otra parte, los libros penitenciales, escritos por algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín, fueron muy  adecuados para entender y practicar este Sacramento, ya que evitaron, en su tiempo, la relajación sobre el concepto de pecado, y por tanto el olvido del compromiso adquirido con Cristo por parte de los miembros de su Iglesia; olvido que en   los últimos siglos ha vuelto a cernirse sobre los hombres, debido principalmente a la teoría del relativismo, como se ha demostrado con la situación actual de la Confesión, Sacramento indispensable  de <salvación>.
 
 
 
 
En este sentido, el Papa Benedicto XVI en su libro “Luz del mundo”  asegura que: “Hoy tenemos que aprender de nuevo que el amor al pecador y al damnificado están en un recto equilibrio mediante un castigo al pecado, aplicado de forma posible y adecuada. En tal sentido ha habido en el pasado una transformación de la conciencia a través de la cual se ha producido un oscurecimiento del derecho y de la necesidad de castigo, en última instancia; también en un estrechamiento del concepto de amor, que no es, precisamente, solo simpatía y amabilidad, sino que se encuentra en la verdad. Y de la verdad forma parte también el tener que castigar a aquel que ha pecado contra el verdadero amor”


Porque como nos sigue enseñando el Papa Benedicto en su Carta Encíclica <Caritas in Veritate>  (Dada en Roma el 29 de 2009):
“Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad…
No existe la inteligencia y después el amor: <existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor>”

 
 
 
No debemos nunca olvidar que nuestro Señor Jesucristo instituyó los Sacramentos, y en particular el de la Penitencia, precisamente con el objetivo de ayudarnos a entender y practicar estas ideas desarrolladas tan magníficamente por el Papa Benedicto XVI en su Encíclica; para conseguir la <salvación del alma> que es el bien mayor del hombre, aunque actualmente esta idea se encuentre en <tela de juicio>, o pasada de moda, por parte de muchas almas perdidas en busca de, los  aportes de  la <ciencia>, y no del  verdadero <amor>.

Como nos advierte San José María  en su libro <Es Cristo que pasa>, en el apartado dedicado a <La lucha interior>:

“Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo”

 
 
 
No es de extrañar, por tanto, que el Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia se encuentre en una situación tan precaria. Los confesionarios están casi siempre vacíos de feligreses arrepentidos, y  otras veces de sacerdotes para escucharles. El Papa Benedicto XVI conocedor, sin duda de esta situación, pidió, en su día, a los feligreses y sacerdotes que trataran de restablecer la situación lo antes posible, para alivio de tantas almas perdidas, necesitadas del consuelo de este Sacramento salvador.

 
 
 
 
Nuestro Papa actual, Francisco, en esta misma línea, no duda en dispensar, incluso públicamente, este Sacramento de la Penitencia, para que sirva de ejemplo a los feligreses y a los sacerdotes en momentos tan difíciles para el cristianismo.


Recordaremos ahora que, durante el siglo VII, los misioneros irlandeses inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica privada de la Penitencia. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de  la reiteración de este Sacramento, lo cual anteriormente raramente era posible, y abría así el camino a una recepción regular del mismo. En general, ésta es la forma de penitencia, que la Iglesia ha practicado desde entonces hasta nuestros días.

El Papa San Juan Pablo II en su “Exhortación Apostólica”, Post-sinodal, titulada <Reconciliatio et Paenitentia> (Dada en Roma 2 de diciembre de 1984) aseguraba que:

“La reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a reunir <conversión y reconciliación>; es impensable disociar las dos realidades o hablar de una, silenciando la otra…
 
 
 
 
El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La <conversión personal>  es la vía necesaria para la <concordia entre las personas>”


Es lógico por tanto, que este Sacramento haya recibido también el apelativo de <Sacramento de la Reconciliación>, porque como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica, otorga  al pecador el amor de Dios que reconcilia.

 
 
 
Las palabras de San Pablo dirigidas a los corintios con objeto de contrarrestar la labor de  un grupo de judaizantes que trataba de minar la labor evangelizadora que él había realizado con esta comunidad, no dejan lugar a dudas, a este respecto  (Co II, 5,18-21):

-Y todo procede de Dios, quién nos reconcilió consigo por mediación de Cristo, y a nosotros nos dio el ministerio de la reconciliación; como que Dios en Cristo estaba reconciliando al mundo consigo, no tomándoles en cuenta sus delitos, y puso en nosotros el mensaje de la reconciliación

-En nombre, pues, de Cristo somos embajadores, como que os exhorta Dios por medio de nosotros. Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios.

 
 
 
Jesucristo, murió por nosotros, más con su muerte,  salvó al hombre de la muerte <eterna>, si cumplimos sus mandatos. Por eso San Mateo en su Evangelio, cuando narra el Sermón de montaña de Jesús dice lo siguiente (Mt 5, 24), refiriéndose al 5º Mandamiento de la ley de Dios:

-Sí, pues, estando tú presentando tu ofrenda junto al altar, te acordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y vete primero a <reconciliar> con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda

La falta de una conciencia recta sobre el significado del bien y el mal, reinante en la sociedad actual, ha llevado a situaciones muy peligrosas para la Iglesia de Cristo.
Una de ellas y no la menor, es  la tendencia a olvidarse de la necesidad del Sacramento  de la Penitencia, e incluso llegar a creer que no es necesario, pues basta reconocerse pecador, tan solo por confesión directa con Dios.
Esta idea puede  conducir a una relajación de las costumbres tal, que como muchas veces se ha dicho, las personas que acostumbran a considerar un pecado venial como pecado mortal, en cambio suelen acabar pensando que uno mortal es venial, de ahí que ya no sea necesario considerar la necesidad de cumplir con una penitencia, mayor o menor en su caso…
 
 
 
 
Sin duda, es necesario el auxilio de Dios a través de sus sacerdotes, los cuales fueron investidos, al igual que sus primeros discípulos, con el poder para realizar la curación de las almas. Ellos se encuentran en una disposición mejor para conocer la <calidad> de los pecados y para aconsejar, si son requeridos sus conocimientos por parte de los fieles, respecto al comportamiento a seguir, según los mandatos de Cristo.


El Papa San Juan  Pablo II en su  <Reconciliatio et Paenitencia>, nos hablaba en estos términos, a este respecto:
 
 
“El <secularismo> que por su misma naturaleza y definición, es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concreta totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de “perder la propia alma”, no puede menos de minar el sentido del pecado.


Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia de que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre.

Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por tanto, esperar que tengan consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado.
Se diluye este sentido del pecado en la sociedad contemporánea también a causa de los equívocos en los que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana…
Disminuye fácilmente el sentido del pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicionalmente, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto”

 
 
 
El Sacramento de la  Penitencia hace visible de forma inconfundible los valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Por otra parte, lleva al hombre a cumplir con <la Nueva Alianza> que Dios hizo con ellos, encaminándoles, al misterio de la Santísima Trinidad, y a los dones del Espíritu Santo.
 
 
Según el Papa San Juan Pablo II (Ibid): “El Sacramento de la Confesión, de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud de la <Penitencia>, en cuanto dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación de lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvado, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar”

 



 

 

 

 

 

 

 

 

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